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sábado, 5 de marzo de 2022

Aguas patrias (78)

Llegado el momento, Eugenio, así como don Rafael se tuvieron que marchar de la vivienda de don Bartolomé. Don Rafael, llamó a un carruaje, ya que tenía que ir a hablar con el gobernador, llevando una misiva de don Bartolomé para él. Por lo que Eugenio decidió regresar al puerto andando, rechazando el ofrecimiento de don Rafael de llevarle a él hasta el puerto antes de seguir su camino al palacio. Eugenio no quería que don Rafael molestase a una hora tardía al gobernador, lo que podía hacer que la carta de don Bartolomé, que desde el punto de vista de Eugenio ya era una desfachatez, el gobernador no les iba a ceder el palacio para la fiesta tras la boda, cayese en saco roto o peor, atrajera las iras del gobernador.

Don Rafael se había alejado asegurando que se embarca en una epopeya, como si fuese Jason o Hércules. Eugenio temía que don Rafael también hubiese bebido más de la cuenta y se hubiese metido en la misma locura de don Bartolomé.

Con esos pensamientos en la cabeza, llegó al puerto, donde se quedó de pie en el muelle, en una zona amplia, donde se le viera bien. Era hora de ver si sus oficiales eran profesionales o no. Se sonrió al ver que su falúa era izada por la borda y descendía con cuidado por uno de los costados, mientras los remeros y un guardiamarina la seguían como hormigas en procesión. Lo siguiente que llegó a sus oídos fueron las órdenes del guardiamarina, que tenía una voz chillona, ya que era uno de los jóvenes, pero fuerte. Si le cambiaba pronto, sería un oficial de voz atronadora. Los remeros bogaban con brío, no querían hacer que su capitán esperase demasiado tiempo a la intemperie. La falúa, dio una amplia curva, para quedar pegada a la escalinata del muelle. Uno de los marineros enganchó con fuerza un bichero en la roca, para estabilizar la barca y que su capitán pudiera subir sin mojarse. 

-   Muy bien señor Torres, lléveme a la fragata -ordenó Eugenio, según se sentó junto al guadiamarina. 

-   Claro, capitán -asintió el joven Torres, con su voz habitual.

Torres dio las órdenes oportunas. El marinero soltó el bichero con elegancia, retornando a su puesto y tomando su remo, antes de que el resto empezasen a ciar, para luego bogar y separarse del muelle. Los marineros estaban tan experimentados en esa maniobra que no necesitaban las palabras de Agustín Torres, pero aun así este las daba. La falúa recorrió las aguas de la bahía que separaban el muelle del punto donde la fragata estaba fondeada con una velocidad pasmosa. El timonel, mantenía la caña con fuerza y era muy hábil para corregir el rumbo con ligereza cuando le parecía que se desviaban.

Al final, las órdenes de Agustín y la pericia del timonel fueron suficientes para detener la carrera de la falúa justo en la zona donde estaban los escalones de ascenso y sin golpear o arañar la madera, algo que haría que el capitán y sobretodo el carpintero del barco mirara con cara angustiada a los marineros de la falúa. Eugenio se puso de pie y saltó cuando una ola levantó el bote. Trepó con la pericia de una marino curtido y llegó a la cubierta, donde le esperaba el teniente Romonés y cuatro infantes de marina que hacían de guardia de honores para la llegada del capitán. 

-    Espero que haya tenido un buen día, capitán -dijo Mariano, saludando al capitán. 

-   No podría haber salido mejor -indicó Eugenio, que les hizo un gesto a los infantes para que se retirasen-. Al final no ha habido juicio y me han invitado a comer. 

-   Eso está bien -asintió Mariano. 

-   ¿Algún problema a bordo, teniente? -inquirió Eugenio. 

-    Nada, capitán -negó Mariano, que parecía contento por ello. 

-   Bien -Eugenio miró el cielo, aún no había empezado a atardecer, por lo que añadió-. Teniente, que los capitanes de la Centella y de la Cazadora se presenten a bordo lo antes posible. Cuando lleguen, que se dirijan a mi camarote, usted incluido, teniente. 

-   Como ordene, capitán. 

-   Estoy en mi camarote -avisó Eugenio, antes de marcharse hacia la escotilla.

Mientras descendía por la escotilla, pudo oír a Mariano como llamaba a los guardiamarinas y les encargaba ir a por las banderas de señales. Sin duda, el teniente usaría la oportunidad para enseñarles a los jóvenes oficiales a mandar mensajes entre barcos. Todos los marineros e infantes que se fue encontrando le saludaban y él devolvía el saludo.

En su camarote, pudo sentarse y esperó unos segundos, antes de avisar al infante de la puerta, al que pidió que llamase a su ayudante. Cuando vino éste, le informó que iba a recibir a los capitanes de las corbetas Centella y Cazadora, por lo que quería un par de botellas de vino y algo de picar para cuando llegasen. El ayudante asintió y desapareció tan rápido como se había presentado.

Mientras Eugenio esperaba, se entretuvo en escuchar los sonidos que había en la fragata. Hacía mucho que no tenía tiempo y paz para realizar eso, ya que siempre que había estado en la mar tenía muchas cosas de las que preocuparse. Ya fuera como capitán o a las órdenes de uno, siempre había estado demasiado ocupado. Ahora, podía escuchar los golpes del agua contra los costados de la fragata, el trabajo de los carpinteros, los herreros, los marineros riendo y los pasos de los centinelas en la cubierta. Una pequeña fragata llena de vida y de personas haciendo sus menesteres. Casi había olvidado lo mucho que le gustaba permanecer a bordo, un lugar que siempre le llenaba de paz, más que una vida en tierra. Pero ahora se iba a casar y la vida en tierra se le antojaba dichosa.

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