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martes, 29 de marzo de 2022

Falsas visiones (9)

La caravana de Spartex se detuvo a un lado de la calzada, cuando los rayos del Sol empezaban a menguar. Los conductores fueron deteniendo los carros uno detrás de otro, formando un círculo más o menos claro. Rufo se dio cuenta que era una señora caravana. Eran en total doce carros. El círculo formado dejaba mucho espacio entre las piezas. Sobre todo cuando fueron retirando los caballos de tiro. De la nada empezaron a pulular un buen número de personas. no solo había conductores, sino mujeres. Unos se acercaban a los árboles más cercanos de un bosque y empezaban a tomar leña. Mientras que otros se encargaban de los caballos. Pronto los de tiro estaban todos atados juntos a un lado del círculo. Las monturas de los guardias, así como las de Varo y Rufo, se situaron en el interior del círculo. Sin duda eran caballos de más valor que los de tiro.

Rufo estaba cepillando a Fortis, cuando escuchó unos pasos a su espalda. Se volvió y vio a uno de los soldados de Spartex. Miraba a su caballo con interés. Le dijo algo, pero Rufo no le entendió. 

-   Le gusta tu caballo -dijo Spartex, que se había acercado sigiloso. 

-   A mi también -murmuró Rufo, que le hizo una reverencia al guerrero de Spartex. 

-   Los partos tienen muy buen ojo para los caballos -explicó Spartex-. Son un pueblo curioso. Es una pena que los romanos y ellos se lleven tan mal. Me temo que son dos naciones que no se llevarán nunca bien. 

-   Parece que tú te llevas bien con unos y con otros -indicó Rufo, pero temió que Spartex se sintiera ofendido por su alusión. 

-   Se podría decir que sí -asintió Spartex, que no parecía haber cambiado su gesto-. Yo soy un mercader y me gusta tener cuidado de mantener buenas relaciones con todos mis posibles clientes. Claramente suelo trabajar más con los romanos, pero no puedo negar que no he cruzado la frontera este. La provincia de Siria es una zona donde me gusta hacer negocios. ¿Habéis estado en Palmira? 

-   Me temo que no he salido de Hispania, aun -negó Rufo, intentando parecer que era un recluta aún. 

-   Es una bella ciudad. Espero que alguna vez tengáis la suerte de que las Águilas os lleven allí -comentó Spartex-. Él y sus compañeros se nos unieron allí. Cuando los conocí estaban en una situación bastante deprimentes. Sus hermanos los habían dejado a morir, tras una escaramuza fronteriza. Estaban heridos y su futuro iba a ser el de los esclavos, si sobrevivían. Los doctores militares no estaban muy seguros de su supervivencia. Tampoco esperaban gastar mucho en su tratamiento, todo para sus legionarios, pero nada para ellos. Me costó poco su liberación. Y sus heridas pasaron a ser mi gasto. Ahora me siguen esperando para devolverme el favor. Aunque creo que hace mucho que ya cumplieron ese voto, por lo que pienso que me siguen únicamente por devoción. 

-   Tener guerreros tan leales es una suerte -afirmó Rufo-. Mi padre también los…

Rufo se calló a mitad de la frase, dándose cuenta que no era buena idea hablar más de la cuenta. Por un momento le pareció que Spartex estaba intentando sacarle información. Sería mejor tener cuidado, no podía confiar totalmente en él. Spartex también se dio cuenta de ese dilema en su interlocutor, por lo que decidió dejar ahí esa conversación. El joven ya se sinceraría cuando quisiera. 

-   Cuando termines con tus caballos, puedes unirte en el centro del círculo para cenar -indicó Spartex-. Lo mejor es que durmáis en el interior del terreno protegido por los carros. Mantendrán a las alimañas y a los bandidos fuera. Además mis guerreros y algunos criados estarán atentos. 

-   Así sea -se limitó a responder Rufo.

Spartex se marchó, haciéndole un gesto al parto para que le siguiera. El guerrero hizo una ligera reverencia, siguiendo al mercader. Rufo se centró unos segundos en ellos, pero al poco regresó al cuidado de Fortis. Al poco llegó Varo. Entre los dos se encargaron de los caballos y de preparar la zona que usarían para dormir. Aunque se suponía que estarán protegidos por los guerreros de Spartax y la relativa tranquilidad de la caravana, Rufo decidió que dormirían cada uno cuatro horas, relevándose para estar atento a todo. No podían fiarse del todo del mercader egipcio. Al igual que ellos, guardaba algún tipo de secreto, tanto Spartex, como su hija, como los guerreros partos. Había algo raro en todo ello.

Dinero fácil (9)

Patrick no dijo nada, sino que bebió un trago de su café, de forma pausada. Tras lo que miró a Eleanor. 

-   A ver, si tengo el dinero, y te puedo pagar por lo que te contrate… -comenzó a decir Eleanor. 

-   Pero no lo llevas encima -terminó la frase Patrick por ella. 

-  No, no, tengo dos mil quinientos ocho -anunció Eleanor, sacando discos de diferentes grosores y colores-. El resto te los pago en Erbock. 

-   El resto en Erbock -repitió Patrick simulando la voz de Eleanor-. Elea, tú debes creer que me chupo el dedo. Llegaremos a Erbock, te irás a hacernos el pago y ya no te volveremos a ver. Ya conozco este asunto. Pues bueno, lo que voy a hacer es tomar este primer pago y en Erbock negociaremos tus posibilidades, porque ahora son más bien escasas. 

-   ¿Como que escasas? 

-   Esto paga tu pasaje y podrás bajar a tierra en Erbock. Pero no tu hija. Y si no pagas o me la intentas jugar no la volverás a ver más -explicó Patrick-. Me parece que de esta forma todos salimos ganando, no crees. Vosotras viajaréis a Erbock y mi tripulación cobrará lo acordado. ¿Te parece bien? No hace falta que contestes, no hay negociación posible. Yo me quedó con esto y tú te puedes ir a tu camarote a descansar o a pensar.

Patrick recogió los discos de la mesa y se levantó, dejando a Elea sentada. Colocó la taza en un armario y se marchó. Estaba enfadado, ya que la mujer le había engañado en la taberna y ahora intentaba jugársela. Pues no iba a ocurrir. Podía estar muy desesperada para escapar del sistema y de su ex, pero eso no le daba opción a intentar timarle a él y a la larga a toda la tripulación. Se dirigió directo a su camarote y una vez dentro, se sentó en la cama. Debajo de la mesa, había una caja de seguridad, que abrió después de meter la clave. Allí guardaba todo lo importante. Había más discos de créditos, los pagos de los últimos trabajos, separadas en las grupos, ya que parte era los pagos de la tripulación. En el caso de los trillizos y de los ayudantes de Halwok, él mantenía una parte de sus fortunas, ya que así se lo habían pedido ellos, para que alguien se lo administrase. Otro bloque era el dinero para gastos, como el combustible o el mantenimiento de la nave. Colocó los créditos nuevos en la sección de gastos y cerró la caja.

Sacó la pistola de dónde la llevaba en la cintura. La estuvo mirando un poco, era un arma que había tenido durante demasiados años. Es verdad que Halwok la había modificado. La vieja pistola, de origen militar, tenía una mejor cadencia de fuego y se calentaba menos. La dejó sobre la mesa y se tumbó en la cama. Descansaría durante un rato, siempre que pudiera. En los últimos tiempos las pesadillas del pasado regresaban cada vez que cerraba los ojos y no le gustaba. Aun así necesitaba dormir y no podía estar dependiendo del café o de fármacos. Cerró los ojos, y se durmió.

Se despertó cuando su cuerpo chocó con fuerza contra el mamparo que separaba su camarote con el de Valerie y no pudo agarrarse a nada, cayéndose al suelo. 

-   ¿Qué cojones ha pasado? -gritó Patrick, levantándose del suelo, dolorido.

Al suelo se habían caído otras cosas, algunos libros que tenía, una tableta de imágenes, un portarretratos y su pistola. Los recogió todos. Miró que el portarretratos digital estuviera bien. Pudo ver a los tres hombres, tres cadetes con los uniformes de la armada de la Confederación y suspiró. A la derecha estaba él, a la izquierda Victor y en el centro otro joven de piel clara, con una perilla. Dejó todo lo que se había caído sobre la mesa, a excepción de la pistola que se la colgó en la cintura. Salió al pasillo y se dio de bruces con Valerie.

La mujer parecía recién salida de la cama, no llevaba la ropa de antes, sino una combinación que hacía que sus curvas estuvieran más definidas. Patrick puso una cara de sorpresa. 

-   Valerie, vístete por favor -fue lo primero que dijo Patrick, pero luego añadió-. Revisa que todos los tripulantes y nuestros pasajeros estén bien. Me dirijo al puente. 

-   Sí, capitán.

Valerie se volvió a meter en su camarote, al tiempo que Patrick empezaba a subir hacia el puente. Pronto tendría una imagen clara de lo que había pasado.

sábado, 26 de marzo de 2022

El reverso de la verdad (71)

Markus estaba atento a revisar todo lo que estaban metiendo en el maletero del Dartz, mientras Andrei y Jules le observaban con curiosidad. Cuando terminó se volvió hacia ellos. 

-   Lafayette eres el mejor, siempre tienes el mejor género -dijo sonriente Markus. 

-   Y vosotros sois unos ladrones miserables -rebatió Jules, más serio-. Esto me lo tenéis que pagar. Pienso ponerlo en tu cuenta, Guichen. Mejor que os hagáis con el suficiente dinero. Hasta el Dartz está en alquiler. Pienso meterlo en los gastos. 

-   Nuestro enemigo tiene mucho -se limitó a decir Markus. 

-   Pero no me traigáis billetes manchados de sangre, no sale nunca -se quejó Jules.

Jules miró a Markus y a Andrei. Por unos segundos los tres se quedaron mirando y al final todos empezaron a reírse. Era una carcajada franca, libre de malicia y de enfado. Era la risa de tres amigos o cualquiera que les viera pensaría eso. 

-   Lafayette aún estás a tiempo de unirte a nosotros -aventuró Markus-. Por los viejos tiempos. 

-   Me temo, Guichen, que esos días ya han pasado para mí, mírame -ironizó Jules-. Ya no soy como vosotros dos. No puedo correr como un joven y prefiero la buena vida. No me importa apoyaros, por las viejas andanzas, pero no puedo entrar en una guerra como lo hacéis vosotros. No os preocupéis, rezaré por vosotros y por volveros a ver. 

-   No recuerdo que rezases antes -murmuró Andrei, que empezó a rodear el Dartz, para acceder a la puerta del copiloto. 

-   Lo hace para poder cobrar, es un usurero -espetó con sorna Markus. 

-   Rochambeau, Guichen, os podéis ir a la mierda -se quejó Jules, que les miró por un momento, a la vez que pulsaba un mando. Tras eso, se volvió para regresar a su despacho, levantando la mano izquierda, como despidiéndose-. Regresad con vida.

Andrei notó un deje de tristeza en las palabras de Jules. Creyó notar que en verdad quería que regresasen con vida. No porque le debieran el dinero de las armas, si no que al fin y al cabo ambos habían sido sus amigos, incluso aun en su fuero interno lo seguían siendo. Incluso a él le podía sentir bastante recibir la noticia que cualquiera de los dos hubiese muerto. Supuso que a Jules le podía pasar lo mismo. Tal vez, Markus pudiera sentir lo mismo. 

-   Sube, tenemos que ponernos en marcha -ordenó Markus desde el otro lado del inmenso vehículo.

Se montó en silencio. Markus se puso al volante de ese enorme vehículo. Arrancó. El motor parecía el de un camión. El atronador sonido taladró la cabeza de Andrei. Markus parecía feliz por su juguete nuevo. El Dartz se movió con una suavidad, que dejó impresionado a Andrei. Un coche con el blindaje que parecía tener este, debía ser más pesado. Pero se movía con cierta ligereza. Salieron del garaje de la nave, por el mismo lugar por el que habían entrado con el todo terreno de Markus, que ahora estaba aparcado dentro. La verja del muro estaba ya abierta y salieron hasta la calle. Por alguna razón, Markus decidió que era el momento de conducir con cierta presteza, pero sin respetar demasiado las normas de circulación. 

-   Ten cuidado, llevamos atrás lo suficiente para iniciar una guerra, a la policía no le va a gustar -advirtió Andrei-. Conduce con cuidado. 

-   ¡Bah! -exclamó Markus-. Me los quitaré de encima si alguno decide que quiere pararnos. Y si no que nos sigan los pasos. A tu enemigo no le va gustar nuestro pequeño ejército.

Markus comenzó a reírse, al tiempo que empezó a acelerar más. Al pasar ante un cajón de hormigón que había a un lado de la carretera, le pareció a Andrei que había notado un flash. Tenía que haber sido un radar fijo el que había sacado la fotografía. Quienes vieran la imagen se iban a sorprender con lo que en ella iban a ver. 

-   ¿Estás intentando que le lleguen las multas a Lafayette? -preguntó Andrei. 

-   Podría ser -admitió Markus, sonriendo con cierta malicia-. Ese mercader puede recibir un par de multas de vez en cuando. 

-   Déjate de idioteces de una vez -ordenó Andrei, harto de los juegos que se traía Markus-. ¿Sabes donde vive mi enemigo? 

-   Demasiado bien -afirmó Markus. 

-   ¿Como que demasiado bien? -inquirió Andrei, sorprendido de la afirmación de su amigo o más bien aliado. 

-   Les he tenido vigilados -argumentó Markus-. Desde que me encargo de proteger a Marie, quiero saber lo que hacen esos cabrones.

Andrei le miró. Había algo que Markus llevaba mucho tiempo guardándose. Estaba seguro de que algo no le había contado. Había cosas que parecía saber demasiado bien sobre su enemigo. Cosas que no se podían saber únicamente porque Markus les hubiese estado vigilando. Esperaba que Markus se decidiese a sincerarse de una vez, pero por ahora estaba de su lado y haría que ese estatus quo se mantuviese. Más tarde, obtendría la verdad.

Aguas patrias (81)

Fueron las campanas que anunciaban las ocho de la mañana las que despertaron a Eugenio. Aunque en parte tal vez también fueron los gritos del condestable, el contramaestre y todos sus ayudantes, moviendo a los marineros para que se pusieran a limpiar la fragata. También ayudó que uno de sus guardiamarinas, uno de los jóvenes que habían llegado para llenar el cupo de estos, un muchachito de trece años, un poco enclenque, pero que era hijo de un capitán del puesto de La Habana y que claramente había tenido que aceptar, pues hubiera sido una descortesía con un compañero de más antigüedad. Creía recordar que se llamaba Juan, Juan de Regollos. Este chico era un poco especial, pues su voz no había cambiado y era aún muy infantil, casi angelical. Y había sido esa voz que había escuchado, ligeramente aflautada, avisar que en el castillo había aparecido el número de la fragata. Eso solo podía significar que el gobernador estaba citando al capitán a su presencia.

Cuando Eugenio se dejó caer del coy, notó que necesitaba un buen café, porque tenía la cabeza embotada. Rememoró que había bebido tal vez demasiado con los otros capitanes y chasqueó la lengua como gesto de autocrítica por su falta de moderación con oficiales inferiores. Pero ya estaba hecho, así que era una tontería mortificarse por ello, sería una buena lección para el futuro.

Iba a llamar a su ayudante cuando se dio cuenta que este llegaba con una taza humeante, unos panecillos y torreznos. 

-   Estamos cepillando su uniforme de gala, capitán -dijo el hombre-. Vaya desayunando y se lo traigo ahora para que se vista. Hay algo de agua en la jofaina. 

-   Gracias -se limitó a decir Eugenio, a la vez que se quitaba la camisola que usaba para dormir y que no recordaba cuando se la había puesto. Pero seguro que su ayudante le había echado una mano la noche anterior.

Eugenio se lavó sobre la jofaina con el agua que había traído su ayudante y una pastilla de jabón. Una vez que se notó limpió tomó varios torreznos y los metió en uno de los panecillos y empezó a comérselos, a la vez que bebía el café caliente. Cuando estaba apurando su desayuno, llegó su ayudante con el uniforme. Sin duda lo habían cepillado, sacado brillo a los dorados y a la espada de gala. También tenía una camisa limpia, blanca como la nieve. 

-   ¿No pensará tocar la camisa con esas manos llenas de grasa, señor? -inquirió el ayudante, cuando Eugenio alargó la mano para tomar la camisa.

Eugenio se miró las manos y se acercó a la jofaina para lavárselas. Cualquier marinero que le hubiera hablado así al capitán en cualquier parte del barco le hubiera valido un buen escarmiento. Pero el ayudante de un capitán podía usar algunas palabras ariscas o faltas de cortesía, pues en el fondo de las mentes de los capitanes, eran como sus madres. Se encargaban de vestirles y de alimentarles. Y tenían el grado de confianza de dar severas reprimendas a los capitanes que intentaban echar por tierra su trabajo, que no era otro que hacer que el capitán estuviera lo mejor presentable posible. Esto era así porque la imagen del capitán solía estar ligada a la del propio navío.

Para cuando Eugenio se había cambiado de calzones y se había puesto la camisa, llegó el guardiamarina de Regollos con su informe. Había tardado lo que el teniente Romonés hubiera establecido para dar tiempo a su capitán a estar presentable para uno de sus oficiales. Porque estaba seguro que el mensaje lo habían descifrado mucho antes. 

-   Mensaje del gobernador, señor -dijo Juan con su voz infantil-. El capitán debe presentarse lo antes posible en el palacio, señor. 

-   Bien, señor de Regollos -afirmó Eugenio, dándose por enterado. 

-   El señor Romonés me ha indicado que le informe que se han llamado a todos los capitanes de la armada con barcos fondeados en la bahía a excepción del de la Santa Cristina, señor -añadió Juan. 

-   Gracias, señor de Regollos, indíquele al señor Romonés que he recibido la información y que en breve subiré a la cubierta. Que se prepare mi faúa -indicó Eugenio-. Puede retirarse, señor de Regollos. 

-   Sí, capitán -asintió Juan, tras lo que dio un taconazo y se marchó.

Eugenio pensó que podrían hacer un buen oficial de ese joven, pero tenían que fortalecer su cuerpo. Pero había algo que le había inquietado de las noticias. La ausencia de la llamada al capitán Trinquez. Por lo que le había indicado don Rafael, la supuesta indisposición de Amador había sido por beber más de lo debido y lo de la caída eran las paparruchas inventadas por sus enemigos, como Juan Manuel. Habría pasado otra vez, se habría emborrachado otra vez. Pronto lo sabría. Tenía que terminar de vestirse.

martes, 22 de marzo de 2022

Falsas visiones (8)

Eran cuatro hombres de piel oscura, vestían armaduras de placas pequeñas unidas unas con otras. El padre de Rufo le había hablado alguna vez de esas armaduras de escamas. Eran muy usadas por los hombres del este del imperio. Podrían ser mercenarios partos o tal vez persas. Rufo les echó un mejor ojo. Lo que les hacía diferentes a los soldados partos eran los cascos. No eran los cónicos que usaban los hombres del este. Estos eran más parecidos a los de los bárbaros del norte. Por debajo de las armaduras le pareció adivinar unas telas de colores, lo que les daba otro aspecto. Sus cabalgaduras eran bestias parecidas a Fortis, lo que decía que su señor era un hombre rico o con el suficiente oro.

Al igual que Rufo y Varo portaban unas largas lanzas, aunque sus hojas tenían forma de corazón, mientras que las de ellos eran como las de las flechas, pero de mayor tamaño. En los costados de los caballos colgaban carcaj en los que se podían observar bastantes astiles emplumados. Los arcos estaban colocados en las grupas.

Al igual que Rufo no les quitaba la vista de encima, los cuatro jinetes tampoco apartaban sus miradas de los dos soldados romanos que se habían colocado en su espalda. Rufo no era capaz de precisar sus edades, ya que todos llevaban espesas barbas negras, que junto a los cascos, con protecciones para ojos y nariz, dejaban ver poco de los rostros. 

-   No les gusta que les observen tan fijamente, amigo -dijo un hombre, el cochero del último carro-. Piensan que les estáis intentando retar. 

-   No tenemos tal intención, amigo -indicó Rufo, que pasó su mirada al conductor, que había sacado la cabeza y les miraba-. No queremos líos, solo llevamos la misma dirección y ritmo. 

-   Seguro, pero será mejor que hables con nuestro jefe, estos no son muy habladores -advirtió el conductor, que se volvió al jinete más cercano y le silbó-. Son auxiliares del ejército. Mejor no te pongas violento. Avisa al jefe.

El jinete lanzó una especie de gruñido, pareció que iba a atacar al conductor con su lanza, pero al final dijo algo a sus compañeros en un idioma que Rufo desconocía y espoleó su caballo, adelantando los carros. Desapareció de la vista de Rufo cuando cruzó por delante de uno de los carros. Al poco, regresó con otros dos jinetes. Por la apariencia eran romanos o por lo menos de alguna parte civilizada del imperio. Era un hombre de pelo cano, grisáceo, con un barba corta, pero cuidada. Llevaba una capa gruesa de piel de oso negro y debajo una serie de túnicas puestas una sobre otra. En sus dedos había una buena cantidad de anillos. En los pies unas botas altas. La otra persona parecía una muchacha, de pelo castaño recogido en una trenza. Vestía de parecida forma al hombre. Tras ellos regresaba el mercenario. 

-   Salve -saludó el hombre, levantando una mano-. ¿En qué podemos ayudar al ejército? 

-   Saludos, ciudadano -dijo Rufo-. En si no necesitamos nada, a excepción de que nos podamos unir a vuestra cola. Son tiempos inestables. Viajamos a Legio y al ver vuestra caravana, nos hemos acercado. Pero si no os complace seguiremos adelante. 

-   En verdad, soldado, los tiempos en que vivimos son inestables -murmuró el hombre, que sin duda estaba haciendo un cálculo de los pros y los contras de que les acompañasen dos soldados, si es que en verdad lo eran. Pero por la media sonrisa que apareció en el rostro del hombre, parecía más interesado en seguir contando con su presencia, que su ausencia-. No veo problema en contar con vuestra compañía. Nosotros también viajamos a Legio, tengo bienes que vender allí. 

-   En ese caso todos hemos tenido la suerte de encontrarnos aquí -aseguró Rufo-. O más bien han sido los dioses quienes han querido este encuentro. 

-   Puede ser -asintió el hombre-. Bueno, por favor, seguidme. Y vosotros volved a vuestros puestos.

Los mercenarios espolearon sus caballos y se dispersaron por entre los carros. Rufo y Varo siguieron al hombre y la muchacha, hasta alcanzar un punto entre los carros, donde había un carruaje. Tanto el hombre como la muchacha saltaron al interior de la caja del carruaje con una agilidad impresionante. Los caballos siguieron al paso y al final los tomaron de las riendas unos hombres que descendieron de otros carros. Rufo acercó su montura a la portezuela abierta, para ver que dentro había una infinidad de cojines tapizando el suelo y una bandeja con unos panecillos. 

-   Me llamo Licinio Spartex -se presentó el hombre, que se había sentado sobre los cojines, doblando las piernas-. Se puede decir que esta es mi caravana. Aunque en verdad son carros. 

-   Yo soy Aulo Livio Rufo y mi compañero Lucio Germino Varo -dijo Rufo, señalando a Varo. 

-   ¡Hum! Rufo y Varo, entonces -indicó Spartex-. Me gustan los romanos con sus tres nombres. Usaré los familiares, ya que aunque no somos amigos, espero que lo seamos pronto. En mi caso con Spartex me basta. No soy romano. Nací en la provincia de Egipto. Ella es Lutenia, mi hija.

Rufo bajó ligeramente la cabeza, mostrando su cortesía y respeto a la muchacha. El gesto pareció divertir a ambos, porque se rieron un rato. Sin duda tanto Spartex como su hija eran dos individuos curiosos. Pero Rufo creía que era más seguro para ellos cabalgar en un grupo más grande. Si los estaban siguiendo, este mercader podía ser de ayuda en su supervivencia. Además creía que no serían tan tontos como para atacar a los mercaderes de la calzada, un hecho que provocaría que las legiones fueran advertidas por sus acciones violentas.

Dinero fácil (8)

Pero esta vez no tuvieron problemas de ningún tipo, no había tráfico ni entrante ni saliente, ni se encontraron con grandes mercantes. Cruzaron el corredor con relativa facilidad y llegaron a la zona exterior. Los vectores del sistema de control les guiaban hasta el punto de salto más cercano, donde no había ninguna nave. Patrick revisó la computadora y vio que ya tenía los cálculos de viaje listos.

-   Inicio el salto -avisó Patrick y miró a Valerie y Victor, que asintieron con la cabeza.

Patrick activó la propulsión de viaje. Por unos segundos parecía que no pasaba nada, pero las estrellas del espacio comenzaron a acercarse a gran velocidad. En poco tiempo todo lo que rodeaba a la nave parecían ríos de luz rojiza que pasaban con rapidez. Patrick suspiró y se levantó de su asiento. Hasta Erbock quedaban muchas horas de viaje y no había problema. En el puente se había activado un contador regresivo, que indicaba treinta y seis horas. 

-   Bueno, pues podemos descansar -indicó Patrick-. Victor te quedas en el primer turno al cargo. 

-   Claro, capitán -asintió Victor.

Valerie también se levantó. Ambos volvieron a la cubierta inferior. Valerie se marchó a su camarote, a descansar un rato, ya que le tocaría el siguiente turno. Hacía ya mucho tiempo que el capitán había decidido que los turnos fueran de cuatro a cinco horas, para que todos estuviesen lo más lucidos posibles por si había algún tipo de problema. Patrick en cambio se dirigió al camarote de Halwok. Pulsó en la consola, sabiendo que al otro lado Durinn vería su cara. Tal y como lo había supuesto, la compuerta se abrió. 

-   ¿Sí capitán? -dijo como saludo Durinn. 

-   Me acompañas a la sala de ocio, creo que tenemos que hablar de negocios -indicó Patrick. Habían hablado originalmente de un pago, pero hasta ahora no había habido nada sólido. Y Patrick sabía que ahora su cliente no podía escapar a ningún lado. 

-   Está bien -asintió Durinn.

Durinn le dijo algo a su hija, que pasó de estar sentada a tumbada en la cama. Para Patrick le había parecido más una orden seca que una petición cariñosa. No parecía como se hablaban dos familiares. Pero en las formas de otras personas para educar a sus retoños, él no se metía. No tenía hijos, y punto.

Ambos descendieron a la cubierta inferior y se dirigieron a la sala de ocio. Patrick se acercó a la máquina dispensadora y se sirvió un café. Señaló la máquina a Durinn, pero este negó con la cabeza. Se sentaron en la única mesa que había. 

-   Creo que en la nave te puedes quitar la capucha, ya no creo que los amigos de tu perseguidor te puedan ver -indicó Patrick. 

-   Tienes razón -asintió Durinn, que primero tocó algo que estaba escondido bajo la capucha y luego se la quitó. Patrick descubrió un rostro joven, de unos treinta años, de piel blanquecina, con pecas, y una melena corta pelirroja-. Soy Eleanor Durinn, pero me puedes llamar Elea Durinn, así me llaman mis amigos. 

-   Me parece bien, Elea -afirmó Patrick-. Pues a mi me puedes tutear o llamar por Patrick, no hace falta que te dirijas a mi por capitán ni señor Dark. 

-   Está bien. 

-   Bueno, arreglado lo de los tratamientos, creo recordar que me ibas a pagar unos cinco mil créditos por el pasaje -recordó Patrick-. Ya estamos viajando, alejándonos de tu perseguidor, tu ex o lo que sea en realidad. Pero no me has pagado. 

-   No me fío de los cazarrecompensas que son a la vez contrabandistas -argumentó Eleanor. 

-   Soy un capitán honorable de todas formas y cumplo mis contratos -aseguró Patrick, sin tener en cuenta la queja de Elea-. Tú y yo tenemos un contrato. Pero los contratos llevan un intercambio de dinero, ¿no? 

-   Dinero fácil, ¿no? 

-   Los viajes son fáciles y prefiero que sean así. Este lo será cuando me entregues los cinco mil créditos -indicó Patrick, que se estaba empezando a impacientar. Ni entendía porque la mujer se ponía ahora a regatear por el pago, el que ella misma había ofrecido. Entonces le vino a la mente una solución al nuevo entuerto y a la forma de actuar de Elea-. Estas tonterías es porque no tienes con que pagarme, ¿no?

Eleanor se le quedó mirando, con una cara de asombro que no pudo disimular lo suficientemente rápido, antes de que Patrick se diera cuenta y lanzase un exabrupto.

sábado, 19 de marzo de 2022

Aguas patrias (80)

Eugenio se movió en su asiento, ya que él tenía una petición que hacerles a los tres hombres que estaban ante él, hombres que hasta no hace tanto habían sido compañeros de mesa. Así que para armarse de valor, su ayudante había colocado las copas y la botella que había pedido antes Eugenio. Él mismo les había servido y había dado un viva por la armada. El vino le daría fuerzas para decirles lo que tenía pensado, por lo que les había hecho reunirse en su cámara. 

-   Señores, yo también quería hacerles una petición -indicó Eugenio. 

-   ¿Usted también se va a batir en duelo? -preguntó Marcos, cortando a Eugenio y un poco jocoso. Eugenio recordó que el capitán no era un buen bebedor. Así que no se lo tuvo en cuenta. Incluso el propio Marcos se dio cuenta de su metedura de pata y miró hacia el suelo. 

-   No, no, Marcos -negó Eugenio, con una sonrisilla, para dar a entender que no le había ofendido sus palabras-. Mi petición es que sean mis padrinos de boda. Me voy a casar. En unos días. 

-   Mi enhorabuena -dijeron los tres oficiales al unísono. 

-   Gracias, señores -agradeció Eugenio.

Los tres se le quedaron mirando y por unos segundos se miraron entre ellos, asintiendo con sus cabezas entre ellos. 

-   Señor, estaremos encantados de ser sus padrinos en la boda -anunció Álvaro, haciendo de portavoz del resto. 

-   En ese caso, celebremos esto, señores -dijo Eugenio, sirviendo más vino en las copas de sus subalternos.

Ninguno de los tres se pudo negar a beber con su superior. En la armada, los oficiales subalternos no podían hacer muchas cosas. Pero en este caso además los tres estaban con un hombre, que les había hecho ganar una considerable suma de oro y a dos mejorar en el escalafón. La misión de Antigua y el rescate del Vera Cruz les había hecho a todos más felices. Y en el fondo de sus corazones todos tenían simpatía por Eugenio y estaban dichosos por su futuro enlace. Los tres habían escuchado las voces de los marineros de sus barcos. Se creía que Eugenio iba a ser un capitán de oro, uno de esos que les sonreía la suerte y que les colmaría a todos de riquezas. Claramente los marineros las gastarían rápidos, pero los oficiales, más juiciosos y algunos marineros de más edad, guardarían o mandarían esas ganancias a sus familias.

Los cuatro, posiblemente ayudados por la ingesta del vino, pues a la primera botella la sustituyeron otras, estuvieron hablando y hablando hasta bien entrada la noche. Las iglesias tocaron las once de la noche cuando los capitanes, acompañados por Mariano, se dirigieron a sus botes. Aun con el alcohol que habían bebido, un poco acompasado por algo que el cocinero del barco había apañado, consiguieron bajar por el costado sin tener que montar una especie de columpio y hacerles descender como un saco. Si hubieran tenido que ser bajados hubiera sido una mancha para las corbetas.

Mariano esperó a que los botes se hubieran alejado lo suficiente para retirarse a su coy, pasando antes por el jardín. Aun estando ligeramente ebrio pudo escuchar los cuchicheos de los marineros, tanto los de guardia como los que descansaban. Todo el barco sabía ya que su capitán se casaba. Los marineros, como cualquier grupo de la sociedad tenían ideas de diverso tipo debido al tema. Unos creían que eso sería bueno para el capitán. Que con una boca que alimentar, por ahora, tendría que intentar conseguir más presas, para tener algo más que su sueldo. Otros pensaban que iba a ser todo lo contrario. Que por miedo a morir, sería más cauteloso y por tanto las presas escasearían. La figura del capitán dorado se estaba empezando a fracturar, pues las mentes de los marineros eran muy complicadas y muchas veces muy sibilinas.

A Eugenio, todo esto le importaba más bien poco, mientras estaba mirando las tablas de la cubierta, mientras se zarandeaba sobre su coy. Estaba pletórico, se casaba y pronto se iría de misión. Y no era una misión de vigilancia. Sino una que desde el punto de vista del gobernador para que el espía inglés en Santiago, iban ha fastidiar el comercio inglés, cuando en realidad se dirigirían a Cartagena a ayudar a la ciudad. 

Poco a poco el cansancio por el día, las tensiones de todo lo ocurrido y el alcohol le hicieron que fuera cerrando los ojos y el sueño pudo con él. Mientras él empezaba a roncar, su ayudante entraba a hurtadillas en la cámara y recogía lo que quedaba del vino y de la comida. Se llevaba las copas y todo lo que sobraba, antes de rogar a Dios por el día que se había acabado y que les siguiese protegiendo como hasta ahora.

El reverso de la verdad (70)

Arnauld miró a Helene y decidió que era momento de que dejase de mentirle. 

-   Así que Andrei te ha desechado como una colilla mal fumada, tras tenerte en la pensión -resumió Arnauld-. Y no sabes a dónde se ha ido. ¿Pero qué cabrón es Andrei, verdad? Y encima se ha marchado con tus cosas y el coche, ¿no? 

-   Sí -asintió Helene. 

-   Es curioso, porque el coche que Andrei tenía alquilado está aparcado fuera, mal, escondido bajo una lona -indicó Arnauld-. Y las cámaras de tráfico que me han traído hasta aquí son de ayer. Era bastante de día cuando tomasteis el cruce por el que se accede a esta finca. Así que tu historia es muy bonita, pero una falsedad tras otra. Así que última oportunidad, ¿dónde está Andrei?

Helene le miró con desprecio pero se quedó callada. Le importaba poco que ese hombre le pegase un tiro, pues de esa forma no podría decirle nada. 

-   Ahora pasamos al silencio, pero qué bonito -espetó Arnauld, harto de esa mujer, por lo que dejó de apuntarla y pasó a Marie-. Espero que importe la vida de esta mujer, porque si no me respondes la mató.

Helene le miró con asco, pero siguió sin abrir la boca. Arnauld amartilló el arma y acercó los cañones a la sien. 

-   Sabes lo que va a pasar. La munición de este juguete va a lanzar trozos de cráneo y seso por todas partes -se burló Arnauld-. Su vida queda en tus manos. 

-   Espera, ella solo es la ama de llaves de la casa, no sabe nada de Andrei -rogó Helene. 

-   Dime donde se ha marchado Andrei y listo -pidió Arnauld. 

-   No sé donde se ha marchado, solo ha dicho que iba a ver a un viejo amigo -contestó Helene. 

-   ¿Un viejo amigo? -repitió Arnauld, contrariado-. Espera, ¿por qué Andrei vino aquí? 

-   La casa pertenece a otro viejo amigo, no sé como se llama realmente, Andrei usaba todo el rato un apodo -contestó Helene. 

-   ¿Qué apodo? 

-   Guichen creo -respondió haciéndose la dubitativa Helene. 

-   ¿Guichen? ¿Has dicho Guichen? 

-   Sí, Guichen -asintió Helene-. Por lo visto quería su ayuda para un asunto. No me dijo qué. Al que han ido a ver también creo que es un apodo. 

-   ¿Cuál? 

-   Lafayette -dejó caer Helene.

Arnauld no se lo podía creer, Guichen y Lafayette. Sabía bien quiénes eran esos dos personajes, quienes eran en realidad. Un asesino y un traficante de armas, pero en el fondo dos ex fuerzas especiales, ambos camaradas de Andrei. Si les había pedido ayuda a ambos es que su jefe no iba descaminado con sus dudas sobre Andrei. 

-   Levántate y ayúdame a llevarla -ordenó Arnauld. 

-   Solo es un ama de llaves -dijo Helene. 

-   Pero me ha visto la cara, es una testigo, viene con nosotros -negó Arnauld-. Ayúdame a llevarla.

Helene se puso de pie y le ayudó a cargar con el cuerpo de Marie hasta el coche de Arnauld. Cuando abrió el capó, Helene se sorprendió de ver a la chica que les miraba con ojos de miedo y asombro. 

-   No os habéis visto ninguna de las dos, bueno las tres, que la ama de llaves sigue viva, aunque dormida -advirtió Arnauld-. Vas a tener alguien que te dará calor, pero ni una jugarreta más o tu castigo será otro.

Helene metió a Marie en el maletero, donde la muchacha se metió hacia el fondo. Helene no pudo evitar ver los restos de los golpes y la sangre en la moqueta, más de la que mantendría con vida a la muchacha, por lo que había habido alguien más, donde ahora iba Marie. Ese hombre era peligroso. Debía jugar bien sus cartas si querían sobrevivir, ella y Marie.