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martes, 22 de diciembre de 2020

Lágrimas de hollín (58)

No había pasado ni una semana de la muerte del viejo Arghuin, cuando Jockhel recibió a un mensajero de Inghalot. Bueno en realidad eran dos hombres. Bhorg reconoció al mensajero como uno de los hombres más leales de Inghalot. Más aún, Bheldur ya había informado horas antes que Inghalot había mandado mensajes a todos los líderes de los clanes que aún le eran leales.

Al contrario que la última vez que recibieron a un mensajero de Inghalot, a este le mostraron el poder apabullante de sus hombres, el poder de los Dorados, que habían asumido como estandarte la máscara dorada, dentro de un círculo, aunque nacían mechones que cruzaban el círculo y parecían rayos solares. Al final, le llevaron a una estancia que poco tenía que envidiar a la sala de audiencias de un rey. En una peana, Jockhel estaba sentado sobre un sillón que parecía un trono. 

-   ¡Oh gran señor Jockhel, que la divina protección caiga sobre ti! -saludó el mensajero, mientras su escolta se quedaba atrás-. El señor Inghalot se congratulará por vuestro recibimiento a mi persona. Os traigo una misiva de de mi señor. 

-   ¡Vuestro señor quería una reunión! Pero aun sigo esperando -cortó Jockhel, de malas formas-. ¿Por qué ahora se va a alegrarse porque os reciba a ti? 

-   Seguro que mi señor os lo explica en la carta -aseguró el mensajero, mostrando la carta. 

-   Usbhalo, por favor -ordenó Jockhel, mientras levantaba una mano.

El hombretón se movió con pesadez, como si no hubiese prisa, se acercó al mensajero y le quitó la carta de las manos, de malas formas. 

-   Esto no era necesario, mi… -se quejó el mensajero. 

-   ¡Silencio! -ordenó Jockhel, al tiempo que tomaba la carta de manos de Usbhalo.

Fhin abrió la carta y la leyó. Mientras lo hacía todos permanecieron en silencio. Cuando terminó la dejó caer al suelo, como si lo que contenía no le importase. 

-   Te he recibido en mi territorio, te he permitido entrar aquí y te has mostrado irrespetuoso -habló Jockhel, haciendo gestos con las manos, para dar más importancia a su palabras-. ¡Ante mi, uno debe arrodillarse! ¡Arrodíllate o ordenaré que te ayuden! 

-   Pero mi señor -se quejó el mensajero. 

-   Usbhalo.

El mensajero se dejó caer sobre las rodillas en el suelo. Estaba enfadado. Él no era un simple soldado, como su escolta. Era un capitán de Inghalot y ese advenedizo le trataba de esa forma tan descortés. Incluso había dejado caer el mensaje como si fuese una basura. Su señor no aguantaría esta provocación. 

-   Tu señor Inghalot me escribe para que vaya a una reunión, pero quien es Inghalot para ordenarme nada -prosiguió Jockhel, al tiempo que le hacía un gesto a Usbhalo-. Yo soy el señor de La Cresta, no él. Pienso dejarlo claro de una vez. El gran Inghalot es algo del pasado.

Ante la mirada sorprendida de todos, Usbhalo se movió a toda velocidad, al tiempo que desenvainaba su arma, se colocaba tras el mensajero y con un potente ataque separaba la cabeza del resto del cuerpo. El escolta del mensajero parecía petrificado por el asombro. Como recuperando el valor, o el deseo de sobrevivir, puso su mano derecha sobre la empuñadura de su arma, pero vio que Jockhel le hacía gestos con la mano para que no lo hiciese. De algún lado aparecieron guerreros armados que rodearon al escolta, que soltó su arma.

Un par de mujeres llegaron con lo que parecía un tarro de cristal lleno de algún tipo de líquido. Recogieron con sumo cuidado la cabeza del mensajero y la metieron dentro, tapando el tarro con esmero cuidado. El tarro a su vez lo metieron en una caja de madera de parecido tamaño al tarro. La cerraron con una tapa de madera con clavos y la dejaron sobre una mesa.

Jockhel señaló al escolta e hizo un gesto para que se aproximara. Como el hombre parecía petrificado, los guerreros le ayudaron a moverse, dándole empujones. Se acercó al trono, hasta quedar junto al cuerpo decapitado del mensajero. No pudo evitar echar un vistazo y empezó a rogar por su vida. 

-   Dile al señor Inghalot que si piensa que soy un pobre idiota como los líderes de los clanes que le han unido, se equivoca -empezó a hablar Jockhel-. El tiempo de las reuniones se ha terminado. Quería hacer una, pero solo era una trampa para tomar la delantera. Ahora se enfrenta a un clan poderoso, no a un advenedizo. Si quiere hablar, yo le diré cuando, no él. Ahora no es más que un viejo temeroso. Su misiva es ultrajante y me ha ofendido. Tendrá que disculparse si quiere que le trate como un igual, no como una sabandija de fango. Y para que vea que voy en serio, llevale la caja. Que las acciones hablen mejor que las palabras -Jockhel miró ahora a sus hombres-. ¡Sacad a este hombre de aquí! ¡Llevadle sano y salvo hasta su territorio o el de sus aliados! ¡Que se lleve al mensajero!

Usbhalo tomó la caja de madera y se la entregó al escolta, que la cogió lleno de miedo. Luego con la ayuda de varios guerreros se lo llevaron de allí. Una vez que el escolta se hubo marchado, gran parte de los guerreros que habían colocado allí para simular un gran poder se fueron a sus cuarteles. Unos siervos se encargaron de llevarse el cuerpo del mensajero y la alfombra llena de sangre sobre la que había caído el cuerpo sangrante. Al poco regresó Usbhalo. Fhin recogió la misiva del suelo y la volvió a leer. Bhorg se acercó a Fhin. 

-   ¿Qué decía la misiva para que hayas hecho esta declaración de guerra? -quiso saber Bhorg.

Fhin le tendió la misiva.

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