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El Renegado



El ambiente dentro del club estaba cargado, aunque un par de ventiladores de techo se movían sin cesar, solo para remover el aire. La mayoría de las mesas de la zona central estaban vacías, mientras que aún había unos seis clientes ante la peana de espectáculo. La música, alguna canción que estuviera de moda en el mundo, sonaba lo suficiente alto para llegar hasta la barra, tras la cual un camarero limpiaba vasos. No tenía mucho trabajo y los pocos clientes que aún permanecían en el local no eran de tomar demasiado. Aun así tras él había una infinidad de botellas, de todos los estilos, colores y unas más llenas que otras. También había copas de diseño, vasos altos y otros cortos. Un gran espejo ocupaba el único lugar donde no había estanterías repletas.
El camarero era un hombre joven, de unos treinta años, de pelo oscuro y como todos en esa ciudad, asiático. Vestía con una camisa hawaiana de flores verdes y blancas. Miraba el espectáculo, aunque ya lo tenía muy visto. Esperando poder terminar su turno o cerrar el local, aunque lo más probable es que fuera lo primero a lo segundo, ya que allí no cerraban nunca.
A un lado de la barra se podía ver una puerta maciza, reforzada, acolchada en su parte interior, con un ventanuco en forma de ojo de buey. Junto a esa puerta había otro joven, también asiático, vestía con una chaqueta azul oscuro y unos pantalones blancos. Toda la ropa le parecía que le iba a estallar a causa de lo musculado que estaba. Se sentaba en una silla y miraba al interior del local. Al otro lado de la barra, tras una parte abierta por si el camarero tenía que salir, unas puertas que llevaban a unos baños que pocos usaban, ya que la limpieza era escasa, tanto como el cuidado de los clientes, muchos de ellos demasiado bebidos como para acertar bien.
Al otro lado de la puerta reforzada, tras cruzar casi toda la zona central, había unas zonas de reservados, separadas del resto por unas cortinas y unas mamparas oscurecidas. En el interior una peana pequeña, parecida a un podio, con una barra vertical, rodeada de sofás y unas mesitas junto a la entrada.
El espectáculo era una bella chica con una melena negra que le llegaba hasta la mitad de la espalda, de pelo liso. La piel era oscura, los ojos verdes y rasgados. Era alta, para ser asiática, aunque se veía a la legua que no era natural de la ciudad, ni de ese territorio. Iba moviéndose de una barra a otra, bailando al son de la música, se acercaba a los clientes que la observaban embelesados, así como saltaba, hacía fintas y cabriolas con su cuerpo y brazos. Vestía un ligero sujetador dorado que difícilmente era capaz de mantener sus enormes tetas a raya. Un tanga dorado completaba el conjunto, liviano y que no le impedía realizar su compleja coreografía.
De todos los clientes, había uno que destacaba. Sentado en la parte central, junto a la peana de la bailarina. Vestía una camisa ancha, de lino, con bolsillos en la zona pectoral, en uno de los cuales se podía notar un bulto cuadrado. Los pantalones eran largos, de color caqui, militar, con bolsillos por todas partes, la mayoría cerrados mediante cremalleras. El pelo del hombre era negro, aunque ya las canas le iban ganando la mano. Los ojos eran azules, la piel estaba curtida por el sol, pero no era la de un asiático, sino la de un occidental. Su complexión parecía fuerte y algo musculoso, pero no tanto como el que se sentaba junto a la puerta acolchada. Tenía los pies apoyados en el borde de la peana, unos zapatos náuticos de cuero azulado. Pero lo más relevante del hombre era su mano izquierda, artificial, intentando parecer una real, pero sin conseguirlo del todo. El pulgar estaba separado del resto, lo suficiente para mantener agarrado un vaso bajo, donde quedaba un poco de whisky, que terminó de un solo trago. Cuando vio que no le quedaba contenido en el vaso, lo liberó de la mano falsa, lo dejó sobre la mesa. En ese momento la mujer pasó por delante de él y sonrió al ver el movimiento agónico de sus pechos en el estrecho sujetador.
Con la mano sana sacó lo que mantenía en el bolsillo de su camisa, una cajetilla de Winston. La abrió con su única mano, con una experiencia ganada por el uso. Sacó un pitillo y se lo puso en la boca. Guardó la cajetilla en la camisa y tomó un mechero que había sobre la mesa. Encendió el cigarrillo, aspirando el relajante calor y aroma del tabaco. Recordó las palabras de los médicos avisándole que el tabaco mataba, se miró la mano falsa y se sonrió. Malditos matasanos, pensó, dándole otra calada y lanzando una humareda hacia delante, intentando cargar más el ambiente del local.
Con el cigarrillo bien sujetó por los labios, el manco levantó la mano sana y señaló el techo con el dedo índice. Como si fuera un resorte, el camarero tomó un vaso bajo de una estantería, lo limpió un poco con el trapo que tenía en las manos, abrió una nevera que había bajo la barra, con unas tenazas planas sacó un par de hielos, que hicieron ruido al golpearse entre ellos y las paredes de cristal. Lo dejó sobre la barra, se volvió, buscó una botella específica, que se podía leer Chivas 25 años. La abrió y vertió el líquido dorado en el vaso, haciendo flotar los hielos. Mientras cerraba la botella y la dejaba en su sitio, el camarero lanzó un silbido. Una puerta que se encontraba junto a la que se accedía a los baños, se abrió y apareció una muchacha, bajita, de piel clara, ojos oscuros y pelo moreno con mechas doradas. Iba vestida con unos shorts apretados, muy cortos, dejando ver la zona más baja de los glúteos. El pecho lo cubría una especie de top de gasa, muy ancho y abierto por el abdomen y la espalda, que dejaba intuir lo que había debajo, unos pechos pequeños, poco desarrollados. La muchacha se acercó a la barra y el camarero le señaló el vaso y luego al manco. Ella siguió la dirección de su dedo con la mirada y suspiró. Cogió una bandeja metálica, donde el camarero colocó el vaso y ella se dirigió con paso firme hasta quedarse junto al manco que no pareció que se inmutara por la presencia de la muchacha.
La chica, que mantenía horizontal la bandeja con la mano izquierda, tomó con la derecha el vaso y lo iba a colocar sobre la mesa, cuando notó un dedo en la parte baja de su espalda, que comenzó a ascender hacia su cuello, metiéndose por debajo del top. La muchacha sintió un escalofrío, pero consiguió colocar el vaso en la mesa, sin derramar ni una gota. Ya conocía a ese hombre y lo que le hubiera pasado si se le hubiera caído el vaso, o mejor dicho su contenido, mientras lo pasaba sobre los pantalones del cliente. Ya le había pasado más de una vez y el manco le había obligado a limpiar todo con la lengua, incluido lo que escondía bajo el pantalón. La muchacha no tenía ninguna duda al pensar que el manco era un pervertido.
El manco solo le sonrió, de una forma esquiva y dando a entender que no le había gustado que se hubiera mantenido firme. La muchacha tomó el vaso vacío de la mesa, regresó hasta la barra, dejó la bandeja y se marchó por donde había venido. El camarero tomó el vaso y lo llevó hasta el fregadero, abrió el grifo y tras dejar que pasara un reto el agua oscura que llegaba por las cañerías, hasta que se limpió lo suficiente para limpiar el vaso y ponerlo a secar al aire.
El manco colocó el vaso en el espacio de su prótesis y bebió un trago. El calor del whisky bajó por su garganta, limpiando los restos del cigarrillo de su boca. Chasqueó la lengua, debido a que la muchacha había escapado a su trampa. Pero tomó uno de los billetes doblados que tenía sobre la mesa, junto al mechero y se lo mostró a la bailarina, que se acercó a recibir su propina. Era un billete de cincuenta dólares, más de lo que podría recibir de los otros clientes, que solo pagaban con billetes de la moneda local, mucho más devaluada que la gringa. El manco le hizo la seña que se acercara y se señaló sus labios.
La bailarina, sin parar su danza se fue aproximando al manco, hasta que su oreja izquierda se quedó junto a los labios del manco, por su costado izquierdo.
-          ¿Por qué no te quitas la parte de arriba? Déjalas respirar -susurró el manco.
La mujer sonrió y al momento llevó sus brazos hacia atrás, buscando los cordones que mantenían atada la prenda. El manco sonrió y bajó la mano hasta el tanga y lo desplazó hacia delante para colocar el billete bajo él. Aun con una mano, tenía suficiente habilidad para hacerlo solo, debido a que se pasaba horas allí sentado. Dormía de día y por las noches venía al espectáculo, alimentándose de cigarrillos y whisky.
Mientras ponía en su lugar el billete, metió más su dedo índice hasta tocar los labios vaginales de la mujer, que tembló y se separó, dejando caer el sujetador sobre las piernas del manco y el tanga regresó a su lugar con un chasquido. El manco sonreía por el placer. La mujer le miró, pero no parecía enfadada, le sonrió y siguió con su baile, ahora con sus pechos libres.
El maco acercó su dedo índice a su cara y se lo metió en su boca, lamiéndolo con la lengua con placer. La mujer le volvió a sonreír y le guiñó un ojo. Pero no se volvió a acercarse a él. En ese momento la puerta acolchada se abrió y la luz del exterior, que por la hora de un reloj que había tras la barra ya debían ser las diez de la mañana, entró iluminando la semipenumbra del local, que carecía de ventanas o si las había estaban tapadas. El hombre de la chaqueta se iba a poner de pie, pero al ver que era una mujer se volvió a dejar caer en su silla. La puerta pesaba, por lo que la mujer la abrió lo suficiente para pasar, tras lo que la soltó y se cerró sola.
La mujer era occidental, de piel blanquecina, ligeramente roja por el Sol que pegaba con fuerza en ese territorio, de altura media, de unos treinta y muchos años, pelo anaranjado con mechas más castañas, en melena corta, hasta el cuello. Vestía una camiseta gris, sobre la que llevaba una chaqueta con bolsillos, al estilo explorador de los trópicos, de color beige. Los pantalones eran unos vaqueros claros. Llevaba un bolso marrón de apertura lateral colgado del hombro izquierdo. La mujer esperó a que sus ojos se adaptaran a la semioscuridad. El camarero la observaba, ya que las mujeres no solían ser clientes habituales, ni tampoco a esas horas.
Cuando sus ojos estuvieron listos escrutó todo el local. Las pocas personas que había, todos hombres, excepto la bailarina, habían dejado de observar el baile para mirar a la recién llegada. Pero al fijarse bien, había un cliente que no la miraba, el hombre de la camisa de lino. Aun así, antes de acercarse a él, echó un nuevo ojo al local, que a su gusto era nauseabundo, otro ejemplo de los locales de alterne en un país subdesarrollado del sudeste asiático. Babosos clientes haraganeando ante una voluptuosa joven que estará esclavizada por el dueño del local, le vino a la mente a la mujer. Pero ahora no tenía tiempo para pensar en los males de la sociedad moderna. Avanzó hasta donde estaba el hombre de la camisa de lino y se detuvo a su espalda.
-          ¿Eres tú Bartholome Schell? -dijo la mujer poniendo la voz más neutra y más libre de acento que pudo, en inglés.
-          Creo que te equivocas de persona -respondió pasados unos minutos el manco, en inglés, pero con un acento que parecía eslavo, pero había algo raro. Quitó sus pies del borde de la peana-. Aquí no hay nadie con ese nombre. No hay ningún alemán en esta ciudad.
-          ¡Yo no he dicho que Schell fuera alemán! -espetó triunfalista la mujer, pero el hombre le siguió dando la espalda-. Me llamo María Sánchez. Mi esposo era Sergio Escobar.
El manco no dijo nada, quitó el vaso de whisky de su prótesis, lo dejó en la mesa, recuperó los billetes que metió en el bolsillo contrario al del tabaco, tomó el mechero y se puso de pie, la miró de arriba abajo y le hizo un gesto para que la siguiera. La mujer se fijó en la prótesis pero no abrió la boca. El manco la guió hasta un apartado y cuando ella pasó, corrió la cortina de un golpe.
-          Siéntate -ordenó el manco sin contemplaciones, mientras el cruzó la peana y se tiró sobre el sofá corrido en el lado derecho de la barra.
María se sentó junto a él en el lado izquierdo. Dejó el bolso en el suelo, junto a sus pies, pero no se quitó la chaqueta, y eso que hacía bastante calor ahí dentro.
-          Quiero que me cuentes la verdad sobre la muerte de mi marido, Sergio -inquirió María.
-          ¿Por qué supones que yo sé cómo murió tu marido? -preguntó molesto el manco-. ¿Cómo sé que eres la mujer de Sergio?
-          Tienes razón -recordó María, al tiempo que buscaba en su pantalón hasta sacar una cartera, de la que tomó una fotografía, en la que se podía ver un hombre y una mujer. La mujer era María, más joven-. Estoy seguro que mi marido no falleció como lo cuentan las autoridades de Shaigon.
-          ¿Cómo me has encontrado? -inquirió el manco, pasando de la fotografía, aunque sí había reconocido a Sergio, pero no lo iba a reconocer, si quería sobrevivir.
-          Soy periodista, como mi esposo, así que he estado investigando -contestó María, a la que no se le había pasado que el manco no había negado reconocer a su esposo en la fotografía-. Me ha costado, he tenido que buscar mucho, ha habido callejones sin salida, pero al final me han llevado hasta ti, Bartholome.
-          Me llamo Dimitri Orlovenko, y preferiría que uses este nombre para hablar conmigo -se presentó el manco-. Sí, Bartholome conoció a tu esposo. Trabajaron juntos y ahora ambos están muertos. Y si tú no quieres acabar como ellos sería mejor que te olvidaras de todo.
-          ¿Me estás amenazando, Bartholome?
El hombre gruñó y golpeó el espacio del sofá que les separaba con el puño.
-          Yo solo te estoy advirtiendo, si la organización para la que trabajaba tu marido se entera de tu investigación, tu vida valdrá menos que un nada -dijo enfadado el manco.
-          Mi esposo era un freelance. Hacia investigaciones, escribía artículos, los periódicos y cadenas televisivas se los compraban, los publicaban, se conocía la verdad -explicó María.
-          ¿Freelance? -repitió Dimitri, que parecía que el enfado había desaparecido-. No tú eres la equivocada. Sergio trabajaba para una organización muy poderosa y a la vez muy peligrosa. Ellos le decían sobre que escribir y le pagaban con creces.
-          Eso no es verdad -negó María muy segura-. Él era un gran activista contra los que creían que podían dominar a los otros, los corruptos, los políticos con doble moral, los falsos y los supuestos defensores de los olvidados. No tenía miedo ni a los irreflexivos religiosos, ni a los grandes holdings.
-          No, Sergio no era así -aseguró Dimitri-. Tu marido escribía por mandato de la organización. Cuando necesitaban que un político anticorrupción desapareciese, Sergio buscaba hasta debajo de las piedras. Si no encontraba nada se lo inventaba, dando los parámetros a seguir para los agentes que se encargarían de hacer real lo que tu marido ideaba con su pluma. Era mejor lo que él escribía que la realidad o los planes de la organización. Podría haber ascendido sino hubiera sido un bocazas sin visión de futuro.
-          No te creo, Dimitri -gritó María, con los ojos llorosos.
-          Háblame sobre uno de esos artículos de tu marido, y te contaré lo que hay detrás en verdad -le pidió Dimitri, recostándose en el sofá, mientras observaba a María con condescendencia.
-          Le dieron un galardón sus compañeros por conseguir que un jefe mafioso italiano acabará entre las rejas, tras matar a su suegro primero y luego a su esposa y su hija. Me acuerdo que era un peligroso calabrés. La policía italiana aseguraba que ese hombre era un sanguinario y un demente. Que hizo todo lo posible por ascender en la familia -evocó María, con orgullo-. Se llamaba…, se llamaba Gioachino…
-          Gioachino Critelli -terminó la frase Dimitri ante el asombro de María-. Era un cabrón miserable, un sanguinario, un trepa, un mujeriego y durante mucho tiempo un gran activo en la organización. Llevaba muchos asuntos italianos de la organización. Fueron ellos quienes consiguieron que se casase con la hija de un importante jefe mafioso. La verdad es que estaba perdidamente enamorado de ella, adoraba a su hija, pero Gioachino cometió uno de los peores sacrilegios.
-          ¿Mató a su suegro?
-          Claro que lo hizo, pero eso a la organización le vino hasta bien, por lo que hicieron la vista gorda -se mofó Dimitri, recordando lo ocurrido-. No, Gioachino quiso ir por libre. Ascendió con la organización y luego una vez en la cumbre quiso decirles adiós, pero eso no podía ser. Tu marido se inventó la historia mucho antes, le dibujó como un hombre inestable, un ser malvado y loco. La organización hizo el resto y Sergio sacó la noticia. Con los datos que había en la historia, la policía dio rápidamente con las pruebas que se prepararon de antemano y Gioachino acabó en la cárcel, donde aún sigue, aunque su prisión son más su recuerdos que la celda.
-          Pero eso no puede ser, mi Sergio…
-          Créete lo que quieras, pero tu marido era muy hábil con las historias. Él las escribía y la organización las llevaba a cabo -prosiguió Dimitri-. La verdad es que una persona cualquiera no habría soportado tanto como él, ya que tras su pluma aparecía un río de sangre. Hubo asesinatos, revoluciones, golpes militares, hasta guerras que nacieron de lo que tu marido ideaba.
-          Pero si como dices era tan bueno con lo que hacía, ¿por qué la organización se deshizo de él? -quiso saber María.
-          Por lo que había más allá de su trabajo -indicó Dimitri-. A tú marido le encantaba vivir desenfrenadamente. Bueno, no sé si cuando estaba en casa era así -por la cara de María supo de inmediato la respuesta-. Era un adicto a la cocaína, a las mujeres, cuanto más jóvenes y voluptuosas mejor. Pero esos placeres le empezaron a pasar factura. Cada día esnifaba más, bebía más, y buscaba mujeres más jóvenes. Las prostitutas ya no le llenaban y empezó a alternar con normales, muchachas de universidad e institutos. Aquí en Asia puedes encontrar de todo sin que nadie se queje, a menos que empieces a violar a las hijas de los poderosos, de aquellos con los que hay que estar a buenas. Al principio la organización se hizo cargo, pero cuando se enteraron que hablaba de ellos mientras se las follaba, la cosa cambió. Le presentaron su propio caso y él sin darse cuenta escribió cómo acabar con sí mismo.
-          ¿Él escribió algo como eso? -dijo asombrada María y se quedó como petrificada.
Dimitri la miró y se sonrió recordando el caso de la muerte de Sergio. La policía de Shaigon había entrado en su habitación de hotel y había descubierto su cuerpo y el de un muchacho de quince años, desnudos ambos y a los que les habían disparado varias veces. La policía había sido alertada por un anónimo, pero a los pocos días se informó que había sido un asesinato perpetrado por unos fanáticos religiosos en contra de los homosexuales depravados que venían al país por un turismo de cuerpos jóvenes. Las autoridades asiáticas aseguraron que el occidental había tenido relaciones sexuales con el muchacho, aparte de consumir cocaína y alcohol en grandes cantidades. Creían que por ello, ninguno de los muertos se había podido defender.
Lo que no vieron fue la verdad. Él mismo se había encargado de llevar prostitutas a la habitación, la cocaína, el alcohol, y al muchacho. En pleno éxtasis de sus placeres habituales le fue muy fácil hacer que Sergio se follara al muchacho. Después los mató.
-          De todas formas no deberías tener tanto respeto por Sergio, ya que cuando se le pasaba los efectos de lo que se metía en el cuerpo, no dudaba de hablar de ti -dijo Dimitri-. Al principio, cuando le conocí hablaba poco y bien, te ponía por las nubes, pero al final, me contaba lo que le lastrabas, la muy mojigata, la buena para nada. Oí que le pidió a la organización que se deshiciera de ti.
La cara de María se desencajó por las revelaciones de Dimitri. Él ya suponía que iba a pasar eso, ya que la mujer aún tenía a su marido idolatrado. Normalmente la verdad solía ser mucho más difícil de aceptar que las mentiras que uno mismo creaba para llenar esos vacíos que todas las cosas tenían. Te agarras a un clavo ardiendo para no tener que creerte lo que otros sabían realmente de tu amado.
-          Entonces mi deber será llevar a esa organización a la justicia -musitó María, mientras que a Dimitri se le congeló la sonrisa-. Es lo que Sergio hubiera hecho, lo que hacía en sus inicios, cuando era un activista, antes de caer en la corrupción. Acabaré con ellos.
-          Si quieres morir, adelante, mírame a mí -dijo Dimitri, que se señaló la prótesis.
-          Los que me hablaron de ti, te denominaron el renegado, ¿por qué? -preguntó María.
-          El renegado, así me llaman, pues tienen razón, pues abandone la organización, renegué de ellos cuando empezaron a volverse más sanguinarios, cuando empezaron a eliminar a los viejos aliados, a los que se hicieron mayores, tras una vida sirviendo a la organización con lealtad, vertiendo su sangre por ellos -la voz de Dimitri iba revelando una profunda ira con cada palabra que pronunciaba-. tu marido se lo buscó, pero otros no, solo dejaron de serles útiles y les fueron eliminando. Yo no me quede esperando al verdugo y me fui. Pero si estas en su punto de mira, acabarán encontrándote. Eso me pasó a mí. Me había escondido en Rusia, con otro operativo al que querían “jubilar”. Nos colocaron una bomba en el coche. Mi colega se sentó en el asiento del conductor, pero yo me demore en entrar en el vehículo. La explosión solo me pilló con el brazo dentro. Me lo calcinaron hasta el codo, hubo que amputar. Pero aprendí mucho del asunto, desaparecí mejor, y por ahora no han aparecido. Y prefiero que siga así la cosa.
-          Podrías ayudarme a acabar con ellos -le rogó María, con unas lágrimas en los ojos-. Les conoces, sabes todo sobre ellos.
-          No, prefiero esta vida -negó Dimitri-. Y no les dirás que me has encontrado. Schell está muerto para todos, lo que es lo mejor.
-          ¡Tú podrías! -repitió con vehemencia María.
Dimitri se estaba enojando con la terquedad de la mujer, pero intentó que entrara en razón.
-          Yo solo te puedo avisar, si quieres vivir, olvida a tu marido. Llórale en los aniversarios si quieres, o búscate a otro, aun estas de buen ver -advirtió Dimitri-. Si intentas desenmascarar a la organización, desaparecerás rápidamente, según se enteren. Si les has jodido bastante no solo te asesinaran, sino que lo harán de una forma vil, para que tus amigos solo te recuerden como alguien malvado o demente. Olvídalos, olvídame, olvídalo todo.
Porque eso era lo que más temía Dimitri, su cara era prueba de ello, que la torturaran y revelase que aún vivía, que vinieran a por él. Esta vez dudaba que le quedara algún lugar donde poder huir. Ya estaba viejo para luchar, le faltaba medio brazo y había perdido su tono. Maldita periodista, pensó mientras la bilis le subía con fuerza, dándole ganas de enseñar a esa mujer lo que él había sido en verdad, en otra época.
-          No puedo dejar las cosas así, iré a por ellos, aunque tenga que ser sola -dijo con mucha convicción María, lo que demostró a Dimitri que ya no recularía. Esa mujer iría contra la organización. Tenía que actuar.
Dimitri se movió como un gamo, dejando asombrada a María. Se lanzó hacia delante, contra ella, que apenas se inmutó. La prótesis se enganchó a su brazo derecho, y para asombro de María, notó como los dedos falsos le apretaban la carne.
-          Me haces daño -gritó María lanzando un gruñido.
-          Daño, ¿daño? ¿Qué sabes tú lo que es el dolor? -espetó enfadado Dimitri-. Espera a que se te carbonice un brazo, mientras sigues vivo. Si sigues tu camino contra la organización me estás sentenciando a muerte. Debería acabar contigo aquí mismo. Maldita idiota.
-          ¡Suéltame! -le ordenó María, que se zarandeó en un intento de liberarse del agarre, pero sin mucho éxito.
-          Recuerdo que tu marido, antes que se aburriera de ti, me contaba la fiera que eras en la cama -dijo Dimitri, acercándose a la mujer-. Tal vez debería comprobarlo.
Los ojos de María se llenaron de odio y eso divirtió a Dimitri, que lanzó una carcajada. Aproximó su cara a la de ella y la besó en los labios. Ella intentó escaparse hacia atrás, pero la tenaza en su brazo se lo impedía así que le mordió en el labio inferior. Dimitri se echó para atrás y ella soltó su presa. Él se tocó el labio con el pulgar y vio unas gotas de sangre.
-          Sigues siendo una buena fiera, zorra -espetó Dimitri divertido, a lo que ella le escupió en la cara.
Dimitri se siguió riendo. Se limpió la saliva de ella y puso su mano en el borde de la camiseta, tras acariciar el cuello de María. Con la fuerza de su única mano rompió la parte superior de la camiseta con un par de tirones. Ella forcejeaba para liberarse de la prótesis o impedir sus caricias. Mientras le invadía el miedo a ser violada por ese sujeto, que le parecía cada vez más peligroso.
Los ojos de él se estaban fijando en el sujetador negro que llevaba bajo la camiseta rota. Lanzó su mano, lo enganchó del puente que unía las dos copas y tiró hasta que consiguió lo que quería, que las dos copas revelasen lo que escondían. Se llevó una pequeña desilusión, allí no había tanto como se había imaginado, eran pequeñas, casi planas y algo caídas. Había visto cosas mejores, pero metió la mano para sobarlas de todas formas. María le escupió un par de veces más. Lanzó su otro brazo para impedir que jugase con sus pechos, pero él se limitó a quitarlo de en medio como si fuera una cortina.
Soltó los pechos y agarró la parte superior, intentando desabrocharlo. María le arañaba con su mano libre, intentando impedir que Dimitri consiguiera su objetivo, pero el hombre no parecía ni ceder ni sentir dolor alguno por la defensa de María. Ella notó como los pantalones le dejaron de apretar y unos dedos empezaron a acariciar su ingle, o más bien buscaban algo. Por primera vez y después de tanto tiempo, sintió un leve sentimiento de necesidad, pero lo acalló al momento, pues esta no era la forma que le gustaba.
La música del local se apagó y se pudieron escuchar unos aplausos lejanos. Entonces Dimitri movió el brazo de la prótesis, hacia fuera, por lo que el cuerpo de María fue desplazado. Mientras Dimitri movía el brazo desapareció la presión sobre este, por lo que se soltó con la fatal consecuencia que María fue lanzada contra la peana y la barra. María se golpeó con la peana en la cara y en un muslo con la barra. El dolor lo sintió por todo el cuerpo e involuntariamente se dobló en posición fetal. Al caer, el pantalón se le había escurrido hacia las piernas, dejando ver sus bragas negras, parecidas a un tanga. Dimitri se relamió al ver el trasero pequeño pero firme.
María volvió en sí, pensando que Dimitri ya estaría sobre ella, pero al mirar hacia el sofá, vio que seguía allí sentado, despatarrado, mirándola, estudiándola, riéndose. Agarró la cintura del pantalón y se lo subió deprisa, tapando su ropa interior. En ese momento, se corrió la cortina del reservado y apareció la bailarina, ya sin el tanga dorado, totalmente desnuda. Ni se inmutó al ver a María en el suelo, ni la ayudó, ni dijo nada, solamente pasó sobre el cuerpo de María, y se sentó sobre la pierna izquierda de Dimitri, dejando la rodilla del hombre bajo la ingle de la bailarina.
Dimitri cogió el bolso y la cartera de María, tras lo que se la tiró encima. Luego buscó uno de los billetes del bolsillo de su camisa y se lo lanzó también. María agarró sus cosas, guardando la cartera en el bolso.
-          Te puedes largar ya -espetó Dimitri, al tiempo que manoseaba uno de los pechos de la bailarina, que le devolvió la caricia con un beso y buscando con sus manos lo que había bajo el pantalón de Dimitri-. Si me entero que andas hablando de mí, si me localizan los de la organización y tú sigues viva, te buscaré para terminar lo que he empezado hoy, eso antes de matarte. Fuera de aquí, lárgate, que no sirves ni para darme placer -las burlas del hombre me dolieron más que los golpes-. Hasta tu querido Sergio te aborrecía, sabía que no valías ni para calentarle el lecho. ¡Largo de aquí!
María se puso de pie con cuidado, comprobando que no tenía nada roto, solo el dolor del golpe en el muslo, una herida en la ceja derecha al chocar contra el borde de la peana y el orgullo pisoteado. Se colgó el bolso al hombro y se cerró la chaqueta para impedir que nadie le viera los pechos o los intuyese por la camiseta y el sujetador rotos. No cogió el billete que le había lanzado Dimitri, como una compensación por tratarla como un animal.
Cojeando se fue alejando y sólo echó un vistazo atrás cuando llegó a la cortina. La bailarina estaba arrodillada ante el hombre, lamiendo su pene. María se volvió y cruzó el local vacío hasta la puerta acolchada, que el portero abrió para ayudarla a salir. La luz del día volvió a invadir el interior y desapareció al cerrar la puerta el hombre.
Justo cuando María se iba, por la puerta junto a la de los baños apareció un hombre joven, de unos veinte años, rubio, ojos negros, serio y callado, que cruzó el local y entró en el reservado, donde la bailarina estaba trabajando de lo lindo.
-          ¿Qué quieres hacer, maestro? -preguntó el rubio.
-          Habrá que reportar a la cabeza, Timothy. Esa boba no creo que se rinda, es peor que su marido -respondió Dimitri, que miró a la bailarina y añadió-. ¡No muerdas, coño! ¡Juega con la lengua! -tras lo que volvió a mirar al rubio-. Ya no puedo ni quiero tomarme unas malditas vacaciones. Yo no haré nada hasta que la cabeza lo decida.

El rubio asintió y se retiró. Cuando llegó a la cortina, la corrió de nuevo, pues su jefe merecía un poco de intimidad.

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