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martes, 8 de febrero de 2022

Falsas visiones (2)

Llevaban ya unos diez minutos Marco y Rufo en la armería cuando llegó un joven, de parecida altura que Rufo, pero más ancho. Su pelo era negro, así como los ojos. La piel estaba oscurecida como la de Rufo, debido al Sol que pegaba en la región, con fuerza en verano y si pausa en los días soleados del resto del año. Solo la lluvia y la nieve del invierno impedían al Sol actuar como en el verano. Y ese joven solo podía ser Varo.

-   Termino con Rufo y empiezo contigo, Varo -dijo Marco, que estaba ayudando a Rufo a ponerse una armadura ligera, la típica de las tropas auxiliares, de las alas de caballería de apoyo a las legiones.

-   Sí, tío Marco -asintió Varo, con una voz más grave que la de Rufo. Atello y Marco siempre se metían con Rufo porque la voz de Varo era más parecida a la de un hombre que la suya. Pero al joven Rufo no le importaban esas chanzas, porque sabía que no había maldad en las palabras de los dos antiguos legionarios.

Marco revisó la armadura de Rufo, una a una cada correa y hasta que no sonrió, no pareció satisfecho de su trabajo. Entonces le hizo una seña a Varo que se acercó. Mientras Marco buscaba una armadura de la talla de Varo, el muchacho miró a Rufo, esperando que este le contase que ocurría.

-   Tenemos que ir a Legio, a llevar un mensaje de mi padre al tío Arvino -informó Rufo.

-   ¿Y no puede mandar a un siervo? -inquirió Varo, que claramente no era feliz por haber sido levantado a esas horas o tal vez no estuviera solo. En la hacienda no había secretos y se sabía que Varo tenía un par de amigas entre las esclavas. No era habitual que un trabajador o más bien el hijo de uno tuviera esas libertades con las esclavas de otro. Pero el padre de Rufo lo permitía o más bien simulaba no verlo.

-   Son las órdenes de mi padre -se limitó a responder Rufo.

-   Entiendo -dijo Varo y se calló.

Solo la mención de que eran órdenes de su padre, le bastó a Varo para no protestar más. Nadie en la hacienda podía ir en contra de las palabras del señor, ni un trabajador y menos un esclavo. A menos que quisiera recibir un castigo proporcional al grado de rebeldía. Los traseros de Rufo y Varo, en su niñez ya habían sentido el dolor de esos castigos, para saber a qué atenerse en el futuro por sus acciones.

-   Diría que no te has levantado muy contento -probó Rufo a sonsacar que había estado haciendo su amigo. Aunque Varo permanecía serio, se sonrojó un poco. Rufo sabía que le había pillado-. No sé porque había alguien más en tu catre esta noche.

-   Así que el joven Varo ha vuelto a las andadas -dijo Marco, acercándose con la armadura que había elegido-. ¿Tendré que hablar de nuevo con tu padre?

-   No tío Marco, lo tengo controlado, no va a haber problemas por estos encuentros -aseguró Varo, hablando deprisa.

-   Ya, ya, pues espero que tu padre no tenga que resarcir a nuestro señor porque dejas encintas a sus esclavas más jóvenes -se rió Marco-. Solo de pensarlo, pobre Atello.

Tanto Rufo como Varo pensaron en Atello. En el caso de Rufo por la simpatía que tenía en su instructor. En el caso de Varo por el miedo al enfado de su padre, Atello. El viejo instructor no veía bien las juergas nocturnas de su hijo, y ya le había amonestado un par de veces. Marco había intentado mediar entre padre e hijo, alegando que si Atello ya no se acordaba de su juventud en las legiones. No había forma de sacarle de los burdeles que seguían a los campamentos. Así como cuando enamoraba a la esclava de algún tribuno, prefecto o legado. Atello le había dicho que cuando fuera padre, que ya vería lo que es educar a un hijo. En ese punto, Marco siempre se marchaba, pues se sabía que era un solterón empedernido, con alguna amiga en la hacienda, pero sin necesidad de crear esa familia que sí habían hecho Atello y su señor.

-   Bueno, Varo, la armadura te queda un poco justa, pero es la más grande que tenemos de este tipo -indicó Marco, cuando terminó de revisar las correas-. Es hora de armaros. Os llevaréis dos gladios, que ya estaban destinados a vosotros. Y dos lanzas.

-   Bien -dijeron al unísono Rufo y Varo, que llevaban tiempo deseando poseer armas de verdad y no las espadas de madera de entrenamiento que usaban con Atello.

-   Nada de hacer el tonto con ellas, son las armas de un hombre, de un soldado -advirtió con orgullo Marco, por lo que los dos jóvenes borraron las sonrisas que habían aparecido en sus rostros.

Marco tomó dos lanzas de los estantes donde se apilaban y se las entregó a los dos jóvenes. Después se hizo con los gladios que ya estaban preparados, envainados en sus arneses. Durante unos minutos colocando los arneses en las cinturas de los jóvenes. Tanto Rufo como Varo sintieron el peso del metal que ahora colgaba de sus cinturas. No era como la madera, esto era diferente. Tras ello, les hizo un gesto para que le siguieran.

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