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martes, 29 de diciembre de 2020

El dilema (56)

Alvho llegó temprano a la sala de audiencias que habían preparado en una de las primeras plantas de la nueva torre que defendería el lado del curso superior del puente. Cuando se aproximaba vio la construcción de la que le había hablado Dhalnnar. Parecía una inmensa torre cuadrada, con unas inmensas cadenas de hierro que se adentraban en la construcción y bajaban hasta el puente. Para llegar al puente había que recorrer una gran arcada con un par de puertas y rastrillos. 

-    Una defensa formidable, ¿no crees? -dijo el tharn Asbhul a la espalda de Alvho-. Los constructores del norte le han asegurado al señor Dharkme que de esta forma el puente es totalmente de su propiedad y que cualquiera que no sea él deberá pagar por cruzarlo. ¿Menuda broma, verdad? Me temo que los constructores creen que los hombres del sur comerciamos como ellos, y que los habitantes de estas llanuras son nuestros compradores. 

-    Una broma muy oportuna para los constructores -admitió Alvho-. Pero los nómadas de las llanuras no se han percatado de nuestra presencia, lo que parece que puede ser bueno o malo. 

-    ¿A qué te refieres? 

-    Mi tharn, sé que no eres tonto y que tú te has tenido que fijar en lo obvio -indicó Alvho, pero al ver el rostro petrificado de Asbhul supo que era mejor que siguiera él hablando-. Puede que los nómadas estén esperando a que nos alejemos del río, a más de una jornada a caballo. Igual su idea es que nos internemos en sus dominios, en las llanuras para matarnos poco a poco. Y por tu cara, el señor Dharkme ha dado orden de avanzar a nuestro contingente. 

-    Siempre he dicho therk que eres un hombre inteligente -afirmó Asbhul-. Demasiado inteligente. Sí, ayer recibí la orden de avanzar. Debemos recorrer una jornada de viaje hacia el oeste. Allí levantar un campamento de paso. El señor Dharkme mandará en tres días una guarnición y al resto del ejército. En ese momento, cuando lleguen los refuerzos, volveremos a ponernos en marcha. 

-    ¿A cuántos días se encuentra nuestro destino? ¿O jornadas de viaje? 

-    Según el druida, quiero decir el gran Ordhin a seis jornadas de viaje hacia el oeste -contestó Asbhul-. Pero tardaremos más que eso, sobre todo si tenemos que viajar y contar campamentos guarnecidos. 

-    ¿Y si os quedáis aquí y me adelantó con mis hombres? -inquirió Alvho. 

-    Es una gran propuesta, pero por mi honor, la tengo que rechazar -se rió Asbhul-. Venga, vamos a la reunión.

Asbhul guió a Alvho hasta el lugar donde se iba a realizar la reunión. Ya estaban esperando la mayoría de los therk y recibieron al tharn con un sepulcral silencio. Les informó de lo que ya le había hablado a Alvho. Ni uno solos de los therk preguntaron nada, solo asentían con cada palabra que decía Asbhul, al final se marcharon, con órdenes de levantar el campamento y ponerse en marcha. Tenían que marcharse ya.

Cuando Alvho regresó a su base, dio la temida orden y sus muchachos comenzaron, a regañadientes a recoger sus cosas. Dhalnnar al ver que había regresado se acercó a él. 

-    Tienes cara de que te hayan regañado por tus acciones -bromeó Dhalnnar. 

-    ¡Oh, no! -negó Alvho con la cabeza-. Me temo que es peor, nos vamos hacia el oeste. Como tú dirías nos internamos en territorio enemigo y desconocido. Claramente, mis muchachos van los primeros. Debemos detectar el peligro antes que este nos alcance a nosotros. 

-    Mala suerte -se limitó a decir Dhalnnar. 

-    No es mala suerte, sino algo que ya esperaba -sentenció Alvho-. Lo que puede ser mala suerte es el regreso. Tenéis que trabajar con velocidad, pues cuando regresemos lo haremos perseguidos, me temo y necesitaremos estas defensas o algo parecido. 

-    ¿Tan peligrosos son? -quiso saber Dhalnnar. 

-    Más de lo que puedes pensar -dejó caer Alvho.

Alvho siguió hablando de cosas poco importante. Cuando sus muchachos estuvieron listos, Alvho se despidió, tomó su montura y al frente de sus hombres se reunió con el conjunto del ejército de vanguardia. Fueron los primeros en cruzar la puerta del oeste y se alejaron de los primeros guerreros, internándose en el camino del oeste, separándose en grupos, en abanico ante sus compañeros que avanzaban detrás, a pie.

A parte del grupo de Alvho, las monturas estaban reservadas al grupo del tharn, él y su guardia personal, así como algunos jefes y los encargados de llevar mensajes entre las partes del ejército. El reto eran únicamente infantería, unos guerreros pesados y el resto arqueros del thyr. También les acompañaban lanceros de los siervos y algunos leñadores con sus pesadas hachas largas. Unas armas que también usaban algunos guerreros, los que se encargaban de romper los muros de escudos.

Lágrimas de hollín (59)

Bhorg tomó la misiva de Inghalot que le había tendido Fhin y la comenzó a leer. Cuando terminó de hacerlo, miró a Fhin y volvió a leerla, por sí se le había escapado algo. Esta decía:

¡Oh gran líder de los poderosos Dorados! ¡Oh gran Jockhel! Ya es hora que nuestras personas se unan. El barrio no soportará una guerra intestina. Nadie quiere que las calles se empapen de sangre. Por ello lo mejor es reunirnos, los señores de La Cresta y llegar a un acuerdo satisfactorio para todos. Por ello solicito tu presencia en una gran conferencia. En un lugar neutral para todos claro, un lugar fuera de La Cresta. Respondeme y organizaré todo, oh gran Jockhel. 

-   No lo entiendo, Inghalot no te ofende en esta carta -dijo por fin Bhorg-. Quiere una tregua, claramente. No quiere una guerra. Parece preparado para aceptarte como un líder de igual nivel. No entiendo porque has matado al mensajero. Ahora Inghalot querrá acabar contigo. 

-   Me temo Bhorg que Inghalot siempre ha querido acabar conmigo -indicó Fhin-. Todo lo que escribe Inghalot en esa misiva son palabras vacías en las que no cree. No dice lo que realmente busca. Solo son excusas para tenerme en su poder y hay algo más, sabe que soy demasiado listo, incluso más que él. No, Bhorg, no, el tiempo de las palabras ya ha pasado. A Inghalot no se le puede ganar por los vicios o por trampas como a los que ya han muerto. Pero Inghalot como todos, tiene un secreto y Bheldur lo encontrará. 

-   ¿Si es que hay un secreto? 

-   Siempre lo hay -aseguró Fhin-. Una pregunta, Bhorg. ¿Muchos líderes de los clanes pueden ofrecer un lugar neutral fuera de La Cresta? 

-   Bueno, eso es raro, pero… 

-   ¡Responde claramente, Bhorg! -cortó Fhin. 

-   Nunca había oído tal cosa -negó Bhorg-. Los clanes nunca se han involucrado con otros barrios. A excepción de aquí, en el resto están bajo el poder de los imperiales o los nobles leales al imperio. No hemos querido nunca relacionarnos con ellos. Sería una gran traición. 

-   Sabes una cosa, Bhorg, a veces me pregunto como Inghalot consiguió mantener el status quo -habló Fhin, mirando al techo de la sala-. Por lo que sé, antes de que apareciera de la nada, el barrio estaba en constantes guerras internas. Pero él creó la estabilidad. ¿Como? 

-   No estoy seguro del todo -contestó Bhorg-. Creo que hizo un poco como tú, acabó con los líderes más problemáticos. Puso a otros en su lugar que le tenían lealtad. A otros clanes los dividió. El poder de la mayoría de los clanes fue disminuyendo y todos eran parecidos. Unos más grandes y otros más pequeños. Unos protegidos por otros. Y hasta tu llegada, todo se mantenía como lo había definido Inghalot. 

-   Pueden cambiar los líderes, pero siempre los territorios y los poderes de cada clan debe mantenerse -meditó en voz alta Fhin-. Y entre todos, los Águilas son los más poderosos y su líder maneja el barrio a su capricho. Muy astuto y siempre con palabras amigables. El resto de los líderes son unos brutos o unos viciosos, por lo que Inghalot siempre pudo manejarlos. Aún lo hace. 

-   Entiendo tu punto de vista -afirmó Bhorg-. La misiva solo era un intento de engatusarte y llevarte a su propia trampa. Ingenioso. 

-   Sí, ingenioso, pero ahora lo que quiero es adelantarme a él y no voy a bailar al son que quiere imponerme -añadió Fhin-. Bhorg, eres un estratega y muy bueno. Quiero que planees todas las posibles situaciones y batallas a las que podría intentar llevarnos Inghalot. Además quiero que pongas a Phorto en alerta. Hasta que idee mi próxima jugada, pasamos a la defensiva. No vamos a atacar a otros clanes. Que crean que Inghalot es mi único enemigo. Los otros clanes igual hacen como los Cuervos y los Toros. Quiero información de todos los líderes. Posibles traidores en sus filas. todo lo necesario para avanzar. 

-   Así lo haré, mi señor -asintió Bhorg, antes de retirarse.

Fhin se quedó sentado, pensando, acompañado con un silencioso Usbhalo, que siempre actuaba como el jefe de su guardia. Tenía que pensar cuál serían sus siguientes pasos. Pero lo principal, era que su jugada con el mensajero sacara de sus casillas a Inghalot. Si estaba en lo cierto, pronto le llegarían noticias de ello. Si Bheldur había actuado ya, tendría escuchas en la base de Inghalot. El oro abría todo tipo de oídos.

Y Fhin solo tuvo que esperar un par de días para leer un informe de Bheldur. Uno de sus espías, en la base de los Águilas, informaba que Inghalot había recibido la contestación de Jockhel y había perdido su habitual presencia. Sus gritos airados al ver la cabeza en el tarro se habían escuchado a metros de distancia. Incluso habían atravesado paredes. Inghalot había jurado que sacaría las entrañas de Jockhel, que con él no se jugaba, que si lo que quería era guerra, la tendría. Iba a reunirse con los líderes aliados y atacarían a Jockhel, a ver si era capaz de soportar la guerra. Por ahora solo había terminado con líderes débiles y corruptos. Pero ahora se enfrentaría a los poderosos y fuertes. Jockhel ordenó a Bheldur que le pusiera al corriente de todo y sobre todo que se enterase de dónde sería esa reunión. Si la podían atacar, terminarían la guerra de un plumazo.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Aguas patrias (16)

La falúa de la Sirena fue una de las primeras en llegar y eso que la fragata era una de las más alejadas. Como la señal del navío había sido esperada y fueron rápidos en bajar la falúa, se habían adelantado a los otros barcos. También había dependido que el timonel y los remeros se habían empleado a fondo y habían bogado como si el enemigo estuviera detrás. El timonel se encargó de dar el nombre del barco y colocarse en la posición adecuada. Ahora ya era cosa del capitán no poner en ridículo a la fragata. Pero Eugenio había sido el último primer teniente del Vera Cruz, por lo que ascender por el costado le fue relativamente fácil.

En la cubierta le recibieron más infantes de marina, presentándole sus armas, más pitidos y un sonriente teniente Heredia, que ahora era el primer oficial. 

-   Bienvenido a bordo, capitán Casas -saludó Marcos al que hasta hace nada había sido un compañero de camareta-. Habéis sido el primero. Los otros capitanes se van a poner celosos. 

-   Supongo que mis hombres querían que la Sirena sea la mejor fragata de la escuadra -murmuró Eugenio, que aún no se había adaptado a su nueva posición. 

-   Habrá que esperar a los tardones -se rió Marcos. Eugenio ya conocía la forma de ser del teniente Heredia, pero parecía que se había olvidado que Eugenio era ahora capitán y no un teniente. Había cosas que Marcos no podía decirle a un superior y tampoco podía hablarle como a un amigo, no delante de los marineros. Por lo que Eugenio le señaló el alcázar. 

-   Como tardan, podemos hablar en el alcázar -indicó Eugenio, a lo que Marcos asintió con la cabeza.

Los dos hombres fueron paseando hasta el alcázar, una zona del barco normalmente reservada a los capitanes y que los marineros solían abandonar. Cuando vieron llegar a Eugenio, le saludaron con el respeto correspondiente a su nuevo rango, así como le desearon lo mejor, pues al fin y al cabo había sido uno de sus tenientes hasta hacía muy poco. Tras ello, se marcharon de allí, dejándoles solos. 

-   Parece que se cuece algo en la escuadra -dijo Marcos, cuando no había oídos que los escuchasen, pero con un tono mucho más bajo que antes-. Se rumorea que el capitán de Rivera y Ortiz se está granjeando el enfado del gobernador. Con este tiempo ocioso, pasa más de lo debido en tierra y no es lo más indicado. Por lo visto va de baile en baile galanteando demasiado. Alguna de las mujeres está casada y el marido no vería con gusto que le están levantando la esposa o más bien que alguien que no es él se mete en su cama. 

-   Peligrosa aventura esa -masculló Eugenio, pensando si era posible que Juan Manuel pudiera hacer ese tipo de osadías. Le conocía como un marino adecuado y echado para delante. Por lo que podría ser en más ámbitos igual de poco temeroso. Podría traerle bastantes reveses en la vida, seguir con ese mal hábito. Ni el dinero de su rico padre podría ayudarle. Un duelo nunca era algo seguro para un hombre de la mar-. Entiendo que don Rafael quiera salir de puerto lo antes posible. 

-   El capitán está muy preocupado, estas cosas pueden empañar la buena coordinación de la escuadra -afirmó Marcos-. Sobre todo si estos chismes le llegan al fray Trinquez. 

-   ¿El capitán Trinquez? -repitió Eugenio sorprendido por el mote que había usado con el otro capitán de la escuadra. 

-   ¿No lo sabéis? -inquirió Marcos, que al ver a Eugenio negar con la cabeza continuó - El buen capitán es un devoto recalcitrante. El capitán ya ha tenido que rechazar dos invitaciones de Trinquez para que visitara la Santa Cristina y escuchar la misa del padre Zapatero, su guía espiritual. 

-   No sabía que el capitán Trinquez llevase un sacerdote a bordo -indicó Eugenio, sorprendido. Conocía a Amador de cuando ambos eran jóvenes y no recordaba que fuera tan piadoso, más bien todo lo contrario, era un pecador sin remisión. Se acordaba que muchas veces le había advertido que si seguía con esa vida crápula, acabaría recibiendo la visita del Santo Oficio. Él se reía de lo lindo con ello, quitando hierro al asunto-. ¿Supongo que será un marinero de primera? 

-   Por lo que he oído no es capaz de moverse por la cubierta sin caerse, pero… -empezó a decir Marcos, pero le interrumpieron desde el través. 

-   ¡Santa Ana! -gritó un marinero cerca del pasamanos de través. 

-   ¡Hum! Hora de recibir a otro capitán. Me acompaña, señor -señaló Marcos.

Ambos oficiales se dirigieron hasta la zona de llegada y esperaron a que apareciese el capitán de la Santa Ana. Juan Manuel apareció por la borda, con su galante estilo y al ver a Eugenio se dirigió hacía a él. 

-   Mi enhorabuena, capitán -le dijo Juan Manuel, con una sonrisa franca y le presentó la mano derecha-. No le he podido ver antes, pero quería darle mi enhorabuena por su ascenso. Ya era hora que la armada le recompensase por sus méritos. 

-   Muchas gracias, capitán -respondió Eugenio, estrechándole la mano-. He estado muy liado poniendo la Sirena en forma. 

-   La Sirena, sí, una bella fragata, ya me gustaría a mi capitanearla -afirmó Juan Manuel-. Tiene unas buenas curvas y artilla un buen daño. Tiene que ser muy marinera. Es una pena que los ingleses se la asignaran a un loco. Pero si no hubiese sido así, ahora no sería nuestra, ¿verdad? 

-   Sí, claro -asintió Eugenio-. Pero la Santa Ana también es una gran fragata, rápida y mortal. 

-   En eso no se equivoca -aseguró Juan Manuel, que iba añadir algo más, pero las palabras se quedaron en la boca, ya que se escuchó la llamada de la otra fragata.

El capitán Trinquez subió a la cubierta al poco de que fuese anunciado. Pero este aunque intentó parecer alegre y le dio la enhorabuena a Eugenio tan efusiva como pudo, se notó que estaba enfadado. Sin duda llegar el último cuando era el capitán de mayor antigüedad no le sentó demasiado bien. Alguien sería castigado de lo lindo en el Santa Cristina. Además Eugenio pudo ver que parecía estar a disgusto por la presencia de Juan Manuel. Podría ser que fray Trinquez se hubiera enterado de las correrías de Juan Manuel en tierra. Antes de que la cosa se pudiera poner fea, Marcos les indicó que don Rafael los esperaba en su cámara. Los tres, por orden de antigüedad descendieron por una de las escotillas.

El reverso de la verdad (6)

Con su vaso alto lleno de hielos y algo de Martini, se dirigió hacia la zona que había visto, un estrecho pasillo que nacía tras unas cortinas rojizas. Cuando iba a pasar las cortinas, apareció un armario ropero, vestido con un traje que parecía estar a punto de explotar en todas las costuras. Se había rapado todo el pelo y tenía esa cara de pocos amigos. 

-   Belladona -dijo de improviso Andrei.

El gigantón asintió con la cabeza, le hizo un gesto con la mano para que le siguiese y se internó en el pasillo en silencio. Estaba todo escasamente iluminado, pero se podía ver. Llegaron al momento a unas escaleras y descendieron hasta una puerta. El gigantón dio unos golpes y la puerta se abrió. El matón se quitó de en medio, permitiendo a Andrei pasar ante él y cruzar la puerta.

Al otro lado, le cegó por un momento las luces que había. Era un casino clandestino. Esto es lo que investigaba su esposa, el juego ilegal. Le parecía muy raro que estos fueran los que habían ido contra su Sarah, siempre podían haber cambiado el lugar de sitio. Andrei, fue deambulando por el lugar. Había bastantes personas jugando a las tragaperras, en las mesas de poker, en la ruleta. Pero pronto, vio que había más gente que en ningún otro sitio, en una de las esquinas. Se dirigió hacia allí. Era un lugar de apuestas, o por lo menos parecía como si fuese un hipódromo, pero al verlo mejor, había siete pantallas y lo que de lejos le había parecido que eran las cabezas de caballos, en verdad eran mujeres desnudas. Más bien no estaban totalmente desnudas, sino disfrazadas de animales. aunque los disfraces se limitaban a unos guantes que simulaban las patas, una cola, unas orejas y poco más. Había una yegua, una coneja, una perra, una gata, una mona, una cerda, y una rata. Junto a la imagen había un contador, que tras un ligero vistazo, el de la coneja era el más alto. Además había otras cifras, eran como estaban las apuestas por ellas. Claramente, la coneja tenía el menor premio, pues parecía que iba a ganar seguro. Lo último parecía un teléfono.

En ese momento se acordó de la última palabra escrita por Sarah, gata, y miró la imagen de la que estaba vestida de gata. Al principio no quería creérselo, pero él conocía a esa mujer, era la tal Helene que trabajaba en la productora. Necesitaba saber de qué iba esto y pronto encontró una fuente de información. Otro cliente bastante bebido que le habló de todo el tinglado por una bebida más.

El juego se llamaba la carrera de las salvajes. Había siete “animalitas” y un teléfono. Tu las llamabas y ellas te decían cosas guarras. O sea que funcionaba como esos teléfonos porno. el contador que había era los like que los clientes daban a las chicas por sus servicios. Un like por teléfono equivalía a diez puntos. Al final de semana, había una ganadora. La gente podía apostar por su animal ganador. También le contó que algunos de los apostadores habían podido conocer en persona a las chicas, que en ese caso los like valían cuarenta puntos. Claramente los dislike restaban la misma cantidad de puntos. Si quería apostar le recomendó la coneja, era un valor seguro. Él había apostado mil euros a la coneja. Cuando le preguntó Andrei por la gata, le dijo que esa siempre estaba por el medio de la tabla, pero rara vez ganaba. Ahora estaba veinte a uno su victoria, pero eso era imposible.

Antes de marcharse, Andrei apostó mil euros a la gata. No porque estuviese deseoso de ello, pero había que mantener las apariencias y por lo visto los camareros y guardias ya le estaban empezando a mirar mal. Fueron mil euros porque era la apuesta mínima. Probó a jugar un poco al poker, pero después de unas manos, se acabó levantando de la la mesa. Tras parecer lo que sería un cliente típico de una casino ilegal y sin haber perdido una gran cantidad de dinero, se marchó de allí. Andrei esperaba que no se hubiese delatado. Salió del local y se dirigió a paso rápido hasta la parada de taxis que había visto al llegar.

Había suficientes vehículos listos para recoger a sus clientes y ninguno de ellos en cola. Por lo que se montó en el primero de la línea y le dio una dirección cercana a su casa, pero no la exacta. Tenía ese nerviosismo de la persona que sabe que estaba asumiendo un grave peligro. Para no crisparse demasiado, tuvo la suerte de un nuevo taxista con pocas ganas de hablar y muchas de conducir. Durante los primeros metros de trayecto, Andrei miraba por las ventanillas, en busca de una cara conocida del casino, pero no distinguió a nadie, aunque eso no auguraba que nadie le siguiera.

Hasta que no cerró la puerta de su piso, tras entrar él, no se sintió seguro. Por un momento estuvo tentado en empezar a investigar a la gata, pero decidió que tal vez era mejor irse a dormir. Con una mente cansada se dejaría más información de la que podía permitirse. Así que se fue a la cocina, se tomó un yogur, se lavó los dientes, y se fue a su cuarto. Se puso su pijama y se metió entre las sábanas. Sin darse cuenta, le abrazó el cansancio y se quedó profundamente dormido.

martes, 22 de diciembre de 2020

Lágrimas de hollín (58)

No había pasado ni una semana de la muerte del viejo Arghuin, cuando Jockhel recibió a un mensajero de Inghalot. Bueno en realidad eran dos hombres. Bhorg reconoció al mensajero como uno de los hombres más leales de Inghalot. Más aún, Bheldur ya había informado horas antes que Inghalot había mandado mensajes a todos los líderes de los clanes que aún le eran leales.

Al contrario que la última vez que recibieron a un mensajero de Inghalot, a este le mostraron el poder apabullante de sus hombres, el poder de los Dorados, que habían asumido como estandarte la máscara dorada, dentro de un círculo, aunque nacían mechones que cruzaban el círculo y parecían rayos solares. Al final, le llevaron a una estancia que poco tenía que envidiar a la sala de audiencias de un rey. En una peana, Jockhel estaba sentado sobre un sillón que parecía un trono. 

-   ¡Oh gran señor Jockhel, que la divina protección caiga sobre ti! -saludó el mensajero, mientras su escolta se quedaba atrás-. El señor Inghalot se congratulará por vuestro recibimiento a mi persona. Os traigo una misiva de de mi señor. 

-   ¡Vuestro señor quería una reunión! Pero aun sigo esperando -cortó Jockhel, de malas formas-. ¿Por qué ahora se va a alegrarse porque os reciba a ti? 

-   Seguro que mi señor os lo explica en la carta -aseguró el mensajero, mostrando la carta. 

-   Usbhalo, por favor -ordenó Jockhel, mientras levantaba una mano.

El hombretón se movió con pesadez, como si no hubiese prisa, se acercó al mensajero y le quitó la carta de las manos, de malas formas. 

-   Esto no era necesario, mi… -se quejó el mensajero. 

-   ¡Silencio! -ordenó Jockhel, al tiempo que tomaba la carta de manos de Usbhalo.

Fhin abrió la carta y la leyó. Mientras lo hacía todos permanecieron en silencio. Cuando terminó la dejó caer al suelo, como si lo que contenía no le importase. 

-   Te he recibido en mi territorio, te he permitido entrar aquí y te has mostrado irrespetuoso -habló Jockhel, haciendo gestos con las manos, para dar más importancia a su palabras-. ¡Ante mi, uno debe arrodillarse! ¡Arrodíllate o ordenaré que te ayuden! 

-   Pero mi señor -se quejó el mensajero. 

-   Usbhalo.

El mensajero se dejó caer sobre las rodillas en el suelo. Estaba enfadado. Él no era un simple soldado, como su escolta. Era un capitán de Inghalot y ese advenedizo le trataba de esa forma tan descortés. Incluso había dejado caer el mensaje como si fuese una basura. Su señor no aguantaría esta provocación. 

-   Tu señor Inghalot me escribe para que vaya a una reunión, pero quien es Inghalot para ordenarme nada -prosiguió Jockhel, al tiempo que le hacía un gesto a Usbhalo-. Yo soy el señor de La Cresta, no él. Pienso dejarlo claro de una vez. El gran Inghalot es algo del pasado.

Ante la mirada sorprendida de todos, Usbhalo se movió a toda velocidad, al tiempo que desenvainaba su arma, se colocaba tras el mensajero y con un potente ataque separaba la cabeza del resto del cuerpo. El escolta del mensajero parecía petrificado por el asombro. Como recuperando el valor, o el deseo de sobrevivir, puso su mano derecha sobre la empuñadura de su arma, pero vio que Jockhel le hacía gestos con la mano para que no lo hiciese. De algún lado aparecieron guerreros armados que rodearon al escolta, que soltó su arma.

Un par de mujeres llegaron con lo que parecía un tarro de cristal lleno de algún tipo de líquido. Recogieron con sumo cuidado la cabeza del mensajero y la metieron dentro, tapando el tarro con esmero cuidado. El tarro a su vez lo metieron en una caja de madera de parecido tamaño al tarro. La cerraron con una tapa de madera con clavos y la dejaron sobre una mesa.

Jockhel señaló al escolta e hizo un gesto para que se aproximara. Como el hombre parecía petrificado, los guerreros le ayudaron a moverse, dándole empujones. Se acercó al trono, hasta quedar junto al cuerpo decapitado del mensajero. No pudo evitar echar un vistazo y empezó a rogar por su vida. 

-   Dile al señor Inghalot que si piensa que soy un pobre idiota como los líderes de los clanes que le han unido, se equivoca -empezó a hablar Jockhel-. El tiempo de las reuniones se ha terminado. Quería hacer una, pero solo era una trampa para tomar la delantera. Ahora se enfrenta a un clan poderoso, no a un advenedizo. Si quiere hablar, yo le diré cuando, no él. Ahora no es más que un viejo temeroso. Su misiva es ultrajante y me ha ofendido. Tendrá que disculparse si quiere que le trate como un igual, no como una sabandija de fango. Y para que vea que voy en serio, llevale la caja. Que las acciones hablen mejor que las palabras -Jockhel miró ahora a sus hombres-. ¡Sacad a este hombre de aquí! ¡Llevadle sano y salvo hasta su territorio o el de sus aliados! ¡Que se lleve al mensajero!

Usbhalo tomó la caja de madera y se la entregó al escolta, que la cogió lleno de miedo. Luego con la ayuda de varios guerreros se lo llevaron de allí. Una vez que el escolta se hubo marchado, gran parte de los guerreros que habían colocado allí para simular un gran poder se fueron a sus cuarteles. Unos siervos se encargaron de llevarse el cuerpo del mensajero y la alfombra llena de sangre sobre la que había caído el cuerpo sangrante. Al poco regresó Usbhalo. Fhin recogió la misiva del suelo y la volvió a leer. Bhorg se acercó a Fhin. 

-   ¿Qué decía la misiva para que hayas hecho esta declaración de guerra? -quiso saber Bhorg.

Fhin le tendió la misiva.

El dilema (55)

Con la ayuda de Alvho, Dhalnnar y sus cuadrillas pudieron comenzar las obras en la loma. Los muchachos de Alvho se quejaron al ver reducida su zona de vida, pero la idea de ser los primeros en tener a su disposición una defensa de piedra les gustó más. Aún así, casi nunca estaban allí, ya que la mayoría tenían que salir con Alvho y Aibber de patrulla.

Alvho había estado revisando los planos que había dibujado Dhalnnar. Eran muy completos, pero aun así, él le indicó un par de modificaciones que hacer. La construcción principal, que ya se había iniciado, excavando para los cimientos, en la cima de la loma, iba a ser una torre. Originalmente, Dhalnnar la había pensado de planta cuadrangular, pero Alvho le había convencido que si tenía más lados, sería más fácil defenderla y podían nacer de ella murallas. Por lo que al final el núcleo principal sería una torre de planta octogonal, de la que partirían unas murallas internas, que defenderían un patio interno y se cerrarían en un portón, con lo que Dhalnnar había llamado un rastrillo elevable. Según Dhalnnar era una pieza de metal que defendía a la puerta de los arietes. Aunque sería muy difícil que el enemigo pudiese conseguir llevar un ariete hasta allí, pero mejor prevenir que curar.

Cuando Alvho le preguntó cuánto tardaría en terminar la torre y las murallas internas, Dhalnnar le explicó que en otros lugares podrían ser años. Pero al ver la cara de desilusión de Alvo, añadió que aquí la cosa parecía ser diferente. Tenía una ingente cantidad de trabajadores, no solo por los esclavos, que seguían llegando a decenas cada día, sino que los arqueros parecían ser trabajadores cualificados, incluso muchos de los guerreros de un lado y otro del río parecían haberse puesto manos a la obra. Además llegaban todos los días muchas barcazas con madera, roca y todo tipo de materiales para la construcción. Las obras no se detenían porque no había nada que lo impidiese. Cuando Alvho le preguntó a qué se refería con los del otro lado, Dhalnnar le explicó que se estaba empezando a levantar una ciudad al otro lado del río, ya no campamentos de campaña, sino con casas, templos y empalizadas. Por lo visto los líderes de los clanes no les sentaba bien eso de dormir en tiendas, incluso se estaba levantando un palacio para el señor Dharkme y su corte. Dhalnnar esperaba que encontrasen gente que quisiera vivir allí, una vez que el asunto de la expedición se terminase, aunque por lo menos tendrían que vivir las familias de la guarnición de fortaleza, a salvo al otro lado del puente.

El puente era otra de las obras que se habían reanudado desde que ellos se habían establecido en la nueva fortaleza. Dhalnnar le contó que no solo la reconstrucción iba avanzando con velocidad, sino que el nuevo director de la obra, uno de sus compañeros de viaje, había convencido al señor Dharkme de construir dos defensas especiales a ambos extremos del puente, que le harían que nadie pudiese cruzarlo si Dharkme no lo permitía. De esta forma, podría pedir peajes y recuperar parte del oro que se esté gastando. En ese punto, Alvho se rió y le indicó a Dhalnner que el señor Dharkme estaba haciéndolo todo para limpiar su alma y que el gran Ordhin le perdonase por su vida disoluta.

Cada día que pasaba, las obras de la torre y las murallas anexas iban creciendo. Nuevas piedras se iban colocando cada día. Y a la vez que la estructura se elevaba, también lo hacían unos andamios de madera, junto con unas grúas, que usaban para levantar algunas de las piedras. Ver cómo había cambiado era una cosa que le gustaba hacer a Alvho, así como hablar con Dhalnnar. Este le guiaba por la obra, como si lo hiciese con el mismísimo señor Dharkme le visitara para comprobar su trabajo.

Con esa dinámica, Alvho se dio cuenta que llevaban ya más de un mes en ese lado del río y ninguna de las tribus nómadas parecía haberse dado cuenta de su presencia. Estaba subido en uno de los andamios, observando la llanura, con las últimas luces de la tarde, cuando se acercó Aibber. 

-    ¿Qué ocurre? -preguntó Alvho, sin volverse. 

-   Ha venido un mensajero del tharn, se te llama a una reunión de urgencia -informó Aibber-. Con el alba en la torre del cauce superior. ¿Qué crees que ocurre? 

-   Puedo equivocarme, pero me parece que el ejército se va a mover o por lo menos nosotros. Desde este andamio se ven muchas cosas. Nosotros debemos observar las llanuras, pero a veces miro hacia el otro lado. Desde ayer están llegando más y más guerreros, lo que quiere decir que ha llegado el tharn Orthay. Y si es eso, Dharme nos hará avanzar. Y montar un campamento de avanzada o algo parecido. Asbhul o ha recibido ya las órdenes de nuestro señor o lo va a hacer. 

-   Vaya -se limitó a decir Aibber, con cara de tristeza. 

-   No hay que ensombrecer el rostro por esta noticia, Aibber -prosiguió Alvho-. Recuerda para que te alistaste. Es hora de seguir adelante la expedición e ir a la muerte. Pero si las cosas se hacen como quiero, espero que sobrevivamos a ella. El tharn Asbhul es inteligente y ambicioso. Pero cree que debe mantenernos con vida. Los guerreros prefieren seguir a los generales precavidos a los locos. Mañana veremos de qué va la cosa. ¿Qué tal ha ido la partida de hoy? 

-   Estamos cocinando un gran ciervo -señaló Aibber.

Alvho sonrió y le hizo un gesto para marcharse. Las partidas les estaban haciendo comer mejor que otros cuerpos de la unidad, pues ellos, mientras oteaban el horizonte, cazaban para llenar de carne sus platos.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Aguas patrias (15)

La mañana siguiente trajo consigo una gran labor. Eugenio se había despertado pronto, pero cuando subió a la cubierta, el teniente Salazar ya estaba allí, de mejor aspecto y dando órdenes a los marineros y suboficiales. Cuando vio a Eugenio, rápidamente se acercó a él para informarle de los progresos, que el capitán escuchó serio, pero que al final devolvió con una cara más alegre y que claramente disipó los miedos del teniente, que regresó a sus labores más aliviado.

Más tarde, Eugenio comprobó que había mucho movimiento en el astillero. A la fragata se acercaron inmensas grúas. Tanto por tierra, como una situada sobre una gabarra, una máquina flotante como la llamaban. Eugenio comprendió lo que pasaba cuando vio llegar al jefe del astillero. Este le informó que tenían preparados los nuevos palos machos y los iban a colocar. Las cuadrillas de carpinteros del astillero tendrían que trabajar codo con codo con los carpinteros de la fragata y el resto de marineros. Eugenio agasajó al jefe del astillero con un desayuno tardío, y de esa forma dejaron listos los planes de cómo actuar. Aunque la verdadera reunión la estaban llevando ya paralelamente los carpinteros. Pero ninguno actuó hasta que el capitán y el jefe dieran la luz verde.

A media mañana, la parte de la bahía donde se encontraba el astillero real era un hervidero de gente. No solo estaban los trabajadores y marineros, sino también muchos lugareños que se habían acercado en botes y falúas, queriendo ver un espectáculo que no se solía ver en esa puerto, sobre todo ya que los palos machos se solían cambiar en las radas de construcción y no en el muelle. Algunos solo eran entusiastas de la marina, pero otros buscaban que ocurriese un desastre. Que un palo se soltase de las sogas que lo hacían bajar lentamente y perforase la fragata de la cubierta al fondo, mandándola a pique. Siempre había esa gente que buscaba el mal ajeno. Pero se quedaron con las ganas, pues los palos fueron izados y colocados en sus lugares sin que ocurriese una desgracia. Los carpinteros y los marineros eran profesionales. Con los palos machos colocados, pero sujetos por las máquinas, se emplearon las siguientes horas en estabilizarlos con la cordelería necesaria. Las sogas se tendieron por toda la arboladura. Lo último fue colocar los obenques de los palos machos, desde la cubierta hasta las cofas. Por la tarde, la fragata, con la nueva arboladura parecía muy diferente al cascarón herido de muerte que había llegado arrastrado por el Vera Cruz, mientras los hombres de abordo se afanaban en las bombas para echar fuera toda el agua que entraba de más.

Eugenio invitó a cenar a los trabajadores del astillero, por su gran labor y cuando abandonaron la fragata, para regresar a sus casas, algunos iban demasiado contentos, ya que habían querido tomar el licor de los marineros, pero si aguar, como se hacía a bordo, para evitar que los marineros se emborracharan en plena singladura. Esa noche sería la última que la fragata estaría anclada al muelle del astillero. A la mañana siguiente llenarían la aguada que faltaba y las últimas provisiones. Tras eso, la fragata sería trasladada con la ayuda de los botes a su posición en la bahía, junto al resto de la escuadra del comodoro.

Antes de irse a su camarote, Eugenio recibió una carta del comodoro. Era llamado a una reunión al día siguiente. Era hora de que don Rafael expusiese sus siguientes designios. Sin duda iba a ser algo nuevo llegar a bordo del Vera Cruz como un capitán de derecho y no un teniente con un uniforme remendado. Con esas ideas en mente, Eugenio se durmió.

A la mañana siguiente, fue despertado por el marinero que había sido asignado como ayudante del capitán. Le trajo algo de desayunar, algo ligero y que Eugenio dio cuenta en poco tiempo. El ayudante, había limpiado el uniforme de Eugenio, había sacado brillo a todo los dorado, los botones, las hebillas. Incluso sus zapatos parecían nuevos. Su bicornio, antiguo, pero parecía recién comprado. Por lo visto el marinero, mucho antes de ser enrolado a la fuerza en un barco de la marina católica y real, había sido aprendiz de sastre y conocía muchos trucos del negocio. Eugenio se vistió, en parte con la ayuda del marinero, que parecía tener la firme creencia que su capitán podía ser un gran navegante, pero no era muy ducho en lo que era referente a la moda, el vestir y en parecer mejor de lo que se era. Hasta que el marinero no se cercioró de que su capitán estaba listo como para presentarse ante el rey en persona, no le dejó ir a su despacho, donde Mateo le había dejado una carpeta con los informes para el comodoro, o más bien para su escribiente, ya que la mayoría de los papeles eran listados de gastos.

Con esa presencia perfecta apareció en la cubierta y el teniente Salazar se le acercó a presentarle sus respetos, seguido por unos pasos por el teniente Romonés. 

-   Bien, bien, teniente Salazar -afirmó Eugenio tras escuchar la lista de cosas hechas y las que iban a hacer-. ¿Alguna noticia del Vera Cruz? 

-   Lo siento, no, señor -negó Álvaro, apesadumbrado, como si la falta de noticias fuera culpa de él. 

-   ¡Cubierta! ¡Cubierta! -gritó algún marinero desde la cofa del mayor-. ¡El Vera Cruz llama a todos los capitanes de la escuadra! 

-   Teniente Salazar, mi falúa -ordenó Eugenio, tras mirar hacia el navío que se encontraba en medio de la bahía.

En muy poco tiempo, y gracias a los gritos de los dos tenientes, una falúa fue levantada de donde estaba descansando, atravesó la cubierta y el pasamanos de estribor y descendió con suavidad sobre el agua. Los marineros encargados de los remos descendieron con rapidez, pero intentando no manchar sus ropas, pues se habían puesto casi de gala. si su capitán parecía un almirante, ellos no podían parecer unos mendigos. El último marinero en bajar era quien se encargaría del timón y por tanto de manejar la falúa. Era uno de los marineros experimentados de primera. Cuando escucharon a los infantes de marina taconear en la cubierta y a los oficiales usar sus silbatos, supieron que el capitán estaba a punto de descender.

El reverso de la verdad (5)

Cuando pudo entrar en el despacho de su esposa, respiró un poco tranquilo. Las cosas fuera empezarían a ir mejor y él podría revisar con tranquilidad. El despacho seguía igual que cuando Sarah estaba viva. Ordenado, limpio. Se acercó al escritorio de Sarah y se sentó lentamente en el sillón de cuero negro de alto respaldo que tenía. Quería notar la forma de su esposa, pues se decía que esas cosas se quedaban grabadas por el uso. Recordaba que en la cama sí que había estado durante días recordando la forma de Sarah. Pero allí, el sillón había sido limpiado, no olía a ella, a su perfume, ni a nada con lo que asociase a su Sarah.

Antes de encender el ordenador, reviso los cajones, pues pronto encontró lo que buscaba. Su esposa no solía recordar bien las claves y passwords, por lo que apuntaba todo en un papel. Pero como era desconfiada, lo ponía todo en clave. Por ello, solo alguien como él podía saber cual de todas las claves allí apuntadas era la que se usaba para el ordenador.

Por fin encontró la que buscaba y encendió el ordenador. Metió la clave y entró al escritorio. Durante una hora larga buscó algo relevante entre las carpetas del disco, pero no había nada. Buscó incluso carpetas ocultas, por si su esposa hubiese querido esconder algo, aunque Andrei no estaba seguro de haberle explicado cómo hacerlo. Entonces recordó que lo mejor era mirar la papelera, pero estaba vacía. Entonces se pasó a la consola de comandos. Haría su magia para descubrir cualquier secreto. Tras otra hora, obtuvo lo mismo que antes, cero. Pero en verdad algo le quedó muy claro, alguien había borrado todo lo que podría a ver y esa persona no era su esposa. Alguien con conocimientos como los suyos, no un usuario normal. Y si eso era verdad, su esposa estaba investigando algo peligroso, algo que había provocado su muerte.

Pero Andrei no iba a renunciar a investigar lo que pasaba, pero estaba en un callejón sin salida. Se recostó en el sillón y miró hacia las estanterías donde había archivadores de cartón, cajas, algunos premios, DVDs de documentales que habían producido, y algunos libros. Repasaba los títulos cuando vio uno que le llamó la atención. El secreto del corazón, se titulaba y no era lo que parecía. Andrei se levantó, se acercó a la estantería y lo tomó. Se lo regaló él y no era un libro, sino una caja con apariencia de libro. Muy bien hecho, por lo que parecía un libro normal. Cuando lo compró, había otros con otros títulos, pero ese era el que tenía el nombre más acorde a lo que era en verdad. Incluso a Sarah le hizo la misma gracia que a Andrei.

Andrei lo abrió y vio que dentro había una hoja de un cuaderno. En la hoja solo había unas cuantas palabras escritas. Estas eran: le gourmand, belladona, gata. Era lo único que había escrito, pero era con la letra de Sarah, por lo que era algo que le había importado a su esposa. Pero desconocía que tenían que ver unas con otras.

Volvió al ordenador y probó a buscarlas. En caso de gata, solo encontró las cosas obvias, la hembra del animal, las acepciones en los diccionarios de lengua y los enlaces a páginas porno sobre videos de gatitas. Con belladona, lo único que le venía era información sobre el arbusto así llamado, aunque tenía dos enes, y sus características medicinales. En el caso de le gourmand, solo encontró una entrada, la de un local nocturno en el extrarradio de la ciudad. Hacía mucho que no iba a esa zona de fiesta, casi tanto como llevaba casado. Pero parecía que ese lugar era su única pista.

Guardó el libro falso en su funda de mano y revisó el resto del despacho. Pero para su desgracia no encontró nada más. Así que dejó el despacho y se marchó. Esta vez, la gente ya no le acosó y le dejó marchar fácilmente. En el recibidor le dio las gracias a Bernardette y se fue.

Regresó lo más rápido que pudo a su hogar, donde preparó ropa propia para irse de fiesta. Cuando tuvo todo listo se miró en el espejo, pensando si hacer algo con la barba, pero le empezaba a gustar ese aspecto y decidió dejársela. Cenó algo rápido, se vistió y llamó un taxi. Dio la dirección que había visto en la pantalla del ordenador y el taxista se puso manos a la obra. Durante el trayecto, estuvo escuchando la radio, una emisora sensacionalista, seguro que adepta a uno de esos grupos de ultra-derecha, pues hablaba de que había que expulsar de una vez a todos esos inmigrantes ladrones y criminales que viciaban la ciudad. Andrei prefirió no abrir la boca para opinar nada y el taxista tampoco parecía querer hablar sobre nada, limitándose a conducir.

Cuando llegaron, le pagó al taxista y se apeó del vehículo. Antes de ir al local, revisó la zona y encontró lo que buscaba. Una parada de taxis, por si tenía que salir por patas. Había cambiado la funda de mano por una mochila pequeña, porque Andrei nunca salía de casa sin su ordenador. Se dirigió a la puerta del local y vio que había cola, pero probó el truco más viejo del mundo, el de los privilegiados. Colocó un billete en su mano y cuando le apretó la mano a uno de los porteros, la cinta de terciopelo que impedía el paso, se abrió súbitamente ante él. Estaba seguro que unos cuantos ojos llenos de odio se habían posado en su espalda, pero él no iba a esperar en el frescor de la noche a que la fila le diese un turno.

Dentro, la música sonaba a todo trapo, había jóvenes y otros no tan jóvenes bailando a su ritmo desenfrenado, por una inmensa zona de baile. Andrei la sorteó por un pasillo con mesas altas y taburetes, donde se apilaban chaquetas y bolsos. En algunas había parejas comiéndose los morros con una hambre voraz. Le recordó a cuando Sarah y él parecían dos cabezas fusionadas. Se acercó a la barra, haciéndose un hueco, ya que estaba atestada de consumidores. Consiguió pedir un Martini solo y pagarlo. Desde allí, se trasladó a una esquina de la barra, donde tenía una buena visión del local. Fue descubriendo cada zona y por fin una le llamó la atención. Al principio le había parecido que o era una zona privada o la entrada a los baños, pero al ver que dos clientes se deslizaban por ahí, decidió que debía investigarla.