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sábado, 28 de noviembre de 2020

Aguas patrias (12)

Nada más llegar a la Sirena, se había dado una vuelta por la fragata para ver lo que se había avanzado en su ausencia. Tras agradecer a los hombres su esfuerzo, así como premiarlos con más ración de alcohol aguado con la siguiente comida, e indicar que se necesitaba y cuando, se fue a su camarote. La cabina del capitán de una fragata no era como la de un navío de línea, incluso como la que él tenía como primer oficial, pero no era pequeña. Tenía una zona privada y una pública, compuestas por un pequeño despacho y un comedor, para poder dar comidas a sus oficiales. Lo bueno de su camarote es que tenía mucha luz, ya que estaba la galería de popa.

Al entrar en su camarote, vio que ya había llegado su baúl desde el vera Cruz. Lo abrió y vio que sus escasas posesiones estaban dentro, nadie se había quedado con nada. En ocasiones algunos oficiales solían tener las manos muy largas. Aunque nada como las tripulaciones de los barcos franceses. O por lo menos él había escuchado rumores sobre los marineros franceses de las pocas veces que habían estado en guerra con ellos, ya que ahora casi siempre eran aliados en las guerras contra los ingleses. Aunque los franceses eran mucho peores que ellos en el mar y su armada daba bastante pena verla. Pocos barcos, viejos y desvencijados. Los más nuevos, tripulados por capitanes de tierra adentro, que no tenían conocimientos náuticos mínimos pero sí apellidos muy nobles. Don Rafael tenía la misma idea que los franceses no eran los mejores aliados posibles, pero por lo menos eran católicos.

La lista de oficiales que le había pasado don Rafael era bastante amplia. Lo primero que tenía que hacer era elegir a sus tenientes. Ya había decidido quedarse con el teniente Romonés, que había trabajado con ahínco desde la captura de la Sirena. No iba a dejarlo como último teniente, pero tampoco como el primero. Necesitaba un primer teniente con experiencia en la navegación. Y pronto encontró a su candidato.

Se llamaba Alvaro Salazar Urrutia, de veintiséis años. Estaba asignado como tercer teniente de la Santa Cristina. Tenía más antigüedad como teniente que Romonés, por lo que sería su primero. Además, había servido en varias fragatas, por lo que sabía cómo funcionaban. Había viajado y según una nota de don Rafael era un oficial prudente pero bragado en el combate. No era un gran bebedor y no solía vérsele en los burdeles de los puertos. No estaba aún casado y era muy creyente.

Mariano Romonés sería su segundo teniente, pues se lo había ganado con creces. Para el tercer y el cuarto eligió a dos jovenzuelos, dos guardiamarinas que por la edad ya deberían haber hecho el examen de teniente y pasarlo con el tiempo que llevaban embarcados. Con respecto a los guardiamarinas, el gobernador había pedido que se embarcasen los hijos de ciertas personas de la isla. Eugenio decidió aceptarlo a todos, en parte porque necesitaba devolver el favor al gobernador por ratificar su nombramiento. Esto era una práctica habitual y él estaba en deuda con el gobernador. Para los puestos del condestable, el contramaestre, el oficial de derrota y otros oficiales subalternos, acepto a las personas que don Rafael le recomendaba. Hombres que habían servido bien en mandos del propio don Rafael. algunos formaban parte de la escuadra, pero la mayoría parecía que estaban varados en el puerto. A su vez, el gobernador le proporcionaba el nombre de un capitán de infantería de marina, así como el resto de soldados para completar la guarnición que debería llevar la fragata.

Por alguna razón que Eugenio desconocía había muchos marineros en el puerto, sin barco, listos para completar la tripulación de la fragata y los supernumerarios que debería llevar para la misión encomendada. Durante un largo rato, estuvo escribiendo la carta de respuesta que tenía que mandar a don Rafael con sus peticiones. Solo faltaba que el comodoro las aceptase, pero no creía que hubiese problemas. Cuando terminó, guardó papeles en la caja fuerte, selló la carta y subió a la cubierta. Buscó al teniente Romonés, que parecía que se movía por la fragata como si hubiese nacido en ella. Los marineros a los que preguntaba le comunicaba que había estado allí, pero que se había ido a otro lado. Por fin consiguió encontrarle junto a un tonel de agua limpia, que bebía con ayuda de un cazo. 

-   Mariano, necesitó que esta carta llegue a las manos de don Rafael -indicó Eugenio. 

-   Como ordene, capitán -asintió con respeto Mariano, que tomó la carta, pero antes de marcharse, añadió-. Mi enhorabuena por su ascenso, capitán. 

-   Gracias, Mariano -agradeció Eugenio, que se iba a retirar, pero se volvió-. Pronto llegarán más hombres, y más oficiales. Pero he solicitado que se te asigne a la tripulación. Creo que el puesto de segundo teniente es el más idóneo para ti. 

-   Gracias, capitán, haré que no se arrepienta de su elección -afirmó Mariano, serio, pero Eugenio podía detectar en sus ojos la felicidad de su ascenso, aunque siguiese siendo teniente. Como segundo, Eugenio le daba más poder en la fragata y posibilidades para distinguirse en alguna acción o combate. 

-   Bien, sigue con tu trabajo -señaló Eugenio-. Si se me necesita, estoy en mi camarote.

Eugenio no esperó la despedida de Mariano, pues ahora era el capitán y no era necesario. Pronto escuchó el ruido de una falúa descendiendo por el costado de babor, el ruido de los remos impulsándola y alejándose de la fragata. Mariano había sido más que diligente con su orden. Eso le gustaba y sabía que Mariano iba a ser un gran apoyo en el manejo de la fragata y durante la misión.

El reverso de la verdad (2)

Aunque su espera no fue muy larga, le dio tiempo a beberse el café, sin quemarse. Pero por fin dio con una figura conocida. Le vio a lo lejos, pero no dudo de que era él. Vestía como siempre, con ese toque bohemio que le había caracterizado desde la juventud, desde que le conocía. Le pareció que llevaba unos pantalones de pana color azul oscuro o negros. Una camisa de leñador, de cuadros grandes, en rojo y blanco, con alguna línea de otro color, igual un rosa o un verde pálido. Sobre ella, una cazadora de cuero, marrón clara. Andaba desgarbado, como quien sabe que le miran y le gusta. Se llamaba Alexander Doumeneq, y se podría decir que era o había sido el mejor amigo de su esposa. Se habían conocido en la universidad, ambos estudiaban periodismo. Se habían hecho amigos, y esa amistad se había ido extendiendo hasta que ambos montaron un negocio, o más bien su esposa le había metido en la que ella había creado.

Alexander levantó la mano cuando le vio, la agitó en el aire convulsivamente y le sonrió. Aún se acordaba cómo había llorado durante el funeral de su esposa. No sé sabía quién era en verdad el afligido viudo. Ese recuerdo le dio una punzada de celos, pero lo desechó casi al momento. Ese pensamiento era algo mezquino y no quería recordar el funeral. 

-   Andrei, cuánto tiempo ha pasado ya, cielo -dijo Alexander cuando llegó a la mesa, sentándose en una de las sillas de la mesa-. Me gusta tu nuevo look, te da un aire desenfrenado. 

-   Supongo que mucho -asintió pensativo Andrei, mirando a Alexander y levantó la mano para atraer al camarero-. ¿Qué quieres Alex?

El camarero llegó solicito y Alexander le pidió un té verde. Le dio varias explicaciones de cómo quería que le preparasen el té. El camarero le escuchó con una mueca de comprensión y se marchó cuando hubo terminado. Andrei estaba seguro que le prepararía la bebida como lo hacía siempre. Este era un bar de barrio, no uno de los sofisticados locales modernos a los que solía ir Alexander. 

-   ¿Qué has estado haciendo durante estos meses, Andrei? -se interesó Alexander, que buscó algo en el interior de la cazadora, sacando un paquete de tabaco y un encendedor. Le ofreció a Andrei, pero este lo rechazó. Quería ver si seguías siendo el mismo hombre sano, cielo. Pero te veo bien, mucho mejor que hace unos meses. 

-   Voy tirando, Alex -se limitó a decir Andrei-. No es lo mismo sin ella. 

-   En eso tienes mucha razón -asintió Alexander, cambiando su rostro risueño por uno mucho más serio-. La oficina se ha vuelto más triste sin su presencia. Pero supongo que no me has llamado para hablar de los viejos tiempos. ¿En qué te puedo ayudar, Andrei? 

-   Me gustaría que me contases en lo que andaba metida Sarah antes del accidente -indicó Andrei, que no sabía si sería capaz de nombrarla-. Sé que estaba ultimando un documental o una historia de investigación. No me quiso decir mucho, pero parecía que iba a ser algo grande. 

-   ¡Oh, Andrei! -exclamó Alexander-. Ya sabes cómo era Sarah. Ella llevaba sus historias e investigaciones en un total secreto. No me mostraba nada hasta que tenía todo atado y reatado. No sé en lo que trabajaba. 

-   Pero tú siempre sabías en lo que andaba, Alex -aseguró Andrei-. Estoy seguro de que algo si te olías. La conocías bastante bien. Erais como hermanos. 

-   Incluso más que hermanos -se rió Alexander, pero al ver el rostro crispado de Andrei, prefirió dejarse de chanzas-. Y aun así sólo tenía ojos para ti. Y si te digo la verdad, entiendo porqué. Pero en este caso, Sarah se guardó todo su trabajo. Me temo que desconozco en lo que andaba metido. Aunque si te puedo decir que en un par de ocasiones me dijo que era algo gordo. 

-   ¿Podría ver lo que tenía en su ordenador de la oficina? -preguntó Andrei. 

-   Sabes bien que no puedo impedirte eso, al fin y al cabo eres el dueño de todo -señaló Alexander-. Pero tras su muerte busqué en el ordenador y no encontré nada. Supongo que lo tenía todo en su ordenador portátil. Es una pena que se perdiera en el accidente. 

-   No se perdió. 

-   ¿Qué? -quiso saber Alexander-. Pensaba que se perdió cuando tuvisteis el accidente. 

-   He estado soñando, recordando cosas -anunció Andrei-. Había otro coche, nos sacó de la carretera. Alguien bajó, rompió una de las ventanillas traseras y se llevó el ordenador de Sarah. 

-   ¿Estás seguro de eso? ¿Se lo has dicho a la policía? 

-   No, no estoy seguro del todo -negó Andrei-. Son imágenes borrosas, no lo recuerdo bien. No he querido ir a molestarlos.

Andrei se calló por unos segundos, mientras en su cabeza comenzaron a sucederse una a una las imágenes del accidente. El coche dando vueltas de campana, él y Sarah colgados boca abajo, sujetos por los cinturones. La sangre, la inconsciencia de Sarah y sus ojos cerrándose poco a poco. Lo siguiente fue despertar en el hospital, con una gran herida en el costado que le tiraba, así como una pierna rota y que su esposa no estaba por ningún lado. Al poco entró un médico y Alexander, lloroso. La realidad le golpeó antes de que ninguno de los dos le contase la triste verdad.

martes, 24 de noviembre de 2020

Lágrimas de hollín (54)

Los principales asesores del viejo Arghuin le habían implorado que no fuese a la subasta, que no aceptase los términos del hombre de la máscara de oro. Así que durante unos días, estuvo negociando para hacerlo en un lugar neutral. Al final, Jockhel accedió a que la subasta se realizaría en una de las casas de los Gatos, uno de sus famosos burdeles. Mientras se realizaba este negocio, consiguió que el enmascarado asegurase que no vendería ni una de las mercancías. E incluso, en una carta que tanto a Fhin como a su cúpula, les pareció deshonrosa para un hombre de su edad y posición, pedía que le presentasen las muchachas más jóvenes, las no mancilladas, pues le gustaba desflorar a las hembras.

Fhin le aceptó esas minucias, pues el viejo tuvo que admitir una serie de prebendas a su vez. Estas no gustaron a sus lugartenientes. La principal de ellas, es que Arghuin solo podría entrar en el burdel con cuatro escoltas, que irían con él en todo momento. El viejo estaba cegado por su propio vicio y aceptó para conseguir lo que tanto deseaba. Y por fin se eligió una fecha, aparte del lugar.

Cuando el viejo Arghuin llegó al lugar, fue recibida por una de las capitanas de los gatos, con la cordialidad que siempre tenían para él. El viejo, que siempre se había considerado mejor que los Gatos, incluso mejor que Ghirenna, aceptó las carantoñas y las muestras de respeto que la capitana le dedicaba. No era solo la lascivia uno de sus males, pecaba de soberbia. Fhin suponía que era fruto de haber sobrevivido tanto en el cruel barrio. Pronto la escolta de Arghuin estuvo rodeada por las atenciones de Gatos y trabajadoras del burdel, que les acompañaron hasta una sala, donde les ofrecieron vino, cerveza y un amplio surtido de delicias. Estaban solos en la sala, a excepción de las mujeres. 

-   Mi señor, esto es muy raro -dijo uno de los escoltas, que parecía de mayor edad-. Estamos solos. No hay otros compradores. Sería mejor que nos fuéramos de aquí. 

-   Mi gran Lord -intervino la capitana al momento-. La Dama ha conseguido que Jockhel os presente en exclusiva los mejores productos de lote, para que podáis presentar una oferta antes que otros compradores. Él paga todo lo que hay aquí, para que disfrutéis. 

-   Ves, Oupher, ese Jockhel es todo un hombre de negocios -indicó con una sonrisa maliciosa Arghuin-. Disfruta de las mujeres y las viandas. ¿Cuándo empieza el espectáculo? 

-   Enseguida, gran Lord.

Oupher no tenía todas consigo, pero sabía que su señor no era de los que soportaban que alguien les contrariase dos veces seguidas. Por ellos vio cómo llegaron cinco divanes acolchados, mesas auxiliares, copas y más mujeres. Se dejó llevar hasta uno de los divanes, y se tumbó. El resto de los escoltas no parecieron tan reticentes a recibir los mismos o por lo menos parecidos cuidados que su señor. Justo en ese momento, se encendieron varias lámparas frente a ellos, iluminando una amplia peana y a un hombre encapuchado cuyo rostro refulgía. 

-   Es un honor que por fin el gran Arghuin, el rey de los Leones quisiera reunirse conmigo -dijo Jockhel. 

-   El gusto es mío, Jockhel -aseguró ladino Arghuin, complacido por las palabras respetuosas del recién llegado-. Esto es una subasta, un negocio, yo pago y tú me muestras mercancía. 

-   Claro, claro, así debe ser -asintió Jockhel, que levantó las manos y gritó-. ¡Qué traigan la mercancía!

Empezaron a llegar varias mujeres que fueron depositando una serie de bandejas de oro, sobre las que llevaban algo tapado por terciopelo rojo, pero parecía ser voluminoso, en el borde de la peana, ante Arghuin, que miraba las bandejas sorprendido, y en parte lleno de curiosidad. En total colocaron once bandejas. Pero pronto sus ojos se fijaron en una figura, que sin duda tenía que ser una de las muchachas de la subasta. Andaba contorneando el cuerpo, y Arghuin especulaba como era lo que había debajo de la capa que la cubría. La mercancía que la guiaba una de las mujeres del local, la llevó junto a Jockhel. 

-   Pensaba que este negocio iba a ser solamente de muchachas -dijo con desdén Arghuin, señalando las bandejas-. ¿También me quieres vender otras cosas? 

-   Esos son regalos, piezas únicas que creo que te serán muy interesantes -indicó Jockhel, que pareció que no se daba por ofendido por las formas del viejo-. Pero dentro de un momento te los mostraré. Primero quiero que veas a la hermosa hija de Dhert. Una flor única entre otras muchas.

Arghuin fijó su vista a la muchacha bajo la capa, que Jockhel retiró con fuerza, revelando a Shar, que vestía únicamente con un batín de gasa fina, que se pegaba a sus curvas. Los ojos del viejo revelaban lo que Jockhel ya había previsto, no podía resistirse a poseer a una joven como esa. No se fijaba en nada más, tenía al viejo a su merced. Todo su plan estaba siguiendo los pasos que había fijado y ya no había nada que pudiera ocurrir para que cambiase el fin que Fhin había decidido que debía pasar.

El dilema (51)

Hacía una hora que el sol se había puesto y las nubes impedían que se viese mucho. Pero a Alvho y sus veinte hombres les interesaba pasar desapercibidos. Estaban acuclillados en uno de los barcos de la flota del señor Dharkme. Se habían embozado con capas grises, que les hacía parecer parte de la carga. Los remeros y los marineros del barco tenían orden de no hablar con ellos, mientras durase la singladura. Desde que le había expuesto el plan a Asbhul, había hecho que un barco se acercase a la orilla contraria, pasase ahí una media hora y regresase. Cada dos horas, un barco distinto hacía la maniobra. Alvho había asegurado que si hubiese espías enemigos en la otra orilla, no se percataría de la diferencia, pues todos los barcos habían llevado una carga simulada formada por telas grises, como las capas que les tapaban.

Todo el tiempo que había tenido desde que el tharn Asbhul le había asignado la misión, hasta que habían embarcado a escondidas en el barco, Alvho se había dedicado a instruir en la misión a los veinte muchachos que había elegido. Todos eran huérfanos sin novia o familia. Y todos se habían criado en los peligrosos callejones de los barrios exteriores de Thymok, eran supervivientes natos y eso quería él. No iban a llevar más armas que pequeños y silenciosos cuchillos. Tampoco nada de armaduras de cota de malla, cuero ennegrecido. Tenían que ser como espectros, listos para matar y aguantar una noche en velo, sin que los nervios se crispasen por cualquier ruido raro. Habían elegido llamadas de diferentes aves para comunicarse y los había visto actuar, como esconderse, poner trampas, o en casos, descubrirlas. Alvho estaba orgulloso de su elección, pero sobre todo de uno de ellos, un muchacho espigado, pero delgaducho, que era muy listo y muy hábil con el puñal. Le había designado como su segundo y le había instruido en algunas de sus técnicas privadas. El muchacho las había asimilado con rapidez, incluso mejorándolas, para asombro de Alvho.

-   ¿Ya sabes que hacer? -murmuró en tono bajo Alvho a su segundo-. Cuando pisemos tierra, ¿qué harás, Aibber? 

-   Me llevó a los muchachos y los voy poniendo por parejas en los puestos que has designado -respondió muy bajo Aibber. 

-   ¿Y yo qué haré mientras? 

-   Vas a explorar los alrededores, aprovechándote de las sombras -indicó Aibber. 

-   ¿Y vosotros? 

-   Nos quedaremos en nuestros sitios hasta el amanecer -prosiguió Aibber-. Si no has vuelto, yo me encargaré de devolver las señales a los primeros barcos. Dos faroles, todo listo para desembarcar. Un farol, abortar la misión y pedir que nos rescaten. 

-   Yo más bien diría que rezar por vuestra alma -murmuró Alvho, contento porque Aibber se sabía las órdenes de memoria-. Dudo que el tharn Asbhul mande nada para recogeros. Recuerda, esto es casi una misión suicida. 

-   Para entonces, sí soy yo quien tengo que dar la señal, tú estarás con Ordhin, rogándole por nosotros -se burló Aibber.

Alvho lanzó una carcajada simulada, pues no quería hacer ruido. Justo en ese momento se acercó el capitán del barco y golpeó la cubierta con la bota derecha tres veces. Alvho le había hecho aprender un código, y lo que esa señal le informaba es que estaban a nada de la orilla contraria. Alvho lanzó un silbido ligero y sus hombres comenzaron a prepararse. Pronto notaron como la quilla de la nave golpeaba el fondo, lo que indicaba que estaban en la orilla contraria.

Con mucho cuidado y lentitud se fueron acercando a la borda, deslizándose sobre la madera y sumergiéndose en el agua del río, intentando provocar el mínimo chapoteo. Alvho fue el primero en bajar, seguido por cada uno de ellos. El único ruido que se escuchaba era el ulular del viento, que había comenzado a soplar tras partir del muelle y algún que otro susurró de los remeros. Alvho fue el primero en salir del agua y ascender por la orilla, hasta esconderse tras un arbusto. Desde allí, hacía gestos para que sus hombres se acercasen, mientras escudriñaba el paisaje. No detectaba nada. Pero eso le parecía muy sospechoso.

Donde Alvho se había escondido estaba a unos pocos metros de las ruinas de uno de los antiguos baluartes y que él había designado para el centro de operaciones. Cuando llegó Aibber, dejó todo en sus manos, deseándole lo mejor y se marchó hacía el interior de la tierra enemiga. Había una pequeña loma cercana que quería usar de punto de observación. estaba seguro que desde allí vería varias millas a la redonda. Cuando construyesen el campamento les vendría bien montar allí una torre de observación fortificada. Si en verdad el señor Dharkme pensaba construir una fortaleza allí, no estaría mal, poner allí una gran torre defensiva. Pero esas eran ideas que ya no le atañían. Su misión era explorar las tierras cercanas, para el desembarco del siguiente amanecer.

Tenía un buen camino y no podía hacerlo rápido, ya que no quería hacer ruido ni ser encontrado. Sus pasos se tornaron hacía un pequeño bosquecillo de árboles bajos y muchos arbustos, que le harían acercarse al otero sin ser visto. En su camino fue escuchando los trinos de los abejarucos, que Alvho había elegido como aviso de que las parejas se iban estableciendo en los lugares marcados por él.

sábado, 21 de noviembre de 2020

Aguas patrias (11)

Eugenio tuvo que esperar a que el infante de marina que estaba situado ante la puerta del capitán le anunciase, para poder entrar en el camarote. 

-   ¡Ah, Eugenio! -dijo don Rafael, una vez que el infante de marina hubo cerrado la puerta de su camarote-. Has venido más rápido de lo que esperaba. ¿Qué tal está la Syren? ¿En el astillero están dando problemas? 

-   No, el encargado, don Miguel, se ha plegado a ayudarme en cuanto le he comentado que vos y el gobernador se iban a enfadar si no se rearmaba la Syren -negó Eugenio-. Ha empezado a buscar los nuevos palos. Las grúas ya están junto a la fragata. Según los tenga, los cambiaremos. De mientras, los carpinteros del astillero junto a los nuestros están arreglando el resto de desperfectos. Los pañoles de cabos, lona y pólvora estaban llenos y por ello, habrá que conseguir menos sogas y velas. Las vergas ya es otra cuestión, pero se podrían reemplazar lo perdido con lo que hay en los pañoles de la Syren. 

-   Eso está muy bien, porque requerimos a la Sirena lo antes posible en el mar -anunció don Rafael. 

-   ¿La Sirena? 

-   Sí, el gobernador ha inscrito a la Syren en nuestra armada, bajo el nombre de la Sirena, fragata de treinta y dos cañones -afirmó don Rafael, que sacó un papel y se lo entregó a Eugenio-. Tu nombramiento, firmado por el gobernador, solo falta que lo aprueben en la península, pero no creo que haya problema, si lo manda el gobernador de la capitanía. Mi enhorabuena, Eugenio. 

-   Gracias, señor, muchísimas gracias -agradeció Eugenio, mientras miraba su nombramiento como capitán de navío, un sueño hecho realidad, pero que creía ya imposible. 

-   Bueno, las gracias para más tarde -indicó don Rafael-. Una vez que la Sirena esté lista para hacerse a la mar, debes hacer una misión importante. Cuando tomamos la Syren, nos hicimos con el libro de señales y ya lo hemos descifrado. Tenemos las órdenes secretas del capitán de la fragata. Y ahora esas órdenes nos hacen mover con celeridad. Debes viajar a Santa María de Antigua o Antigua como llaman ellos. Por lo visto el difunto capitán Adams debía ir allí una vez escoltara al Creole hasta Puerto Real. Le esperan tres mercantes, dos de ellos nuestros capturados y uno inglés. Nuestros mercantes van cargados con oro, plata y piedras preciosas. Parece que uno de sus corsarios los capturó. El propio corsario tendría que haberlos escoltado hasta Puerto Real, pero uno de nuestros barcos lo hundió cerca de Cumaná. Así que con Vernon monopolizando a todos los barcos del Caribe por su expedición, tuvieron que pedir uno de casa. 

-   Entiendo -murmuró Eugenio. 

-   Por ello, debes tener lista la Sirena lo antes posible, presentarte en San Juan y recuperar nuestros barcos -añadió don Rafael.

Don Rafael y Eugenio se pasaron un par de horas discutiendo cómo se debía llevar a cabo la misión. Con la mesa de don Rafael llena de planos y papeles, observaron cómo era el puerto de San Juan, ahora con los ingleses al mando Saint John. La bocana del puerto estaba protegida por dos fuertes, el fort James y el fort Barrington. El más artillado era el fuerte James y por ello el más peligroso. Lo más interesante sería tomarlo y destruirlo. De todas formas, con las señales de inteligencia, podrían entrar en la bahía sin problemas y llevarse todo lo que había ahí dentro.

La idea de don Rafael, que Eugenio dio por buena fue que toda la escuadra navegaría junta, hasta dejar atrás la costa sur de San Juan. Ellos pondrían rumbo sur, con intención de cruzar el Caribe y dirigirse a Cartagena. Eugenio seguiría solo a Antigua. Llevaría más marineros de los debidos, para encargarse de manejar las presas. En los papeles no se hablaba de los marineros de los barcos capturados y si no se tenía noticia de su apresamiento era porque los ingleses los tenían prisioneros. Pero como no se hablaba de ellos en ninguna parte, lo más seguro es que los tuvieran en la prisión de la isla. Así que su liberación estaba fuera de todo lugar. Lo sentía, pero era un suicidio intentar dar un golpe de mano en la ciudad. Don Rafael se lo aseguró a Eugenio, indicando que eso sería peor que la locura del capitán Adams enfrentando su fragata contra un navío de línea.

Cuando se despidieron, Eugenio bajo por el costado, contento por su nuevo nombramiento, pero preocupado por la misión que debería afrontar. Don Rafael le había dado una lista de oficiales que podía elegir para comandar la fragata a sus órdenes. Sería lo primero que revisaría cuando regresase a la Sirena, pues tenía mucho que hacer.

El reverso de la verdad (1)

Pasó la mano por el espejo del cuarto de baño. Estaba completamente empañado, pues se había duchado con el agua muy caliente. No recordaba cuándo se había metido en la ducha, pero el agua caliente le había sentado bien. Pero aun así había salido, pues tenía alguien que ver. Se miró por primera vez la cara al espejo. Tenía unas profundas ojeras, lo que le decía que en las últimas épocas de su vida se había desatendido bastante. Aunque igual lo que más dejaba claro esa realidad era la tupida barba canosa que ocupaba todo su rostro. Se le presentaba un duro y largo trabajo el de domar sus largos y rebeldes mechones, y después de demorarse bajo el agua, decidió que lo mejor era unos cortes rápidos para dar una ligera uniformidad y luego ya vería.

Mientras cortaba aquí y allí, el vaho se empezó a disipar y pudo ver poco a poco su cuerpo desnudo. Estaba blanco, ya que en los últimos meses no había salido mucho de casa. Pero lo que más le dolía era ver la cicatriz que le recorría el costado izquierdo, sonrosada aún. Pues el Sol no se había cebado en ella aún. Sus ojos la vieron y en quejido de dolor salió de su boca, no porque le sintiera nada, sino por lo que provocaba en su corazón y los recuerdos que evocaba.

Cuando creyó que la barba estaba lo suficientemente bien, terminó de secarse, salió del cuarto de baño y se dirigió a su habitación. Recorrió el lúgubre pasillo, sin miedo de que nadie pudiera ver sus vergüenzas, pues en esa casa con las cortinas echadas y las persianas a medio punto estaba totalmente solo. Mientras andaba en silencio, solo el anillo de oro en su dedo anular le vestía. En su habitación se puso ropa limpia, un pantalón vaquero azul, una camisa de rayas blancas y azules verticales, un jersey gris, delgado, y para los pies unos zapatos de ante marrón, de cordones.

El dormitorio parecía limpio, pero en unos estantes había varios portaretratos tirados, pues ya no podía ver las fotografías que contenían, era demasiado para él. Fue a abrir una de las puertas de los armarios empotrados, pero su mano se quedó en el aire. Detrás de la puerta estaban sus chaquetas de entretiempo, pero también había otros abrigos. Cogió aire, armándose de valor y abrió el armario. No pudo evitar que sus ojos se posaran en los abrigos y chaquetas de mujer que había en la parte izquierda, pero centró todo su afán en tomar un blazer azul marino, tras lo que cerró el armario lo más rápido que pudo.

Con la chaqueta en la mano, se dirigió a su estudio y allí, buscó su portátil, una versión más pequeña que las habituales de la gente, pero que le venía mejor para cuando tenía que ir a ver a un cliente o estaba de viaje. Aunque hacía meses que no trabajaba. No había tenido problema porque tenía mucho dinero y porque era un freelance, por lo que él era su propia empresa. Además en su cuenta corriente seguía entrando dinero, a causa de lo otro. Un negocio del que ya no quería hablar, pero seguía siendo el dueño, porque no quería cerrarlo, era lo que ella había querido más después de él. Siempre que pensaba en quitarse de en medio y vender su participación, miraba su anillo de oro y algo en su cabeza le decía que no era el momento.

Metió el portátil en una funda, tomó su cartera, el móvil, sus llaves y se dirigió hacia la puerta, retirando la cancela, abriéndola y saliendo al descansillo. Cerró la puerta, dando las cuatro vueltas y empezó a bajar por la escalera, esperando no encontrar a ninguno de los vecinos, que sin duda se habrían metido en sus asuntos, seguramente algunos por preocupación, pero otros más por sus ganas de saber cotilleos. Ya en la calle, empezó a andar, a paso ligero, pues había mirado su reloj e iba a llegar tarde a la cita. Aunque se rió por dentro, la persona a la que iba a ver no solía ser la más puntual del mundo, lo más seguro es que él tuviera que esperar. De todas formas, había quedado en un local cercano, a diez minutos de su vivienda.

Por la calle, se saludó con algunos conocidos del barrio, que gracias a su barba se volvían porque no habían sido capaces de reconocerle. Cuando llegó al lugar de la cita, un bar modesto, se sentó en la terraza y esperó a que un camarero se acercara. Pidió un café solo y sacó su móvil para ver si iba en hora. Eran un par de minutos antes de la hora que había decidido con la persona que había quedado. El camarero regresó con una taza humeante que dejó sobre la mesa de metal.

Desde su silla, podía ver como pasaban los peatones de la calle, así como los coches. Uno tras otro se seguían. Unos se paraban cuando un cercano semáforo se ponía en rojo. El fluir de las máquinas y las personas siempre le había fascinado. Como el destino o la situación mantenía ese curioso juego en las calles. Solía fantasear con quien era cada uno de las personas que se cruzaba y que es lo que iba a hacer. Ese juego lo había perpetrado en muchas ocasiones con ella, pero ahora que ya no estaba le parecía falto de gracia o divertimento. Como un recuerdo de los tiempos mejores o solo para pasar el rato hasta que llegase a quien esperaba, se contentó con simularlo.

martes, 17 de noviembre de 2020

El dilema (50)

A primera hora del nuevo día, los therks y los guerreros fueron hechos formar en uno de los campos junto al campamento. Habían levantado un sitial de madera. Desde allí el tharn Asbhul se presentó y dio un discurso para aleccionarles sobre su nuevo estado mayor. Curiosamente tanto Selvho como Alvho estaban en él. Selvho había sido asignado como primer therk y su unidad formaba la guardia central del cuerpo, defenderían al tharn y los estandartes. Alvho había sido otra vez asignado como jefe de inteligencia, ascendido a therk por petición de Selvho y disgusto de Alvho. Otros therk, sobre todo los veteranos estaban en los puestos importantes, mientras que otros más jóvenes estaban con la logística y la intendencia. El tharn Asbhul dejó muy claro que con él la instrucción era clave.

Varios días después, llegó el ejército del señor Dharkme y empezó a levantar un nuevo campamento. Para entonces las obras en el puente se habían reanudado y los primeros barcos habían llegado. Alvho a su pesar, tenía mucho trabajo como jefe de inteligencia, pues el tharn Asbhul no quería dejar ni un solo cabo suelto. Estaba trabajando cuando llegó un guerrero, con órdenes del tharn para que se reuniera con él. Cuando llegó, se encontró con Selvho, que también había sido llamado ante Asbhul.

-   Therk Selvho, ¿cómo están las tropas? -preguntó Asbhul, según el veterano guerrero entró en la tienda. 

-   Podrían estar mejor, pero harán su trabajo -aseguró Selvho con su tono castrense más neutro. Sabía cómo tratar a los oficiales superiores. 

-   Espero que así sea -indicó Asbhul-. Señores, acabo de llegar de la tienda del señor Dharkme. Dentro de dos días debemos cruzar el río y empezar a reconstruir los antiguos baluartes. Bueno, no solo reconstruir, sino ampliarlos. El señor Dharkme asegura que su guía espiritual le ha dicho que el gran Ordhin quiere una fortaleza inexpugnable. 

-   ¿Inexpugnable? -repitió Alvho, pensando que Ulmay se estaba empezando a creer sus propias mentiras. 

-   Eso le ha dicho el druida Ulmay -explicó Asbhul, con rostro impenetrable, pero con tono cansado. Alvho supuso que tenía que aguantar estoicamente las locas ideas de Ulmay, pero no le gustaban ni un pelo-. Por lo que sé, el señor Dharkme ha contratado unos constructores del norte, al otro lado del gran río, para construir una fortificación en piedra. 

-   ¿Y cómo va a llevar la piedra? -inquirió Alvho. 

-   No lo sé y tampoco nos atañe ahora mismo -cortó el tema Asbhul, que no tenía ganas de volver a ponerse a discutir sobre el asunto. Ya había perdido ese embate en la tienda del señor Dharkme y no iba a perder otro ante un subalterno, ya que tampoco podía ponerse del lado de Alvho, sino de su señor-. Nuestra misión es cruzar a nuestra gente al otro lado. ¿Qué necesitamos? 

-   ¿Suerte? -preguntó a su vez Alvho, lo que se llevó un par de miradas duras de Selvho y Asbhul. 

-   Necesitaríamos cruzar en cada viaje a cien o más infantes. Por lo menos el primer viaje deberían ser por lo menos cien hombres para formar el primer muro de escudos -indicó Selvho, haciendo cálculos-. Tras ellos, ya deberían estar cruzando el río los siguientes. por lo menos tres o cuatro grupos de barcos distintos. 

-   Para cien guerreros o arqueros, necesitamos diez barcos -calculó a su vez Asbhul-. Tendrían que ser barcos, porque las barcazas son lentas. 

-   Eso está muy bien, pero es mejor mandar a una expedición inicial, digamos veinte hombres en un barco rápido -intervino Alvho-. Sería un gran error empezar a llevar hombres y que caigan en una emboscada enemiga. No podemos dar por sentado que porque no se ha visto ni un solo miembro de las tribus nómadas del otro lado, no estén allí esperándonos. Después, los barcos para los hombres y las barcazas para empezar a mandar material para construir las primeras defensas. Debemos crear una nueva empalizada de troncos que rodee las construcciones ruinosas y que protegan la entrada del puente. Si no hay enemigos, podríamos levantar en menos de una semana esa empalizada provisional, con sitio para nuestro campamento y una zona de obras para la reconstrucción de los viejos baluartes y el puente desde ese lado. Pero lo primero es un grupo expedicionario. 

-   ¿Dirigido por un hombre inteligente, supongo? -indagó Asbhul, sonriente. 

-   Sería lo mejor, por lo menos alguien que sepa como esconderlos y encontrar trampas enemigas -aseguró Alvho. 

-   ¿Y quienes escogerías para que mande? -preguntó Selvho, interesado. 

-   Hombres jóvenes, tal vez alguno de nuestros huérfanos sin esposa -señaló Alvo-. Se han criado en los barrios exteriores de Thymok. Son hábiles para esconderse y encontrar a personas ocultas. Creo que con la persona al mando adecuada, esos muchachos pueden funcionar para hacer de avanzadilla. 

-   Me gusta tu idea -afirmó Asbhul-. ¿En cuanto tiempo los habrás elegido y os ponéis en marcha? 

-   ¿Yo? -inquirió Alvho sorprendido.  

-   Creo que tú eres la mejor persona para llevar a cabo esta misión audaz, además no tenemos a ningún therk con tanta iniciativa y con tu visión para el futuro -comentó Asbhul-. No creo que tengas problema en elegir a aquellos en los que tengas confianza o tengan lo que has descrito antes. Lo que falta es que me digas quienes son los elegidos y que necesitas para llevar a cabo la misión.

Alvho se le quedó mirando como embobado, pero Asbhul ya conocía esa mirada, estaba calculando lo que necesitaba. Alvho en cambio, sabía que había metido la pata, pero ya no podía echarse atrás, si quería que la idea de Ulmay siguiera su curso, debía hacer que Asbhul, Selvho y el resto de hombres cruzasen el río.

Lágrimas de hollín (53)

Los augurios de Fhin se habían cumplido al pie de la letra. Ghirenna había ido a su actual mansión sin percatarse de que la seguían. Su deseo de poseer el regalo de Jockhel le había hecho olvidarse de la cautela habitual y sus escoltas no quisieron hacerle ver su error por miedo a un castigo mortal. Todas eran hermanas jóvenes y las tenía aterradas. Y de esa forma, llevaron a Phorto hasta el escondrijo de la Dama. era una casa destartalada, y pequeña. Phorto hizo cálculos y dio el aviso. Dudaba que la Dama estuviera protegida allí más que por la escolta y algún Gato más.

Pero Ghirenna no estaba atenta a nada más que a su regalo y una vez que llegó a su escondite, se llevó el premio a sus dependencias con orden a la capitana, una veterana que no se la molestara por nada del mundo. Guió a Shar a duras penas hasta su alcoba y la dejó de pie en medio de la estancia. Ghirenna empezó a quitarse la ropa y se metió tras un biombo. Al rato apareció únicamente vestida con un batín de gasa, que transparentaba su contorno. 

-    Es hora que te quites la ropa, muchacho -ordenó Ghirenna, pero Shar no hizo ningún ademán.

Ghirenna supuso que el muchacho estaba bajo los efectos del miedo y le quitó la camisola, para descubrir el vendaje en el pecho. 

-    ¿Qué es esto? -indicó Ghirenna desconcertada al ver el aparatoso vendaje. 

-    A mi anterior dueño le gustaba domesticar a sus animales -dijo Shar con una voz lo más viril que pudo-. Era amante del látigo. 

-    Bueno, espero que tu látigo sea más interesante que el de Oltar -se burló Ghirenna, al tiempo que desataba el cinturón y dejaba caer el calzón.

Justo en ese momento, unos golpes desesperados resonaron en la puerta y Ghirenna, enfadada, se giró. No vio como la carne y la madera caían al suelo. Se dirigió a la puerta. 

-    ¡He dicho que no se me moleste! -gritó a través de la puerta cerrada. 

-    ¡Los Dorados! Mi Dama, los dorados rodean la casa y se disponen a entrar. El enmascarado les dirige -informó la voz al otro lado, que reconoció como la camarada-. Van armados y parece que van a asaltar la casa. 

-    Me ha traicionado ese Jockhel -espetó disgustada Ghirenna-. Prepara a los Gatos, se va a enterar lo que es luchar contra nosotras, vamos. 

-    Sí, mi Dama -asintió la capitana cuyos pasos a la carrera se escucharon por el pasillo alejándose.

En ese momento Ghirenna se dio cuenta que había caído en la trampa que le había puesto Jockhel como una principiante. Ella que llevaba años dirigiendo a los Gatos había caído como una novata en una celada tan clara. Le había puesto un presente que sabía que no iba ser capaz de dejar pasar y ella había caído en sus garras. Pues Jockhel no recuperaría a su hombre, pues dudaba que fuese uno de los juguetes de Oltar. Le pagaría la traición destrozando a ese muchacho, que aprendiera la lección.

Iba a volverse cuando notó como el frío entró como dos colmillos en su cuello. Se volvió, sintiendo el dolor y el miedo por igual. Tras ella estaba el muchacho pelirrojo, pero las vendas de su pecho habían desaparecido, para dejar ver un par de senos, no muy grandes, de una mujer joven. Y entre las piernas no había absolutamente nada. Notó algo cálido sobre su cuello y lo palpó con su mano derecha. Un líquido, que al acercar la mano a los ojos, descubrió que era sangre. Las piernas le flojearon y cayó de rodillas. Seguía mirando a esos ojos verdes, que le quemaban. 

-    ¿Quién eres? -consiguió decir con un hilillo de fuerza que le quedaba. 

-    Soy Shar, hija de Dhirrin y por fin mi madre descansa en paz, pues he vengado su muerte.

Ghirenna la miró con los ojos como platos, pero las fuerzas la abandonaron y su cuerpo se resbaló de lado hasta quedar tumbada en el suelo. Las heridas que le había infligido Shar no eran mortales, pero las puntas de las dagas estaban llenas de veneno, de rápida acción que impedía que la sangre se secase. Ahora Ghirenna yacía muerta sobre su propia sangre.

Shar primero buscó ropa para vestirse, ya que no quería ponerse la de hombre. Así que buscó entre toda la que tenía Ghirenna hasta dar con unas de color negro, el antiguo vestido de trabajo de la Dama, antes de convertirse en una amante del lujo. La que toda hermana debía llevar. Tras ello, se acercó al cadáver y realizó el ritual necesario para que las otras hermanas la tomasen en serio. Cuando acabó, se guardó una de las dagas, se acercó a la puerta y la abrió. Allí estaba la capitana y una de las escoltas, que la miraron asombradas. Antes de que hicieran nada, levantó lo que colgaba de su mano izquierda. Las dos hermanas lo miraron y se arrodillaron. 

-    ¿Quién eres? -le preguntó la capitana. 

-    Soy Shar, hija de Dhirrin -contestó Shar, que añadió-. ¿Quién soy? 

-    Eres mi Dama -respondieron ambas a la vez.

Ambas se levantaron y se hicieron a un lado, dejando pasar a Shar, que se dirigió al salón donde se reunían los Gatos, listos para ir a la batalla. Shar llevaba bien sujetos los ojos de Ghirenna, listos para enseñárselos a las otras mujeres.

sábado, 14 de noviembre de 2020

Aguas patrias (10)

La curiosa escuadra había llegado a última hora de la tarde a cuatro jornadas de la batalla. Aun el Vera Cruz tenía que tirar de la Syren, aunque esta había conseguido colocar algunas vergas y lona para hacer algo de avante, de forma que ambas naves podían moverse más rápido. Desde la fortaleza de la punta del Morro les recibieron con salvas y disparos de cañón que fueron devueltos por el Vera Cruz, como correspondía.

Tras ellos, el resto de fragatas y barcos fueron entrando en sucesión. A excepción de la Syren, el resto de barcos fondearon en la bahía. La Syren fue llevaba a los muelles del astillero, pues pronto tendría que recibir sus cuidados, sobre todo para colocar tres nuevos palos, conseguir nuevas vergas, limpiar los fondos, cambiar el lastre de la sentina y otros tantos menesteres que requería. Eugenio siguió en el alcázar de la Syren en todo momento y se quedaría allí hasta que don Rafael indicase otra cosa. Las últimas señales del Vera Cruz le dan la orden de poner la fragata en forma para hacerse a la mar lo antes posible. Eso quería decir que don Rafael se encargaría de hacer lo necesario para que la Syren pasase a ser una de las naves de la armada.

Eugenio, en cuanto se hizo de día, desembarcó en el muelle del astillero y se fue a buscar al encargado. Le hizo partícipe de las órdenes del comodoro sobre las reparaciones de la fragata. El encargado al principio parecía reacio a ayudarle, pero cuando Eugenio le habló de que tendría que informar de su negativa al comodoro y al gobernador, se desinfló y empezó a evaluar los daños que Eugenio le estaba dictando.

Lo primero que decidieron hacer fue mandar traer las grúas, para reemplazar los palos machos. Necesitaban los tres nuevos, uno por el perdido y los otros por si acaso. Después habría que ver que vergas habría que reponer, así como la lona y los cabos. Eugenio y el encargado fueron de un pañol tras otro, haciendo un recuento de lo que había y lo que no. La suerte es que la mayoría de la lona era nueva y el pañol tenía bastantes suministros. Lo mismo pasaba con la pólvora y los cabos. Había suficiente para reponer los perdidos en la batalla. También los carpinteros tendrían que arreglar el casco, ya que había bastantes agujeros entre las portas, en algún caso hasta se habían unido varias de ellas. Y ahí se encontraba el siguiente problema, los cañones. Se habían perdido algunos de ellos, y la mayoría habían sido desmontados, por lo que sus armones estaban destrozados. Habría que construir nuevos.

Al final, el encargado puso a varias cuadrillas de sus carpinteros a ayudar a los carpinteros del Vera Cruz. Había mucho que hacer. Los marineros del trozo de presa también se pusieron manos a la obra. El encargado se fue tras varias horas hablando con Eugenio. Tenía que encontrar los recambios de los palos machos. En la península eso hubiera sido más fácil, pero en el caribe, era más difícil encontrar árboles tan altos, pero el encargado aseguró que los encontraría, por su honor. 

-    Teniente, digo capitán Casas, el Vera Cruz ha enviado mensaje -anunció Lucas Ortegana, que había sido transferido a la Syren para ayudar a Eugenio-. “Capitán, preséntese a bordo para hablar con comodoro”.

-    Bien -dijo Eugenio, al tiempo que usaba su catalejo para comprobar el mensaje-. Señor Ortegana, que los marineros sigan con las reparaciones. Llamen a una falúa del puerto. 

-    Sí, capitán -asintió Lucas Ortegana.

Las falúas estaban a la vista, moviéndose por la bahía, a la espera de que algún barco requiriese sus servicios. Una de ellas había visto las señales del Vera Cruz y había sido la primera en acercarse a la Syren. Por lo que fue la que respondió a la llamada del joven Ortegana. Eugenio bajo por el costado al poco de que el timonel de la falúa colocó el bichero sobre el casco, ante la mirada indignada de uno de los marineros, que murmuró que le iba a levantar la pintura. Según Eugenio estuvo a bordo, dijo el nombre del navío y la falúa salió disparada hacia el Vera Cruz, por las pacíficas aguas de la bahía. Eugenio, sentado junto al timonel y patrón, echaba pequeñas miradas a la Syren y su desastroso estado. Esperaba darle buenas noticias a don Rafael. Cuando la falúa estaba más cerca del Vera Cruz, Eugenio se dio cuenta que la Santa Ana no estaba fondeada con las otras, más bien, ni estaba en la bahía. Eso quería decir que don Rafael la había mandado a hacer una descubierta. O tal vez quisiese ver que hacían los ingleses en Port Royale.

La falúa se colocó junto al Vera Cruz y gritó el nombre de Syren. Entonces el oficial de guardia le dio permiso para engancharse al casco. Eugenio subió por el costado con tanta familiaridad, como cuando había subido por primera vez, en la Habana. En la cubierta le esperaba el teniente Heredia, sonriente. 

-    El comodoro le espera, capitán -dijo Heredia, con alegría, pues ahora y siempre que Eugenio se quedase al mando de la Syren, él se había convertido en el primer teniente del Vera Cruz. 

-    Gracias, teniente -agradeció Eugenio y se fue a la escotilla para dirigirse a los aposentos de don Rafael.

Se cruzó con varios marineros que le saludaron con mayor respeto que cuando era un simple teniente.