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sábado, 26 de febrero de 2022

El reverso de la verdad (67)

Como si fuera un buen anfitrión, Jules, recuperó las copas del suelo, no se habían roto, lo que indicaba que eran de plástico y no de cristal, otro engaño de los chinos, seguro. Vertió el vino en las copas, colocándolas delante de sus invitados. 

-   A ver, he dicho que me haría rico, pero no soy una rata -intentó calmar los ánimos Jules-. Rochambeau, como has dicho antes somos amigos, más de lo que lo somos de Guichen y me salvaste la vida en infinidad de ocasiones. Solo intentaba hacerte ver a lo que te vas a enfrentar. Así que podéis dejar de apuntarme con esos juguetitos, por favor. 

-   Lafayette, nos gusta más tenerte nosotros a ti, que viceversa -le advirtió Markus. 

-   Aparte de tus miedos, nos darás lo que te hemos pedido -añadió Andrei-. La verdad, es que en esta situación, podrías decir que te hemos robado. ¡Qué malvados son los viejos amigos! Parecía que venían a ver a un viejo camarada, alguien que salvó y fue salvado, y los muy cabrones le han robado a punta de pistola. La amistad da asco. 

-   Y tanto que da asco -aseveró Jules, con una media sonrisilla.

La idea de Andrei no era mala, pero sabía que ningún jefe del hampa se la llegaría a creer del todo. Pero también sabía que estaban en un punto muerto y la persona que se había convertido en enemigo de Andrei y por lo visto de Markus también, no le caía precisamente bien. Era un maldito advenedizo. 

-   Yo esperaba que os tomaseis una copa con este viejo amigo -se quejó Jules-. No está envenenada, Guichen. 

-   En otra ocasión no estaría mal hacerlo, pero creo que debo rechazarla por ahora -dijo Andrei-. ¿Qué es lo que vas a hacer Lafayette? 

-   ¿Qué opción me queda, Rochambeau? -inquirió a su vez Jules-. Tendré que armaros. No me queda otra opción. Que menos por unos viejos amigos. Tú -Jules miró a su hombre, que estaba aún sentado en el suelo, con cara de no saber que hacer y doliéndose de los golpes-. Meted en el vehículo de estos dos lo que hay en esta lista.

Jules le tendió el papel a su hombre, que se levantó con cuidado, pero Markus se interpuso en su camino a la puerta. 

-    ¿Y ahora qué pasa, Guichen? -preguntó Jules, queriendo saber porque se interponía a recibir lo que necesitaban. 

-   Me ha parecido ver un juguete más cuando hemos entrado -contestó Markus, sonriente-. Mi coche está bien, pero lo que me ha parecido ver en la esquina tienes un Dartz. Necesitamos uno de esos para abrirnos paso. 

-   ¡No me jodas! -exclamó Jules, que no podía creer que Markus se hubiese dado cuenta de lo que tenía escondido. Sino se equivocaba, estaba bajo una lona. Como su amigo había podido detectar el bulto y saber lo que era. 

-   Vamos, hombre, dejanos el Dartz, te lo devolveremos de una pieza -aseguró Markus-. Bueno más o menos entero. Igual lo rayamos un poco. ¡Oh, vamos! Sé conducir bien. Pero si no te fías, que lo conduzca Rochambeau.

Jules se le quedó mirando. Le había sido muy difícil hacerse con el Dartz. Era un Dartz Kombat T98, un coche tan blindado que podía recibir disparos de una AK-47 y no inmutarse. Había tenido que mover varios de sus hilos, hasta conseguir que un oligarca ruso le ayudase para tener la oportunidad de comprar uno. Y ahora Markus se lo pedía. Pero la verdad es que sabía que necesitaban ese as para acceder hasta la finca de su enemigo. 

-   Como me lo destrocéis lo pagáis -advirtió Jules-. Y sí, que lo conduzca Rochambeau. Hala, haz que metan las cosas de esta lista en el Dartz. 

-   Ya sabía que serías un buen amigo, Lafayette -dijo sonriente Markus. 

-   Si le pasa algo al Dartz… -empezó a decir Jules. 

-   Si le pasa algo, tanto Rochambeau y yo mismo nos encargaremos de resarcirte por tu perdida -le cortó Markus, dejando pasar al matón de Jules, que salió de la habitación, sin armas y con el papel en la mano-. Estoy seguro que podemos serte útiles en alguna cosa. 

-   Siempre me podéis ser útiles, Guichen -asintió Jules-. Como mínimo vuestras cabezas como pisapapeles.

Jules miró a Markus, pero su rostro era el habitual, seguía siendo muy infantil. Lo que le ponía nervioso era el de Andrei. Siempre serio, siempre inescrutable. Nunca se era capaz de saber en lo que pensaba Andrei, no hasta que te lo revelaba él. Pero siempre permanecía callado. Y ahora no era diferente. Le había dejado toda la negociación a Markus, que parecía moverse a sus anchas.

Aguas patrias (77)

Don Rafael tuvo que toser para que don Bartolomé saliese de su asombro. Miró a don Rafael que señalaba algo en su ropa. Al seguir lo que indicaba su dedo, vio el puro manchando sus calzones o más bien quemándolos. Golpeó el calzón con la mano para quitar el puro y la carbonilla que estaba destrozando la tela de los calzones. 

-   Bueno, viejo amigo, el capitán te ha hecho una petición -indicó don Rafael-. Tendrás que responderle algo. 

-   Sí… yo.. bueno… -don Bartolomé no conseguía articular palabra. 

-   No me digas que vas a rechazar al único pretendiente serio que ha venido en años -dijo serio don Rafael. 

-   ¡Esteban! ¡Esteban! -gritó don Bartolomé, y cuando llegó su criado añadió-. Esteban, que mi hija venga aquí ahora mismo. 

-   Sí, don Bartolomé -asintió Esteban.

Los tres hombres siguieron en silencio hasta que llegó Teresa. 

-   Hija mía, el capitán me ha pedido tu mano -anunció don Bartolomé-. Es un buen hombre y no le negaría la petición. Pero quiero saber si estás enamorada de él. Porque si no hay amor, no será un matrimonio triste y a la larga una vida encadenada para ti, hija mía. 

-   Si ese es tu temor, padre, yo quiero a Eugenio -aseguró Teresa-. Le amo. 

-   Vaya -se limitó a pronunciar don Bartolomé, que miró a Eugenio y luego a don Rafael.

Estaba seguro de que su viejo amigo estaba detrás de esta petición. Sabía bien que don Rafael se habría metido para llevar a cabo la promesa que le había hecho a su difunta esposa, antes de que esta les dejase. Sabía que tenía que encargarse de buscarle un buen esposo a Teresa, ya que su mujer tenía por seguro que él no iba a ser muy hábil encontrando tan buen pretendiente. 

-   Pues en ese caso, capitán, no me puedo negar -anunció don Bartolomé, poniéndose de pie-. A mis brazos, yerno.

El capitán, un poco asombrado se dejó abrazar por don Bartolomé, que parecía contento. Incluso dentro de él empezó a sentir un ardor de felicidad. No se había esperado que don Bartolomé asintiera con esa facilidad o más bien docilidad. 

-   Bueno, pues habrá que pensar en la fecha de la boda -prosiguió don Bartolomé tras separarse de Eugenio. 

-   Creo que lo mejor es que sea lo antes posible -intervino don Rafael-. El capitán debe volver al mar en poco tiempo y será mejor que lo haga como esposo que como soltero ¿No creéis? 

-   ¡Oh, tiene que hacerse a la mar! -exclamó con sorpresa don Bartolomé-. En ese caso, creo que tenéis razón, lo mejor es una boda pronta. Es una suerte que no tengamos demasiados conocidos que invitar en Santiago y la mayoría de los familiares están en la península. ¿Sería inoportuno esperar un par de días? Así me da tiempo a hablar con el padre Damian. 

-   Dentro de dos días, es perfecto, amigo -aseguró don Rafael. 

-   Pues voy a ir mandando las invitaciones, algo sencillo, y tal vez el gobernador sea tan amable de cedernos el palacio para el ágape. ¿Puedes hablar con él, Rafael? 

-   No veo porque no -afirmó don Rafael, que también se puso de pie-. Vayamos al estudio para ir montando todo. Vosotros os podéis quedar aquí.

Tanto Eugenio como Teresa observaron cómo los dos hombres, llenos de vida otra vez, se marcharon de regreso al interior de la vivienda. Los dos, al quedarse solos se acercaron, se abrazaron y volvieron a besarse, como si volviese a ser la primera vez. Eugenio quería mantener ese momento, ese espacio de felicidad, de amor y sentimiento, pues la boda llegaría, pero también su marcha. La escuadra tenía que partir, sí o sí. No sabe cuando se marcharían, pues la misión era casi un secreto, ya que el gobernador quería que los espías de la ciudad no supieran nada. El asunto de Antigua había sido una proeza, los ingleses no se habían percatado, era momento de seguir obrando ese tipo de milagros.

martes, 22 de febrero de 2022

Falsas visiones (4)

Rufo consiguió controlar la loca cabalgada de Fortis tras unos minutos angustiosos que al joven le parecieron horas. Sabía bien que no era bueno forzar a su caballo así, su padre y su tío se lo habían dicho desde que era niño. Además hacía ya un rato que parecía haber dejado atrás, en la oscuridad, a Varo. Sabía que debía permitir a su amigo que le alcanzase. Debían estar juntos, si lo que temía su padre se cumplía. Por culpa de la oscuridad, no sabía bien donde estaban. Apretó el rostro y aguzó lo que veían sus ojos. Necesitaba también el resto de los sentidos. Pronto, con el caballo al paso, distinguió el ruido de otros cascos. De la oscuridad salió Varo con los caballos con los suministros.

-   ¡Detente! -gritó Rufo, para evitar que Varo le rebasase o le golpease.

Varo tiró de las riendas debido al grito y al poco vio a su amigo, que avanzaba a poca velocidad.

-   Menos mal que has detenido a Fortis, sino no os alcanzamos -dijo Varo, intentando parecer alegre y poco preocupado.

-   Cabalgar como un loco es la peor estrategia posible -sentenció Rufo-. Es mejor bajar el paso. Por lo menos para saber por dónde estamos.

-   Creo que nos acercamos al puente del río -indicó Varo, señalando a un punto en la oscuridad.

El río que pasaba por allí era muy caprichoso y casi rodeaba a la hacienda. Llegaba desde el noroeste, pasaba por el norte de la hacienda y parecía seguir hacia el este. Pero a unos kilómetros daba una serie de curvas y tiraba hacia el suroeste. La calzada que iba hacia Legio estaba al otro lado de ese río. Por ello, se había levantado un puente, uno sencillo de madera, sobre unos pilares de roca. Era lo suficientemente robusto para que los carros de mercancías, con los productos de la hacienda pudieran cruzarlo, pero dudaba que lo fuera para otras mercancías mucho más pesadas.

-   En ese caso debemos cruzarlo, para tomar la calzada -indicó Rufo-. Vamos, pero alerta. Ya has oído el informe del esclavo y lo que ha dicho mi padre, podrían intentar rodearnos.

-   Alerta ya estamos -aseguró Varo, que puso su yegua al mismo paso que Rufo.

Se fueron aproximando con cuidado hacía el puente. Había árboles que tapizaban las riberas del río y que ocultaban el puente. Pero al igual que ellos no veían el puente, si había alguien allí, tampoco les verían hasta estar demasiado cerca. Y eso les vino bien a ellos, pues detectaron el olor a quemado antes de que se aproximasen demasiado. Luego fue el resplandor de unas fogatas y después las voces de algunas personas. Rufo detuvo su montura y Varo le imitó.

-   ¿Cántabros? -preguntó Varo intentando aguzar el oído y la vista.

-   Eso parece -contestó Rufo, sin tenerlas todas consigo-. Parecen que los han colocado ahí para evitar que nadie escape de la hacienda. Puede que no sea un levantamiento al uso. Parecen más organizados.

-   ¿Qué hacemos? ¿Buscamos otro paso? ¿Regresamos? -inquirió Varo.

-   Son una docena y parecen más entretenidos en beber y reír -indicó Varo, algo que parecía verdad. Los allí reunidos estaban tumbados en la hierba y se divertían. Parecían demasiado ociosos y despreocupados. Solo había uno parado sobre el puente y parecía estar mirando al cauce. Tal vez esperaba que algo saliese de las bravas aguas-. Si nos lanzamos con las lanzas en ristre, les podremos pasar, creo que no se lo esperan.

-   ¿Estás seguro?

-   No, pero es nuestra única opción -negó Rufo-. Creo que esperan que mi padre mande a algún esclavo, por eso no están formados. No esperan guerreros a caballo. Creo que han menospreciado a mi padre. Y ese es su gran error. Además no hay ningún paso seguro en kilómetros a la redonda y no podemos volver sobre nuestros pasos o alejarnos de Legio. Cuanto más tardemos, peor para los de la hacienda. Valor, amigo. Vamos.

Rufo bajó la lanza hasta ponerla horizontal y su montura empezó a avanzar. Varo le imitó y se colocó junto a él, chocando las rodillas. Los caballos empezaron a ganar velocidad mientras se acercaban al río. Los cántabros solo se percataron del peligro cuando tuvieron encima a los jinetes. Se lanzaron lo más alejados del camino de los caballos, para evitar sus pesados cascos, rodando por el suelo. Solo el guerrero del puente intentó imponerse a Rufo y Varo, pero no llevaba ni escudo ni lanza. La punta de la de Rufo se clavó en el pecho del hombre, que parecía joven, no de más edad que ellos. Por la fuerza de los caballos, el cántabro pareció engancharse en la lanza, cayendo hacia atrás, pero al hacerlo, la propia punta rajó la carne y se liberó. El joven guerrero cayó al suelo y los caballos le pisotearon, cruzando el puente. El resto de los cántabros llegaron vociferando, pero solo pudieron rodear a su compañero caído, pues los caballos habían cruzado y ya se alejaban, de vuelta a la oscuridad de la madrugada.

Dinero fácil (4)

Patrick se acercó a la mujer que estaba junto a la nave, mirando algo en la zona inferior, hacía la parte trasera, donde estaban los motores, unos cilindros colocados a una altura que sería más bien la altura media de la nave, igual algo más alta que la zona media. Eran dos de menor tamaño y uno mucho más grande. La mujer de piel negra, estaba retirando cables y una manguera.

-   ¿La Folkung está lista, Valerie? -preguntó Patrick.

-   A tope de combustible y lista para volar, capi -indicó Valerie-. La tripulación lista, pero ligeramente arisca. A los trillizos no les ha gustado. Me han pasado sus quejas.

-   Ya las leeré cuando quiera -aseguró Patrick, que parecía importarle poco lo que se quejasen los trillizos-. ¿Y Halwok?

-   Le hubiera gustado revisar una cosa del núcleo, pero dice que no hay problema para irnos -contestó Valerie, que miró a las dos personas que estaban a la espalda de Patrick-. ¿Y ellos?

-   Nuestros clientes, pagan cinco mil por llevarles al sistema Erbock -anunció Patrick.

-   ¡Hum! -carraspeó Valerie-. Dinero fácil, sin duda.

-   Dinero fácil, sin duda -asintió Patrick, y se volvió señalando a Valerie-. Ella es Valerie Sorkov, mi primera oficial. Si yo no estoy de guardia, hablaréis con ella. Nuestros clientes, Durinn y su hija. Ve calentando la nave, mientras se la enseñó a los clientes.

-   Claro jefe -afirmó Valerie-. Bienvenidos a bordo.

Valerie parecía joven, mucho más que el capitán, era humana, de un metro setenta de altura, de buenas facciones y vestía mucho menos formal que Patrick, con una ropa ajustada, lo que provocaba que se marcasen sus curvas, sobre todo sus grandes pechos. Durinn supuso que en verdad era la amante del capitán. Era muy común entre los cazarrecompensas llevar a sus novias con ellos y siempre mucho más jóvenes que ellos. Sin duda era un cliché, pero nunca fallaba.

-   ¿Subimos a bordo? -preguntó Patrick.

-   Vamos -afirmó Durinn que quería marcharse lo antes posible de allí y por lo menos dentro de la nave no serían detectados por sus perseguidores.

Subieron por la plataforma hasta un espacio lleno de cajas metálicas. Sin duda era la parte frontal inferior y la usaban de zona de carga.

-   Los suministros para la tripulación -explicó Patrick, que se colocó junto a una consola y empezó a teclear algo. La plataforma se retiró, convirtiéndose en la compuerta que cerró la entrada. Se pudieron escuchar los ruidos del sellado de la nave-. Aquí tenemos todo lo necesario para subsistir en caso de emergencia. Además esta zona es una cámara estanca, por si tenemos que salir al espacio. Una de las modificaciones de nuestro jefe de máquinas.

Durinn observó que en un costado había una especie de armario, adosado al mamparo. Ahí guardarían los trajes espaciales.

-   Si hacéis el favor de subir por la escala -Patrick señaló una escala que terminaba en un agujero circular en el techo. Junto al acceso a la cubierta superior, Durinn vio que parecía haber otra compuerta, esta vez cuadrada y del tamaño de las cajas que había abajo. Pero la compuerta estaba muy simulada y era difícil de ver.

-   ¿Otra modificación? -Durinn señaló la segunda compuerta del techo.

-   La vida del cazarrecompensas es dura, por ello hacemos algún trabajito de transporte de mercancías -contestó Patrick, subiendo por la escala.

-   O sea que sois también contrabandistas -resumió Durinn, lo que no le importaba demasiado, pero podía ser mejor para su viaje. Los contrabandistas podían esconderlos como si fuera otra de sus mercancías ilegales.

-   Contrabandistas es una palabra un poco fea, yo diría conseguidores -rebatió Patrick cuando la cabeza de Durinn cruzó el agujero circular-. Pero bueno, esta es la cubierta inferior.

Durinn llegó arriba y ayudó a su hija a terminar la subida. Según dio un paso alejándose del agujero, Patrick tocó otra consola y una compuerta cerró el acceso de la escala, como si nunca hubiera estado.

-   Hay detrás -Patrick señaló una estancia en la parte frontal de la nave-. Está el comedor, bueno hay una máquina dispensadora de comida y bebida. Os podéis sentar y descansar. La tripulación suele encontrarse aquí.

-   ¿Y esto? -Durinn estaba mirando unas consolas llenas de luces y botones que estaban a ambos lados de dos compuertas cerradas. Por la posición tenía que ser los accesos a los nuevos compartimentos de carga. Pero no entendía la presencia de esos ordenadores allí colocados.

-   Eso no se toca, bajo ningún concepto. Son la obra de nuestro jefe de máquinas y no tolera que se toque sus cosas, ¿entendido? -advirtió Patrick.

Durinn y su hija afirmaron con la cabeza. Le interesaba saber qué eran esas computadoras tan raras, pero era mejor no enfadarse con los miembros de la tripulación de la Folkung. Ya cuando estuvieran a salvo en Erbock, investigaría al capitán Dark y su curiosa nave.

sábado, 19 de febrero de 2022

Aguas patrias (76)

Los siguientes minutos, Eugenio y Teresa se los permitieron para observarse los ojos hasta que cada uno fue capaz de reconocer cada mancha o cambio en el tono del color. Sin duda, ambos estaban absortos en sus pensamientos y en cuál debía ser el siguiente paso que debían dar. Solo Lucia parecía estar divirtiéndose por la falta de iniciativa de ambos jóvenes. 

-   Señorita Teresa -intervino Lucia con un aire de superioridad-. Tal vez el capitán deba ir a hablar con su padre. 

-   ¡Eh, sí, sí! -reaccionó Teresa regresando a la realidad de golpe. 

-   Diría que el capitán necesita pedirle su mano, ¿no cree? -Lucia siguió llevando la conversación-. Dudo que el amo se niegue ante tan buen partido, ¿no cree? 

-   Sin duda, Teresa -asintió Eugenio que se olvidó de la fórmula respetuosa, ya que parecía estar totalmente desbordado por la situación-. Es hora de ir regresando a casa. 

-   Pero no hemos llegado a la catedral -indicó Teresa, que al igual que el capitán estaba desorientada por cómo se estaba desarrollando todo. 

-   Señorita, creo que ya vendrán pronto a la catedral para otra cosa -dijo Lucia con cierta sorna.

Teresa y Eugenio asintieron con la cabeza y se dieron la vuelta, para iniciar el regreso hacia la casa donde residía don Bartolomé. El regreso fue totalmente silencioso, solo rotó por los sonidos de los que les rodeaban. La hora de la siesta había pasado ya hacía mucho y los residentes estaban volviendo a salir, a moverse y a vivir. También empezaba a acercarse la noche y eso quería decir que pronto cambiarían totalmente las personas que habría por las calles. Los trabajadores cerrarían sus tiendas y talleres, algunos regresando junto a sus familias y otros irían a las tabernas a descansar un rato. Los marineros que aún tuvieran algo de oro y los soldados que terminasen las guardias acabarían encontrándose. Si las cosas pasaban como siempre, lo más seguro es que bebieran demasiado y al final hubiera algún altercado. Era el pan de cada noche en una ciudad portuaria como Santiago.

Cuando regresaron a la vivienda de don Bartolomé, Esteban le indicó a Eugenio que el señor y su invitado estaban en la terraza, por lo que Eugenio se despidió de Teresa y se dirigió hacia allá. Encontró a los dos hombres, sentados en unos sillones, que parecían bastante cómodos, fumando de sendos puros y con unas copas de coñac aún sin terminar en una mesilla entre ambos sillones. 

-   Han vuelto pronto, capitán -indicó como saludo don Bartolomé cuando vio aparecer a Eugenio en su rango de visión-. ¿No le habrá pasado nada a mi Teresa? 

-   No, don Bartolomé, Teresa está perfectamente -contestó Eugenio.

Don Rafael, que parecía menos afectado por el licor que su amigo, se removió en su sillón. No se le había escapado ese “Teresa” que había pronunciado su protegido. Su rostro se iluminó con una sonrisilla. La palabra llevaba cargada mucho afecto, dicha sin los apelativos de respeto. Ya no podía equivocarse, Eugenio se había sincerado con su ahijada y sin duda, ahora iba a dar ese paso que todos los enamorados debían dar. 

-   Bien, capitán, eso está bien -se alegró don Bartolomé, cuyas sílabas se alargaban ligeramente, debido seguramente a todo el alcohol que había ingerido hasta ese momento-. No sé si sabe, pero mi Teresa es un poco alocada. En ocasiones se ha acercado demasiado al peligro. 

-   Supongo, don Bartolomé que un poco de locura está bien en la vida -señaló Eugenio-. Si los marinos no tuviéramos una pizca de locos no nos podríamos lanzar a la batalla como lo hacemos, ¿no cree? 

-   Sí, sí, claro -asintió don Bartolomé-. Pero usted es un hombre y ella, bueno, es una jovencita. Bueno, yo siempre la he animado para que no se acobarde ante la vida. Pero tampoco, bueno… yo… ¿Han llegado hasta la catedral?

Don Bartolomé tuvo que cambiar de dirección en la conversación, porque vio que se estaba empantanando sin sentido en una conversación tonta. Además había mirado de reojo a don Rafael y este parecía divertido con el entuerto en el que se estaba metiendo de cabeza él solo. Mejor cambiar a otra cosa y mejor. 

-   No, nos hemos dado la vuelta antes -reconoció Eugenio, que había aguantado la respiración ante el derrotero al que iba don Bartolomé y no sabía cómo el hombre iba a salir airoso de ello. 

-   ¡Oh, qué pena! -murmuró don Bartolomé, que seguía intrigado por lo tenso que parecía Eugenio y lo divertido, don Rafael. 

-   Bartolomé creo que el capitán quiere hablarte de algo -intervino don Rafael, que empezaba a pensar que Eugenio no iba a ser capaz de decirle lo que quería a su amigo. 

-   Capitán, yo no muerdo, jejeje -aseguró don Bartolomé, riéndose de sus propias palabras-. Puede decirme lo que quiera. 

-    He venido a pedirle la mano de su hija Teresa -dejó caer Eugenio, como quitándose un peso que le oprimía el pecho.

Don Bartolomé se le quedó mirando, abriendo la boca, separando los dedos, por lo que se le cayó encima el puro. Los ojos denotaban una total sorpresa sobre lo que acababa de oír.

El reverso de la verdad (66)

Tras pasar por el registro del comité de bienvenida, Markus y Andrei, liberados de sus pesos extras, que el Andrei era su pistola, y que en Markus resultó ser una pistola y tres puñales, fueron acompañados hasta una sala, donde esperaba el vendedor, un viejo y gordo amigo. 

-   Vaya si es otra vez Rochambeau -dijo con alegría Jules-. No nos vemos durante años, y ahora parece que volvemos a ser íntimos. Empiezo a sentir un cosquilleo en las puntas de los dedos. No me gusta pensar mal de los viejos amigos, pero no creo en las casualidades. Desde que te vi, han pasado muchas cosas raras en la ciudad. Muertes, tiroteos, la policía crispada… 

-   Lafayette, esos picores es porque has vuelto a meter tus sucias manos en algo no muy limpio -espetó Markus-. Rochambeau y yo vamos a llevar a cabo un trabajito y nos gustaría unos… 

-   Pero sí también tenemos aquí al gracioso de Guichen -afirmó Jules-. Esto parece una reunión de viejos amigos. ¿Va a venir el capitán también? ¿Debo sacar los mejores manjares? ¿Chicas?

Los tres se miraron durante unos segundos, pues la primera pregunta la podían responder los tres. El capitán no vendría, pues llevaba ya demasiado tiempo muerto, enterrado en una tumba sin nombre, en un país donde nunca habían estado oficialmente. Una misión imposible, por la que habían tenido que ceder a un amigo para que la diosa fortuna les dejase volver a ganar. Para los tres fue su última misión, pues vieron la maldad en los ojos de los que consideraban sus superiores. Vieron la traición en los hechos de los que tenían que protegerles. 

-   Una copa de alguno de tus incunables estaría bien -pidió Markus, rompiendo el silencio. 

-   Una copa de un vino normalito es suficiente para ti, Guichen -murmuró Jules, al tiempo que le hacía una seña a uno de sus hombres-. Como supongo que esto no es una visita social, ¿qué es lo que realmente queréis? 

-   Esto -dijo Markus, entregándole una hoja arrancada de un cuaderno que sacó del bolsillo de su pantalón Markus-. Y una chaqueta en condiciones para Rochambeau. 

-   Sin duda necesita algo mejor que eso que lleva -asintió Jules, al tiempo que desdoblaba la hoja y empezaba a leer-. ¡Por Dios! ¿Es qué pensáis empezar una guerra? 

-   Más bien una venganza -habló por fin Andrei. 

-   Una venganza, me lo temía -repitió Jules-. Tengo todo lo que hay en esta lista, pero tengo un problema. Si vuestro objetivo sobrevive y se entera que yo os he armado, tendré un importante problema con él. Por lo que sé es un maldito miserable. 

-   ¿Sabes quién es? -inquirió Andrei, sorprendido-. Cuando te visité la última vez no me dijiste nada Lafayette. Pensaba que éramos amigos. 

-   Cuando viniste por la pistola no sabía nada, aunque tal vez sí que tuviera dudas -explicó Jules-. Pero he indagado un poco. Y tus últimas acciones han sido como si pintases en una pared con rodillo. Lo del recepcionista en el agujero con las piernas rotas y un cuchillo sin afilar. Se las tuvo que ingeniar y le dolería mucho para cortarse el cuello con ese filo casi romo. Pero ya lo habíamos visto antes, los tres, ¿verdad? La policía piensa en algún grupo mafioso, yo pensé en ti y tiré del hilo. Has dejado tantas pistas que parecía Pulgarcito. Ni Guichen es tan chapucero. 

-   Gracias Lafayette por tu cumplido -intervino jocoso Markus. 

-   Tu enemigo, Rochambeau, es peligroso y encima ahora está enfadado, le has golpeado en lo que más le duele, en su negocio -añadió Jules-. Le has dejado en evidencia ante sus clientes. Le han robado y no ha pillado al ladrón. Está movilizando a todos sus hombres. Y ya tienes precio por tu cabeza. Podría hacerme rico por entregarte…

En ese momento, entró el matón de Jules con una bandeja, copas y una botella de vino. No parecía demasiado cara, pero cuando Andrei se abalanzó sobre él, prefirió salvaguardar la botella, que su propia arma. Acabó sentado en el suelo, con la botella en su regazo y Andrei les apuntaba con el subfusil que el hombre había llevado al hombro. Le quitó de la sobaquera una pistola que le lanzó a Markus, que agarró en el aire. Jules resopló y le quitó la botella de las manos a su hombre, tras lo que le dio un puntapié, como castigo por su torpeza. Empezó a abrir la botella, mientras Markus y Andrei le apuntaban con sus nuevas armas.

martes, 15 de febrero de 2022

Falsas visiones (3)

Los tres salieron de la vivienda y cruzaron el patio en dirección a los otros edificios que formaban la hacienda. A la izquierda de la villa, estaban las casas de los esclavos, así como las de los siervos libres, como Atello y Marco. A la derecha de la villa se encontraban los establos. Frente a la entrada principal estaba el camino de entrada, una calzada bordeada de altos cipreses. Más alejadas de estas construcciones, la hacienda tenía los establos del ganado, vacas y cerdos, gallineros, conejeras, los grandes almiares y otros almacenes. Además tras la villa, había un riachuelo, y allí había varios talleres y molinos, todos accionados por la fuerza del agua.

Unos esclavos permanecían con cuatro caballos ante el establo. Dos caballos habían sido ensillados, mientras los otros llevaban arneses de los que pendían alforjas con los suministros para una cabalgada de una semana, que es lo que les distanciaba de Legio. Un esclavo se encargó de sujetar las lanzas, para que Rufo y Varo se montasen en sus caballos. Para sorpresa de Rufo, el caballo que habían elegido era el de su padre, Fortis, su semental negro. La cabalgadura era inmensa, poderosa, pero leal. Tan pronto Rufo estuvo sobre él, este lo había aceptado como su jinete. Aunque tal vez fuera porque Fortis sabía que era el hijo de su dueño. Tampoco habían elegido mal caballo para Varo, una yegua de pelaje rojizo, muy veloz. El esclavo les devolvió las lanzas.

-   Parece que tengo ante mí a dos miembros de las poderosas turmae -Rufo escuchó la voz de su padre, y por tanto miró hacía donde provenía la voz. Se aproximaba su padre, vestido con su vieja armadura de tribuno, con toda la magnificencia de un alto oficial de los ejércitos de Roma. Tras él iba Atello, que también podía verse su grado de orgullo ante lo que veía.

-   He hecho lo que he podido, mi señor -aseguró Marco-. Pero son hijos de prominentes soldados y les quedan bien las armaduras.

-   Has hecho lo que debías, Marco -afirmó el padre de Rufo, que le tendió una bolsa de lana a su hijo-. Aquí tienes el mensaje a tu tío. Debes entregárselo en mano, a nadie más, ¿entendido?

-   Sí padre -asintió Rufo, tomando la bolsa y guardándola en una de las alforjas de su montura.

-   No os detengáis por nada, no confiéis en nadie hasta estar ante Arvino -advirtió el padre-. Son tiempos peligrosos si lo que dice el viejo Scapula es cierto. Debéis marcharos ya.

-   Padre… -comenzó a decir Rufo, cuando el estrépito de pasos le cortó.

Uno de los esclavos de su padre había llegado a la carrera. Tenía el rostro desencajado, con una mueca de terror.

-   ¿Qué pasa? -preguntó el padre.

-   Mi señor, hay hombres al otro lado del río, muchos -informó el esclavo.

-   ¿Qué tipo de hombres? -inquirió el padre.

-   Parecen guerreros o bandidos, mi señor -dijo el esclavo.

-   Entiendo -se limitó a decir el padre, mientras pensaba-. Reúne a todos los hombres de la hacienda. Lleva a las mujeres y los niños a la villa. Marco, Atello, prepararos. Y vosotros, marchad ya.

-   ¿Pero padre? -intentó hablar Rufo.

-   No hay peros, idos ya -ordenó el padre, con cara de pocos amigos, pero al ver el rostro de su hijo, añadió-. Este mensaje debe llegar a Arvino. Si en verdad ha habido un levantamiento la Victrix debe aplastarlos. No hay tiempo de sentimentalismos. Debéis marcharos ya, antes de que crucen el río y nos rodeen. Pero no temas por tu padre. Estoy rodeado de viejos soldados. No moriremos tan fácil. Ve y trae a la Victrix. Vete ya, hijo mío. Los dioses y mi cariño te protegen. ¡Ve!

Sin que Rufo pudiera evitarlo, su padre dio una palmada a Fortis, que como entendiendo las órdenes de su antiguo dueño, se encabritó. Lo que hizo que Rufo se sujetara mejor a las riendas para no caerse. El caballo salió disparado. Varo enganchó las riendas de los caballos de carga y siguió a su amigo, tras despedirse de su padre con un ligero movimiento de cabeza.

El padre observó como su hijo y Varo recorrían la calzada de los cipreses hasta que la oscuridad los tragó. Entonces se volvió hacia la villa, debía organizar la defensa de esta, para esperar a su hijo y a su hermano, siempre que los dioses se lo permitieran.

Dinero fácil (3)

El vehículo pilotado por Patrick empezó a descender hacia una parte del sector B. Se dirigió a un edificio para aparcar los vehículos. Ayudó a descender a la niña, mientras Durinn descendía por el otro lado, adelantándose a su cliente.

-   Puedo yo, no es necesario que nos ayudes -aseguró Durinn.

-   No me importa -se quejó Patrick, bastante intrigado por que Durinn no le dejase acercarse a la niña.

-   Pero a mí sí -afirmó Durinn-. ¿Y tu nave?

-   Seguidme.

Patrick guió a su cliente y a su hija hasta un ascensor que les llevó a la planta central y allí pillaron un segundo vehículo, en este caso uno manejado por un robot adosado al propio aparato. Patrick le indicó el número de la dársena y el robot puso en marcha el vehículo. Los tres tardaron unos minutos en llegar al destino. Estaban ante unas compuertas de gran tamaño. Durinn se dirigió hacia ellas, pero Patrick le chistó y señaló unas puertas más pequeñas.

-   Esas son para grandes cargas, pero no es nuestro caso -se burló Patrick, pero no pareció conseguir que Durinn se riese, ni dijera nada. Aunque la verdad es que no había podido distinguir la cara de su cliente. A parte de la capucha llevaba algún tipo de máscara holográfica, por lo que sus facciones parecían ser las de un robot, pero estaba seguro que no era así, sino que estaba ante un ser vivo. Sin duda su ex-esposo debía ser muy peligroso para tomarse tantas molestias. Incluso la niña llevaba otra.

Al acercarse Patrick a la compuerta pequeña sacó una acreditación y la compuerta se abrió. Cruzaron los tres y se volvió a cerrar. Cruzaron lo que parecía una especie de zona de descanso aunque no había nadie. Por otra compuerta llegaron a la dársena de atraque en sí. Allí había una nave. Se veía una figura de una mujer junto a la plataforma de acceso.

-   ¡La Folkung! -exclamó Patrick abriendo los brazos y volviéndose a su cliente.

-   Eso es tu nave, es un montón de chatarra -dijo Durinn.

-   Te equivocas, es la mejor nave de este cuadrante -negó Patrick-. Es rápida y segura. No vas a encontrar nada mejor. Pero si quieres probar, ya sabes donde está la puerta.

-   ¿Es una antigua cañonera de la clase Piranha? -preguntó Durinn mientras seguían avanzando hacia ella-. ¿Pensaba que las habían destruido todas?

-   Esta se salvó -aseguró Patrick-. Se puede decir que me valió barata y que los chatarreros que tenían que destruirla, preferían ganar algún crédito más que la destrucción en sí. Supongo que todos son avariciosos.

-   Le has hecho alguna modificación -Durinn señaló una parte del lateral, en la zona frontal de la nave-. Eso no la hará más lenta.

-   Veo que te has fijado, pero no te preocupes, solo es fachada -aseguró Patrick.

La zona que había señalado Durinn era la parte donde la cañonera llevaba una de sus dos baterías circulares. Claramente, en tiempos de paz ninguna nave debería ir armada, a excepción de las naves militares. Es verdad que algunos transportes podían estar ligeramente armados, sobre todo por la existencia de piratas. Pero las naves del tamaño de la Folkung se valían más de su velocidad y maniobrabilidad que de la potencia de fuego. Aun así, la lo que había hecho a las cañoneras de la clase Piranha tan esenciales en la Armada, la perfecta conjunción de fuerza de fuego y ágil maniobra. Tanto había sido así que las Piranha habían llegado a formar flotas de ataque. A su vez detrás del puente de mando llevaba otra batería giratoria. Además de una batería fija de cuatro cañones en el frontal. Pero a los ojos de Durinn, la batería fija ya no estaba y las móviles habían sido sustituidas por bloques cuadrados, seguramente secciones extras de carga.

Lo que ha Durinn le había impactado a que se refería con lo de solo fachada a los cambios de las baterías móviles por zonas de carga. Pero viniendo de un capitán de una nave que sin duda era un excedente ilegal de la armada, podía ser cualquier cosa. La cuestión es que tenía que llegar a Erbock y la Folkung era su única oportunidad, pero eso era algo que no iba a decirle a su capitán o intentaría sacarle más dinero.

sábado, 12 de febrero de 2022

Aguas patrias (75)

Cuando el estupor se fue mitigando, los dos jóvenes se dieron cuenta que ya no tenían muchos temas de los que hablar, solo había uno que podían intentar pero a ambos les daba mucha vergüenza. 

-   ¿Hasta cuándo se quedará en Santiago, capitán? -preguntó de improviso Teresa, intentando reiniciar la conversación. 

-   Hasta que el gobernador nos dé la orden de salida -indicó Eugenio-. En sí no sé cuando será exactamente. Es un asunto secreto y no puedo ir por ahí aireando esa información. Seguramente el inglés tiene a sus espías aquí. Igual que nosotros los tenemos en su territorio. 

-   ¿Cree que yo soy un espía inglés? ¿O tal vez Lucía? -indagó interesada Teresa. 

-   No, claro que no, pero nunca se sabe el tipo de personas que están rodeándote y con la oreja puesta -aseguró Eugenio-. Igual el tendero que siempre has creído que es un hombre recto, en realidad es un traidor que ama el oro enemigo. De todas formas, me temo que mi estancia en Santiago está por terminar. Es verdad que aún tienen que terminar de armar a los barcos que me acompañarán y… 

-   ¿Entonces va a ser una escuadra? -le cortó asombrada Teresa-. ¿Quién la va a dirigir? ¿Don Rafael? 

-   Esto, no -negó dubitativo Eugenio, pues no sabía si debía o no revelar más detalles de la misión. Al final creyó que Teresa no era un peligro para su misión-. Don Rafael se quedará defendiendo Santiago con el Vera Cruz. El gobernador ha decidido que yo comande la escuadra. 

-   ¡Le han ascendido! -exclamó Teresa, poniendo una mueca de alegría. 

-   No, no, sigo siendo capitán, señorita. 

-   Pero don Rafael es comodoro, para poder dirigir la escuadra, ¿no? -rebatió Teresa. 

-   Don Rafael sigue siendo capitán, pero dado su antigüedad se le otorgó el cargo provisional de comodoro para esta misión -explicó Eugenio-. Dado que la escuadra se va a romper, lo más seguro es que le revoquen ese cargo provisional. O tal vez el gobernador le mantenga el rango. Puede que la escuadra que voy a comandar siga bajo las órdenes de don Rafael, aunque no esté él presente. 

-   No lo entiendo -señaló Teresa, poniendo cara de inquietud. 

-   Es muy simple, la escuadra se divide para realizar una acción, pero las órdenes son de Rafael, pues sigue dirigiendo los barcos como su comodoro, aunque él se mantenga en Santiago con el Vera Cruz y otros barcos menores. La cuestión es que yo dirigiré los barcos porque soy el capitán con más antigüedad. Pero solo seremos dos fragatas y dos corbetas de apoyo.

Por unos segundos, Eugenio temió que Teresa siguiera sin entender lo que le había contado, ya que había comenzado a poner una cara de tristeza. Tal vez no fuera tan bueno como maestro como se había pensado. En el barco a veces ayudaba al contramaestre con la educación de los guardiamarinas y los grumetes. Pero podría ser que no se enterasen de nada de lo que les contaba y no tenían el valor para indicárselo. Ni el contramaestre, lo que le molestó ligeramente. 

-   Si hay algo que no ha entendido puedo intentar… -comenzó a decir Eugenio. 

-   No, lo he entendido perfectamente, capitán -aseguró Teresa, pero seguía poniendo esa cara de autentica tristeza. 

-   ¿Y entonces por qué la notó preocupada? ¿O más bien… 

-   Es que me he dado cuenta que se va a volver a marchar y no podré pasar el rato con usted, capitán -indicó Teresa-. Me gusta pasear con usted, me gusta cuando me habla, me…

Las palabras de Teresa se perdieron en un hilillo casi inaudible. Eugenio se detuvo y se volvió hacía Teresa, que se sonrojó según Eugenio la miró a los ojos. 

-   Señorita Teresa, me gusta usted -sentenció Eugenio, que se agachó y besó los labios de la muchacha.

Se escuchó un chillido a las espaldas de ambos, pero Teresa levantó una mano, para evitar que Lucía se lanzase como una loca para proteger la virtud de su ama. Eugenio se retiró casi al momento que sus labios se rozaron. Pudo ver el mismo sonrojo en el rostro del capitán, aunque más mitigado que el que calentaba sus mejillas, debido al tono más moreno del marino. Sin duda, Eugenio se había arriesgado, pensó Teresa, tal vez como cuando se lanza a la batalla, contra el fuego enemigo, armado con una espada y nada más.

El reverso de la verdad (65)

Gerard estaba sorprendido, pues pensaba que Arnauld era un grandísimo idiota. Había esperado pacientemente a que el policía se marchase, para limpiar el desaguisado que había provocado. Pero por lo visto, el policía se lo había llevado todo. El cuerpo del muchacho, del que solo quedaba un charco de sangre junto a la cama. La muchacha, que podría estar también muerta. Sin duda los había envuelto en la cortina de la ducha, de la que quedaban algunas argollas aún en la barra. Tampoco había dado con el arma homicida. Se lo había llevado absolutamente todo. Estaba a punto de irse, cuando sonó una melodía. Siguió la musiquita, un tema de David Guetta, hasta encontrar un móvil debajo de la cama. En la pantalla aparecía una fotografía de Viktor. Al final, Arnauld si que se había dejado algo. Con unos pañuelos, tomó el teléfono y los guardó con cuidado. Se lo llevaría a su jefe, él sabría qué hacer con él.

Se dirigió a de vuelta a su coche y se puso en marcha, tenía que llevar lo único que había sacado de la operación, que por la noche parecía tan exitosa y ahora se había diluido bastante, pero aún tenían el móvil, que esperaba que sirviese para algo.


Más cerca de lo que Gerard podía saber, se encontraba la persona que estaba provocando los desvelos de su jefe. El land rover de Markus había salido de la autopista y se dirigía a uno de los polígonos industriales que rodeaban la ciudad. Markus quería hacerse con un par de juguetitos y para ello, iban a ver al mejor suministrador de la ciudad. Pero al contrario que Andrei, Markus sabía demasiado bien donde tenía el negocio y cómo presentarse sin estar invitado. No le había permitido que le llamase al mercader, ya que aseguró que funcionaba mejor si le hacían una visita sorpresa. 

-   ¿Y la policía? -preguntó Andrei, cuando se acercaban a su destino. 

-   Esos idiotas creen que el bar es su lugar de trabajo -ironizó Markus-. Mira Rochambeau, una cosa son los lugares que ellos creen que tienen controlados y otra, los verdaderos negocios. Nuestro viejo amigo dirige todo desde este lugar, donde parece un importador más de lo que allá a su alrededor. Puede entrar y salir del bar sin que la bofia se de cuenta. Ya ves lo inteligentes que son. 

-   Supongo que si todos son como Arnauld, pues puede ser -murmuró Andrei. 

-   ¿Arnauld? ¿Qué Arnauld? -quiso saber Markus. 

-   Arnauld Marcon -contestó Andrei-. ¿No te acuerdas de él? Estaba en el ejército. Su unidad llegaba después de que nosotros termináramos las operaciones. Era de la limpieza. 

-   Esa rata -espetó con disgusto Markus, lo que sorprendió a Andrei-. Ese es diferente al resto de los policías. No tiene honor. Es una serpiente. Es corrupto, pone el cazo con rapidez. Creo que tu enemigo le paga con creces. Pero no sé cómo no te has dado cuenta, en el ejército era igual. Solo se movía si con ello podía obtener el dinero suficiente. seguro que él es quien se ha encargado de que no se investigase el accidente que le costó la vida a tu Sarah. Me juego lo que quieras.

Andrei se le quedó mirando, mientras unía las piezas que le faltaban. Fue muy curiosa su aparición en el funeral. Dijo que se había enterado en el periódico del funeral. Pero él no puso ninguna esquela. Iba a ser una ceremonia privada, solo para familiares y amigos íntimos. Arnauld no era ninguna de las dos cosas. Además recordaba que cojeaba bastante. Nunca le preguntó el porqué. Una duda se había formado en el cerebro de Andrei, una que solo Arnauld podría responder. Ya se encargaría de él, cuando hubiese acabado con Alexander.

Markus condujo hasta un pabellón que estaba rodeado por una valla metálica de dos metros de altura. Pulsó en el telefonillo y esperó. 

-   ¿Sí? 

-   Requiero un arreglo de flores, todas han de ser crisantemos -dijo Markus, ante la mirada sorprendida de Andrei.

La comunicación se cortó, pero al momento la verja se empezó a abrir. 

-   Una clave -dijo Andrei-. ¿Os creéis espías? 

-   Un asesino es como un espía, creo yo -indicó Markus-. Pero la verdad es que es mejor tener claves que nadie vaya a cuestionar. La tapadera de este lugar es ser una importadora de flores. Un poco gracioso, son flores que matan.

Si Markus quiso hacer un chiste, solo se rió él, pues Andrei no salió de su rictus serio. Markus resopló al ver la falta de humanidad que parecía ser la actitud de su compañero de misión. Estaba seguro que cuando estaban en el ejército era más alegre. Cuando la verja se abrió del todo, condujo hasta un portón en la fachada principal del pabellón, que ya se estaba elevando, dejando ver una especie de garaje. Aparcó dentro, según pudo entrar por el hueco dejado por el portón. Cuando este se cerró del todo, por una puerta aparecieron un par de hombres armados, a los que Markus denominó como el servicio de bienvenida del negocio. Le explicó a Andrei que claramente les tendrían que dejar sus pistolas como gesto de buena fe o sino no verían al vendedor de armas. Era un requisito simple pero imposible de incumplir, aquí tenían menos miramientos que en el bar.