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martes, 28 de diciembre de 2021

Lágrimas de hollín (111)

El general estaba aún haciendo entrar a sus hombres en el baluarte enemigo cuando el suelo empezó a temblar. Los hombres se detuvieron en seco y miraron al general, que ordenó a los hombres que se retirasen a la explanada. El edificio o lo que parecía la ciudadela interior se vino abajo. Los que estaban golpeándose en la plaza de armas fueron engullidos cuando el suelo sobre el que estaban se hundió bajo sus pies. Unas grandes llamaradas surgieron consumiendo los cuerpos que caían y el oro. Las paredes que formaban el patio se desplomaron, dejando al general ver las inmensas llamas. 

-   ¡Atrás! ¡Todos atrás! -gritaba el general, regresando por donde habían venido, mientras ascuas ardientes caían por todas partes.

Los soldados supervivientes no esperaron las órdenes del general y corrían de regreso a donde habían dejado a la retaguardia con los heridos. El general, junto a sus edecanes, regresaba más lento, observando la gran pira en la que se había convertido el baluarte enemigo y lo que era peor, como las ascuas caían en edificios cercanos, incendiándolos. 

-   ¿Dónde está el capitán Tyomol? -preguntaba el general a los soldados que pasaban a su lado, huyendo.

Todos los soldados señalaban la zona del fuego. El general tuvo que interpretar por su miedo y sus gestos que estaba donde había empezado todo y que por tanto, debía estar muerto. Por lo que se volvió hacia uno de sus edecanes. 

-   Tú, reorganiza a los hombres -ordenó el general-. Que se ayude a los heridos. Debemos salir de este barrio, antes de que las llamas nos lo impidan. Vamos. Vosotros, ayudadle. Nos debemos ir ya.

Los edecanes se pusieron manos a la obra y ante la sorpresa general, los soldados estuvieron listos para partir en poco. Todos se querían ir de allí. Si conseguían pasar las murallas interiores, se podrían poner a salvo. El fuego se estaba extendiendo con pasmosa facilidad de un tejado a otro. Pronto todo el barrio estaría en llamas. Y no solo eso, el gobernador no estaría muy feliz cuando supiera que el ejército había sufrido una aplastante derrota. Aunque claro, Jockhel tenía que haber perecido en ese fuego, pensó el general, meditando que por lo menos había terminado con el enemigo del emperador. Aunque a un alto coste.

 

La explosión en La Cresta no había pasado desapercibida a nadie de la ciudad y menos al gobernador. El barrio quedaba justo debajo de la ciudadela, por lo que la nube de humo apareció frente a los muros del castillo. Pronto el gobernador miraba la columna negra desde uno de los balcones que daba a la ladera y al barrio. 

-   Maldita sea, qué han hecho esos estúpidos -gritó el gobernador-. No se les puede dejar estas cosas a los militares. El maldito barrio se está incendiando. ¡Dhevelian! 

-   Sí, mi señor -asintió el aludido. 

-   Moviliza a la milicia -ordenó el gobernador-. Hay que impedir que el fuego consuma la ciudad. ¿Cómo lo hacemos? 

-   Según cuanta ciudad quiera salvar, señor -contestó Dhevelian. 

-   ¿A qué te refieres? 

-   Podemos poner a la milicia en la muralla interior -indicó Dhevelian, esbozando un plan rápido-. Desde los muros pueden contener las llamas dentro de La Cresta. Claramente el barrio se consumirá, y habrá que reconstruirlo. Pero el resto de la ciudad se salvará. 

-   ¿Y si no situamos a la milicia en la muralla interior? 

-   La milicia entrará en el barrio. Hará todo lo que pueda por apagar el fuego. Morirán muchos. Las llamas podrán cruzar la muralla y el fuego atacará otros barrios. Las pérdidas serán cuantiosas si se queman talleres o almacenes. Pero a la larga se controlará el incendio -resumió Dhevelian la otra opción.

El gobernador se quedó mirando a Dhevelian, sopesando las opciones que le había indicado el magistrado. La verdad que al gobernador le importaba poco lo que le pasase a los moradores de ese nido de traidores. Y volver a construir el barrio, pero estaba vez para hacer tal vez uno imperial. Los soldados del ejército siempre se quejaban de la falta de una barriada para las familias de estos. Ya era hora de acabar con los vestigios del viejo reino y conseguir algo para ellos. 

-   Deja que el barrio se queme, pero salva la ciudad -ordenó el gobernador.

Dhevelian hizo una inclinación de cabeza y se retiró de inmediato, había una ciudad que salvar. Y Dhevelian sabía que podría ganar mucho si conseguía salvar la ciudad, pasase lo que pasase en el interior de La Cresta.

El dilema (108)

La marcha de dos docenas de hombres provocó que los turnos de defensa se hicieran más cortos y por tanto, los hombres se cansasen antes. Pero lo que le estaba preocupando más a Alvho era que el día se iba agotando, la oscuridad le ganaba terreno a la luz y eso era más peligroso para ellos. Estaba casi seguro que los Fhanggar eran mejores luchadores en la oscuridad. La luz de las antorchas no serían suficientes para notar al enemigo. O los ganaban antes de que oscureciese por completo o estaban terminados. Él no podría defender la puerta y una vez dentro, el enemigo acabaría con todo. 

-   ¡Therk, Therk! -escuchó la voz de Aibber-. Un nuevo ataque a lo bestia.

Alvho se hincó en una parte alta para ver como una nueva nube de Fhanggar llegaban a la carga contra la puerta, ahora un poco más indefensa. Los ataques a las otras partes de la muralla tenían que haber sido maniobras de distracción para debilitar a la puerta. 

-   ¡Que vengan! -gritó Alvho, adelantándose entre sus hombres hasta llegar a la primera línea-. Mi acero quiere hundirse en sus malditos cuerpos. ¿Quien me sigue?

Los hombres, posiblemente cansados, se fueron poniendo uno detrás de otros, todos siguiendo a Alvho. Dhalnnar se quedó más atrás pero Alvho sabía que guardaba fuerzas, listo para seguirlo al infierno ó a donde fuera. Los escudos se pegaron unos a otros, unos por delante de los otros, pareciendo una armadura de escamas o la propia piel de los peces. Agachados, listos para contener a los enemigos que regresaban a la carrera, sabiendo que este era su último ataque o por lo menos que podían conseguir algo más de lo que habían hecho hasta ese momento. 

-   ¡Aguantad! -gritó Alvho-. ¡Vamos a enseñar a esos bastardos quienes son los guerreros de las montañas!

Los Fhanggar volvieron a chocar con un gran estruendo contra los escudos de los defensores, que aguantaron con fuerza en envite del enemigo, Las espadas y hachas atacaron contra los cuerpos que habían golpeado con fuerza a los hombres de Alvho. y entonces, como si fuera algo salido de otro lugar, una sombra cruzó las líneas, desde la retaguardia de los hombres Alvho hasta un punto delante de este. Una armadura que brillaba, un hombre sin escudo, que se movía como el soplo del viento. Los Fhanggar estaban tan perplejos como los hombres de Alvho. La figura, que se movía con rapidez, más que el raciocinio, daba letales tajos sobre el enemigo que osaba pisar los tablones que hacían de puente. Los Fhanggar caían al foso, heridos de muerte, o sus extremidades cercenadas. La sangre iba acabando con la luminosidad de la armadura del hombre. 

-   ¡Dhalnnar, maldita sea! -gritó Alvho-. Regresa a la línea.

Dhalnnar seguía matando a los Fhanggar que no se habían esperado para nada que un solo hombre podría acabar con su ímpetu, pero lo estaba consiguiendo. Los hombres de Alvho coreaban el nombre del constructor para darle ánimos, ya que todos los ojos de los guerreros estaban puestos en sus movimientos. Cuando los Fhanggar comenzaron a detener su ataque y se defendían con más tino o por lo menos con la suficiente prudencia para no acabar bajo el acero de Dhalnnar, éste se retiró con un par de golpes rápidos y se introdujo entre los escudos de los hombres de Alvho. Un par de Fhanggar intentaron imitarlo, pero la defensa de escudos les hizo pagar con creces su osadía. Tras unos segundos de impasse, los Fhanggar volvieron a atacar, pero sus fuerzas y sus ganas eran claramente menores que al inicio del ataque.

Si se hubiesen dado cuenta Alvho y sus hombres pero el combate en la puerta se lo impidió, muchos Fhanggar hacia el norte habían empezado a huir por los huecos de la empalizada, mientras un nuevo grupo de soldados entraban por el lugar donde había estado la puerta de la empalizada. Alvho escuchó el rugir de los hombres de las murallas, pero como aún tenía enemigos delante, no pudo ni intentar saber lo que ocurría.

sábado, 25 de diciembre de 2021

El reverso de la verdad (58)

Marie iba dejando los sándwiches preparados en una bandeja, mientras que Helene permanecía apoyada en la encimera, frente a ella. Justo en ese momento entraron Andrei y Markus. Parecían que habían limado sus asperezas y que volvían a ser los amigos que habían sido. Marie les sonrió y Markus ladeó la cabeza. 

-   Hemos hablado y he decidido ayudar a Andrei -anunció Markus-. Tú y la amiga de Andrei os quedaréis aquí. Ambos creemos que aquí estaréis más seguras que en ninguna otra parte. 

-   Si tú lo crees así, no veo ningún problema en ello -asintió Marie. 

-   ¿Y a mí ni me preguntáis? -inquirió dolida Helene al saber que Andrei había decidido por ella. 

-   Helene ya deberías saber que los hombres son así, deciden por nosotras creyendo que es lo mejor que se puede hacer -advirtió Marie-. Pero una cosa es segura, que cuando deciden así es porque se preocupan por la persona que deciden.

Las palabras de Marie hicieron que Helene se quedase pensando. tal vez era parte de los intentos de la mujer por hacerla ver que Andrei sentía algo más de lo que aparentaba por la joven o era solo que no se fijaba en lo que decidía. Si Marie estaba en lo cierto, Andrei podría estar interesado por ella, pero no lo veía. Estaba seguro que Andrei había decidido lo que le pasaría solo por librarse de ella. Aunque en el fondo le gustaría que fuera porque el hombre sintiese algo por ella. 

-   Si vais a iros mañana, lo mejor que podemos hacer es cenar algo y luego descansar -prosiguió hablando Marie-. Tenemos una habitación de invitados. Es lo bastante grande para dos personas. Aunque un poco apretados. 

-   Puedo dormir en un sofá -indicó Andrei. 

-   Eso ni en broma -negó Marie, haciéndose la ofendida por la insinuación de Andrei-. Para nada voy a permitir que un invitado duerma en un incómodo sofá. 

-   Como veas -reculó Andrei que no quería discutir con la mujer, aun recordaba lo que contaba de ella su Sarah. No había quien le ganase en una discusión y eso siempre que la persona con la que debatía fuera buena en ello. Sarah en contadas ocasiones le ganaba y el resto ni de lejos.

Los dos hombres se sentaron en la mesa que había en la cocina y Marie dejó la bandeja de sándwiches delante de ellos. Los dos hombres tomaron uno cada uno y les hincaron el diente, Markus elogió la mano de su hermana con la cocina, algo que a él se le daba muy mal. 

-   En eso tienes mucha razón, aún me acuerdo alguna de tus especialidades en las misiones -aseguró Andrei. 

-   Pues entonces no os quejabais tanto -se revolvió Markus, haciéndose el ofendido. 

-   Tampoco había mucha elección, tus platos de animales salvajes que cazabas o las raciones de los sobres especiales -se burló Andrei, recuperando un poco de su buen humor. 

-   Ves Marie, así era siempre con ellos -se quejó Markus-. Ellos no sabían ni calentar el agua, pero según les preparabas un potaje de conejo o cualquier bicho que pillases con las trampas, los niños bien se empezaban a quejarse como unos locos. Nunca estaban satisfechos con lo que les hacías.

Andrei y Marie no pudieron evitar reírse de las quejas de Markus, que puso una mueca de enfado, pero Marie sabía que estaba fingiendo y Andrei recordaba con cierta nostalgia estas situaciones cuando estaban haciendo tiempo para actuar, estando tras las líneas enemigas. No le había pasado eso en muchos años. Podría ser que la presencia de Sarah le hubiese provocado que no tuviera o quisiese recordar sus épocas pasadas. Pero ahora que ya no estaba empezaban a reaparecer esas historias. El resto de la tarde y el comienzo de la noche lo pasaron hablando de los viejos tiempos. Al final, Marie les dijo que era hora de irse a dormir, que ella estaba cansada y ellos tendrían que levantarse pronto. Markus se despidió y se quedó limpiando los platos que habían usado en la cocina. Marie les guió al piso superior hasta la supuesta habitación de invitados, donde entraron Helene y Andrei.

Aguas patrias (68)

Eusebio, el criado negro de don Bartolomé apareció por la biblioteca a escasos segundos que Eugenio se hubo sentado. Llevaba una bandeja de plata, con tres copas y una botella de vino clarete. Fue repartiendo todas las copas, colocando cada una en una de las mesillas junto a los butacones, y les sirvió como un profesional el vino. La botella la dejó en la mesilla de don Bartolomé, por si quería darle más clarete a sus invitados y desapareció por una puerta con la bandeja de plata. 

-   Rafael, esta mañana la ciudad es un hervidero -dijo don Bartolomé, tras saborear el vino con deleite-. Se ha corrido la voz de que se ha perdido Cartagena ante los ingleses. ¿Es eso verdad? 

-   Una mentira para hacer que nos desmoralicemos, amigo -explicó don Rafael-. Los ingleses, que no son capaces de derrotarnos en el Caribe se inventan esas mentiras para que les consideremos algo mejor de lo que son. No son capaces de salir de Puerto Real sin encallar en un día con mucho viento, van a poder doblegar al almirante de Lezo. ¿Te acuerdas del almirante de Lezo, de Blas? 

-   ¿Blas de Lezo? ¡Por Dios, vaya que sí! -aseguró don Bartolomé-. Me acuerdo de cuando me lo presentaste. Era en un banquete en Cádiz. ¿Acababa de regresar victorioso del socorro de Orán, no? 

-   Veo que tienes bien tu mente -asintió don Rafael-. ¿Eugenio, has escuchado alguna vez de lo que hablamos? 

-   No estoy seguro, señor -negó Eugenio, intentando hacer memoria, llevaba mucho en el Caribe. Sabía que don Rafael había estado hace poco en la península. Podía estar hablando sobre alguna misión reciente. 

-   Vaya, bueno, en el treinta y dos se recuperó la plaza de Orán, ¿no sé si sabes de eso? -narró don Rafael-. La verdad que si estabas aquí, puede que no te llegasen más que rumores de la expedición. Bueno, la cuestión es que el almirante de Lezo participó tanto en la expedición, como en el socorro posterior. Y aquí reside lo que quería contarte. Cuando llegó la flota de socorro, los argelinos, que contaban con varias naves se dieron a la fuga. Pero el almirante que veía que esa escuadra argelina era el mayor de los problemas para la seguridad de la plaza, los persiguió. Sobre todo a la nave capitana. Los siguió hasta la bahía de Mostagán, donde se creyeron a salvo debido a que poseían dos fortificaciones. Pero nunca hubiera detenido al almirante, y claramente no lo hizo en esta ocasión. Fue detrás de la nave capitana, la capturó y además destruyó las dos fortificaciones. No sólo salvó Orán, sino que asestó un importante triunfo sobre los piratas de Berbería, ya que esa bahía era uno de sus principales apostaderos.

Eugenio podía ver en las facciones de don Rafael el orgullo que sentía al hablar del almirante de Lezo. Incluso él, que no conocía en persona al almirante, se llenaba de fuerza al escuchar las palabras de don Rafael, que se referían a tan gran mando naval. 

-   Recuerdo que hablar con él fue muy estimulante -añadió don Bartolomé-. Era franco, pero no le gustaba que le intentasen dorar la píldora. Creo que te aconsejó que en el combate fueses cauteloso cuando te superaban en número, pero que no te acobardaras cuando tenías todo de tu lado, que había que atacar y hostigar al enemigo. 

-   Ya has oído, Eugenio, es una buena forma de luchar -asintió don Rafael-. Y lo ha dicho un gran almirante. Ya me gustaría que todos fuesen como él. Pero me temo que algunos no parecen ser muy combativos. 

-   Rafael aquí estamos entre amigos, pero te he dicho muchas veces que tu franqueza te va a llevar a tener problemas -le advirtió don Bartolomé, que seguramente ya había escuchado en otras ocasiones sus quejas hacia los mandos superiores y en esta ocasión, y no se le pasó a Eugenio, eran sobre el almirante, que estaba en La Habana. 

-   Vale, papá -se burló don Rafael. 

-   Si vas a empezar con tus chanzas, pues dejo que te estrelles contra la realidad y los mandos corruptos -se quejó don Bartolomé. 

-   No te enfades, amigo -rogó don Rafael, poniendo las manos en forma de oración-. Sabes que escucho todas tus advertencias siempre. No te creas que no te hago caso… 

-   Veo que ya estás intentando sacar de sus casillas a mi padre -dijo de improviso Teresa, que acababa de llegar a la biblioteca, vestida con un vestido azulado y blanco, que se ceñía a su cuerpo.

Los tres hombres presentes se levantaron de sus asientos al darse cuenta de la llegada de la señorita. Esta les hizo un gesto para que se sentasen, pero ninguno lo hizo hasta que ella se aposentó en una silla con respaldo. Solo entonces se sentaron ellos. Eugenio no pudo evitar posar su vista en ella, aunque esquivaba la mirada, si ella le miraba a él. Don Rafael y don Bartolomé se quedaron interesados en la curiosa forma de proceder del joven capitán. Aunque don Rafael estaba alegre porque parecía que Eugenio estaba prendado por su ahijada y en cambio don Bartolomé rumiaba como un marino tan valiente y caballeroso se podía volver como un crío, solo porque una joven le gustaba. Porque no era capaz de demostrar sus sentimientos, aunque la dama en cuestión le mandase a la porra. A él no le había costado tanto pedir la mano de la madre de Teresa.

martes, 21 de diciembre de 2021

Lágrimas de hollín (110)

La ira y el deseo de venganza fueron los depósitos de fuerza que movieron a los soldados imperiales. La puerta que se había alzado como la nueva defensa de los hombres de Jockhel, calló con excesiva facilidad y los imperiales accedieron a la plaza de armas como la niebla. Pero como ya había supuesto Jockhel, la ira y la venganza se tradujeron en codicia. El resplandor del oro fue el único aliciente y la ordenada mesnada se transformó en un caos de hombres que se golpeaban entre ellos, para poder hacerse con un botín de mayor consideración. Tyomol, que los dirigía, no intentó disuadir a los hombres de que dejasen en oro para después. Podría ser que no hubiera estado en muchas batallas, algo que ya le había recordado el general en varias ocasiones, pero sabía bien que el oro volvía a los soldados seres irracionales.

Mientras los soldados, que seguían llegando, veían la trifulca y el oro, por lo que se unían al grupo, Tyomol se dio cuenta de la existencia de la puerta al otro lado de la plaza de armas. Gritó un “seguidme”, lo suficientemente alto, pero con la certeza de que ninguno de los hombres le seguiría. Él solo se tendría que encargar de perseguir al enemigo.

Tras atravesar la puerta, se encontró con una sala pequeña y unas escaleras que se hundían en el suelo. Los escalones estaban limpios, secos, eran fáciles de descender a la carrera. Permanecían perfectamente iluminados, por lo que no tuvo miedo de tropezar o dar con alguna trampa que no pudiese ver. No supo cuanto había descendido hasta que llegó a lo más profundo, el fin de las escaleras. Estaba en lo que parecía una calle en el subsuelo. Era un subterráneo enorme. Sin duda se había construido a conciencia. Y por lo que creía, ni el gobernador ni las autoridades imperiales sabían de la presencia de esas estructuras debajo de la ciudad. Podría ser que los reyes que aplastaron en su día construyeron esos túneles por algo. En su momento, cuando fue enviado a la provincia sureña, había estudiado la historia de la conquista y recordaba haber leído que muchos seguidores de los antiguos reyes habían huido antes de que cayese la ciudad. De esa forma el imperio no pudo asegurar que se habían enfrentado al ejército imperial. Esto es porque muchos de los nobles se habían declarado neutrales. De esta forma juraron lealtad al emperador y no perdieron sus tierras. Así mucha de la nobleza local mantuvo sus posesiones y tierras. Estos túneles podrían ser la prueba de que los nobles si estuvieron hasta el último momento con su rey y huyeron antes del fin. Y para Tyomol, que la nobleza local sobreviviera era una mala elección para el imperio, ya que siempre recordarían su pasado libre, lo que provocaría en el fondo revueltas. No hacía ni veinte años de la última.

Tyomol escuchó los ruidos de pasos más allá de un arco que había al otro del túnel, una abertura como por la que él había llegado. Se dirigió hacia ella, allí tenían que estar escondidos los criminales. Cuando cruzó, la luz de los faroles, en más número que las antorchas del túnel, le cegaron momentáneamente. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, vio a un hombre que se movía por la sala, un enorme cuadrado. Las paredes estaban revestidas de barriles, desde el suelo hasta el techo de la misma. El hombre había vertido el contenido de uno de los barriles, desde el centro de la sala hasta una de las columnas. Le miró y sonrió, mientras jugaba con una antorcha en la mano. 

-   ¿Tú eres Jockhel? -le gritó Tyomol, al ver la máscara de oro que colgaba de su cinturón. 

-   No, amigo -negó el hombre, que parecía burlarse de Tyomol-. Mi señor jamás será detenido por los seguidores del falso rey. 

-   Ríndete y háblame de tu señor -ordenó Tyomol, apuntando al hombre con la punta de su espada, amenazante. Pero el hombre siguió riendo, como si no le diese ningún miedo el imperial-. ¿Qué te hace tanta gracia? 

-   Solo me hace gracia tu suerte -explicó el hombre-. Has llegado hasta aquí abajo, pensando que te harías con la cabeza de Jockhel. Pero él nunca estuvo aquí. Solo buscáis un hombre con una máscara de oro, lo que hace que pueda ser cualquiera. Si yo me pusiera la máscara, para vosotros yo sería Jockhel. Pero el verdadero Jockhel hace mucho que se os ha escapado. Y si fuera otra tu suerte, te dejaría ir a avisar a tu general, pero no va a poder ser. 

-   ¿Y cómo piensas matarme, cuando no llevas armas en las manos? -preguntó Tyomol, asombrado por las bravuconadas del hombre.

El hombre sonrió y dejó caer la antorcha al suelo. Según el fuego cayó en lo que había vertido, prendió, extendiéndose el fuego a todas partes. Tyomol siguió con los ojos el fuego pero su cuerpo no fue capaz de reaccionar. El fuego provocó que todos y cada uno de los barriles explotaran. Una nube de fuego mató a Tyomol y al hombre. La fuerza del estallido golpeó el techo de la cámara que se resquebrajó y se vino abajo. El fuego subía mientras las grandes rocas caían.

El dilema (107)

Cuando alcanzaron la primera media hora de combate, el sudor ya empapaba a Alvho. Una mano se posó en su hombro derecho, era Aibber y le señaló que fuera atrás. La línea de atrás empezaba a adelantar a la primera. Era hora de que Alvho y Dhalnnar regresaran a la vanguardia a descansar. Por un momento pareció que Alvho se iba a negar, pero recordó sus propias palabras de respetar los cambios, con la idea de estar listos y descansados para aguantar más. A regañadientes, Alvho cedió su puesto a Aibber y se retiró. 

-   Los cabrones aguantan -dijo Dhalnnar-. No importa cuantos mates, siguen viniendo. 

-   No más que nosotros -negó Alvho, para llenar de valor a sus hombres-. Que vengan cuantos quieran, morirán a nuestros pies. 

-   Me gusta, me gusta -aseveró Dhalnnar que estaba eufórico y a la vez sabía que Alvho era como un líder entre ellos. Debía llenar de moral a los hombres que le seguían-. Me llenas de ganas de volver a la primera línea otra vez. 

-   Deja alguno para nosotros -se escuchó una voz a su derecha, mientras regresaban a la retaguardia. 

-   Constructor, vuelve a tus piedras y dejale el trabajo a los guerreros -añadió otra persona.

Los hombres de las líneas que seguían a la primera añadieron más reproches, lo que hizo que Alvho sonriese. Cuando llegaron a la parte final y se apoyaron en los bloques de piedra que habían puesto como defensas internas, Alvho estaba satisfecho. 

-   Has ayudado a llenar de valor a mis hombres -indicó Alvho-. ¿Como te podré recompensar? 

-   Tal vez una buena mujer que me caliente por las noches -pidió Dhalnnar. 

-   ¿Como? ¿Qué? -inquirió Alvho, sorprendido por la respuesta, a lo que Dhalnnar se limitó a seguir sonriendo-. Pensaba que me pedirías que intercediera por tu libertad. 

-   Vamos hombre, creía que ya te habías dado cuenta que no soy un siervo de nadie, no soy esclavo de este reino -explicó Dhalnnar-. Hace mucho que me pagué mi libertad. Escuché esta construcción y supe que podía ganar mucho con ella. Pero lo más importante, podría recuperar la ilusión de una vida plena. Alvho me caes bien, y por ello, no me importaría vivir aquí, en el sur hasta que muera, pero con una sola condición. Que seas mi amigo y camarada, y que narices, que tenga una esposa. Vaya, esas son dos condiciones. 

-   Si sobrevivimos a este día, te juro que buscaré una mujer para ti, amigo -aseguró Alvho-. Y si hoy morimos bajo ese arco, no lo dudes, intercederé a Ordhin para que te quedes con nosotros en el gran banquete, donde la cerveza y las buenas mujeres nunca se terminan. 

-   Eres un gran anfitrión y eso me encanta -se burló Dhalnnar. 

-   ¿Qué te parece esta fiesta que he montado? -preguntó Alvho siguiendo con su broma. 

-   Es ideal, hace tiempo que no me divertía tanto -contestó Dhalnnar haciendo un molinete con su espada-. ¿Cuándo podremos volver a la primera fila? 

-   Me temo que todos los hombres quieren enseñar lo bueno que son -aseguró Alvho-. Tendremos que esperar.

Y Alvho no se equivocaba, pues cada media hora fueron cambiando de línea, y aunque ellos se volvieron a colocar en retaguardia, adelantando una posición cada vez que se retiraba una nueva línea, tardaron los suficiente en volver a la primera línea como para retornar lo suficientemente frescos como para ser una nueva línea de defensa operativa. Pero Alvho sabía que los tiempos en que tardaban en regresar a la primera línea, al final les iba pasando factura a sus hombres y cuando el ciclo se fuera completando demasiadas veces, ni el tiempo de descanso valdría para recuperarse del todo.

Pero en sus pensamientos estaba más lo que estaba viendo al otro lado. Los cuerpos de los Fhanggar se seguían amontonando unos sobre otros y seguían llegando más. La zona exterior, por lo menos hasta donde debería haber estado la empalizada estaban llenos de individuos. Había demasiados enemigos y al final los números serían lo que determinarían todo. 

-   Therk Alvho, therk Alvho -gritó un soldado joven, lo que hizo que Alvho abandonase su línea y se acercase al que le llamaba-. El tharn Asbhul pide que le entreguéis unos cuantos hombres. 

-   ¿Cuántos? 

-   Un par de docenas -indicó el guerrero.

Perder una par de docenas de hombres podía ser una mala idea, pero en verdad el tharn Asbhul no estaba preguntando, sino que quería esos hombres y Alvho sabía que no podía negarse. 

-   ¿Qué hombres requiere? ¿Arqueros? -preguntó Alvho que sabía que los arqueros que tenía asignados ya no le servían de nada. 

-   No guerreros -negó el guerrero-. El enemigo está intentando tomar otras partes de la muralla. Vuestra defensa le ha hecho ver que no puede pasar por aquí y está intentando otra cosa. 

-   Entiendo -dijo Alvho.

Alvho ordenó a uno de sus segundos que se llevase los hombres que requería el tharn. No podía negarse, pero sabía que esto haría que sus guerreros se cansasen antes.

sábado, 18 de diciembre de 2021

Aguas patrias (67)

Con la conversación sobre la situación de la actual guerra, llegó el carruaje a la puerta de la vivienda alquilada de don Bartolomé. Por la puerta salió un criado y abrió la portezuela para que los dos oficiales se apeasen del carruaje y entrasen en el edificio. Subieron hasta la planta alquilada, seguidos a unos pasos por el criado negro, Eusebio creía recordar Eugenio que se llamaba. Según cruzaron la puerta de las habitaciones de don Bartolomé, se encontraron con el propio hombre. 

-   Buenos días, Bartolomé -dijo don Rafael, quitándose su bicornio. 

-   Don Bartolomé -saludó Eugenio, menos familiar que don Rafael, más serio, quitándose su bicornio también. 

-   Capitanes, bienvenidos a mi morada y gracias por aceptar mi invitación -devolvió las buenas palabras de los dos recién llegados-. Como es más pronto de lo que esperaba, tal vez quieran acompañarme a la biblioteca y tomar un clarete conmigo.

La invitación a la biblioteca fue aceptada por los dos capitanes con una alegría contenida, bueno principalmente por Eugenio. Don Rafael puso su brazo sobre el hombro de don Bartolomé, lo que dejaba claro que ambos hombres no solo se conocían, sino que eran amigos. Abrazados de esa guisa, avanzaron hacia la biblioteca, con Eugenio siguiéndoles a unos pasos por detrás. 

-   Así que se ha tenido que suspender el segundo juicio de guerra -indicó don Bartolomé. 

-   Me temo que el capitán Trinquez ha tenido una ligera indisposición -explicó don Rafael-. Aunque también te digo que escucharás rumores más alarmantes sobre ello. Lo del accidente es una pura mentira. Sus detractores, incluido el señor Juan Manuel de Rivera y Ortiz, están aireando muchos trapos sucios de Amador. Y lo que es peor, en la armada hay quien se los está creyendo a pies juntillas. Parece un nido de verduleras, en vez de una armada como tal. 

-  Es una pena lo que me cuentas del pobre Amador, parecía un buen capitán y un caballero -reconoció don Bartolomé. 

-   A mi también me lo parece -asintió don Rafael, no queriendo más detalles-. Pero bueno, dónde está esa preciosa hija que tienes. 

-   Os habéis adelantado y la habéis pillado cambiándose -se burló don Bartolomé. 

-   Así que no hemos tenido suerte -añadió don Rafael que se paró y miró a Eugenio-. Mi acompañante tendrá que esperar para ver a Teresa.

Eugenio no supo que responder a don Rafael y menos con don Bartolomé delante, lo que pareció alegrar más a don Rafael. 

-   Un capitán valiente que no le tiene miedo al combate y no sabe qué decir en esta situación, pobre esta armada moderna, Bartolomé, pobre -señaló don Rafael. 

-   Estoy seguro que el capitán Casas es mucho más interesante en otros menesteres, que intentar responder a tus malicias, Rafael -intentó don Bartolomé defender a Eugenio-. Y nuestra armada siempre ha estado llena de mediocridad. Tantos nobles con ínfulas la han ido degradando. Cuando un monarca vea que son mejores los méritos desde la época del guardiamarina, sin importar el apellido, mejorará en todos los niveles. De todas formas, podéis sentaros y Eusebio, trae una botella de clarete para todos.

Don Bartolomé señaló los butacones que estaban diseminados por la sala que hacía de biblioteca. Junto a cada uno de ellos había una pequeña mesa auxiliar, ideal para dejar una copa o cualquier elemento auxiliar necesario para poder leer a placer. Don Bartolomé fue el primero en dejar caer su cuerpo en uno de los butacones. Don Rafael fue el siguiente en sentarse y Eugenio fue el último. Había aguantado estoico hasta que don Rafael se había sentado. Durante unos segundos, pareció que ambos iban a luchar para ver quien aguantaba más, pero al final, don Rafael, aún convaleciente, se dejó caer, con el orgullo un poco dañado, ya que Eugenio le había ganado el envite, pero también complacido porque el joven había aguantado con estoicismo.

El reverso de la verdad (57)

Marie empezó a sacar cosas de un armario, pan de molde, algún cuchillo, de la nevera lechuga, tomates, jamón york, mayonesa. También sacó huevos. 

-   ¿Te llamabas Helene, verdad? -dijo Marie, señalando con el dedo la puerta inferior del armario que tenía detrás Helene-. Puedes agacharte y sacar un cazo del armario que tienes detrás. Quiero cocer unos huevos. 

-   Sí, sí, claro -afirmó Helene, tanto a la pregunta como a la petición. 

-   Así que te has aliado con Andrei para su venganza -indicó Marie, abriendo la bolsa de pan de molde. 

-   Más bien no me ha quedado otra -se quejó Helene-. Yo tenía toda la vida controlada, pero él ha decidido destrozarla. Solo porque era uno de los eslabones de la cadena que creó su mujer. 

-   Sarah también habló contigo, eso no lo sabía y eso quiere decir que Alexander tampoco -prosiguió Marie, mientras sacaba un buen número de parejas de rebanadas de pan-. Sarah siempre fue muy buena creando sus producciones, sobre todo las de investigación. Codificaba los nombres de sus fuentes. Me acuerdo que en un documental sobre una red de sobornos, cuando el juez consiguió los papeles de Sarah, después de casi llevarla a la cárcel por desacato al juzgado, no pudo sacar ninguna persona, ya que los nombres eran todos falsos y ella se escudó en que ella no era policía y que no pedía las identificaciones. El juez se enfadó mucho, pero la tuvo que dejar en paz. 

-   ¿Era una luchadora? -preguntó Helene. 

-   Lo era -asintió Marie, con un tono de nostalgia y pena-. Si no lo hubiera sido, no le hubiera puesto entre las cuerdas a Alexander. Jamás hubiera llegado tan lejos, ni él hubiera tenido que dar la orden. Pero no te equivoques, no justifico lo que hizo Alexander. Pero hay gente que no para hasta conseguir lo que quiere o busca. Encontrar la verdad era la gran meta de Sarah, hasta la última consecuencia. 

-   ¿Y conoces mucho a Andrei?- inquirió Helene. 

-   Le conocía de vista, de las fiestas que daba la agencia -respondió Marie-. Pero solo de eso, no solía ir mucho por allí. Él trabajaba en otras cosas. Creo que Sarah me dijo que era un un freelance, en el mundo de la seguridad informática. Pero nunca nos dijo de su pasado militar. 

-   Creo que no se lo contó ni a Sarah -comentó Helene.

Las dos mujeres se miraron como si hubieran descubierto algo que había estado muy bien escondido. Podría ser que aun por la diferencia de edad y el pasado criminal de Marie, ambas fueran más parecidas de lo que podían pensar. Siguieron preparando los sándwiches vegetales. 

-   Has dicho antes que Andrei te ha obligado a seguirle, pero la verdad es que podrías haber puesto pies en polvorosa -indicó Marie-. Alexander es poderoso, pero no tanto. En la ciudad está su reino, pero según te alejas, ya no tiene tanto poder. Aquí no creo que pudiera hacer nada, aunque claro a mi ya no me busca y mi hermano no dejaría ni que se acercase. No, yo creo que hay algo más entre vosotros. Nadie se queda obligado si no quiere. 

-   No sé de qué hablas -negó Helene, ruborizándose, lo que valió que apareciese una sonrisa en la cara. 

-   Es verdad que Andrei es hosco y hay una buena diferencia de edad, pero sigue siendo guapo y no me equivocó en que tiene un cuerpo fuerte y musculado -prosiguió Marie, como si no hubiese escuchado las palabras de Helene-. Se podría decir que es una buena presa. 

-   Si tanto te gusta te lo puedes quedar -espetó Helene, que no quería reconocer que lo que decía Marie tenía una buena cantidad de verdad y que cuando no hablaba Andrei, se le podían sacar más puntos buenos. 

-   Bueno si ese es el caso, tal vez me lo piense cuando haya terminado su venganza -aseguró Marie-. Andrei no sabrá qué hacer. Un hombre como él sin una meta es un hombre muy perdido. Mientras estuvo en el ejército sabía lo que hacer. Cuando lo dejó, fue Sarah su faro. Tras la venganza, no tendrá nada a lo que agarrarse.

Las palabras de Marie resonaron con fuerza en la cabeza de Helene. Podría estar en lo cierto, pero no quería reconocerlo. Pero en el fondo de su ser podría ser que sintiera algo por ese hombre hosco y falto de sentimientos. Quería librarse de él, ya que era la causa de que todo su mundo se desmoronase, aunque en verdad su mundo era ilusorio y no le gustaba. Su aparición, que había sido como una tormenta de verano, había desmontado su mundo, pero a la vez la había librado de la falsedad que se había convertido y que ya no le permitía respirar libre. Ella no habría conseguido las fuerzas para librarse del yugo de la organización, tanto por miedo como por dejadez. 

-   Dado la hora que es, me temo que os vais a tener que quedar a dormir aquí -dijo Marie-. No tenemos muchas habitaciones, así que vais a tener que compartir la de invitados. Va a ser tu momento de acercarte a Andrei, usa tus encantos.

Helene miró a Marie con un rostro de sorpresa y asombro. No quería reconocer que la idea le apetecía, pero a la vez no le gustaba el tono pícaro y mordaz de la mujer. No quería que nadie se metiese en su forma de vivir.

martes, 14 de diciembre de 2021

Lágrimas de hollín (109)

El general había esperado con tranquilidad tras una pared a medio derrumbar a que regresara Tyomol, que se estaba encargando de que los soldados se desplegasen alrededor de lo que habían identificado como el cuartel de Jockhel. En la posición del general se había establecido el hospital de campaña. Estaba lo suficientemente lejos del reducto enemigo y los heridos lo suficientemente protegidos de los ataques enemigos. Aunque hacía ya rato que nadie les atacaba. Los oficiales creían que los que les habían estado martirizando debían estar dentro de las defensas del reducto. El general esperaba que así fuera. No quería avanzar dejando a esos hombres heridos a su merced. Pero tampoco tenía los suficientes hombres para realizar el ataque y mantener piquetes allí. 

-   Los hombres están desplegados, general -anunció por fin Tyomol, apareciendo ante él-. Según de la orden, avanzarán. 

-   ¿Algún ataque enemigo no proveniente del reducto? -quiso saber el general. 

-   No nos han importunado, señor -aseguró Tyomol-. Esas ratas se esconden en su reducto, señor. 

-   Espero que sea así -indicó el general, que no tenía todas consigo. Pero se levantó, se colocó su casco y se dirigió hacia donde estaban preparados los soldados-. Capitán, dirigirá la vanguardia de nuestro ataque. Haga que suene la señal. Adelante todos los grupos. 

-   Sí, general -asintió Tyomol, marchándose dando gritos.

Las trompas y cuernos empezaron a sonar con una única nota, que es la que se había designado como toque de ataque. Alrededor del reducto empezaron a aparecer grupos de soldados, que usaban sus escudos para taparse de los posibles proyectiles que pudieran lanzar desde el reducto. Además llevaban largos palos que golpeaban a varios pies por delante de su camino. De esa forma, los imperiales fueron localizando una infinidad de trampas en el suelo. Puede ser que el general fuera tachado de prudente y lento, pero en el ataque mantendría al máximo número de soldados. Los necesitaba para hacerse con el reducto. Si Tyomol y los otros oficiales no lo entendían era porque eran más ineptos de lo que aparentaban.

Fue un avance lento, pero constante. Cuando estuvieron más cerca del reducto, empezaron a caer algunos proyectiles, pero eran pocos. La guarnición rebelde debía ser menor de lo que aparentaba. Y eso era algo que seguía mosqueando al general. Desde su puesto, avanzando dentro de una de las formaciones en tortuga, podía ver como los rebeldes se movían por la pasarela defensiva con cierto temor o pánico. Por un momento sintió el orgullo de lo letal que eran sus hombres, pero vio en la cara de ellos que buscaban la venganza. Según empezasen no habría forma de detenerlos, querían desquitarse, querían sangre.

La primera tortuga del ataque, la que capitaneaba Tyomol, escondía un ariete, para tirar abajo la puerta del reducto. Las de los otros flancos llevaban escalas, las suficientes para volver locos a los defensores. No podrían destinar hombres para todos los lados. El general lo sabía y los enemigos parecía que también. Desde hacía rato parecía que se habían reorganizado y habían aumentado su número en el lado del ataque principal, como si se hubiesen dado cuenta que los otros eran falsos, aunque las órdenes del general habían sido claras, todos debían asaltar el reducto. 

-   Parece que el grupo de Tyomol ha llegado a las puertas -comunicó un oficial que estaba junto al general. 

-   Entonces ha llegado el momento que esperábamos -indicó el general-. Según las puertas sean nuestras se acabó su suerte.

El general pudo ver las sonrisas en los rostros de los soldados que le rodeaban, indicando que compartían y deseaban hacerse con las puertas lo más rápido posible.

El grupo de Tyomol se había pegado junto a las puertas, el propio capitán tocó la madera del acceso del baluarte. Escuchaba como los proyectiles golpeaban en los escudos que formaban un techo defensivo sobre sus cabezas. Indicó a los hombres que sostenían el ariete, que hiciesen su trabajo. Los diez hombres acunaron el pesado tronco y golpearon la puerta. Ante la sorpresa de Tyomol y el resto de los soldados, las láminas de madera se abrieron y chocaron con los lados del arco que hacía de acceso al reducto. 

-   ¡Atacad! ¡Acabad con todos ellos! -gritó Tyomol.

Los hombres del ariete lo soltaron y se unieron al resto que accedieron al reducto como una marea desbocada. Los soldados se dividieron en grupos y empezaron a acceder a las plataformas del reducto. Los hombres de Jockhel se lanzaron contra ellos, armados con escudos frágiles y mucho valor. Pero como ya había vaticinado Fhin y el general, cada uno por su parte, los soldados imperiales eran peligrosos en la pelea de uno a uno. Los hombres de Jockhel empezaron a recular, mientras sus compañeros caían en la batalla. Tyomol seguía ordenando presionar.

Los otros ataques fueron haciendo que se unieran más soldados imperiales en las plataformas defensivas, por lo que los hombres al mando de la defensa ordenaron replegarse a la defensa central. Los soldados imperiales les siguieron hasta que una puerta se interpuso entre ellos. Los hombres de Jockhel ya habían hecho lo que tenían que hacer. Los soldados imperiales los perseguían. Arrancaron como pudieron la puerta y luego cruzaron a la carrera un patio empedrado. Los últimos descubrieron lo que habían apilado en el centro, parte de los cofres robados en el almacén de los Mendhezan. Los abrieron y los tumbaron, para que el contenido se saliese, para que los soldados vieran lo que era.