Seguidores

sábado, 27 de febrero de 2021

El reverso de la verdad (15)

Andrei esperó pacientemente a que Helene ordenara sus ideas, pero cuando le pareció que llevaba ya demasiado tiempo, carraspeó para que volviera a la realidad. 

-   Bueno, sí, sí me pregunto por ellas, pero la verdad, yo no sé mucho sobre ellas -respondió con torpeza Helene. 

-   ¿Me estás intentando decir que aunque estas en el mismo negocio que ellas, no sabes nada absolutamente de ellas? En ese caso no comprendo porque Sarah creyó que era importante contratar una contable que no necesitaba y pagarle un dinero que claramente la contable tampoco necesita -comentó Andrei-. Así que mejor que pienses mejor en tus opciones y me cuentes algo más creíble. 

-   ¡Yo no te estoy mintiendo! -exclamó Helene, haciéndose la ofendida-. Yo no sé cual es la vida de las otras corredoras. Pero sí conozco sus identidades, las reales. Y se las dí a Sarah. Y creo que por eso me quiso tener cerca. Era su fuente de información sobre la estructura del negocio y las identidades de las otras chicas. Pero aparte de eso, desconozco lo que son en la vida o como las captaron por parte de la organización. 

-   Eso es más interesante -asintió Andrei-. Y dado que si hay cosas que conoces, ¿cómo te captó la organización? 

-   De la forma más tonta, pedí dinero a un prestamista que le vendió la deuda a los organizadores -contestó Helene con rapidez, por lo que Andrei no supo si le estaba contando la verdad o era una mentira que se sabía de memoria. Pero si era una cosa u otra ya tendría tiempo para obtener la realidad de cada hecho-. De esa forma me convertí en corredora. 

-   Pero seguro que hace tiempo que pagaste la deuda -indicó Andrei-. Por lo que creo, llevas mucho tiempo siendo corredora y ya no había una deuda que pagar.

Helene se ruborizó y asintió ligeramente con la cabeza. Andrei supo que había dado en un punto sensible. La chica no se sentía orgullosa por seguir siendo una corredora. Podía haber varios motivos para explicar que ella siguiese trabajando para la organización. La podían estar obligando por medio del miedo, pero Andrei creía que era por la codicia. Sin duda le pagaban un buen dinero. 

-   Supongo que te pagan una buena cantidad por seguir siendo una corredora -señaló Andrei, golpeando otra vez en el punto sensible de Helene, que parecía contrariada por la malicia de Andrei. 

-   Pagan a todas -afirmó Helene, pasando a la defensiva-. Si ganas te llevas unos tres mil euros, el resto va disminuyendo el monto. 

-   Tú vas sexta, ¿cuál es tu premio? -inquirió Andrei. 

-   Mil ochocientos -contestó Helene, con un tono bajo, pero Andrei lanzó un sonoro silbido de sorpresa. 

-   ¿Y cada cuanto son las carreras? 

-   Una dura dos semanas normalmente -respondió enseguida Helene. 

-   O sea que si siempre terminas sexta te puedes levantar unos tres mil y pico euros limpios sin que se entere el fisco, ¿verdad? -calculó rápidamente Andrei-. ¿Para qué te pago yo? Parece que te estoy dando una limosna. Aunque es mejor la conejita, seis euros por no hacer mucho. ¿Qué suerte tienen algunos? Otros tenemos que trabajar para vivir. 

-   No me gusta tu tono -se quejó Helene, que no tenía ganas de soportar el sarcasmo del hombre. 

-   No fastidies -rebatió a su vez Andrei-. Creo que con lo que ganas puedes aguantar eso y mucho más. Pero volvamos a lo interesante, has hablado de la “organización”. ¿Quiénes son? ¿Rusos? ¿Albanos? ¿Sudacas? ¿Moros? ¿no me digas que son de aquí? 

-   No sé quienes son -negó secamente Helene. 

-   Me estás diciendo que trabajas para alguien que no sabes quien es -resumió Andrei, pero al ver la cara tensa de Helene, estaba seguro que por miedo o por supervivencia no había ahondado nunca lo que sabía de sus pagadores-. Está bien, cuéntame lo que si sabes de la organización. Antes me has comentado que Sarah te tenía cerca porque sabías cosas de la organización. Habla.

Helene asintió con la cabeza y comenzó a contarle todo lo que sabía de la organización o todo lo que creía saber. Según lo que le dijo, lo que ahora iba a saber él, era lo mismo que le contó a su esposa. Andrei se mantuvo en silencio, escuchando.



Aguas patrias (25)

La casa que tenían alquilada los de Vergara era un edificio de tres plantas propiedad de un mercader. En la planta baja tenía la oficina el mercader y las plantas superiores, su antigua vivienda las tenía alquiladas. Por lo que sabía el dueño vivía en una hacienda azucarera a millas de distancia tierra adentro. Cuando llegó tocó la aldaba de la puerta y al poco abrió el hombre negro del barco. Le guió al piso superior y allí a una sala amplia, con unos butacones y varias estanterías llenas de libros. Parecía una biblioteca o algo parecido. Al poco se abrió una puerta y apareció don Bartolomé. 

-   Ha sido más que puntual -dijo como saludo Bartolomé. 

-   Me temo que en la armada estamos todos ligados a las campanadas y a los turnos -indicó Eugenio, intentando que sonara a una excusa plausible. 

-   Sí, seguro que en la armada la puntualidad está ligada a las normas -comentó Bartolomé-. Pero me temo que mi Teresa cuando está intentando aparecer lo más hermosa posible, pierde de vista la puntualidad y el tiempo. 

-   No creo que fuera posible -negó Eugenio. 

-   ¿El qué? -inquirió Bartolomé que no sabía a qué se refería Eugenio. 

-   Vuestra hija no puede intentar ser más hermosa de lo que ya es -Eugenio se quedó estupefacto por las palabras que habían salido de su boca, claramente sinceras. 

-   ¡Ah! Se refería a eso -rió Bartolomé, que sin duda su hija había encandilado al marino-. Pero yo en su lugar le diría esas cosas a mi hija, si queréis conquistarla. Yo no soy más que un árbitro. A mi me tendrá que mencionar lo que ya haya conseguido, capitán.

Las palabras conquista y conseguir habían dejado anonadado a Eugenio. Don Bartolomé parecía que le daba ánimos o le permitía que cortejase a su hija. Eso no le parecía normal, aunque la verdad es que él no sabía cómo se debía cortejar a una dama, ya que nunca se había propuesto a ello, ni mucho menos lo había llevado a cabo. Como mucho alguna vez podría haber fantaseado con la idea. Estaba aun rumiando la idea cuando apareció el criado negro indicando que la señorita les esperaba en el comedor. Don Bartolomé se encargó de guiar a Eugenio hasta otra sala, el comedor, donde ya esperaba Teresa.

Sin duda, Eugenio pudo comprobar que Bartolomé no le había mentido con lo de prepararse y parecer más guapa. Estaba espléndida, con un vestido más a la moda actual, ceñido y con el pecho levantado. La tela era rojiza y brillante. Aunque parecía que se había esmerado, ambos hombres se percataron de que algo raro ocurría. 

-   ¿Qué te pasa, cariño? -preguntó Bartolomé, acercándose a su hija, que estaba sentada a la mesa. 

-   Me han informado que esta mañana ha habido un duelo, tras la tapia del monasterio de los frailes -indicó Teresa-. Un militar contra Juanito. 

-   ¡Por Dios! -dijo Bartolomé. 

-   Me han contado que el militar está moribundo en el hospital del cuartel y que Juanito ha acabado malherido -siguió contando Teresa-. No sé mucho más de él. Parece que Juanito ayer tonteó con la hermana del militar y este no se lo tomó demasiado bien. Alegó una afrenta y Juanito que no se amilana le golpeó con su guante. Debió ocurrir tras la fiesta del gobernador. 

-   ¿Quién te ha contado la historia? -quiso saber Bartolomé. 

-   Se lo han contado a Mariana en el mercado y rápidamente ha venido a traernos la noticia. Sabe bien que nos llevamos bien con Juanito -respondió Teresa. 

-   Si se lo han contado en el mercado, toda Santiago debe saber ya el asunto del duelo -señaló Bartolomé-. El gobernador no va a estar muy contento. Y menos don Rafael. 

-   No solo eso -intervino Eugenio-. La ciudad va ir contra la armada. Los militares son parte de la vida de la ciudad. Son conciudadanos y además la defienden de los piratas o los ingleses, que normalmente suelen ser los mismos. Si uno de los nuestros ha matado a uno de los miembros de la guarnición, por duelo noble que fuese, la cosa se va a poner fea. Tal vez sería mejor que regresara a mi barco. 

-   No, por favor, quédese, capitán -pidió Teresa-. No me gustaría quedarme sin su compañía en esta comida. Lo de Juanito ya no tiene solución, pero eso no va a empañar nuestra velada. Luego mandaremos a Eusebio con el carruaje para que le lleve al muelle y allí espere a que su tripulación le recoja. 

-   Bueno, si insiste, no me gustaría arruinar su comida -aceptó Eugenio, que tampoco quería quedarse sin la compañía de Teresa-. Y para que esté más tranquila, cuando mi bote iba hacía el muelle, me cruce con la falúa que llevaba a Juan Manuel a su fragata. Me saludó con fuerza. Por lo que la herida será menos de lo que se dice.

La noticia traída por Eugenio pareció calmar a Teresa, que mantuvo una conversación más alegre que al principio de la misma. Se hablaron de diversos temas, mientras se comía. Sin duda, Teresa se había aplicado con el menú e incluso había intentado asemejarlo a los platos que se podían servir a bordo de un barco de la armada, aunque con carne fresca y no desalada. Tras la serie de platos que se fueron sirviendo, llegó un postre de chocolate y finalizó la velada con coñac y queso curado. Aún siguieron durante un rato, hasta que don Bartolomé les dejó solos. La verdad es que ninguno dio el paso que esperaba Bartolomé, no vino Eugenio a pedirle la mano de Teresa, pero cuando se despidió, el capitán parecía embelesado por algo. Incluso Teresa estaba diferente. Como no había estado con ellos, no sabía lo que se traían entre manos. Se hicieron las promesas de una nueva comida, esta vez a bordo de la fragata, cuando regresasen de la misión a la que se marchaba al día siguiente. Bartolomé aceptó antes que su hija, pero estaba seguro que ella lo iba a hacer.

martes, 23 de febrero de 2021

El dilema (64)

Ahlanka seguía sentada en el taburete, observando a Alvho, que se había quedado pensativo durante unos segundos. 

-   ¿Ya se te han terminado las preguntas? -inquirió Ahlanka. 

-   No, aun tengo muchas que preguntarte -negó Alvho-. Hace un momento he hablado de las ruinas de la ensenada. Creo que aquí en algún momento llegaron personas del otro lado del gran río. Y establecieron aquí una población o aldea. En su momento hubo una aldea y por lo menos un templo. La reliquia que buscamos tuvo que estar aquí, pero ya no está. ¿No sabrás algo de ello? 

-   ¿A qué le llamáis reliquia? -quiso saber Alhanka. 

-   No estamos muy seguros, piensa que solo sabemos lo que ha dicho un druida -señaló Alvho. 

-   ¿Un druida? ¿Qué es un druida? 

-   Digamos que un hombre espiritual -explicó Alvho-. Puede hablar con los dioses o eso es lo que dice él. La cuestión es que la reliquia debería ser una estatua o algún tipo de elemento religioso o espirituoso, lo más seguro que con la forma de nuestro dios principal, Ordhin. 

-  O sea el druida es como nuestros chamanes -aseveró Alhanka-. Y con respecto a la reliquia tiene que ser la estatua de madera pintada que mi esposo se encargó de comprar por orden de otra tribu. Una que les pagó lo que los miembros de la tribu pidieron se la llevamos y estábamos aquí porque les traíamos el oro que habían requerido. 

-   Así que si hubo una reliquia aquí -murmuró Alvho, más como si se dijera a sí mismo que a los presentes-. ¿Los que compraron la estatua, tienen la aldea cerca? 

-   Su aldea se encuentra en la costa sur de las llanuras -indicó Alhanka-. A muchas semanas al sur de aquí a caballo. 

-   Has dicho que se encuentra la aldea en la costa, ¿se puede llegar por el mar a la aldea? -preguntó Alvho. 

-   Sé que hay unas calas cerca de la aldea donde pueden atracar barcos, pero la aldea en sí se encuentra en un promontorio -admitió Alhanka-. No sé si hay comerciantes que viajan hasta allí cuando los hielos desaparecen de la costa. Pero si que te puedo asegurar que les entregamos la estatua a ellos. 

-   En ese caso creo que lo mejor es que hablemos con el tharn -dijo Alvho-. Ya no debemos seguir viajando al oeste e ir al sur por tierra es una temeridad si los Fharggar están tan cerca como aseguras.

Alvho le hizo un gesto a Aibber, indicando que se quedase custodiando a la chica. Aibber asintió con la cabeza. Tras ello, Alvho revisó los mapas que tenía sobre la mesa. Desgraciadamente no había ninguna marca de la aldea de la costa sur, pero eso solo indicaba que sus compatriotas no habían querido internarse por la costa sur, temiendo que sus barcos naufragasen en esa zona tan peligrosa, con tribus como los Fharggar. 

-   Voy a solicitar una reunión con el tharn y Ulmay -indicó Alvho-. Quédate con ella y llévala a la reunión cuando yo mande a buscaros. Y Alhanka espero que seas persuasiva con ellos, o por lo menos que les metas miedo. 

-   Así haré -aseguró Aibber, mientras que Alhanka asentía con la cabeza.

Alvho salió a toda prisa de la tienda dejando solos a los dos. Aibber se quedó delante de los pliegues de la lona que hacían de salida, y aún se movían por la marcha de Alvho. Aibber al quedarse solo parecía no saber que decirle a la muchacha y poco a poco se fue tomando una apariencia de ser más grande de lo que era. Esa actitud hizo que Alhanka sonriese.

-   ¿Qué te pasa ahora? -preguntó Aibber refunfuñando por la actitud de Alhanka. 

-   Sabes que por más que te estires no serás más grande -se burló Alhanka-. Los hombres son más hombres cuantos más enemigos eliminan. Pero los que se hinchan sin más normalmente suelen ser los más cobardes. 

-   ¡Yo no soy un cobarde! Nuestra unidad siempre va en la vanguardia del ejército -se defendió Aibber-. El jefe Alvho me eligió entre todo el ejército como su mano derecha. 

-   En verdad no sois más que asesinos, o espías, no lucháis como los verdaderos guerreros -siguió con su chanza Alhanka-. Pero la verdad que eso da un poco lo mismo para mi. Igual sois mejores que mi difunto esposo. Y tu jefe parece especial, me interesa ver que es en realidad. ¿Tú lo sabes? 

-   No, Alvho solo sabe quién es él en realidad -afirmó Aibber con un deje de fastidio o de pena. Parecía que el joven espía se sentía ofendido porque Alvho no confiaba al cien por cien en él-. Pero aún así es un buen jefe y le respeto por ello. Preparate para servirle bien.

Las últimas palabras que pronunció Aibber, Alhanka no supo cómo interpretarlas, eran una advertencia o un consejo o simplemente una amenaza. Quería conocer más sobre ese sujeto, sobre Alvho.

Lágrimas de hollín (67)

Fhin estaba en su despacho, leyendo los informes que Bheldur, Bhorg, Phorto y Runn. Los de los dos primeros eran asuntos de la logística, espionajes y cosas afines. Los de los dos siguientes eran informes cortos, solo hablaban de la situación de los sitios, el hambre ya estaba haciendo efecto, los soldados rasos huían o morían intentándolo, pues sus líderes no toleraban la traición. Pronto la desesperación entregaría sus cabezas y sus territorios. Pero los de Bhorg eran los más tediosos, aunque también eran los más complejos. Estaba intentando discernir uno de ellos cuando golpearon en la puerta. Fhin preguntó quién era y al ver que era Bheldur, supo que no tendría que ponerse la máscara. 

-   He encontrado lo que buscabas -dijo Bheldur nada más entrar-. Está en el barrio de los mercaderes, es espaciosa, con un almacén anexo. Parecerá la vivienda de un mercader recién llegado a la ciudad o la de un noble menor, de provincias. 

-   Qué es lo que queremos -afirmó Fhin alegre. 

-   Sin duda. 

-   ¿A quién pertenecía antes? -quiso saber Fhin. 

-   Era de un mercader que murió sin descendencia directa -contestó Bheldur-. Parece que se disputan la herencia varios primos lejanos y como no se ponen de acuerdo con quién debe quedarse la propiedad, un magistrado les ha dicho que la vendan y se repartan las ganancias. 

-   ¿Piden demasiado? 

-   No nos van a quitar demasiado oro -indicó Bheldur-. Parecen desesperados por vender. Están tan ansiosos que han bajado el precio un par de veces. Ahora aceptarán cualquier oferta que les propongamos, siempre que sea interesante. 

-   En ese caso comprala -ordenó Fhin-. Y haz pensar a todo el mundo en el barrio que la ha comprado un noble inferior, para su hijo, un joven conde. Si te preguntan el padre tiene tierras al norte, cerca de la frontera. Los nobles norteños están mal vistos. Sus tierras son poco fértiles, y además fueron los primeros en sucumbir a los imperiales. Se dice de algunos que se pasaron al bando imperial, rompiendo la primera defensa del reino. Eso juega a nuestro favor. 

-   ¿Como? 

-   Los nobles de la ciudad no me verán como uno de los suyos, ni los pro imperiales -explicó Fhin-. Por lo que no se pondrán a investigar mi procedencia. A su vez, sólo se fijarán en el oro que gastaré, por lo que pensarán que mi padre es un pro imperial o que hace negocios con ellos. Y con ello, se me acercarán los sibilinos, él vendrá a mi. Encargate de todo. 

-   Así se hará -asintió Bheldur, marchándose.

Fhin dejó los informes sobre la mesa, se puso de pie y se acercó a una de las ventanas que mantenía ocultas con pesadas cortinas. Los rayos del Sol entraron a raudales cuando movió una de las cortinas y miró al exterior. El barrio parecía calmado y las personas trabajaban en sus cosas, ajenas de quienes les mandaban en realidad. Desde su despacho podía ver las murallas que rodeaban el barrio. Unas murallas que en su origen servían para defender el barrio primigenio que había ahí, muy diferente de la cloaca inmunda que se había convertido, un barrio de criminales. Las edificaciones subían por la ladera hasta la misma roca del promontorio, el inmenso acantilado sobre el que estaba erigido el castillo real, la gran ciudadela de los Mars, ahora sede del gobierno imperial. La sombra del castillo era evidente a las primeras horas del día, desapareciendo al medio día.

Ya había llevado a cabo la primera parte de su plan, un plan destinado para vengarse de aquellos que le habían destruido su niñez y a su familia. Muchos creían acertar cuando decían que pretendía vengarse de los imperiales, pero eso era una locura, una como la que llevó a su padre a la muerte. Los imperiales solo eran una carta más que utilizar. Ahora sus próximas víctimas eran las más poderosas y como tal las más peligrosas. No se dejarían arrastrar por sus maquinaciones como los líderes de los clanes, la mayoría de ellos faltos de perspectiva.

Dhevelian parecía ser un hombre inteligente, si había sabido jugar bien sus manos para convertirse en el alto magistrado de la ciudad. Se codeaba con el gobernador y otras autoridades. Pero todos tenían sus puntos débiles y estaba seguro que temía a lo que pudiese revelar Inghalot. Le empezaría presionando por ahí y luego le haría creer en otras cosas. Un hombre que había ascendido pisando a sus hermanos debía tener muchos fantasmas que le atormentaban.

Pero quedaban otros que debían sufrir sus destinos, y no era otra que la familia de los Mendhezan. Fhin había puesto a las Gatas a investigar al noble y habían traído datos interesantes. Alguno de ellos le había dejado sorprendido. Su enemigo principal era Arnhal de Mendhezan, el actual líder de la familia, viudo, pero parecía que tenía su propio harem de jovencitas en su palacio. Tenía muchas más propiedades en la ciudad. En el palacio vivía también su hijo único hijo varón, y curiosamente el más joven, ya que tenía cinco hermanas, todas casadas con hombres importantes, incluso con imperiales o miembros de familias pro imperiales. El hijo se llamaba Armhus y se dedicaba a llevar los negocios del padre. Estaba soltero y su padre le apremiaba para que buscase esposa, no quería ver como la casa de los Mendhezan no tenía heredero.

Una de las cosas que más había sorprendido a Fhin era que los Mendhezan eran dueños del almacén donde había trabajado él con Gholma y Bheldur. Intentó recordar los días tras el intento de robo, pero nunca llegó a cruzarse con ninguno de los Mendhezan cuando fueron a interrogar a Sacerdote. Estaba pensando en ello, cuando le vino una pregunta a la cabeza. Nunca se cercioró de que era lo que querían robar Herrero y su gente. Tal vez si diera con Corredor, podría saber a por lo que iban. Debía hacer que las Gatas se encargasen de ello. Esperaba que el apodo no indicase la verdad y el individuo había corrido lejos de allí.

Pero ya llegaría el momento de ir dando los pasos correspondientes. Por ahora tenía muchos papeles que revisar, así que volvió a su asiento, tomando el informe que había dejado y se puso a trabajar.

sábado, 20 de febrero de 2021

El reverso de la verdad (14)

Andrei no se hizo de rogar y entró en la vivienda. Helene cerró tras él y volvió a echar el pasador. Entonces Andrei se fijó mejor en cómo iba vestida. Llevaba una bata de seda clara, cerrada por unos botones. Se notaba que había sido a toda prisa, porque varios de ellos estaban colocados en los ojales equivocados y por ello la pieza había tomado unos pliegues extraños. Pero también podía adivinar que por debajo la chica no llevaba nada más que una combinación de braga y sujetador. 

A esa distancia y sin la capa de maquillaje que parecía usar, el rostro estaba más natural y el rostro ya no era tan pálido como le había parecido en la oficina. Lo que quería decir que se aplicaba algo que la hacía ser más pálida. Tal vez para esconder a algún pariente extranjero. Los ojos verdes, pequeños y algo rasgados eran tal y como los había visto anteriormente, por lo que era un rasgo que le gustaba y no lo escondía. En el cuello podía ver una cadena de plata, que tenía que ser donde colgaba el gato que había visto en el escote cuando se agachaba en la oficina. La bata era menos ceñida, por lo que las curvas que le había parecido notar, estaban desaparecidas. El pelo, negro liso, en melena. Los pies lo tenía metidos en unas zapatillas con forma de gatos negros.

La mirada de Andrei debió molestar a Helene que lanzó un bufido y se dio la vuelta, internándose en el pasillo que nacía desde el vestíbulo. Andrei la siguió en silencio, aunque los pasos de los zapatos de Andrei sobre el suelo de madera provocaban crujidos en la madera. Helene le guió hasta una sala de estar, que estaba caldeada y había un ordenador encendido. Aunque Helene intentó girar la pantalla, Andrei se lo impidió. En la imagen se veían las mujeres, ella incluida, con sus trajes de trabajo y los medidores de puntos. Como Andrei ya había visto en el club, la conejita llevaba bastante ventaja al resto de sus competidores en la carrera y parecía que iba a ganar. 

-   ¿Cuándo termina la carrera? -preguntó Andrei. 

-   Esta madrugada -murmuró Helene, acercándose a un sofá donde se dejó caer. 

-   Parece que no vas a ganar -indicó Andrei. 

-   Ella siempre gana, no la podemos alcanzar -dijo con amargura Helene, colocándose la bata de tal forma que no se le viera mucho de sus piernas desnudas-. Pero ella es especial, no todas somos como ella. 

-   ¿Qué la hace especial? 

-   Bueno, ella es… -empezó a decir Helene, pero al momento se calló, le miró y entonces prosiguió-. Dudo que hayas venido a saber lo que es o lo que no es ella. ¿De qué querías hablar conmigo? 

-   Buena pregunta, gatita -asintió Andrei. 

-   Prefiero que me llames Helene, si no te importa, porque a mi sí -espetó Helene con mala leche-. Puede que sepas mi secreto, pero sigo siendo una persona, no un objeto o un sueño. 

-   Está bien Helene, mi pregunta es simple -aceptó Andrei-. ¿Cómo es posible que una parte de la investigación de mi esposa trabaje de contable en la productora de ella? ¿Además te contraten un par de meses antes de su muerte? 

-   Una coincidencia. 

-   Esa es buena, Helene -se rió Andrei-. Pero yo no creo en las coincidencias, sobre todo cuando estaba mezclada con Sarah o la productora. Puedes probar a contarme la verdad o intentar mentir. Si pruebas a seguir la primera opción, pues buena elección. Si decides la segunda, pues te puede salir bien, pero mi mujer está muerta y yo ya no tengo nada que perder. 

-   ¿Me estás amenazando? -inquirió sorprendida Helene. 

-   Tomátelo como quieras -advirtió Andrei-. Pero no creas que soy un burgués más.

Helene se lo quedó mirando, intentando que su mirada fuera más fuerte que la del Andrei, pero había algo en sus ojos que le daban miedo. Por un momento pensó que era la tristeza, al fin y al cabo hacía poco que era viudo. Pero al mirarlo durante un poco más, vio otra cosa. Era ira, ese tipo de sentimiento que se guardaba en algún recodo del cuerpo y no se dejaba salir, a menos claro que rompieran el tapón del frasco. Y Helen estaba seguro que no solo lo habían destapado, sino que habían hecho el frasco trizas. Sin duda no era el tipo de persona que iba aguantar demasiado cualquier tipo de jueguecito. 

-   Tu esposa me contrató para tenerme cerca, supongo -se rindió Helene, sabedora que no podía ocultar hechos que tampoco la iban a proteger de nada-. Supongo que Sarah me encontró de la misma forma que tú. No sé cómo encontró el club, pero lo hizo. Entonces me dio trabajo, dijo que necesitaba una contable. Pero nunca me pidió o me indicó que dejase esta forma de vida. No sé porqué estaba tan interesada en mi. 

-   ¿No te preguntó por la conejita, o por otras corredoras? -inquirió Andrei.

Helene no parecía preparada para esa pregunta porque se quedó otra vez callada, como buscando una respuesta acertada a lo que le preguntaba Andrei. Por ello, él se empezó a mosquear. Podría ser que al final la gatita fuera la clave para todo y por eso Sarah la había atado a la productora.

Aguas patrias (24)

A la mañana siguiente, Eugenio se había levantado pronto. No tenía resaca ni nada parecido, porque no había bebido nada de alcohol. Pero si que se sentía intranquilo. Aun así se puso manos a la obra. Se reunió con Álvaro y Mariano. Ambos le propusieron los cambios que habría que hacer para recibir a los soldados. Lo dejo todo en su mano. A media mañana llegó primero una barcaza. Traía los toneles con las provisiones que les faltaba y después le avisaron que había soldados llenando el muelle. Eugenio mandó a sus botes para traer a bordo a los soldados. Como eran tantos, los propios botes del puerto se encargaron de llevar a otros tantos. Los pagó todos Eugenio, sacando el oro de sus propios ahorros. En la barcaza también habían llegado sus provisiones personales, así como las de los oficiales.

Estaba a punto de volver a su camarote cuando se dio cuenta que había un negro vestido a la europea en medio de la cubierta. Se dirigió a un guardiamariana. 

-   ¿Quién es ese hombre que hay en medio? -le preguntó al mozalbete, que si no se equivocaba se llamaba Agustín Torres, señalando al hombre negro. 

-   Ha llegado en uno de los últimos botes, capitán -respondió Agustín, envarándose, intentando aparentar ser más alto de lo que era. 

-   No parece un soldado, ¿verdad señor Torres? -indicó Eugenio, a lo que Agustín negó con la cabeza-. ¿Está usted de guardia en este momento, verdad? Creo que debería saber porque ha subido a mi barco y si no es importante, métalo en un bote o tírelo por la borda. Así que Agustín vaya a informarse. 

-   Sí, señor. 

-   Y una cosa más, Agustín -añadió Eugenio-. Usted, como oficial que es, en su guardia debe saber todo lo que ocurre en la cubierta. Cuando me diga lo que quiere el negro, va a subir a la cofa del trinquete y se va a quedar allí hasta que yo lo juzgue oportuno. ¿Entendido?

-   Sí, señor -asintió con miedo Agustín, que se marchó como un rayo.

Eugenio le miró mientras se iba. Esperaba que castigándole en la cofa, aprendiese algo de ello. Dejar que un extraño subiera y se paseara por la cubierta sin saber porqué estaba ahí. Era su misión instruir a sus guardiamarinas. Por lo que sabía otros capitanes le habrían impuesto unos azotes en sus traseros jóvenes. Pero él prefería dejar los castigos corporales para faltas más graves que está.

Al poco, Agustín regresó y le dio a Eugenio una carta. El criado negro, pues era un criado, esperaría contestación. Tras ello se fue en dirección de los obenques para subir a la cofa. Eugenio espero un poco para abrir la carta. Era una invitación para comer. Se la hacía don Bartolomé, que quedaría muy satisfecho si le hacía el honor de aceptarla. Eugenio se quedó pensativo. Ya había rechazado su petición la noche anterior, por lo que no podía rechazar esta. Se acercó al criado negro, al que le preguntó donde quedaba la residencia de su señor. Este le informó que tenían una casa alquilada en una calle que conocía bien Eugenio. Le dijo al criado que podía regresar a la casa indicando que aceptaba la invitación y que llegaría a la hora acordada. Luego llamó a Álvaro y pidió que llamase a un bote para que el criado pudiera volver a tierra. También le advirtió que bajaría a tierra para comer en la casa de un amigo y que había castigado al señor Torres, el porqué y cuándo debería bajar, por sí él se olvidara. Luego preguntó si el capitán Menendez ya había subido a bordo. Pero le informó que llegaría mañana. Que le había surgido un problema familiar de última hora y que embarcaría al día siguiente para solucionarlo. Álvaro informó que el resto de los soldados ya estaban a bordo.

Eugenio pensó que si solo era un hombre, no habría problemas. Se marchó a su camarote y estuvo trabajando con las cartas náuticas que le había pasado don Rafael, hasta que vio que era hora de prepararse. Se puso uno de sus uniformes buenos, que había comprado hecho comprar en Santiago tras recibir su nuevo rango. Cuando salió a la cubierta, su bote ya estaba listo y enganchado en el costado. Eso quería decir que Álvaro o Mariano, previsores habían puesto a algún marinero a espiarle. O tal vez el marinero encargado de ser su criado les había avisado, pues le había ayudado a vestirse. La cuestión es que todos en el barco estaban listos para llevarle a tierra. Bajo por el costado tras despedirse de los oficiales. Se sentó junto al timonel y tomaron rumbo al muelle.

Mientras recorrían su camino por las aguas, se cruzaron con otro bote. Eugenio reconoció a Juan Manuel, que venía de tierra. Iba embozado en su capote y algo ladeado contra la borda de la embarcación. Juan Manuel le saludo con su tricornio. Saludo que devolvió Eugenio, como debía de ser ante un compañero. Pero le pareció que el rostro de Juan Manuel estaba más pálido que de costumbre. Por lo que supuso que la fiesta de la noche anterior había durado más en otro sitio. Pensó que menos mal que regresaban ya al servicio en alta mar, que sino, iba a ser muy perjudicial para la escuadra por culpa de las andanzas de Juan Manuel.

Pero según el bote de la Santa Ana se alejó del suyo, se olvidó de los pesares de Juan Manuel y la escuadra, pensando en que tendría oportunidad de volver a ver a la señorita Teresa.

martes, 16 de febrero de 2021

El dilema (63)

Alvho se dio la vuelta, sin levantarse del taburete, alcanzando un odre de piel de cordero que había sobre una de los catres. Tomó un trago de cerveza y se lo tendió a la muchacha. 

-   ¿Quieres? -le preguntó Alvho. 

-   No me gusta vuestro meado -negó con displicencia Ahlanka. 

-   Tú te lo pierdes -aseguró Alvho, volviendo a dar un trago al odre. La cerveza no estaba mala, pero tampoco era de lo mejor que había probado-. Bueno, me gustaría tener una pequeña conversación contigo. 

-   ¿Y luego me podré ir? -intervino Ahlanka. 

-   Mucho me temo que las cosas no son tan sencillas -sentenció Alvho-. Me gustaría que nos vieses al chico y a mí como unos libertadores. Pero me temo que tus ojos no ven lo mismo que yo. Si sales de esta tienda, acabarás en manos de personas no tan bondadosas como nosotros. 

-   ¿O sea, que estando con vosotros ya soy libre, pero si me intento ir me convierto en la esclava de otros? -inquirió Ahlanka. 

-   Mejor no lo hubiese explicado -asintió Alvho.

Ahlanka les lanzó una mirada llena de odio, pero al final, parece que entendió su triste sino o por lo menos lo aceptó hasta que encontrase una mejor forma de librarse del yugo que Alvho le estaba colocando. 

-   Bueno puedes empezar con tus preguntas cuando quieras -ordenó Ahlanka. 

-   Bien -afirmó Alvho-. ¿Hacia el oeste, hay alguna aldea como tal o más ruinas como las que había en la ensenada? 

-   No, no hay ninguna -negó Alhanka, que al ver que Alvho fruncía el ceño, decidió añadir-. Se dice que hay poblaciones al llegar a los bosques, pero eso está a semanas a caballo de aquí, incluso meses. No hay ninguna ruina o aldea como lo que preguntas hacia el oeste. 

-   En ese caso hemos debido llegar a nuestro destino, pero no está el premio -murmuró Alvho. 

-   ¿Qué quieres decir, jefe? -preguntó Aibber. 

-   Las ruinas de la ensenada deben de ser lo que el druida Ulmay vio en sus visiones -explicó Alvho-. Pero antes las he revisado y allí no hay ninguna reliquia o estatua o lo que narices estamos buscando. Y seguir al oeste es un peligro, que digo un suicidio. Dudo que los esclavistas que hemos capturado o muerto sean toda la tribu. 

-   No son más que una pequeña parte de ellos -aseguró Alhanka-. Un grupo que se ha quedado con parte de las ganancias. El grueso está en alguna parte de las llanuras, atacando a otras tribus. O tal vez regresando y no les va a gustar ver lo que les habéis hecho. 

-   No temo a unos esclavistas -dijo Aibber, sacando pecho, a lo que Alhanka lanzó una carcajada. 

-   No conoces a los Fharggar -indicó Alhanka-. Son muy peligrosos y combativos. No temen a la muerte y se nutren de la oscuridad. Se pintan de negro sus pieles y se dicen que no tienen corazón. Atacan a las tribus y las dan a elegir, pagar por que no les hagan nada o la muerte. Los esclavos que os habéis hecho vuestros son una tribu que no pudo pagar y como ves le han costado muchas almas. Os odiarán con ganas, por dos razones. La primera porque sois del otro lado del gran río y la segunda porque les habéis robado. 

-   Y hemos matado a algunos de sus camaradas -añadió Aibber con orgullo. 

-   Eso no cuenta -negó Alhanka-. Los Fharggar que caen en batalla son dejados en la intemperie, ya que creen en la fuerza del sujeto. Si han muerto ante individuos inferiores es que eran débiles y no merecen su respeto. Ni te digo lo que les pueden hacer a los que habéis capturado. ¡Se han rendido! 

-   ¿Y los que mueren de viejos? -inquirió Alvho. 

-   Eran fuertes y sobrevivieron hasta que los dioses les llamaron -contestó Ahlanka. 

-   En ese caso deberé hablar con el tharn -murmuró Alvho-. Tal vez sea buena hora regresar a la ciudadela. 

-   Si yo fuera vosotros me daría prisa en volver a cruzar el gran río -advirtió Ahlanka, segura que sus palabras habían hecho efecto.

Alvho se la quedó mirando, buscando en sus gestos y ojos alguna emoción que la delatase, pero no las encontró a excepción de un rumor de miedo. Alhanka temía a los Fharggar y eso no le agradaba.

Lágrimas de hollín (66)

El magistrado Dhevelian había comenzado a leer la carta que le había llegado de Inghalot, mientras se bebía un café. Ahora la taza estaba volcada sobre su mesa, el líquido había manchado varios papeles y su rostro se había quedado petrificado con una mueca de asombro e ira. No se podía creer que después de tanto tiempo Inghalot fuese a usar la carta que siempre se había guardado. Le estaba amenazando con revelar a los imperiales lo que fueron en el pasado. Sabía bien que ni los años de trabajo para la administración imperial en la provincia le librarían de un castigo ejemplar. Debía hacer callar a Inghalot inmediatamente. La verdad es que lo tendría que haber hecho hacía ya demasiado tiempo, pero las cosas no habían salido como él habría decidido. Los primeros años tras el intento de levantamiento fueron muy complicados, para todos. Él estaba ganando posiciones dentro de la administración, intentando parecerse cada vez más un imperial que lo que era en realidad, un lugareño que se había rendido a los opresores. Muchos le veían como un traidor a su gente, pero el miedo a los imperiales y su fuerza siempre los mantuvo callados.

En ese momento es cuando debería haber hecho matar a Inghalot, pero este se había escudado en el barrio de La Cresta y los imperiales seguían teniendo problemas para llevar su paz a esa zona de la ciudad. Habían aplastado el resto con sus botas, pero ese nido de ladrones y asesinos se mantenía a la gresca. Entonces le llegó el plan de Inghalot y la verdad es que era muy tentador. Se llevó el mérito ante los imperiales y de esa forma fue recompensado con un mejor puesto. Ahora era un hombre importante, un alto magistrado de la ciudad, se reunía con el gobernador para tratar muchos temas de importancia. Aunque aún le miraban con recelo, sobre todo los gobernadores y los militares que cambiaban a menudo de puesto. Se creían superiores, solo por ser nacidos en el territorio ancestral del imperio.

Hizo llamar a uno de sus ayudantes. 

-    Llamaba, mi señor -dijo un escribiente entrado en años, de mirada franca pero rostro neutro. Si le guardaba rencor a su señor, no lo hacía ver. 

-   Que se busque a Vlannar de Thury, le quiero ver inmediatamente -ordenó Dhevelian. 

-   Sí, mi señor.

El escribiente se esfumó tan rápido como había aparecido. Incluso a Dhevelian le había parecido ver un ligero tono de miedo en el rostro del ayudante cuando había nombrado a Vlannar y con razón. Vlannar era el principal asesino de Dhevelian, aparte de un torturador y un sádico. Pero eso es lo que le hacía tan eficiente. En ocasiones la fama era mejor que cualquier carta de presentación o embajada. Vlannar tenía otra característica curiosa. Por lo que Dhevelian sabía que era nacido en el territorio imperial, pero no le trataba con la displicencia del resto de imperiales. Creía que eso se debía a que era un noble provinciano o un aristócrata caído en desgracia. Aun así, cuando aparecía en las reuniones de sociedad, bueno las que daban los nobles pro imperiales y algunos mercaderes adinerados que se enriquecían con las leyes imperiales, se comportaba como si fuera primo del emperador.

Desgraciadamente encontrar a Vlannar no les sería fácil a los soldados o criados que enviasen a buscarle. Vlannar tenía la capacidad de desaparecer cuando no quería ser encontrado o cuando estaba de fiesta. Incluso podría estar fuera de la ciudad, ya que hacía un par de meses que no había tenido que darle trabajo. Sería mejor que volviese a sus cosas y ya hablaría con él cuando viniese. Estaba pensando en eso cuando tocaron en la puerta de su despacho. Era un escribiente anunciándole la llegada del general Aisnahl. 

-   ¿En que le puedo ayudar, general? -preguntó solicito Dhevelian, sabiendo bien que al general Aisnahl le encantaba que le adularan. Llevaba años estudiando a los imperiales y todos pecaban de los mismos vicios. Y Aisnahl no era diferente. 

-   Me han llegado noticias preocupantes de La Cresta, magistrado -dijo Aisnahl, con un tono de desprecio que nunca era capaz de reprimir-. Por lo visto se dice que el tal Jockhel ya ha unificado el barrio bajo su mando. Tu protegido está muerto o en sus manos. Es posible que quede uno o dos clanes libres, pero recluidos en sus territorios, sitiados y les van a dejar que se mueran de hambre hasta que se rindan. 

-   ¿Y puedo saber cómo ha conseguido esas noticias, horribles para ellos? -inquirió Dhevelian, sorprendido con que el general supiera más de lo que él conocía. Podría ser que los imperiales desconfiaran de él y tuvieran sus propios espías. 

-   Una de mis patrullas cazó a un maleante en el barrio de los mercaderes, que aseguró que trabajaba para Jockhel y que era mejor que le dejásemos en paz, si sabíamos lo que nos convenía -comentó Aisnahl, visiblemente enfadado-. Ordene que lo torturasen y lo contó todo. Como gritaba el condenado. Así aprenderán quienes son sus señores. 

-   ¿Y estas seguro que no actuaba y te contó una mentira para ponerte nervioso? -la cara de Aisnahl se quedó de piedra. Dhevelian se rió por dentro. El general había pecado de ingenuo y se había tragado la mentira del maleante-. Entregame a ese sujeto y veremos que es la verdad de todo lo que dice, mi general. 

-   Me temo que no aguantó nuestros cuidados, está muerto -indicó Aisnahl-. Será mejor que investigues el asunto e informes al gobernador lo antes posible. 

-   Así será -las palabras de Dhevelian se las dijo a un despacho vacío, pues el general ya se había marchado.

Aun así, si ese hombre había dicho la verdad, la carta de Inghalot solo era una bravata de un hombre desesperado. Vlannar se encargaría de desentrañar la verdad.