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sábado, 28 de noviembre de 2020

Aguas patrias (12)

Nada más llegar a la Sirena, se había dado una vuelta por la fragata para ver lo que se había avanzado en su ausencia. Tras agradecer a los hombres su esfuerzo, así como premiarlos con más ración de alcohol aguado con la siguiente comida, e indicar que se necesitaba y cuando, se fue a su camarote. La cabina del capitán de una fragata no era como la de un navío de línea, incluso como la que él tenía como primer oficial, pero no era pequeña. Tenía una zona privada y una pública, compuestas por un pequeño despacho y un comedor, para poder dar comidas a sus oficiales. Lo bueno de su camarote es que tenía mucha luz, ya que estaba la galería de popa.

Al entrar en su camarote, vio que ya había llegado su baúl desde el vera Cruz. Lo abrió y vio que sus escasas posesiones estaban dentro, nadie se había quedado con nada. En ocasiones algunos oficiales solían tener las manos muy largas. Aunque nada como las tripulaciones de los barcos franceses. O por lo menos él había escuchado rumores sobre los marineros franceses de las pocas veces que habían estado en guerra con ellos, ya que ahora casi siempre eran aliados en las guerras contra los ingleses. Aunque los franceses eran mucho peores que ellos en el mar y su armada daba bastante pena verla. Pocos barcos, viejos y desvencijados. Los más nuevos, tripulados por capitanes de tierra adentro, que no tenían conocimientos náuticos mínimos pero sí apellidos muy nobles. Don Rafael tenía la misma idea que los franceses no eran los mejores aliados posibles, pero por lo menos eran católicos.

La lista de oficiales que le había pasado don Rafael era bastante amplia. Lo primero que tenía que hacer era elegir a sus tenientes. Ya había decidido quedarse con el teniente Romonés, que había trabajado con ahínco desde la captura de la Sirena. No iba a dejarlo como último teniente, pero tampoco como el primero. Necesitaba un primer teniente con experiencia en la navegación. Y pronto encontró a su candidato.

Se llamaba Alvaro Salazar Urrutia, de veintiséis años. Estaba asignado como tercer teniente de la Santa Cristina. Tenía más antigüedad como teniente que Romonés, por lo que sería su primero. Además, había servido en varias fragatas, por lo que sabía cómo funcionaban. Había viajado y según una nota de don Rafael era un oficial prudente pero bragado en el combate. No era un gran bebedor y no solía vérsele en los burdeles de los puertos. No estaba aún casado y era muy creyente.

Mariano Romonés sería su segundo teniente, pues se lo había ganado con creces. Para el tercer y el cuarto eligió a dos jovenzuelos, dos guardiamarinas que por la edad ya deberían haber hecho el examen de teniente y pasarlo con el tiempo que llevaban embarcados. Con respecto a los guardiamarinas, el gobernador había pedido que se embarcasen los hijos de ciertas personas de la isla. Eugenio decidió aceptarlo a todos, en parte porque necesitaba devolver el favor al gobernador por ratificar su nombramiento. Esto era una práctica habitual y él estaba en deuda con el gobernador. Para los puestos del condestable, el contramaestre, el oficial de derrota y otros oficiales subalternos, acepto a las personas que don Rafael le recomendaba. Hombres que habían servido bien en mandos del propio don Rafael. algunos formaban parte de la escuadra, pero la mayoría parecía que estaban varados en el puerto. A su vez, el gobernador le proporcionaba el nombre de un capitán de infantería de marina, así como el resto de soldados para completar la guarnición que debería llevar la fragata.

Por alguna razón que Eugenio desconocía había muchos marineros en el puerto, sin barco, listos para completar la tripulación de la fragata y los supernumerarios que debería llevar para la misión encomendada. Durante un largo rato, estuvo escribiendo la carta de respuesta que tenía que mandar a don Rafael con sus peticiones. Solo faltaba que el comodoro las aceptase, pero no creía que hubiese problemas. Cuando terminó, guardó papeles en la caja fuerte, selló la carta y subió a la cubierta. Buscó al teniente Romonés, que parecía que se movía por la fragata como si hubiese nacido en ella. Los marineros a los que preguntaba le comunicaba que había estado allí, pero que se había ido a otro lado. Por fin consiguió encontrarle junto a un tonel de agua limpia, que bebía con ayuda de un cazo. 

-   Mariano, necesitó que esta carta llegue a las manos de don Rafael -indicó Eugenio. 

-   Como ordene, capitán -asintió con respeto Mariano, que tomó la carta, pero antes de marcharse, añadió-. Mi enhorabuena por su ascenso, capitán. 

-   Gracias, Mariano -agradeció Eugenio, que se iba a retirar, pero se volvió-. Pronto llegarán más hombres, y más oficiales. Pero he solicitado que se te asigne a la tripulación. Creo que el puesto de segundo teniente es el más idóneo para ti. 

-   Gracias, capitán, haré que no se arrepienta de su elección -afirmó Mariano, serio, pero Eugenio podía detectar en sus ojos la felicidad de su ascenso, aunque siguiese siendo teniente. Como segundo, Eugenio le daba más poder en la fragata y posibilidades para distinguirse en alguna acción o combate. 

-   Bien, sigue con tu trabajo -señaló Eugenio-. Si se me necesita, estoy en mi camarote.

Eugenio no esperó la despedida de Mariano, pues ahora era el capitán y no era necesario. Pronto escuchó el ruido de una falúa descendiendo por el costado de babor, el ruido de los remos impulsándola y alejándose de la fragata. Mariano había sido más que diligente con su orden. Eso le gustaba y sabía que Mariano iba a ser un gran apoyo en el manejo de la fragata y durante la misión.

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