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martes, 27 de abril de 2021

Lágrimas de hollín (76)

Durante la primera hora, Fhin, seguido por Usbhalo estuvo rehuyendo a la mayoría de invitados. Aun así sabía que era el centro de atención. Una nueva persona en un círculo tan pequeño, era algo digno de atención. Y Fhin podía notar como se le clavaban las miradas, unos ojos codiciosos la mayoría y otros miserables. No le gustaban ninguna de esas personas. Así que con moderación, estuvo bebiendo y comiendo, para después trasladarse al salón de baile. Fue allí donde se reunió con ellos Bheldur y también donde apareció ella. 

-   ¿Has estado cerrando muchos tratos, Bheldur? -inquirió Fhin cuando su amigo regresó, sonriente. 

-   He estado haciendo lo que a ti parece no gustarte -se quejó Bheldur-. Me temo que los Mendhezan no se han presentado en la fiesta, y eso que el hijo, Shonet, es un asiduo a este tipo de fiestas. Pero igual la falta de los Mendhezan ha provocado que los que les odian suelten más la lengua. De todas formas, parece que también se había invitado a varios miembros del gobierno imperial, pero la han rechazado. 

-   ¿Y eso? -preguntó Fhin. 

-   A los que he preguntado les ha parecido raro -señaló Bheldur-. Parece que los mandos imperiales y los funcionarios están nerviosos por algo. El alto magistrado Dhevelian era un habitual de estos saraos pero desde hace unos días no sale mucho de residencia, a excepción de ir al palacio del gobernador. 

-   Se podría decir que teme a algo -murmuró burlón Fhin.

Bheldur iba a responder cuando se montó un revuelo en uno de los lados de la sala de baile. Los dos miraron hacia allí. Había un par de señoras, junto a una joven, de unos veinte años, que vestía bien, pero igual no demasiado ostentosamente como otras de las invitadas. Un hombre algo más mayor que ella parecía tocarse la cara. 

-   ¿Quién es ella? -quiso saber Fhin. 

-   ¡Hum! 

-   ¿No lo sabes? -se hizo el sorprendido Fhin, por la reacción de Bheldur. 

-   Sí, sí sé quien es -indicó ofendido Bheldur-. Se llama Arhanna, Arhanna de Fritzbaron. Es la única hija y heredera del duque de Fritzbaron. Llegó hace unos meses a la ciudad. Por lo visto está buscando un esposo digno para ella. Por ahora hay un buen número de pretendientes tras ella. O más bien de su título. 

-   ¿Solo de su título? ¿Por qué? 

-   Los Fritzbaron dicen descender de la una rama que se separó de los Mars mucho antes de la caída del reino -explicó Bheldur-. Por lo que sé, son originarios de Welnar, al… 

-   Al oeste de la provincia, en el nacimiento del gran Nerviuss y sus primeros afluentes -le cortó Fhin, que se sabía de memoria las lecciones del viejo Fibius-. Es una región pobre, pero hay muchas minas de hierro. Gracias a los torrentes impetuosos, pueden mover las ruedas de molinos y herrerías. 

-   Bueno, pues si ya sabes eso, no tengo que contarte que el ducado languidece o más bien sobrevive con lo justo -prosiguió Bheldur-. Además sin un hijo varón la casa principal perdería el ducado. Ahí está el problema de la muchacha. Pues los que se han acercado a ella la depredan con las ganas de mejorar su apellido, su posición o simplemente ganar las herrerías y las minas. 

-   Es raro que ningún imperial esté interesado -murmuró Fhin. 

-   Bueno eso sería una mancha para cualquiera de ellos -se burló Bheldur-. No les mirarían muy bien al regresar a su capital si lo hiciesen con una mujer provinciana. Parece que el orgullo es algo de todo tipo de personas. 

-   Entiendo -susurró Fhin, echando un nuevo ojo a la joven-. Bheldur, puedes volver a mezclarte con los invitados, a ver si obtienes más información. Cuanto más sepamos mejor, ¿no?

Bheldur le miró intentando descubrir qué había tras esas palabras, pero no detectó mucho, así que se marchó, para recabar más datos que les pudieran ser interesantes para sus intereses. Fhin al verse de nuevo solo, aunque Usbhalo se encontraba a pocos pasos de él a su espalda. Empezó a deambular alrededor de la zona de baile hasta quedar a pocos pasos de la joven heredera. Al pararse cerca, la muchacha le miró y este hizo un ligero movimiento de cabeza. La muchacha enarcó las cejas y en su rostro lució una ligera sonrisa. 

-   ¿Bailáis? -le preguntó la muchacha de sopetón a Fhin. 

-   Algo -se limitó a decir Fhin-. Aunque me temo que no soy demasiado bueno. 

-   Eso lo puedo evaluar yo mejor que tú -le señaló la muchacha que se miró sus propios pies-. Si me aplastas los pies, pues entonces en verdad eres un mal bailarín. 

-   Sea pues. 

-   Aunque tu escolta no te podrá seguir, ya que podría provocar un caos con las otras parejas -advirtió la muchacha a Fhin.

La muchacha le tendió la mano y Fhin se la tomó, tras hacerle una seña a Usbhalo para que se quedara quieto en donde estaba. La mueca que apareció en el rostro de Usbhalo indicaba que aunque no le gustaba la idea, no se movería. La muchacha guió a Fhin hasta un punto vacío de la sala de baile y se prepararon para moverse, al son de la música que el octeto de músicos se preparaba para ejecutar. Con los primeros compases, Fhin ya estaba sudando por el pánico que le daba liarla en la zona de baile. Pero iba a hacer igual que en sus clases con Shar, no quitarle ojo de encima y así imitarla en los pasos que diera.

La música empezó y los dos bailarines comenzaron con los pasos y los movimientos. Los de la muchacha eran más ligeros, los de Fhin marcados por la rigidez y lo que le costaba imitar los de la chica. Esta al ver que su acompañante no la dejaba de observar se empezó a poner roja y nerviosa, empezando a cometer algunos errores que terminaron en pisotones sobre los zapatos de Fhin.

El dilema (73)

Asbhul, tal como había previsto, vio como las puertas de la empalizada se abrían y salían unos cuantos guerreros para formar unos cuadros defensivos. Los hombres de Asbhul estuvieron a punto de romper la formación al verlos, pero Asbhul consiguió que se mantuviesen en sus puestos. Asbhul se adelantó a sus hombres y salió de la formación para entrar en la de los guerreros que habían salido a apoyarles. 

-   ¡Por Ordhin el grande! Creía que no llegábamos -dijo como saludo Asbhul al tharn que estaba al mando de los guerreros y que le miraba con una mueca de tristeza y dureza. 

-   Ordhin debe tenerte en alta estima, porque te ha protegido hasta aquí -indicó el tharn al tiempo que señalaba algo tras Asbhul-. Pero no a todos tus hombres.

Asbhul se dio la vuelta y vio lo que Alvho había visto desde la fortaleza norte. Su columna rota y un único cuadro que avanzaba de forma directa hacía la puerta, sin acercarse a la empalizada. 

-   El canciller te espera dentro -informó el tharn-. Entra con tus hombres y prepárate para la guerra.

Asbhul se limitó a asentir y se acercó a sus hombres, mientras daba órdenes para que fueran entrando, en orden, para no acumularse y bloquear el único acceso. Cuando el primer cuadro entró, Asbhul les siguió. Pronto vio al canciller Gherdhan y su estado mayor. 

-   ¡Asbhul! Loado sea el cielo -gritó el canciller, haciéndole señas de que se aproximase. 

-   Me temo que no he conseguido traer a todos mis hombres -anunció cabizbajo Asbhul-. He perdido… 

-   Has hecho más de lo que se te podía pedir, tharn -le cortó Gherdhan-. Y si no hubieses mandado a tu mensajero, yo no estaría listo para salvar a los que están ahí fuera. 

-   ¿Alvho llegó? 

-   Si, claro que llegó y no se rindió cuando los guardias le negaron el acceso al señor Dharkme -afirmó Gherdhan-. Pero no te preocupes, nuestro señor está hablando con Ordhin para conseguir un trato de favor para todos nosotros. 

-   ¿Qué puedo hacer ahora? 

-   Tus hombres están cansados, y tú también -comentó Gherdhan-. He decidido que acampen junto a la fortaleza del norte, que es la única totalmente terminada. Ese ingeniero norteño se ha empeñado en ello, usando casi todos los recursos que ha tenido a su mano. Junto con el castillo del puente son las edificaciones más avanzadas. Defiéndela. Además tu therk ya está allí, con el ingeniero, haciendo cosas. Será mejor que los acompañes, porque no me fio del norteño. 

-   Como órdenes, canciller -asintió Asbhul.

Asbhul, junto con los primeros hombres que habían entrado, se dirigieron a la fortaleza norte. No pudo evitar quedarse asombrado por la peculiaridad de la fortificación, con su altura y las piedras. Pronto divisó a Alvho y se dirigió hacia las almenas, seguido por los hombres de su guardia. El resto empezaron a dejarse caer por el suelo o buscando algún lugar apto para descansar. 

-   Parece que mi salvación es gracias a tu trabajo, therk Alvho -dijo Asbhul cuando alcanzó las almenas y se encontró frente a Alvho. 

-   Tharn Asbhul, me alegra verlo, pero tenemos que salvar a Shelvo y sus hombres -anunció Alvho. 

-   ¿Como? 

-   Dhalnnar seguro que está encantado de explicaros todo lo que queráis de su plan y sus juguetitos -contestó Alvho, señalando el artilugio que estaba más cercano a ellos-. Pero, yo debo hacerlos funcionar. Aunque ahora que lo pienso, no tendréis algunos hombres que prestarme. Por lo visto estos chismes necesitan unos cuantos hombres. 

-   Claro -asintió Asbhul, que se volvió a uno de sus guerreros, que salió corriendo, de vuelta abajo. 

-   Aibber, van a llegar más hombres, instruyelos en cómo manejar los aparatos -ordenó Alvho, que se volvió a Dhalnnar-. ¿Y están a tiro? 

-   Casi. 

-   ¡Mierda! -espetó Alvho.

El tharn, se quedó silencioso, estudiando el artilugio, cerró los ojos y se cayó en el suelo. Por fin el agotamiento de la ardua marcha y el estrés del mando habían hecho mella en él. Alvho ordenó que le llevasen a los cuarteles de la torre interior, donde podrían descansar, él y su guardia, a menos que alguno quisiera quedarse a ayudarlos.

sábado, 24 de abril de 2021

Aguas patrias (33)

Eugenio, situado en el alcázar, observaba la embarcación que les seguía en la estela y pensaba en lo que era el destino. Haría un día, el capitán Menendez le agriaba el momento con una triste verdad, les faltaban embarcaciones auxiliares para su meta. Ahora en cambio, tenían algo que les venía de anillo al dedo. La embarcación se llamaba el Windsor, un cuter inglés, de diez cañones y muy marinero. Por lo visto hacía las funciones de barco guardacostas y paquebote en las islas vírgenes, pero las tormentas le habían pillado intentando echar a un bergantín corsario de las aguas que patrullaba. Claramente un cuter como ese se valía de su velocidad y su pequeño calado para martirizar al bergantín, siempre alejándose de los cañones del corsario, cuando este se giraba para amedrentarlo y lanzando su ligera munición cuando podía.

Pero el capitán, un joven teniente recién ascendido y un poco corto de miras, al ver la enseña inglesa ondeando en la driza de la cangreja, se había acercado a la Sirena. Y cuando Eugenio había ordenado que se mostrara su verdadero pabellón, el cuter estaba bajo los cañones de la fragata, listos para destrozarlo de una andanada. El oficial inglés no había hecho absolutamente nada para defender o mantener su embarcación. Los infantes de marina junto al tercer teniente y algunos marineros se habían hecho cargo del cuter, que solo contaba con una tripulación mínima. El capitán Menendez se había presentado voluntario para tomar el barco, pero Eugenio prefería que los soldados no se dejasen ver demasiado.

El carpintero de la Sirena se había afanado en construir una cárcel para los ingleses en la bodega, moviendo parte de la carga. Claramente el teniente inglés entregó su sable y le permitieron moverse por la cubierta de la Sirena, así como le habían preparado una cómoda estancia entre los oficiales españoles. Aunque un infante de marina se encargaría de tenerle siempre vigilado. Un buen número de los soldados habían sido trasladados al cuter, cuando los ingleses habían desaparecido. Ya tenían una forma de desembarcar a los soldados sin hacer que la misión se fuera al traste.

Esa noche Eugenio decidió que era el momento de informar a sus oficiales y los invitó a una cena. Los encargados de la guardia fueron sustituidos por los ayudantes del contramaestre y todos se reunieron en la cámara del capitán, que se había preparado para ello. El capitán Menendez también había sido invitado.

El cocinero del capitán se había esmerado en preparar una comida aceptable y se descorcharon un buen número de botellas, muchas de ellas que habían encontrado en el cuter inglés. A parte de la comida del tonel correspondiente, el cocinero se había incautado de algunas tortugas que llevaban en el cuter, preparando una sopa con ellas, que ante la sorpresa de los oficiales más jóvenes, la sirvió en el caparazón más grande. Cerdo guisado, pescado del día y un postre hecho con sebo y mucho azúcar. La cena se fue desarrollando con alegría, contando todo tipo de historias acontecidas en sus vidas en la mar. Los guardiamarinas invitados, ya que no estaban todos, escuchaban con placer y con alguna copa de más, las narraciones de su capitán y de los oficiales. El contramaestre que era mucho más mayor que la mayoría de los oficiales superiores a él, sabía más ocurrencias y chanzas que estos. Incluso el capitán Menendez se ganó el puesto en la mesa con historias increíbles y batallas.

Pero lo importante llegó al final de la velada, cuando los marineros que hacían de sirvientes se llevaron todo, dejando únicamente las copas para beber de las botellas de Oporto que habían traído. Ante la mirada de sus oficiales, Eugenio se levantó, fue a su camarote y regresó con un plano enrollado en la mano. Lo desplegó ante todos, que miraban lo que había dibujado. 

-   Nuestro destino, señores -anunció Eugenio, señalando el mapa. 

-   Eso es Antigua -dijo el contramaestre, tras unos minutos de silencio. 

-   Muy bien, señor Alvarado -asintió Eugenio, dejándose caer en su silla-. ¿Ha estado alguna vez? 

-   Sí, capitán -aseguró Jose. 

-   ¿Y sería capaz de hacernos entrar en la bahía? -inquirió Eugenio, con una cara sonriente y afable, seguramente provocada por la ingesta de alcohol, aunque había sido uno de los que menos había bebido en esa cena. 

-   Con los ojos cerrados y bajo una lluvia de bala roja -el tono de Jose era inflexible, pero sin duda era una exageración. 

-   Bueno esperemos que como el Windsor, los ingleses crean que somos compatriotas -se burló Eugenio, que no entendía porque ninguno de los oficiales parecía reaccionar demasiado a la noticia-. De todas formas, el capitán Menendez y sus hombres nos quitaran de encima los cañones enemigos. Y dentro esperan jugosas presas, entre ellas dos galeones cargados hasta las cubiertas de riqueza, nuestra riqueza. 

-   Sí -gritó Álvaro, empezando hacer cálculos. 

-   Pero no vendamos la piel del oso antes de cazarlo -advirtió Eugenio-. Además lucharemos solos. La escuadra no viene con nosotros.

Ese dato es el que todos los oficiales esperaban. Si el comodoro no estaba cerca, lo que apresaran sería para ellos. Es verdad que el comodoro y el gobernador, al ser quien habían dado las órdenes se llevarían su trozo del pastel. Pero además sin más oficiales, los de la Sirena podían obtener ascensos si lo hacían bien y Eugenio les halagaba en su informe. Así que la alegría se contagió y la velada terminó con canciones.

El reverso de la verdad (23)

Pasado el mediodía tres coches de alta gama, tres Mercedes de color negro, con los cristales tintados cruzaban la verja colonizada por zarzas de la cantera. Los tres coches se detuvieron en el lugar donde había estado el Focus, aunque Andrei se había empleado en borrar sus rodadas. De los tres coches se bajaron varios hombres, todos impecablemente vestidos con trajes negros y grises. Solo uno de ellos desentonaba con una chaqueta de pana marrón. El de la chaqueta marrón tenía un ojo morado y varios golpes en la cara. Junto a él caminaba un hombre de hombros anchos y que el traje le quedaba ridículamente raquítico. Sin duda parecía un boxeador con un traje que no era para él.

El boxeador llevaba un móvil en la mano y le hizo un gesto al de la chaqueta de pana que se dirigieran hacia el borde de la laguna. En el suelo estaba el maletín que había dejado Andrei, abierto, con los fajos falsos dentro. Junto al maletín, en el suelo habían dibujado una flecha que apuntaba a la laguna, otra vez pacífica y calmada, no como cuando había caído en sus aguas el coche de los matones. El boxeador apagó algo en la pantalla y marcó un número. 

-   ¿Sí? ¿Los tienes, Emmanuel? -se pudo escuchar una voz por el otro lado del móvil. 

-   No, ha dejado el maletín y los fajos falsos -negó Emmanuel, con una voz templada. 

-   Estamos ante alguien listo, maldita sea -dijo el interlocutor-. ¿Algún rastro de los hombres de Charles? 

-   No -volvió a negar Emmanuel-. Junto al maletín hay una flecha que apunta a la laguna de la cantera. No hay ni un rastro más. 

-   Emmanuel, estamos ante un gracioso, o unos graciosos, y esos son siempre los más peligrosos. 

-   ¿Por qué? No lo entiendo -preguntó Emmanuel. 

-   Nuestros enemigos nos indican donde están los hombres de Charles. 

-   ¿En la laguna? -inquirió el hombretón. 

-   Muy bien, Emmanuel. 

-   Pero ahí no pueden estar -negó Emmanuel, que se ganó una carcajada al otro lado del aparato. 

-   Emmanuel, me gustas porque me eres totalmente leal, pero no piensas con claridad. Los muertos pueden estar en cualquier sitio. Los amigos de la gatita han dejado un mensaje. Si vamos a por ellos, correremos la misma suerte que los hombres de Charles. 

-   Entiendo -se limitó a decir Emmanuel, crispándosele el rostro. 

-   Bueno, pues estamos en un callejón salida, habrá que esperar a que ellos den un paso en falso. 

-   ¿Qué hago con Charles? 

-   Ya sabes que hay que hacer, te veo luego -la voz desapareció, a la vez que se terminaba la conversación.

Emmanuel guardó el móvil y miró a Charles. El hombre estaba nervioso, sin duda sabía que la había cagado y que iba a recibir un rapapolvo. Encima sus hombres habían desaparecido. Ahora se preguntaba por qué había decidido meterse en la investigación. Debía haber hecho lo que los de la organización habían mandado. 

-   ¿Qué va a pasar ahora? -preguntó Charles. 

-   Lo que tiene que ser, vamos -respondió Emmanuel.

Charles asintió y se dio la vuelta, andando de vuelta al coche. Emmanuel, a su espalda sacó su arma y disparó contra Charles, que cayó al suelo muerto. Emmanuel sabía demasiado bien que nadie debía cambiar o modificar las órdenes de su jefe. La venganza y el castigo eran inmediatos. Charles había querido ascender y se había equivocado. Y había recibido su justo premio.

Emmanuel se volvió hacia el coche, mientras sus hombres tiraron el cuerpo de Charles a la laguna, atado con varias rocas, que le mandasen al fondo rápidamente. Limpiaron su presencia y se marcharon de allí, para regresar a sus dominios.

martes, 20 de abril de 2021

Lágrimas de hollín (75)

Fhin iba sentado en el asiento del carruaje, mientras se intentaba mover, pero las vestiduras que le había traído Bheldur le hacían sentirse incómodo. No podía moverse bien. Ahora vestía como un mercader, como uno medianamente rico y que podía permitirse ese tipo de telas. Bheldur, sentado frente a él, parecía estar más tranquilo y cómodo que él. Incluso Usbhalo, con una armadura nueva y bastante lustrosa parecía feliz. Bheldur le había obligado a vestirse así a todos. En principio, solo Fhin y él deberían haber ido en el carruaje, pero Usbhalo no se había tranquilizado hasta que le había permitido acompañar a Fhin. 

-   No sé qué pintamos en todo esto -se volvió a quejar Fhin, cuando el carruaje giró en un cruce. 

-   A Malven le han invitado a un baile del gremio de mercaderes -le repitió mecánicamente Bheldur, que ya había tenido esta conversación varias veces con Fhin-. Si quieres que el personaje de Malven sea reconocido como tal, debe asistir a la fiesta. Todo por el bien del plan. 

-   ¡Ja! -espetó Fhin, que estaba seguro que Bheldur disfrutaba con la curiosa situación-. ¿Pero por qué estas pintas? 

-   Así visten los mercaderes y los nobles -aseguró Bheldur-. Debes dar buena presencia. Piensa que según nuestra historia has llegado para crear una base de operaciones para los negocios de tu padre y tu familia. Estas presentaciones en la sociedad te vienen muy bien. Haz amigos.

Fhin lanzó un suspiró y se calló. Le había dejado proyectar todo esto a Bheldur y parecía que se lo había tomado muy a pecho. Incluso, tras haber recibido la invitación, le había obligado a tomar clases de baile. Curiosamente su instructora había sido Shar. Fhin no se había esperado que los Gatos aprendiesen a bailar como los miembros de las clases altas. Pero parece que fue una de las medidas de la madre de Shar. Con idea de que sus miembros pasasen desapercibidas en cualquier tipo de situación. Y Fhin se había pasado varios días bajo la tutela estricta, de Shar en las clases de baile y Bheldur en la de distinción social. Recordaba ver la sonrisa de Usbhalo mientras él pasaba por ese calvario. Y aunque tenía ganas de devolverle la risa a Usbhalo, en el fondo sabía que su amigo no se merecía ese desprecio.

El carruaje se detuvo delante de la fachada del gremio de mercaderes, un inmenso edificio que aunaba un palacio con unas oficinas mercantiles. Esta vez, entrarían por la puerta de las fiestas, una parte del edificio que solo se usaba para estos faustos. Tras subir por la escalinata y cruzar el arco de entrada llegarían a un lujoso hall y unas escaleras por las que ascenderían al primer piso. En este se habían separado una serie de estancias, salones donde se daban las fiestas. Uno de los salones, el primero de ellos se usaba como recibidor, los invitados eran anunciados y los nuevos, como ellos, pasarían el escrutinio de los invitados habituales. De ahí se podía acceder al salón de baile, a los salones del té, del tabaco y de la comida. Los tres salones servían para que los invitados pudiesen hablar, mientras fumaban, bebían o comían. A su vez había algunos salones más, así como una gran terraza por la que los invitados podían tomar el fresco, si el ambiente del interior era demasiado sofocante para ellos, o en caso, la ingesta de alcohol.

Aunque el gremio tenía unos jardines detrás no estaba permitido que los invitados merodearan por ellos, aunque claro, los sirvientes miraban hacia otro lado si alguna pareja quería perderse por allí. Incluso alguno de ellos pagaba un poco de oro para que estos ojos se esfumasen. Más de un adulterio o un hijo no deseado se había consumado en esos jardines. Esto era una broma muy habitual entre los jardineros.

Un siervo se encargó de abrir la portezuela del carruaje y ellos descendieron. Fhin fue el primero, seguido de Bheldur y detrás Usbhalo. La aparición del enorme guerrero hizo que el sirviente diera un paso atrás. No fue el único que tras ver al gran Usbhalo, se quitó de la trayectoria que este seguía. Y no solo fueron los criados, sino también algún miembro de la nobleza y del gremio. Por unos segundos, uno de los criados que estaba en la puerta del edificio hizo el amago de acercarse a Usbhalo, a decirle algo, pero la astucia o el miedo se lo impidieron. Cruzaron el arco y tomaron las escaleras de ascenso. Cuando llegaron a lo más alto, se dieron con una fila de gente que esperaba. 

-   Parece que hay muchos invitados -murmuró Bheldur, que por si acaso, añadió-, señor. 

-   ¿Queréis que os abra un hueco? -preguntó Usbhalo, amagando un paso hacia delante que valió para que el hombre que tenían delante pusiese una mueca de terror al ver al inmenso guerrero. 

-   Podemos esperar nuestro turno -contestó Fhin, pensativo, agradeciendo no tener que estar ya dentro de la fiesta, un lugar en el que temía estar. 

-   Sea -afirmó Usbhalo, que se quedó tras ellos, separándolos de los siguientes invitados que subieron por las escaleras.

La fila se iba moviendo más rápido de lo que Fhin esperaba y al final, desaparecieron los que estaban justo delante de ellos. Cuando les hicieron un gesto para que se adelantasen, fue Bheldur quien entregó la invitación al mayordomo que anunciaba a los invitados. 

-   El señor Malven de Jhalvar, del emporio Jhalvar -anunció el mayordomo.

Fhin entró el primero, seguido por Bheldur y Usbhalo. Bheldur no pudo evitar ver como aparecían primero caras neutras entre los invitados más cercanos al ver a Fhin, mientras que se demudaron ante la llegada de Usbhalo. La noche prometía, pero Bheldur esperaba poder sacar información y hacerse una idea de quien era quien durante esa velada.

El dilema (72)

El tharn Asbhul había sido advertido de que había columnas de humo que nacían detrás de las empalizadas de la ciudadela. Esas empalizadas no eran las que le habían despedido, sino otras, lo que quería decir que sus aliados habían aumentado el tamaño de las ciudadelas. Aun así, también le informaron que las puertas de la empalizada seguían cerradas.

Asbhul les indicó que siguiesen adelante, que su señor Dharkme sabía de su situación, pero que no abrirían las puertas para ponerlas a merced de un enemigo a caballo. Había que seguir avanzando. Desde hacía rato ya no le llegaban noticias de Shelvo y lo que pasaba en la retaguardia. Sin duda los últimos cuadros eran los que estaban recibiendo el mayor castigo de todos. Esperaba que el viejo therk hubiese conseguido resistir a las acometidas del enemigo. 

-   ¡Seguid avanzando! -volvió a ordenar Asbhul-. Pero no muy rápido, todos vamos a llegar a salvo a la ciudadela. Ordhin está con nosotros.

Los hombres lanzaron un grito pidiendo la ayuda de Ordhin, o por lo menos los más entusiastas, ya que muchos hacía tiempo que se habían resignado. Y aunque seguían avanzando, Asbhul intentaba que no lo hiciesen más rápido que los que estaban detrás, ya que se se rompía la columna, el enemigo se metería entre ellos y los cuadros de la retaguardia no conseguirían llegar o pasarían por un calvario mayor, teniendo que luchar por los cuatro lados.

Asbhul se volvió a uno de sus ayudantes. 

-   ¿Sabemos algo del therk Shelvo? -preguntó Asbhul. 

-   Nada mi señor -negó el guerrero, uno de los jóvenes-. No ha llegado ningún mensajero ni nos hemos aventurado a mandar a uno.

La respuesta era clara y Asbhul no podía hacer nada para remediarlo. No podía mandar a nadie a lo que podía ser una muerte segura y suponía que el therk Shelvo estaba pensando igual que él. El enemigo estaba tan cerca, que no podían mandar a nadie por fuera de los cuadros, lo que sería un blanco demasiado fácil. Y tampoco podían hacer que uno de ellos se dejara adelantar por las filas de hombres, ya que provocaría que se rompiese la defensa de escudos y por tanto otras tantas dianas para las flechas enemigas. 

-   Mi tharn, ¿por qué no mandan ayuda desde la ciudadela? Tienen que estar viéndonos -preguntó uno de los guerreros que tenía más cerca. 

-   Nos ven, claro que nos ven, sino esas columnas de humo no estarían ahí -aseguró Asbhul, ya que las señales de humo era lo que había acordado con Alvho si conseguía movilizar al señor Dharkme o por lo menos a la guarnición. 

-   ¿Y por qué no hacen nada? -intervino otro de los guerreros. 

-   Porque su salida sería una locura -dijo Asbhul-. Nuestro ejército no es bueno luchando contra la caballería y menos con aquellos que se acercan, lanzan flechas y luego retroceden. Al igual que ellos no son nada contra las defensas de una ciudadela. Para luchar contra ellos hay que hacer que luchen en el campo de batalla que nosotros queramos y para ello, hay que guardar el máximo de secretismo ante lo que se enfrentan. 

-   ¿Y por qué no abren las puertas? 

-   Seguid avanzando y guardaros hasta las últimas fuerzas -ordenó Asbhul harto de tantas preguntas, que ni él quería responder. Sabía porque las puertas estaban cerradas y no quería hundir a sus hombres.

Los hombres a regañadientes se callaron y siguieron con su penoso avance. Asbhul hacía mucho tiempo que había desechado la idea de cabalgar entre ellos, por lo que iba a su mismo paso. Durante mucho tiempo eso había sido un empuje para los hombres, pero ahora sabía que muchos lo consideraban como un cobarde, solo porque quería sobrevivir como ellos. Sabía que muchos de esos jóvenes, que habían probado el primer combate en el campamento enemigo hacía días, estaban henchidos de orgullo y cegados por él, pensaban que podían luchar contra el enemigo. Los heridos de los carros eran la prueba de ello. Un buen grupo había roto líneas, un poco después de que Alvho les hubiese dejado y habían sido destrozados por los Fharggar. Asbhul no había podido salvar o recuperar a todos los heridos y muchos de los supervivientes se lo echaban en cara.

En las siguientes horas, el sol que había estado apretando sobre sus cuerpos desapareció tras unas nubes, lo que fue una ligera tregua para su despiadada marcha. Asbhul decidió que se aproximarían lo más posible a la empalizada, avanzarían mejor solo con dos flancos expuestos o eso es lo que él creía.

Desde la fortaleza del norte, Alvho vio pasar bajo ella el primer cuadro de hombres y los carros llenos de heridos o tal vez muertos. Y él sí que vio lo que tanto había temido Asbhul. La columna se había partido y un cuadro, mucho más grande que los anteriores, avanzaba rodeado completamente por la caballería enemiga. 

-   ¿Shelvo? -preguntó Dhalnnar, al ver la vorágine de polvo y jinetes, rodeando algo. 

-   El viejo cabrón seguro que los está dirigiendo -asintió Alvho, que miró a uno de los artilugios de Dhalnnar-. ¿Cuándo podremos usar esas cosas? 

-   Tienen que acercarse un poco más, pero ya verás lo que les va a pasar a esos jinetes, ya verás -indicó Dhalnnar-. Solo espera un poco más. 

-   Shelvo y sus hombres no tienen tiempo, Dhalnnar. 

-   Solo espera.

Dhalnnar sabía que Alvho tenía en gran estima al viejo therk, y desde hacía tiempo suponía que era porque eran padre e hijo. Por lo menos cuando les veía juntos es lo que le recordaba.

sábado, 17 de abril de 2021

Aguas patrias (32)

Por fin, una mañana, tras una semana o más de lluvias interminables, la luz del Sol había despertado a Eugenio. Pero no fue una sorpresa descubrir que no había rastro del resto de barcos de la escuadra. Con el cielo despejado, tocó hacer mediciones con el sextante. Eugenio quería saber hasta donde les había hecho derivar los fuertes vientos. Para su sorpresa estaban más al sur de Puerto Rico que la singladura que se había propuesto. Ordenó cambiar el rumbo inmediatamente. Debía seguir sus órdenes, encontrar la escuadra ya no era prioritario.

Uno a uno los días se fueron sucediendo, con una navegación sin contratiempos, pero sin ver nada de nada. Los marineros parecían ociosos y los militares se iban recuperando de su mala salud durante las tormentas. Ya empezaban a comer algo sólido y no lo echaban de nuevo. En cuanto el capitán Menendez tuvo soldados suficientes, comenzó a instruirles para acciones anfibias, siempre que Eugenio lo permitiera o en su caso la propia mar. Al ver a los soldados repetir los ejercicios de subir y bajar a los botes, los marineros empezaron a elucubrar cuál era su destino o misión.

Tras una de esas prácticas, se le acercó a Eugenio el capitán Menendez. 

-   Buenos días, capitán -saludó con cortesía Menendez, ya que se encontraba rodeado de marineros y oficiales de caras severas-. ¿Podría hablar con usted? 

-   Claro -asintió Eugenio, al tiempo que le hacía una seña para que le acompañase al coronamiento, el único lugar del alcázar donde el capitán tenía un poco de privacidad, aun siendo como era la Sirena un barco pequeño. 

-   ¿Se ha conseguido localizar al Vera Cruz? ¿O al resto de la escuadra? -preguntó Menendez, con un tono más bajo que antes. 

-   Mucho me temo que nuestros vigías no les han distinguido -negó con pesar Eugenio, pues estaba tan preocupado por la desaparición de los otros navíos como el que más-. Pero ya no podemos esperarlos. La misión es de gran importancia para la Corona y el gobernador. Nos reuniremos en el punto señalado por el comodoro tras liberar a nuestros barcos. 

-   Es una pena, pero no lo preguntaba por su falta en sí -comentó Menendez, esperando no haberse expresado mal y haber ofendido a Eugenio, con el que se llevaba bien-. Mi preocupación última es por nuestra misión. Temo que si no nos encontramos con la escuadra, no tendremos botes suficientes para llevar a cabo la acción.

Eugenio se le quedó mirando y luego se volvió para mirar las embarcaciones a las que había aludido el capitán, que estaban colocando en sus posiciones sobre el enrejado. Tenía razón el capitán. Llevaban tres lanchas, dos chinchorros y su bote. No eran suficientes para todo lo que necesitaban. El plan del comodoro había indicado que los otros barcos de la escuadra cederían las lanchas para la expedición. Ya que los soldados se las tenían que quedar para realizar su parte de la misión. El resto de embarcaciones eran para tomar los barcos de la bahía. No podían esperar a desembarcar a los soldados y luego ir a la bahía. Les podían ver y se suponía que además la entrada de la fragata al puerto sería la distracción para que los soldados actuasen. 

-   Tendremos que aguantarnos con lo que tenemos, capitán -dijo Eugenio tras meditar con cuidado sus palabras. La respuesta no pareció satisfacer a Menendez, pero asintió con la cabeza, antes de despedirse y marcharse con sus hombres. 

-   ¿Qué le pasaba al soldado? -inquirió Álvaro, acercándose al capitán, que le miró con cara seria, por lo que añadió-. ¿Señor? 

-   Preguntaba por la escuadra -se limitó a decir Eugenio, que aun no había hablado de la misión con los oficiales. Había esperado, tal y como le habían indicado en sus órdenes, por lo menos hasta que se separasen de la escuadra. Pero como eso ya había ocurrido, Eugenio preveía que pronto debería explicarles lo que iban a hacer. 

-   ¡Una vela, una vela! -gritó el marinero de la cofa-. ¡Amura de babor!

Como si hubiesen sido espoleados por una fusta invisible, el capitán y el primer oficial recorrieron la cubierta hasta la proa, junto al nacimiento del palo del bauprés. Un guardiamarina llegó un poco después con el catalejo del capitán que empezó a escudriñar el lugar donde el marinero había hecho su hallazgo. No pudo distinguir mucho, por lo que supuso que estaba lejos. Pero ordenó variar un poco el rumbo, para acercarle más a la posible presa, si es que lo era, claro. Pero al ver las sonrisas de los oficiales y los marineros, todos parecían esperarlo.

El reverso de la verdad (22)

Ante la mirada intrigada de Helene, Andrei había extraído un asiento del coche de sus enemigos. Le llamó la atención que el asiento estaba manchado de sangre, por lo que fue a ver que lo había producido. Al ver la cabeza destrozada del argelino, aún sentado en el asiento del conductor, Helene vomitó allí mismo. Tuvo que alejarse para que las arcadas disminuyeran. Cuando regresó a donde estaba el asiento, Andrei había movido el focus de lugar y le había endosado una especie de manguera al tubo de escape, sellando la unión con cinta aislante. Por último, colocó al hombre en el asiento y se volvió a Helene. 

-   Voy a necesitar tu ayuda -le dijo Andrei. 

-   ¿Qué he de hacer? -preguntó Helene, pero al recordar al muerto del otro coche añadió-. Tú has matado al otro, pero yo no soy una asesina. Sé que tengo un lado oscuro, pero no quiero matar a nadie. 

-   No te preocupes, solo necesito que aceleres el focus cada vez que te diga y pares cuando te vuelva avisar -explicó Andrei-. Mientras te quedes dentro del coche, no le harás ningún mal y no matarás a nadie. 

-   Vale -asintió Helene, sin tener todas con ella. 

-   En ese caso ve al coche y espera que te avise -ordenó Andrei.

Helene se montó en el coche y Andrei golpeó al hombre en la cara, hasta que comenzó a volver en sí. Cuando abrió los ojos vio la cara de Andrei situada ante él. 

-   Veo que la bella durmiente ya se ha despertado -se burló Andrei. 

-   ¿Qué le has hecho a Obaib? -fue lo primero que dijo el hombre, a la vez que forcejeó con sus ataduras, para descubrir que estaban bien atadas y no podía librarse de ellas. 

-   Me temo que su cabeza ahora tiene un par de agujeros de más -indicó Andrei-. Uno de ellos demasiado grande para mi gusto, pero es lo que tiene la munición explosiva. 

-   ¡Eres un cabrón! -espetó el hombre-. ¡Un cabrón muerto! 

-   ¡Oh, vamos! -se quejó Andrei-. No es tiempo de insultos, amigo. Antes has dicho que le he tocado las narices a un hombre importante. Dime a quien he jodido. Vamos. 

-   No te voy a decir nada -negó el hombre. 

-   Vaya, con la ilusión que me has hecho antes, yo que pensaba que me ibas a ayudar -ironizó Andrei-. Pues nada, quieres ir por las malas. ¡Helene, dale!

El hombre giró la cabeza cuando escuchó el motor del coche, que estaba a su izquierda. Por un momento pensó que se iba a lanzar marcha atrás y le iban atropellar, pero lo que sintió fue las manos de Andrei. Una le pinzó la nariz, lo que le obligó a abrir la boca. Justo en ese momento le metió lo que parecía un cilindro de plástico duro y la mano que se mantenía en la nariz, la soltó y le cerró la boca. La mandíbula le dolió a rabiar cuando le obligó a morder con fuerza el plástico, pero al momento notó como los gases de la combustión del coche entraban por su garganta, calientes e irrespirables. Empezó a toser, al tiempo que se ahogaba.

-   ¡Helene, basta! -gritó Andrei, al tiempo que le sacaba la manguera al tirón, haciéndole más daño-. Espero que esto te haya hecho recapacitar. 

-   ¡Jodete! -consiguió decir el hombre, entre toses.

Andrei bufó y volvió a coger su nariz, aunque esta vez, el hombre intentó defenderse sin éxito, ya sabía lo que se le venía encima. Andrei le aplicó el correctivo de los gases del tubo de escape varias veces seguidas. Cada vez, el tiempo que mantenía la manguera en la boca del hombre se hacía más largo o eso le parecía al hombre, cuya piel había tomado ya un tono azulado y le costaba respirar. Los gases calientes le habían quemado la tráquea y parte de los pulmones. Incluso Andrei estaba sorprendido por el aguante. Los prisioneros a los que había visto sufrir esa tortura no solían pasar de la segunda dosis antes de cantar por los codos. 

-   Última oportunidad -indicó Andrei-. Si no quieres hablar no me sirves de nada. Supongo que si vuelvo a amañar la carrera, tu jefe perderá mucho más de lo que le gustaría. 

-   ¡Espera, espera! -pidió el hombre entre gemidos-. Si haces eso Charles sufrirá las consecuencias. 

-   Bien, así que tu jefe es Charles -señaló Andrei-. Ves no era tan difícil decirme las cosas. 

-   Me mataran por contarte cosas -murmuró el hombre. 

-   Tú ya estás muerto, amigo -aseguró Andrei-. Lo importante es si quieres ir al cielo o al infierno. Descarga tus pecados y podrás entrar.

El hombre asintió y comenzó a contar cosas. Pero para desgracia de Andrei, ese hombre, Charles no era el gran jefe. Y tal vez no era ni un gran jefe. Charles se llamaba el hombre que dirigía el club de apuestas. Solo Charles conocía a quien estaba verdaderamente detrás de todo. Pero tal y como lo contó el hombre, tal vez no conociese a nadie, sino que se comunicaba con la organización por teléfono. La organización había dado las órdenes de poner los rastreadores en el dinero, y luego ellos ya se encargarían. Pero Charles quería quedar bien con sus jefes, por lo que había puesto otros rastreadores y les había mandado a ellos. Lo único que pudo añadir antes de que Andrei le matase es que Charles temía con creces a la organización.

Helene se mantuvo en el Focus, mientras Andrei llevaba al hombre muerto hasta su coche, así como el asiento. Desmontaba la manguera y dejaba todo listo. Lanzó el coche de sus perseguidores a la laguna y dejó el maletín con los fajos falsos en medio de la explanada, antes de marcharse, de vuelta a casa, aunque primero pasaron por el aeropuerto, era el momento de cambiar de coche.