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martes, 29 de junio de 2021

El dilema (82)

Alvho, junto a sus hombres, habían sido destinados a la torre más alta de la fortaleza norte, con arcos y muchas flechas. Las llanuras parecían totalmente pacíficas. Solo quedaban algunos enseres de los Fhanggar que habían caído víctimas de las balistas. Pero no había ni cuerpos ni caballos. Por lo que había dicho Alhanka, siempre se llevaban a sus muertos, para comérselos. Los cuerpos de los guerreros muertos en batalla nutrirían a los vengadores. 

-   Parece que se han marchado -murmuró Aibber al no ver nada, cuando el sol ya había salido en el horizonte. 

-   Que no los veas no dice que no están aquí -aseguró Alhanka, señalando con las manos la inmensidad de las llanuras-. Nunca hacen campamentos tan iluminados o visibles como los vuestros. Prefieren la oscuridad. 

-   ¡Allí! -gritó otro de los muchachos, señalando un punto aún lejano.

La vista de su hombre no se había equivocado. Los primeros fueron unos cuantos caballos, pero luego se convirtieron en decenas, cientos, incluso miles. Alvho no podía cuantificar el verdadero número de jinetes, ya que levantaban mucho polvo. Iban ganando velocidad. 

-   Avisad al tharn Asbhul -le ordenó a otro de los muchachos, que salió disparado.

Al poco las campanas y los cuernos avisaron de la presencia del enemigo. Los nervios y las dudas se diluyeron en certezas. Los guerreros sabían lo que se esperaba de ellos. Los arqueros se prepararon para cuando les ordenasen devolver el ataque. Pero los oficiales permanecían en silencio. Tocaba esperar y todos sabían que esta era la parte más angustiosa de todos.

Desde su posición, Alvho podía ver al canciller y a sus ayudantes. Habían montado una plataforma de mando junto a una de las balistas. Desde allí tenían una franja de terreno para mantener al enemigo y a sus propias fuerzas bajo su visión. Alvho les estudiaba, pero cuando se aburría volvía su mirada a los Fhanggar o por lo menos a la posición que ocupaban. 

-   Van a atacar -advirtió Alhanka.

Alvho observó cómo la nube de polvo que levantan los caballos comenzaba a girar, para recorrer paralela a la empalizada. Mientras recorrían la llanura, lanzaban flechas, pero la mayoría caía entre la empalizada y sus caballos. Habían errado el cálculo y se habían quedado cortos. Si querían hacer algo de daño debían acercarse más. Alvho decidió seguir la maniobra para crear un círculo o un ovoide para volver a empezar el recorrido paralelo en parecido sitio que antes pero más cerca. Esta vez las flechas se clavaban en la empalizada, en los escudos que levantaron la línea de guerreros encaramados a ella y alguna en la zona interior.

Pero aparte de alguna flecha que había herido de refilón a algún arquero o guerrero, el nuevo pase de los Fhanggar había sido tan mala como la primera. Encima esta vez los guerreros de la empalizada empezaron a reírse de los Fhanggar. 

-   No deberían hacer eso -murmuró Alhanka, lo suficientemente alto para que Alvho lo escuchase. 

-   ¿Hacer qué? 

-   No deberían mofarse de los Fhanggar -contestó Alhanka. 

-   ¿Así? ¿Por qué? -inquirió Alvho, sorprendido de la preocupación de la muchacha. 

-   Los Fhanggar son muy orgullosos, atacarán con mayor fuerza y no se retirarán en ningún momento -explicó Alhanka-. Ya se lo dije a tu canciller. No debían molestar de esta forma a los Fhanggar. 

-   Se lo advertiste a Gherdhan -repitió Alvho, sonriente-. Me parece que nuestro canciller quiere eso precisamente. Mira como están dando la vuelta, aumentando la velocidad. Creo que esta vez se aproximarán aún más a la empalizada. Entrarán como toros desbocados a lo que les ha preparado el canciller.

Alhanka iba a decir algo más, seguramente una pregunta para entender de lo que hablaba Alvho, pero prefirió callarse y esperar tan pacientemente como Alvho y los demás. No parecía gustarle ser la única que no sabía lo que iba a pasar. Y la verdad es que Alvho no estaba seguro de lo que iba a presenciar, pero que no iba a quedarse aburrido.

Los Fhanggar, como ya había previsto Alvho, se acercaron mucho más a la empalizada, para acallar a los que se reían de ellos. Pudieron lanzar un par de flechas cada uno de ellos antes de que todo se fuera al traste. Cuando estaban más de la mitad del recorrido, a la altura de la puerta en la empalizada, la primera línea de caballos tropezó y se precipitó hacia delante. Las siguientes líneas, debido a la velocidad y el frenesí de la lucha, no pudieron contener a sus cabalgaduras y acabaron cayendo sobre los que ya estaban en el suelo. Los que sí que consiguieron ver lo que ocurría, intentaron esquivar la trampa, pero entraron de lleno en los campos de abrojos. Las pezuñas de los caballos, sin herraduras, sufrieron por las puntas de hierro, semienterradas en el polvo. Los caballos se encabritaban por el dolor, lanzando a sus jinetes al aire, al suelo y a los cascos de sus compañeros.

Fue en ese momento cuando las balistas actuaron, pues ante ellas, la carga de caballería se había detenido prácticamente y había muchas dianas estáticas. También los arqueros recibieron la orden de lanzar. Las nubes de flechas cayeron sobre la masa de jinetes y caballos. A los Fhanggar les costó un poco darse cuenta de su error. Hasta que no les cayeron varias nubes de flechas y un buen número de virotes de las balistas, no dieron orden de retirada, dejando tras ellos un buen número de muertos y heridos.

Lágrimas de hollín (85)

Bheldur le había contado a Fhin como había ido la conversación con el noble. Ambos se habían reído de la simplicidad de Shonet. La verdad es que las amenazas veladas que había proferido contra el pobre Ghalva sólo les había hecho reírse de lo lindo. Pero lo que más le había interesado había sido que Shonet se había dirigido después de hablar con Bheldur a conversar con el alto magistrado Dhevelian. Con el oro de Shonet había obtenido de que se había hablado en esa reunión. Shonet había informado de los supuestos negocios sucios de Malven. Claramente el alto magistrado se había interesado por ello y quería estar informado de todo. Parecía que los imperiales sí que querían al final la parte del negocio. Fhin aseguró que recibirían lo que se merecían. Después se dedicaron a montar la visita de Shonet a Jockhel. Fhin quería que el noble pasase miedo y Bheldur ideó una serie de juegos para ello.

La misiva de Ghalva le llegó a Shonet cuando estaba apunto de cumplirse el plazo de dos días que le había prometido a este. Ghalva le indicaba que debía esperar a un carruaje ante la puerta este de los jardines imperiales, en la madrugada siguiente. Venía escrito la frase que le dirían y lo que debía responder. También le advertía que fuera muy moderado al hablar, pues al líder criminal no le gustaban demasiado los nobles ni su prepotencia.

Con la madrugada, Shonet esperaba en el lugar convenido. Pero tenía hombres rodeándole, escondidos, pues quería saber a donde le llevarían. Un carruaje, uno modesto, se acercó a donde estaba y un hombre, una especie de matón, abrió la portezuela. Dijo la frase convenida y Shonet la devolvió. Tras eso el hombre le indicó que entrase. Shonet subió y se sentó frente al hombre. Para su sorpresa no le taparon la cabeza ni las cortinas de los ventanucos estaban echadas. Shonet pudo ver como el carruaje recorría zonas conocidas y pronto se dio cuenta hacia donde le llevaban, al barrio de La Cresta. Cuando estuvo seguro de ello, intentó quejarse y levantarse, pero el hombretón le golpeó, obligándole a sentarse de nuevo. Le mostró una especie de cuchillo de carnicero y le sonrió como si estuviese deseoso de usarlo con él. Debido a la estrechez del carruaje Shonet dudaba salir bien parado de un encuentro de esa índole con su compañero de viaje.

Al final, vio con tristeza como pasaban por las puertas de acceso a La Cresta y como las casas pasaron a ser de bajo nivel, con paredes destrozadas y antiguas. Pero el problema eran las caras de asco que le dirigían la mayoría de los ciudadanos que se cruzaban con el carruaje, que ahora avanzaba mucho más lento. Shonet ni intentó pedir que se echaran las cortinas y se agazapó en su asiento. Los viandantes le señalaban, hablaban entre ellos y se burlaban de él. Otros le amenazaban con las manos. Pero había algo que les impedía acercarse. Si hubieran querido, podrían haber parado el carruaje, haberle sacado, robado y posiblemente asesinado. Ningún noble o rico entraba así en el barrio de los pobres. 

-   ¿Te preguntas porque nadie hace ni el amago de atacarnos? -habló su acompañante. 

-   Sí -asintió con un tono débil Shonet. 

-   Este carruaje pertenece a Jockhel -indicó el hombre-. Ellos lo saben y no se acercarán. Tienes suerte de tener su protección. Mejor que tu propuesta hacia él sea interesante, porque te podría dejar al cuidado de ellos.

El hombre se calló de nuevo y en su rostro apareció una sonrisa maléfica. Shonet prefirió el silencio a enterarse de más. Pero estaba seguro que iba a encontrarse a alguien verdaderamente peligroso, igual la peor persona con la que se había encontrado nunca.

El carruaje le llevó hasta una plazoleta rodeada de casas que se accedía por un callejón con el tamaño justo para el carruaje. En la plaza había una estatua ecuestre antigua de alguien que Shonet no supo reconocer. La plaza estaba llena de gente, aunque la mayor parte eran hombres armados. El carruaje se detuvo delante de uno de los edificios, el más grande de todos, con una galería formada por arcos. Una joya de otra época de esplendor.

De entre los arcos aparecieron cinco hombres, al tiempo que el hombretón que tenía enfrente se levantó y salió del carruaje. 

-   ¡Date prisa! -le gritó el hombretón desde fuera-. Estos hombres te acompañarán ante el señor Jockhel. No le gusta que le hagan esperar, así que muévete.

Shonet se puso en pie como un resorte y bajó del carruaje. Los hombres le rodearon y se pusieron en marcha en dirección a la casa. Entraron por un gran portal y cruzaron un largo pasillo. La decoración dejó a Shonet sobrecogido. La mayor parte eran tapices que llenaban las paredes, algunos cuadros, esculturas, pero lo que le llegó al alma fueron los tarros que había sobre unos atriles con forma de columnas. Dentro había cabezas humanas, en mayor o menor grado de descomposición. Algunos rostros parecían calmados, pero otros tenían unos rictus desagradables. Todos los tarros tenían diversos nombres, pero que a Shonet no le sonaban de nada, a excepción del último, que estaba vacío. En la tablilla dorada pudo leer Shonet de Mendhezan. Sabían perfectamente quién era.

sábado, 26 de junio de 2021

Aguas patrias (42)

La visita del cuarto teniente, Jacinto Romero, había sido la más corta de todas. Había presentado los libros del segundo bergantín, un mercante inglés. Por lo visto regresaba del Índico, pero una tormenta en el Atlántico le había hecho cruzarlo por error. Ya en el Caribe había tenido problemas con bajíos ocultos, entre otras cosas porque nadie de su tripulación había viajado por aquí. Aun así, le habían hablado que en Antigua esperaban varios mercantes que iban a viajar a Inglaterra con escolta de su Armada y pronto llegó a la isla para repostar y pedir al gobernador un puesto en la escuadra.

Eugenio comentó que la mala suerte de ese capitán era importante, pues no iba a regresar a Inglaterra. Estos comentarios relajaron el ambiente y el cuarto teniente informó que la carga del mercante eran pieles de animales y algo de marfil. También indicó que no había habido lucha en el mercante, que estaba desierto y se lo habían llevado sin luchar. El mercante se llamaba Sean’s Rose. Entregó los libros que había encontrado y unas cartas náuticas del puerto de Nueva Esperanza. Se marchó del camarote con el agradecimiento del capitán y la promesa de unos cuantos soldados.

El último en presentarse fue el contramaestre, el señor Alvarado, que lucía un vendaje en el brazo. En la corbeta se había desatado un combate fiero. Allí habían encontrado un buen número de defensores. No como en el resto de barcos. Pero la experiencia de José en esas lides y que los defensores se derrumbaron al ver los cañones de la fragata que les apuntaban cuando esta viraba en la maniobra para salir de la bahía. Aunque tal y como describió José todo se decidió por el farol que había obligado a hacer a sus hombres. Estaban luchando en la cubierta y al ver un ligero miedo en los ojos de su enemigo más cercano, ordenó a sus hombres agacharse. Los ingleses pensaron que esa orden era un plan que teníamos y se tiraron al suelo temiendo una andanada de metralla que los destrozase. José y sus hombres se pusieron de pie antes de que el enemigo se diera cuenta de su error. Muchos ingleses se rindieron tirados en el suelo. Alguno intentó regresar a la lucha, pero los hombres de José les obligaron a replanteárselo.

Cuando Eugenio le preguntó si necesitaba más hombres para cuidar de los prisioneros enemigos, como por ejemplo de un grupo de soldados, le dijo que le venía bien, pero que solo tenía seis. Eugenio le pidió que se explicase y le indicó que eran seis españoles, a los ingleses les había mandado a tierra en el bote más pequeño de la corbeta. La misma parecía ser una nave corsaria, pero no parecía ser ni rápida ni hábil. Así que revisó los libros y parece que era una nave escolta alquilada. Así que estaba ahí para ayudar a la Sirena cuando llegase para llevar los galeones a Port Royale y luego a Inglaterra. Pues en Jamaica esperaban más mercantes para una flota de regreso.

Al preguntar Eugenio por la procedencia de los marineros españoles en el barco, José no pudo indicar nada, pero parecía saber que tenían que ser desertores y por tanto traidores. El rostro del contramaestre indicaba lo mucho que detestaba a esos hombres, que se habían unido al enemigo. Y al igual que Eugenio sabía cuál era su destino. si habían sido marineros de la Armada, les esperaba la muerte delante de alguna flota, colgando de las vergas del barco de mayor importancia del puerto. Si eran parte de la marina mercante y como habían levantado sus armas contra la marina, el patíbulo del gobernador.

José entregó los libros de la Lady of the South, pues así se llamaba la corbeta, y en ellos la cantidad de pólvora, balas, cabos, palos y lona. Era una corbeta interesante para que la Armada la comprase como buque de escolta o si no seguro que el gobernador la vendería bien. El contramaestre se marchó y tras escuchar los pitidos de despedida, los golpes de remos alejándose y las pisadas en la marinería regresando a sus trabajos. Llamó al centinela para que avisará a su único oficial a bordo, el piloto.

Julio Vellaco apareció al poco de ser llamado por el centinela que regresó a su puesto ante la puerta del camarote del capitán. 

-   ¿Llamaba capitán? -dijo como saludo Julio, aunque ya sabía la respuesta. 

-   Sí, en cuanto el contramaestre este su barco, que se comience a enviar soldados desde el Windsor a las presas. Los heridos que estén peor, serán enviados a la fragata, que el señor Grande se encargue de ellos. De las presas, que nos devuelvan algunos infantes de marina. Les cambiamos soldados por infantes. Cuando la maniobra esté completada, hay que aumentar el velamen y escoraremos el rumbo hacia el oeste, solo unos grados. Debemos dirigirnos al punto de reunión con el Vera Cruz. 

-   Sí señor -asintió Julio. 

-   Si hay algún problema que se me avise -añadió Eugenio, que al ver que el piloto asentía con la cabeza, se pasó a otro asunto-. Necesitamos a alguno de los miembros de la tripulación para sustituir al señor López, que murió durante la toma de su presa. ¿Me recomienda a alguien? 

-   Uno de mis ayudantes es hábil con las maniobras y se desenvuelve bien en las crisis, señor -indicó Julio. 

-   Bien, indiquele que se presente aquí, quiero hablar con él y una cosa más, ¿como era el carácter del señor López?

La pregunta sobre el guardiamarina fallecido pareció pillar por sorpresa a Julio, porque se quedó callado y miró al suelo.

El reverso de la verdad (32)

Cuando los rayos de luz empezaban a escasear y la oscuridad empezaba su reinado, Andrei detuvo el coche en un parking junto a una calle y la vega del río. En esa zona, el ayuntamiento había construido un gran parque, pero de eso hacía ya mucho y los que antiguamente eran personas honorables en un barrio medio, ahora eran camellos, drogadictos y prostitutas. Según se apearon del vehículo los camellos y las prostitutas se acercaron a ellos como moscas a la comida. Andrei se encargó de espantar a los moscones. Se adentraron en el parque y comenzaron a buscar a Louise. 

-   No me gusta este sitio -murmuró Helene, que no quitaba ojo a cada esquina o seto. 

-   Mejor que te guardes tus pensamientos y encuentres a Louise pronto -le advirtió Andrei, que hacía tiempo que le había parecido ver movimiento tras ellos y no les quitaba el ojo a un par de argelinos que les seguían.

Los argelinos eran un par delgaduchos, pero no parecían drogadictos. Por las pintas o eran proxenetas o unos vulgares ladrones. Menos mal que había dejado el silenciador puesto a su pistola, que aún tenía todo el cargador lleno. Si iban a hacer algo, pronto se pondrían en ello. 

-   ¿Me gusta tu amiga, cuanto por ella? -gritó uno de los argelinos.

Helene se dio la vuelta, pero Andrei la tomó del brazo y la arrastró hacia delante, como si no hubiera escuchado al argelino. Los dos hombres pusieron cara pocos amigos, al ver que Andrei apretaba el brazo y el paso. Los dos siguieron tras sus pasos. 

-   Vamos, amigo, no ves que la haces daño -espetó el otro argelino. 

-   Vamos, hombre, que todos somos hombres de negocios -habló el primer argelino. 

-   De todas formas, si la querías para ti, no haberla traído -se burló el segundo de los argelinos, que hasta ahora eran los únicos que hablaban-. Te pagaremos bien por ella. Una joya así es digna de ver. 

-   ¡Iros a la mierda! -gritó Helene-. Yo no me mezclo con escoria como vosotros. 

-   ¡Uh, con la zorra! -se quejó el primero de los argelinos-. Va a ver que darte un correctivo para que entiendas tu lugar. Las zorras no hablan, solo jadean.

La última frase debió hacerle gracia al otro que lanzó una carcajada. Aunque podría ser porque habían aparecido otro par de argelinos delante de Helene y Andrei, cortándoles el camino. 

-   Última oferta, amigo -volvió a hablar el primer argelino-. Nos la entregas y no te matamos. Suelta a la chica y dile adiós. 

-   ¡No sabéis con quién tratáis, idiotas! -espetó Helene, que notó como Andrei soltaba su brazo. 

-   Creo que eres tú quien no sabes con quien tratas, zorra -aseguró el primer argelino, a la vez que sacaba una navaja, al igual que los otros tres compañeros-. Nosotros somos los que tenemos el poder. 

-   ¿Qué dices que tienes tú? -inquirió por fin Andrei, que se volvió y empezó a caminar hacia el primero de los argelinos, que se sorprendió del cambio de actitud de Andrei, pero adelantó la navaja para defenderse, mientras hacía un gesto con la mano libre.

Los tres compañeros se abalanzaron contra Andrei, que parecía desarmado. Pero de la nada se vio la primera detonación y el gemido de dolor de un argelino al ser alcanzado. Los otros dos no fueron capaces de reaccionar con tiempo y acabaron revolcándose por el suelo de grava y arena que formaban los caminos en el parque. Andrei le pegó un manotazo a la mano de la navaja y esta cayó al suelo. Con la mano libre agarró el cuello del argelino y puso el cañón del silenciador en la frente. 

-   Aquí tienes mi contra oferta, amigo -le advirtió Andrei al argelino-. Tus amigos se duelen de lo que sale por aquí, pero han tenido mejor suerte, pues ellos puede que lleguen a algún hospital o clínica clandestina y se salven, pero tú, con una bala en la cabeza lo dudo. Así que me vas a dar la información que busco o ya sabes lo que va a pasar. 

-   Sí, sí, sí, lo que quieras -asintió el argelino. 

-   Busco una puta, una tal Margot -le indicó Andrei-. Este lugar es muy grande, y está de noche. ¿Sabes dónde encontrarla? 

-   Sí, sí, Margot, junto a la fuente de la primavera, a doscientos metros hacia delante -afirmó el argelino. 

-   ¿Sin pérdida? ¿O me estás enviando a una trampa? 

-   Sin pérdida, lo juro -aseguró el argelino. 

-   Por el Misericordioso, que si me estas mintiendo sea él quien desate toda su ira sobre ti -pidió Andrei, apretando el cañón del silenciador contra la cabeza. 

-   ¡Lo juro, lo juro! -exclamó el argelino. 

-   Bien, te creo -asintió Andrei, retirando la pistola de la cabeza del argelino-. Muchas gracias por tu ayuda. Nos vamos, no se te ocurra seguirnos.

Pero antes de que el argelino dijera nada, Andrei le disparó en la rodilla. El ruido de huesos quebrándose y el grito de dolor, llenó el ambiente. Andrei y Helene siguieron hacia delante, dejando varios cuerpos revolviéndose en el suelo, presas del dolor. Andrei estaba seguro que uno estaba muerto y los otros ni le seguirían.

martes, 22 de junio de 2021

El dilema (81)

Si había silencios que podían matar este era uno de ellos, los tharn y el resto de los oficiales miraban con rostros crispados y en muchos casos ariscos a los recién llegados. Aunque tal vez la mayoría miraban más al señor Dharkme que al canciller. Pero Alvho tenía la vista puesta en la tercera persona que había con ellos, el druida Ulmay. 

-   ¡Mis tharn, mis therk, mis guerreros! -llamó Dharkme con una voz fuerte, aun por su avanzada edad, que quedaba demostrada por su pelo, escaso y gris, además de sus arrugas-. Un enemigo quiere ir contra nosotros. Pero en esta nueva tierra, nuestra tierra, los aplastaremos como debe ser. Somos los guerreros de las montañas, no hay ningún mortal que pueda con nosotros. Lucharemos y expulsaremos a esas alimañas de nuestro señorío.

Las palabras de Dharkme fueron respondidas por los golpes de las botas de muchos contra el suelo. Puede ser que algunos aún le guardasen rencor, pero muchos más se habían henchido de orgullo por ellas. A Alvho no se le pasó la mención de que estaban defendiendo el territorio conquistado que ya era propio. Sin duda, no habían recuperado la reliquia, y no iban a tomar más territorio de lo que ya habían tomado. Pero la fortaleza sería una buena adquisición si algún día se intentaba otra incursión. Pero para ello, había que aguantar para que Dhalnnar la terminase. Si Alvho estaba seguro de algo, es que las tribus de las llanuras jamás podrían tomar una fortaleza de piedra como las del imperio. 

-   Ahora el canciller indicará cómo vamos a actuar -prosiguió Dharkme, cuando los golpes de las botas se silenciaron.

Gherdhan empezó a indicar que tharn y que unidades debían proteger cada parte. Asbhul y lo que quedaba del ejército de vanguardia defendería la parte norte, desde el río hasta la fortaleza del altozano. Pero si alguno de los otros cuerpos necesitaban apoyo, debían mover tropas. En sí, el lado norte estaba prácticamente terminado y por el altozano era casi imposible que los enemigos intentasen nada.

Según las palabras del canciller y gracias a la información de Alhanka, aunque Gherdhan no habló directamente de ella, sino de los esclavos que habían capturado por los hombres de Asbhul, habían obtenido como solían actuar los Fhanggar. Por lo que creían, hoy se dedicarían a atacar a caballo. Se acercarían para lanzar unas cuantas flechas y poco más. No atacarían las empalizadas hasta que creyesen que habían provocado que los defensores estuvieran diezmados. Pero Gherdhan también indicó que eso no iba a pasar. Gracias al ingeniero militar del imperio habían ideado una serie de defensas que les privarían de los caballos y les obligarían a atacar las empalizadas, donde los nuevos artilugios del extranjero los destrozaría y los diezmaría para que los guerreros los acabasen.

Las palabras de Gherdhan solo ayudaron a que los tharn se llenasen de ganas de batalla y con las palabras finales de Dharkme donde aseguraba la victoria, parecía que las ideas de cambio de señor, habían quedado olvidadas. Pero el destino siempre es algo esquivo y entonces Ulmay, se salió de su posición y dio una moralina sobre lo sagrado de las acciones que iban a llevar a cabo y todo lo que parecía que había conseguido Dharkme se volatilizó, cuando asentía a todo lo que el druida escupía por la boca.

Asbhul no abrió la boca hasta que se había alejado bastante de la zona de la reunión, de regreso a la fortaleza del norte. 

-   Maldito druida, como se atreve a terminar la reunión militar -espetó furibundo Asbhul-. Ese idiota se ha ganado muchos enemigos hoy. Los tharn más viejos estaban a punto de levantarse e irse. Lo que hubiese sido una afrenta contra el señor Dharkme. 

-   En la batalla hay muchas flechas perdidas -ironizó Alvho. 

-   Pero las flechas no son capaces de atravesar las paredes de piedra -se quejó con pena Asbhul-. Pero un cuchillo si que puede cruzar con una persona y… 

-   Cuida tus palabras, tharn -le advirtió Alvho, ya que Asbhul se estaba animando y subiendo el tono de su voz. Pronto llamaría la atención de alguien. Alvho estaba seguro de que Ulmay tenía todo el campamento lleno de espías. 

-   Tienes razón -se tranquilizó Asbhul-. Es mejor usar este sentimiento para acabar con los Fhanggar. ¿Crees que lo que ha dicho Alhanka será como van a actuar? 

-   Yo creo en ella, pero pronto lo veremos, está amaneciendo -señaló Alvho al cielo que empezaba a clarear.

Pronto sabrían si las advertencias y el conocimiento de la muchacha eran buenos. La gran duda que tenían es si al ver las empalizadas, unas defensas más sólidas que las de las otras tribus con las que se solían enfrentar, cambiarían o no su forma de guerrear. Si atacaban como siempre lo hacían, a caballo, el canciller había asegurado que habían preparado algo, a parte de las balistas y los trabuquetes. Seguro que tenía relación con los siervos que habían estado fuera en las primeras horas de la noche. Pronto sabrían que les esperaban a los Fhanggar.

Lágrimas de hollín (84)

Tal y como lo había pintado Fhin los tres días siguientes, quedó muy de seguido con la dama Arhanna que liberó toda su agenda, que la verdad gracias a Shonet estaba bastante vacía, para complacer a su nuevo pretendiente, pues para la muchacha, Malven no era otro que un rico que quería su mano. Y por ahora, para su total sorpresa, le gustaba el joven. Pero no era un noble, sino el hijo de un mercader, tal vez su padre pondría objeciones. Aunque la verdad que el oro del padre de Malven le abriría las negociaciones con su progenitor. Su ducado era pobre y con el gobierno imperial más.

Los informes de Bheldur eran muy concienzudos con la información sobre Shonet. El joven noble estaba desesperado por encontrar a un aliado contra Malven. No había podido obtener información por sus canales habituales, incluso los siervos de su nuevo enemigo le eran tan leales que no había forma de sacarles información. Había probado con los funcionarios imperiales, pero tampoco parecía poder tocar sus negocios comerciales. Más aún, aunque los funcionarios conocían de la existencia del mercader y su padre, no estaban muy seguros de con que comerciaba. Como al final la ciudad solo iba a ser un lugar de parada para las mercancías, que iban destinadas mucho más al sur, no había necesidad de informar de lo que iban a llevar las cajas o los toneles. Podría ser desde cachivaches hasta armas.

Al final, Shonet había dado con alguien, un individuo que podría traicionar a Malven, o eso le había asegurado un Bheldur totalmente disfrazado. El joven noble no se fijaba mucho en la gente que vestía y olía peor que él. De esa forma, sin las vestiduras caras que había llevado en el paseo por los jardines, Bheldur era un total desconocido para Shonet. Pero lo que sabía, sí que era más interesante para Shonet. Había mandado un mensaje por los canales oscuros por los que se movía Shonet y se había citado con él, en una taberna de mala muerte. 

-   ¿Tú eres Ghalva? -preguntó Shonet cuando llegó a la mesa que ocupaba Bheldur, disfrazado como un truhan. 

-   ¿Y tú eres el hombre de la bolsa de oro? -respondió Bheldur, con una mirada hosca y una sonrisa poco amigable. 

-   Me han dicho que sabes cosas sobre Malven de Jhalvar -dijo Shonet sentándose en la mesa. 

-   Podría ser o podría no ser, todo depende de lo que estés dispuesto a pagar -aseguró Bheldur. 

-   El oro no es un problema para mi, pero lo será para ti si la información que me das es una mierda -advirtió Shonet, con un tono que no esperaba ni una broma de más. 

-   ¿Qué quieres saber? 

-   Quiero saber porque no sé nada de él -indicó Shonet, dejando una moneda de oro sobre la mesa, pero al ver que Ghalva no abría la boca, dejó otra. 

-   Eso está mejor, amigo -asintió Bheldur-. El que no sepas nada de él es porque tiene amigos poderosos en la ciudad. Individuos que no dan mucho valor a la vida y sobretodo que no tiemblan cuando hay que desollar a alguien vivo. 

-   ¿Los imperiales? He preguntado a los funcionarios imperiales, pero no saben nada de él -negó Shonet, empezando a pensar que el tal Ghalva se estaba riendo de él, iba a recuperar sus monedas, cuando la mano de Ghalva las hizo desaparecer como si fuera un truco de magia. 

-   Los imperiales son corderitos comparados con ellos -se burló Bheldur-. Malven paga a Jockhel por la protección de sus negocios. Ni los imperiales miran a lo que Malven se trae entre manos y por lo que sé, va a ser algo muy jugoso. Los imperiales ni se van a llevar su tajada y a la larga les será un bocado duro de pasar. 

-   ¿Jockhel? ¿Quién es Jockhel? -Shonet decidió hacerse el despistado, pues sí que había oído hablar del líder de La Cresta. 

-   ¿Quién es pregunta? -repitió Bheldur-. Es un animal, un hombre sin escrúpulos, un criminal y sobre todo alguien que no quieres como enemigo. No teme a los imperiales, se los merienda. Ha eliminado a todos los líderes de los clanes de la Cresta, solo quedan sus hombres. Pero hay solo una cosa que reverencia más que otra en el mundo, el oro. 

-   ¿El oro? Que cosa más típica -comentó Shonet, empezando a ver cual debería ser su estrategia-. Tienes que conseguirme una cita con Jockhel. 

-   ¿Estás loco? -se hizo el sorprendido Bheldur, pero al ver la cara seria de Shonet, añadió-. Eso no es barato. Tengo que pagar un buen número de intermediarios, hablar con estos y aquellos, tengo que… 

-   ¿Con esto te llega? -inquirió Shonet dejando una abultada bolsa llena de tintineantes monedas encima de la mesa-. ¿Cuánto tardarás en conseguirla? 

-   Un par de días. 

-   Por tu bien, no tardes más -le advirtió Shonet, poniéndose en pie-. No te conviene robarme. Ya sabes como contactar conmigo.

Bheldur le observó cómo se marchaba, al tiempo que se reía por dentro, ya que el noble había caído en la trampa que Fhin había urdido días antes.

sábado, 19 de junio de 2021

Aguas patrias (41)

Tras la visita del capitán Menendez, los tenientes de la Sirena fueron visitando el camarote del capitán. Para facilitarles la llegada, Eugenio había ordenado reducir la cantidad de velamen de la escuadra y por ello, recorrían el mar a menor velocidad de lo que le hubiera gustado. Los tenientes Salazar y Romonés trajeron consigo las listas de heridos durante los abordajes, no habían perdido ni un solo hombre y apenas se habían enfrentado a una decena de centinelas en los galeones. Por alguna razón que no pudieron indicar, las tripulaciones y los oficiales ingleses para los barcos estaban en tierra. A parte de esto, también presentaron los informes de lo que había en las bodegas e incluso afirmaron que los compartimentos secretos no habían sido encontrados por los ingleses.

Esa última información era de gran importancia, porque hacía que los galeones valiesen más de lo que el gobernador o el comodoro habían estimado. Recuperar el Puerto de Indias y el San Bartolome iba a ser más importante de lo esperado. Por lo demás, ambos tenientes estuvieron de acuerdo con el anuncio que recibirían una serie de soldados de infantería, para actuar como infantería de marina en las presas. Eso les ayudaría a los trozos de presa a defender mejor los navíos si se encontraban con corsarios ingleses.

Una vez que el teniente Romonés descendía por la banda de babor, donde esperaba la chalupa del San Bartolomé, por la driza de señales se llamaba al tercer teniente, Ildefonso Sánchez que estaba al cargo de uno de los bergantines. El bote de este apareció de la nada, por lo que ya tenía que estar esperando en el agua, pero escondido de la vista de los ojos de cubierta, listo para que pareciera su número en la driza de señales. Los catalejos de la cubierta de la Sirena, actualmente usados por el capitán Salvador de Triana, que mandaba a los infantes de marina de la fragata, aunque actualmente su contingente estaba dividido por todos los navíos de la escuadra, lo que había provocado que en la fragata sólo hubiera cinco hombres aparte de él. La segunda persona que observaba el bogar de los marineros del bergantín era el piloto, el señor Vellaco, que se mantenía firme en el alcázar, con la ayuda de uno de los guardiamarinas, Torres. Pronto se tendría que trasladar al costado para recibir al tercer teniente. El último catalejo era el del doctor, Vicente Grande, un hombre de mediana edad que estaba ocioso, ya que tenía pocos heridos, aunque un guardiamarina ya le había avisado que pronto le llegarían heridos del contingente militar.

Como había hecho con los tenientes primero y segundo, Vellaco recibió al teniente Sanchéz y le indicó que el capitán le esperaba en su camarote, a donde el teniente, un jovenzuelo aun nervioso se dirigió en silencio, llevando una abultada maleta con él. 

-   Teniente Sánchez, espero que la captura del bergantín fuera tan limpia como las de los dos galeones -dijo Eugenio como recibimiento al tercer teniente, que se limitó a asentir con un ligero movimiento de cabeza-. Siéntese y cuénteme todo. 

-   Apenas nos enfrentaron enemigos, capitán -anunció Ildefonso con una voz trémula-. Aunque tengo que decir que perdimos al señor López.

Eugenio tuvo que concentrarse para recordar quién era el señor López. Si no se equivocaba era el guardiamarina que le había asignado al tercer teniente para que le ayudará al mando. Con el cuarto teniente y con el contramaestre había enviado al resto de sus guardiamarinas para que ganasen un poco de experiencia en acción. 

-   ¿Qué ocurrió? -quiso saber Eugenio, ligeramente apenado. Más porque la operación había sido tan limpia que no se esperaba ninguna pérdida en sus filas. Aunque en ese momento recordó que el joven oficial había sido recomendado por el gobernador, por lo que sería el hijo de algún amigo. Habría que explicar que en el informe cayó como un valiente. Porque estaba seguro que le iba a explicar que murió en un extraño accidente. 

-   Un enemigo le disparó en la cabeza, capitán -informó Ildefonso, visiblemente apenado-. No pudimos hacer nada para salvarlo, señor. 

-   Una desgracia, señor Sánchez -suspiró Eugenio-. Por otro lado, ¿qué tal la presa? 

-   Se llamaba Avenger, y estaba cargado -indicó Ildefonso-. Había estado atacando mercantes nuestros. Se había quedado con cargas importantes. Aún no lo habían vaciado. Había tabaco, azúcar y algo de café. También hemos dado con algo de oro, monedas principalmente y algunos lingotes de plata. Tiene los fondos limpios, las piezas son pequeñas, pero parecen nuevas, así como las sogas y la lona. Sin duda lo habían preparado con esmero. He traído los papeles de la patente de corso del barco, sus libros, y todo lo que me ha parecido importante. 

-   Muy bien hecho -asintió Eugenio observando la abultada maleta y estimando las horas que tendría que gastar para estudiarlas. Puede volver a su navío, le mandaré a un grupo de soldados de infantería, que sustituirán a los los infantes de marina. Así tendrá a los prisioneros bien cuidados. 

-   No hay prisioneros en el Avenger, señor -intervino Ildefonso. 

-   ¿Cómo es eso? -quiso saber Eugenio. 

-   Cuando murió el joven López, los marineros de mi grupo no dieron cuartel, lo siento señor -se disculpó Ildefonso. 

-   Bueno, mejor para usted, no habrá problemas de levantamientos de presos -aseguró Eugenio-. Le asignaré un nuevo guardiamarina y se lo mandaré al Avenger. 

-   Gracias señor -agradeció Ildefonso, antes de levantarse y marcharse.

Eugenio se quedó pensativo. Ese era el verdadero temor o causa del nerviosismo del teniente. No había podido impedir que sus hombres asesinasen a los centinelas del Avenger. Porque Eugenio estaba seguro que estos se habían rendido, pero los hombres llenos de ira y de venganza habían matado a todos los ingleses sin piedad. Lo que nunca llegaría a saber es si el teniente había intentado detenerlos o se había dejado llevar por esa fuerza irracional como ellos. Tendría que preguntar por el guardiamarina muerto. Pero no ahora. Aún debían presentarse ante él el cuarto teniente y el contramaestre.

El reverso de la verdad (31)

Helene permanecía en silencio. Había sacado de su bolso una lima de uñas y estaba arreglando una de ellas. Había decidido que iba a tomar una apariencia de que sabía lo que iba a ocurrir y no le importaba nada lo que le iba a pasar al hombre. Y la verdad es que se lo merecía. Ya que no había querido el dinero que le había ofrecido, sino su carne. Y a ella no le tocaba ningún miserable baboso. Le había detectado como ese tipo de persona desde que le había visto. Era muy fácil distinguirlos. Y mucho más manejarlos. Había sido muy fácil que se bajase los pantalones, esperando que le hiciera una mamada. En ese momento le había metido un rodillazo y ahora estaba a merced de Andrei. Y por lo que veía y olía se había meado. Vaya baboso valiente, pensó Helene. 

-   Bueno, que me decías de Margot, ¿donde la puedo encontrar? -preguntó Andrei, serio, jugueteando con la pistola, como si tuviese ganas de usarla. 

-   Suele merodear por el arenal, junto al río -respondió el recepcionista-. Es una más del montón. Allí se reúnen muchas de ellas. Por lo que he oído últimamente es una de las más cerdas de las que ahí se reúnen. Te vas a divertir.

Andrei en vez de dispararle, le metió un bofetón, bien sonoro y seguramente bien doloroso. El recepcionista le miró con odio, más del actual. 

-   Lo que a mi me guste o me deje de gustar, mejor te lo callas -le advirtió Andrei-. Espero que la información sea buena, amigo. Porque como tenga que volver no voy a ser tan amistoso como ahora. ¿Lo entiendes? 

-   Sí -asintió el recepcionista moviendo la cabeza con desesperación. 

-   Bien, pues quedate un poco sentado ahí -le ordenó Andrei, al tiempo que iba hacia la puerta donde estaba Helene apoyada.

Helene se quitó de su camino, y Andrei abrió la puerta, pasando a la recepción. Allí se dirigió a una mesa lateral donde había una torre de ordenador y una pantalla. En esta última se veían una serie de imágenes distintas, formando un collage. Sin duda eran las cámaras de seguridad que tenía en la recepción y en alguna otra parte. Andrei empezó a mover el ratón y a pulsar en el teclado. Tras un rato tecleando dejó el ordenador, sin que nada pareciese haber cambiado en la pantalla. Regresó a la sala de atrás y el recepcionista no parecía haberse movido. Se dirigió a la puerta de salida y descorrió el cerrojo. 

-   Bueno, como has sido un chico bueno, te voy a dejar de una pieza -le dijo Andrei guardándose la pistola y abriendo la puerta-. Solo te advierto una cosa. Que no tenga que volver por aquí. Vamonos.

Andrei le hizo un gesto a Helene para que saliera la primera. Él la siguió y cerró la puerta. En el mismo momento de cerrar, le pareció notar a Andrei el golpe de una silla al caer contra el suelo y el cerrojo volviéndose a correr. Por lo que una ligera sonrisa le apareció en la cara. Ambos se dirigieron a la salida de la pensión. 

-   ¿Y ahora qué? -quiso saber Helene. 

-   Pues tenemos que ir a la vega del río -indicó Andrei. 

-   O sea que nos vamos a pasear por este barrio -dijo Helene, pensativa. 

-   No exactamente, primero vamos a irnos a otro lado -negó Andrei-. Será mejor esperar un poco. Con la caída de la noche, tendremos más posibilidades de dar con Margot. 

-   ¿Y entonces a dónde vamos? 

-   Sorpresa -respondió Andrei, curiosamente contento y misterioso.

Los dos salieron de la pensión y regresaron al coche. Una vez seguros dentro del vehículo, Andrei lo puso en marcha y se incorporaron en el tráfico. Para sorpresa de Helene, cada vez que Andrei cambiaba de calle les iba sacando del barrio conflictivo. Y al final regresaron a la zona de los polígonos industriales y a la autopista. Tras un buen rato conduciendo por ella, acabó dejándola en otra zona de polígonos, pero que resultó ser un centro comercial, uno de los que eran más grandes y populares de la ciudad.

Cuando aparcó bajo el edificio central del centro comercial, Helene se enteró de los planes de Andrei. Verían una o varias películas y comerían allí. ya cuando atardeciera volverían en busca de Louise. Aunque Helene se quejó de que con la oscuridad, el barrio se volvería más peligroso y tal vez les costase encontrar a Louise. Andrei no pensaba así, y le aseguró que sería más fácil dar con la mujer, que buscarla a la luz del día. Por la noche todos los gatos eran negros, había dicho Andrei. Y al final, Helene no había sido capaz de contradecir a Andrei. Así que se encargó ella de elegir las películas que verían, así como el restaurante para comer. Lo eligió todo pensando que irían contra los gustos de Andrei, a modo de castigo.