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sábado, 19 de marzo de 2022

Aguas patrias (80)

Eugenio se movió en su asiento, ya que él tenía una petición que hacerles a los tres hombres que estaban ante él, hombres que hasta no hace tanto habían sido compañeros de mesa. Así que para armarse de valor, su ayudante había colocado las copas y la botella que había pedido antes Eugenio. Él mismo les había servido y había dado un viva por la armada. El vino le daría fuerzas para decirles lo que tenía pensado, por lo que les había hecho reunirse en su cámara. 

-   Señores, yo también quería hacerles una petición -indicó Eugenio. 

-   ¿Usted también se va a batir en duelo? -preguntó Marcos, cortando a Eugenio y un poco jocoso. Eugenio recordó que el capitán no era un buen bebedor. Así que no se lo tuvo en cuenta. Incluso el propio Marcos se dio cuenta de su metedura de pata y miró hacia el suelo. 

-   No, no, Marcos -negó Eugenio, con una sonrisilla, para dar a entender que no le había ofendido sus palabras-. Mi petición es que sean mis padrinos de boda. Me voy a casar. En unos días. 

-   Mi enhorabuena -dijeron los tres oficiales al unísono. 

-   Gracias, señores -agradeció Eugenio.

Los tres se le quedaron mirando y por unos segundos se miraron entre ellos, asintiendo con sus cabezas entre ellos. 

-   Señor, estaremos encantados de ser sus padrinos en la boda -anunció Álvaro, haciendo de portavoz del resto. 

-   En ese caso, celebremos esto, señores -dijo Eugenio, sirviendo más vino en las copas de sus subalternos.

Ninguno de los tres se pudo negar a beber con su superior. En la armada, los oficiales subalternos no podían hacer muchas cosas. Pero en este caso además los tres estaban con un hombre, que les había hecho ganar una considerable suma de oro y a dos mejorar en el escalafón. La misión de Antigua y el rescate del Vera Cruz les había hecho a todos más felices. Y en el fondo de sus corazones todos tenían simpatía por Eugenio y estaban dichosos por su futuro enlace. Los tres habían escuchado las voces de los marineros de sus barcos. Se creía que Eugenio iba a ser un capitán de oro, uno de esos que les sonreía la suerte y que les colmaría a todos de riquezas. Claramente los marineros las gastarían rápidos, pero los oficiales, más juiciosos y algunos marineros de más edad, guardarían o mandarían esas ganancias a sus familias.

Los cuatro, posiblemente ayudados por la ingesta del vino, pues a la primera botella la sustituyeron otras, estuvieron hablando y hablando hasta bien entrada la noche. Las iglesias tocaron las once de la noche cuando los capitanes, acompañados por Mariano, se dirigieron a sus botes. Aun con el alcohol que habían bebido, un poco acompasado por algo que el cocinero del barco había apañado, consiguieron bajar por el costado sin tener que montar una especie de columpio y hacerles descender como un saco. Si hubieran tenido que ser bajados hubiera sido una mancha para las corbetas.

Mariano esperó a que los botes se hubieran alejado lo suficiente para retirarse a su coy, pasando antes por el jardín. Aun estando ligeramente ebrio pudo escuchar los cuchicheos de los marineros, tanto los de guardia como los que descansaban. Todo el barco sabía ya que su capitán se casaba. Los marineros, como cualquier grupo de la sociedad tenían ideas de diverso tipo debido al tema. Unos creían que eso sería bueno para el capitán. Que con una boca que alimentar, por ahora, tendría que intentar conseguir más presas, para tener algo más que su sueldo. Otros pensaban que iba a ser todo lo contrario. Que por miedo a morir, sería más cauteloso y por tanto las presas escasearían. La figura del capitán dorado se estaba empezando a fracturar, pues las mentes de los marineros eran muy complicadas y muchas veces muy sibilinas.

A Eugenio, todo esto le importaba más bien poco, mientras estaba mirando las tablas de la cubierta, mientras se zarandeaba sobre su coy. Estaba pletórico, se casaba y pronto se iría de misión. Y no era una misión de vigilancia. Sino una que desde el punto de vista del gobernador para que el espía inglés en Santiago, iban ha fastidiar el comercio inglés, cuando en realidad se dirigirían a Cartagena a ayudar a la ciudad. 

Poco a poco el cansancio por el día, las tensiones de todo lo ocurrido y el alcohol le hicieron que fuera cerrando los ojos y el sueño pudo con él. Mientras él empezaba a roncar, su ayudante entraba a hurtadillas en la cámara y recogía lo que quedaba del vino y de la comida. Se llevaba las copas y todo lo que sobraba, antes de rogar a Dios por el día que se había acabado y que les siguiese protegiendo como hasta ahora.

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