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miércoles, 27 de noviembre de 2019

El mercenario (1)

El timbre del despertador sonaba con una sonatina pesada cuando una mano salió del barullo de sábanas y mantas que formaban la cama. El brazo era fuerte y velloso. Un gruñido resonó en la habitación. Las sábanas se retiraron y un hombre se levantó, desnudo. Las luces se encendieron al momento. La habitación era pequeña, de paredes lisas y de un gris claro, careciendo de más decoración que la cama, las puertas de un armario empotrado y unas cortinas de un gris oscuro, casi negro. Casi todo el cuarto era monocromático, pues las sábanas eran blancas, la manta gris, y las puertas del armario en otro tono de gris, un poco más oscuro que las paredes.

El hombre rodeó la cama y se acercó a las cortinas. Las corrió, dejando ver lo que había detrás. Un gran ventanal, por el que entró una luz mortecina, reflejos del Sol que proyectaban hasta allí una serie de ventanales de los edificios que rodeaban al suyo. Entre uno y otro, surcaban el aire cientos de vehículos. El hombre no parecía importarle que cualquiera que pasara ante su edificio le viese al completo. Sabía bien que ese tránsito era continuo y que los que por allí viajaban no estaban atentos a lo que era paisaje, sino a seguir su camino y no golpearse con otro vehículo.

El hombre era alto, musculado, con el pelo gris, cortado al ras. Por toda su piel, ligeramente morena, había rastros de combates, las cicatrices eran de todos los tipos conocidos, como las quemaduras de los disparos, los cortes, las caídas, las reconstrucciones o las operaciones. Pero era raro ver tantas y en ese estado, pues en la medicina actual ya no se permitían dejar esos rastros. El hombre se dirigió a una de las paredes, que desapareció cuando él estaba a punto de estrellarse con ella. Pasó a una nueva estancia, más pequeña que la anterior, pero de un color ocre, de suelo y paredes de azulejos. Se acercó a una especie de embudo empotrado en la pared contraria a la entrada y meó hasta que se alivió lo suficiente. Después abrió una mampara translúcida y se metió a un cubículo. Según cerró la mampara del techo empezó a caer agua, agua con jabón, más agua y después una especie de vapor con aire. Cuando el hombre volvió a abrir la mampara, no solo estaba limpio, sino que también seco.

Regresó al dormitorio, donde deslizó la puerta corredera del armario, tomó unas piezas de ropa, todas de color oscuro. Se las fue poniendo una a una, ropa interior, una camisa, pantalones ajustados, una especie de chaleco y una casaca amplia. Entonces se dirigió a otra pared, frente al ventanal, donde apareció un nuevo pasadizo. Al otro lado, una estancia algo más grande, con una decoración tan escasa como en el dormitorio.

Esta habitación era un conjunto de cocina, que estaba a la izquierda del acceso al dormitorio, un comedor al centro, un salón a la derecha y el hall de entrada, pasando el comedor. Pero carecía más decoración que los escasos muebles que poseía. Se acercó a una de las dos columnas que parecían mantener la viga que separaba la cocina del comedor. Puso su mano derecha sobre una placa de vidrio que se iluminó al momento de tocarla. Apareció la silueta de su palma y una serie de columnas de colores que subían y bajaban. El hombre retiró la mano y la palma desapareció. En su lugar apareció la cara de una mujer, joven, de piel cuidada, lisa, de pelo negro largo, pero que llevaba una boina verde, de estilo militar. La imagen llegaba hasta los hombros de la mujer y se intuía una camiseta del mismo color que la boina.

-       Buenos días, sargento, espero que haya dormido bien -dijo la joven, con una voz ligeramente sensual- ¿Será lo de siempre?  
-    Déjate de monsergas y ábrete -espetó el hombre.
 

La joven sonrió y desapareció. La placa se separó de la pared, dejando ver un hueco que había detrás. Dentro el hombre tenía varias cosas. Tomó dos de ellas. Una placa de metal, muy similar en tamaño y forma a la de la policía, pero que no lo era, y una pistola en su sobaquera, que rápidamente colocó debajo de su brazo y la casaca. De alguna forma la sobaquera se pegó al chaleco, sin unir botones ni otros elementos de sujeción, pero estaba bien adherida, ya que lo comprobó con uno tirones. Dentro del hueco se quedaron algunos papeles y las fichas monetarias.

Cerró la placa de vidrio y comprobó que se encontraba bien cerrada. Después se acercó a un armario de la cocina, donde tomó un vaso alto de plástico. No tenía muchos útiles dentro del armario. Unos cuantos vasos, unas cazuelas y otros utensilios. Colocó el vaso en un hueco que había en una especie de máquina y pulsó en una serie de botones. Al momento de vertió una especie de líquido espeso de color blanquecino humeante en el vaso. Recuperó el vaso y se acercó a la encimera. De otro armario sacó una botella, sin marcas y con un líquido incoloro, pero no parecía agua. Desenroscó el tapón y se metió un trago, tras lo que vertió una buena cantidad en el vaso humeante.

Se bebió el vaso casi de un solo trago, tras guardar la botella. Pasó el vaso por un chorro de agua en la pila y lo dejó dentro para que se secase. Se dirigió hacia la puerta y allí tomó una segunda placa metálica, pero está estaba en un llavero, de una repisa simulada.