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sábado, 29 de mayo de 2021

Aguas patrias (38)

Los botes cruzaron las distancias que les separaban de los barcos que eran sus presas y cuando se aproximaron a los cascos de estos, los marineros e infantes empezaron a ascender por las escalas como monos. Eugenio desde el alcázar no perdía ni un solo movimiento. Los oficiales y los marineros habían alcanzado las presas sin que en estas se escuchase una sola voz de alarma.

Pero tampoco parecía que en tierra se hubiesen percatado de la presencia de la Sirena. Con los primeros rayos del Sol por fin se escucharon detonaciones en las embarcaciones. Tal vez los defensores se habían dado cuenta de la presencia de los atacantes. Pero era tarde, pues Eugenio veía las cabezas de sus hombres, pululando por las cubiertas. 

-   ¡Señor, señor, movimiento en el puerto! -gritó el vigía.

Eugenio movió su catalejo para divisar el lejano puerto. Parecía que habían aparecido algunas almas, pero eran civiles. No le parecía ver ni oficiales de la armada o soldados de la guarnición. Señalaban con sus dedos la fragata y la bandera española. Pero ya poco podían hacer, el lobo se había metido en su corral. Eugenio no pudo evitar sonreír. 

-   Señor Vellaco, debemos proteger a los grupos de abordaje -indicó Eugenio-. Necesitamos movernos. Desplieguen las juanetes y las sobres. Quiero brigadas en algunos cañones. Si se acerca algún bote, la metralla les hará regresar a puerto. 

-   Sí capitán -asintió el piloto al tiempo que pasaba las órdenes del capitán a los marineros.

Los gavieros se encargaron que la fragata se moviese, lenta pero la acercó al puerto y se interpuso entre las presas y el muelle. Fue una medida obvia pero innecesaria, porque los isleños no se hicieron con botes para proteger las presas. Parecía que les habían pillado totalmente por sorpresa.

Eugenio vio como las cadenas de las anclas de los galeones ya se estaban izando, mientras que marineros ascendían por los obenques. Eso quería decir que Salazar y Romonés ya se habían hecho con las naves. También vio cómo tiraban algunos cuerpos por la borda. Serían parte de los tripulantes ingleses de los barcos. Para su sorpresa, los otros tenientes y el contramaestre estaban a la zaga de los primeros. 

-   Señor Vellaco, largue las gavias, llenenos de trapo -mandó Eugenio-. Señor García, señal de salida. Diga a los barcos aliados que se llenen de lona, hay que salir por patas. Nosotros abrimos la marcha.

Los dos oficiales asintieron con la cabeza. Eugenio revisó uno a uno las presas y después a la fortaleza James. Los habían engañado una vez, pero no iba a ocurrir dos veces. Justo cuando plegaba su catalejo le pareció que salía un humillo de la fortaleza. Estaban preparando unos regalitos para la fragata y el resto de los barcos. Iba a ordenar que sacasen los cañones de estribor, cuando una inmensa detonación llenó toda la bahía.

El resplandor de la explosión pareció tener la misma fuerza que el Sol, pero duró un instante. Lo que sí que fue poderoso fue el gran sonido que había producido. Por unos segundos Eugenio solo podía oír un silbido en sus oídos, que poco a poco se fue atenuando. Donde había estado el fuerte James, ahora había una inmensa nube de gris, que ni la brisa que venía de la isla, del sur era capaz de disipar. A su vez el agua calmada de la bahía se había llenado de ondas que se cortaban unas a otras, formadas por los trozos de piedra que habían caído por doquier. 

-   ¿Señor, está bien? -le repetía el piloto al oído. 

-   ¿Qué diantres ha sido eso, señor? -preguntaba el señor Torres, claramente aterrado. 

-   Maldita sea el capitán Menendez, se ha pasado con la maldita pólvora -dijo por fin Eugenio, cuando les empezó a escuchar mejor-. Había que inhabilitar la fortaleza, no reducirla a polvo.

El piloto y el guardiamarina siguieron el dedo con el que señalaba Eugenio la posición donde había estado el fuerte James, que por fin se podía distinguir un poco. Toda la muralla que daba al canal se había desmoronado y ahora se veían las tripas de la fortaleza. Un hueco negro y humeante de lo que habría sido el polvorín del fuerte. No se veían ni cañones, ni soldados ni nada. Solo fuego, humo y piedras fragmentadas. 

-   Sáquenos de aquí, señor Vellaco -ordenó Eugenio-. Ya no hay nadie que nos pueda importunar.

El piloto asintió y se puso manos a la obra. Los ingleses no solo iban a perder el cargamento de los galeones y los otros barcos, sino que se iban a quedar sin la protección del puerto.

El reverso de la verdad (28)

Bajaron en el ascensor, sin cruzarse con ningún vecino, hasta el garaje y lo recorrieron hasta su plaza. El garaje estaba desierto y con muchos huecos, ya que por la hora que estaban muchos residentes estarían en sus trabajos. Se montaron en el coche, Andrei puso la llave en el contacto y encendió el motor. Tras unas maniobras sacó el coche de la plaza y se pusieron en movimiento.

Dada la hora que era, había tráfico en la ciudad y por ello, Andrei decidió tomar el camino largo. Les costaría más tiempo por carretera, pero podrían tomar una de las circunvalaciones que rodeaban la ciudad. Encontraron un cierto alivio, pero no se libraron de la afluencia de vehículos. Helene desde su asiento de copiloto, podía ver como camiones y grandes coches les adelantaban, llenaban los carriles. Pero la verdad es que la chica no se preocupaba por esas nimiedades. Aunque sí que tenía tiempo para verlas, ya que ya no tenía un móvil que tener en sus manos y unas redes sociales que mantener. Solo de pensarlo se le encogió su corazón. Por culpa de Andrei podría perder a sus seguidores, el coro de aduladores que le había costado conseguir. Había sido bastante tiempo empleado en adular, dar a “Me gusta” en publicaciones y escritos que eran de todo menos interesantes, pero que le habían valido para que sus propietarios se vieran en la necesidad de devolver el favor. Solo de pensarlo, Helene bufó de desesperación. 

-   ¿Te pasa algo? -preguntó Andrei sin dejar de mirar el tráfico-. Ya te he advertido que te podías quedar en mi piso. Pero tú has insistido en acompañarme. 

-   No me estaba quejando de eso -indicó Helene, que no quería recordar hacia dónde se dirigían-. Solo pensaba en el móvil que me destrozaste ayer. 

-   ¿Ah, sí? -inquirió sorprendido Andrei-. ¿Y por qué? Cuando todo esto termine te podrás comprar otro. 

-   Ya, pero… -murmuró Helene, que no estaba segura de que debiera seguir hablando. 

-   Te prometo que te compraré otro cuando terminemos con lo que estamos haciendo -aseguró Andrei-. Pero tú móvil viejo era una forma de localizarte. Además seguro que tienes cuentas en redes sociales. Lo más seguro es que respondieras inocentemente a uno de tus seguidores. Ellos esperan un error tan tonto como ese. Pero eso es algo que ya comprendes demasiado bien. Y no pareces tan tonta como para estar desesperada por tu audiencia en una red social, ¿no? 

-   ¡Claro que no! -negó haciéndose la ofendida-. ¿No sé por quién me tomas? 

-   Lo que yo pensaba -afirmó Andrei.

Helene hinchó las mejillas, como si siguiera enfadada al tiempo que se callaba. Era mejor que Andrei pensase que la había ofendido o algo parecido. No podía reconocer que él había acertado de pleno en que echaba de menos las redes sociales y se podía dejar pillar por la organización tan fácilmente. Y lo último que quería parecer ante Andrei era como una tonta o como una superficial. Había algo que la impulsaba a ser mejor que Andrei o más bien mejor a la opinión que tenía él de ella.

Tras un buen rato por la autovía que rodeaba la ciudad, rodeado de naves y polígonos industriales, por fin Andrei tomó una salida y poco a poco fueron internándose en un barrio de viviendas. Pero las iniciales eran poco más que chabolas de mala muerte, que se transformaron en edificios de un solo piso. Ni las unas ni las otras daban mucha seguridad. Salirse del coche en esa zona era peligroso, o así lo veía Helene. Cuanto más se aproximaban a su destino, los edificios ganaron altura, pero seguían siendo moles de hormigón sin vida. Tonos grises, blancos o ocres. La mayoría de ellos eran solo viviendas, pisos estrechos e inmundos que se abarrotaban de familias enteras o más de una. Solo en el centro del barrio se podían ver tiendas en los bajos de los edificios. Así como hoteles y pensiones. Los autobuses del ayuntamiento pasaban por allí, pero solo por las calles más anchas.

Lo primero que hizo Andrei es encontrar su destino. Era una pensión de bajo nivel, llamada “La Dame Avare”. Resultó estar en una de las calles por las que pasaban los autobuses. Se podría decir que era una arteria principal. El edificio tenía cuatro plantas y en otro tiempo había tenido su lustre. Pero ahora las paredes se habían ennegrecido, estaban desconchadas. Las ventanas eran de madera, con vidrios deslucidos, de las que seguro no cerraban bien. Las persianas, que en casi todas las ventanas estaban casi echadas, les faltaban listones, por lo que Helene dudaba que hicieran bien su trabajo. Lo siguiente que hizo Andrei fue buscar un lugar para aparcar el coche. Eligió una calle más pequeña y menos concurrida. Aparcó donde pudo y dejaron el vehículo. En silencio se dirigieron a la pensión.

El trayecto que estaban recorriendo hasta la pensión parecía normal, pero había demasiados ojos interesados en ellos, aunque Andrei estaba seguro que esas miradas estaban más fijas en Helene. En algún momento Andrei supo que alguno se iba a envalentonar y tendría un curioso espectáculo. No tenía ganas de contratiempos, pero parecía que el azar siempre era caprichoso. Pero no iba a a ser en ese momento, porque llegaron a la puerta de la pensión, una mole de metal y vidrio que había conocido otras épocas de lujo y frenesí.

martes, 25 de mayo de 2021

El dilema (77)

Durante la noche, los soldados rindieron el último adiós a sus compañeros muertos. Aunque no tenían todos los cadáveres, muchos se habían perdido por el camino. Ninguno quería saber lo que los salvajes podían haber hecho con ellos, pero las historias de que comían la carne de los muertos ya se había extendido por toda la fortaleza. Para muchos, la sola idea del canibalismo les llegaba hasta los tuétanos, como una descarga. Pero para Alvho o Asbhul, estaban contentos de que esa historia se hubiese corrido como un torrente sin presas que lo contuviera. Los soldados lucharían con mayor denuedo en la batalla que se estaba empezando a ver cerca. Nadie quería que su cadáver fuera profanado antes de convertirse en cenizas sagradas.

Alvho estaba junto a Aibber, sus hombres, el tharn Asbhul, y los therk que habían sobrevivido a la marcha de regreso. Todos rodeaban la pira ardiente donde el cuerpo de Shelvo se reducía a la nada. Alvho fue el último que se quedó, como miembro de la familia de Shelvo debía encargarse de apagar los rescoldos y tomar las cenizas. Lo habitual era llevarlas con los parientes o en el lugar donde se honraba a los antepasados, pero Alvho estaba seguro de que no había nada de eso. Ya había aceptado la petición de Asbhul, que había sido muy generosa. El tharn se encargaría que un druida le ayudase a seguir su camino al otro lado, en el altar familiar del tharn. Asbhul había asegurado que para él Shelvo era como un tío querido. Cuando regresasen a Thymok harían la ceremonia.

Una vez que recogió la mayor parte de las cenizas, aquellas que servirían para el ritual, y las llevase a la tienda de Asbhul en una urna de madera cuadrangular, que Dhannar le había fabricado con lo que tenía en su mesa de trabajo. La verdad es que el ingeniero había hecho una verdadera obra de arte, el propio Asbhul le había elogiado por ello, le había equiparado a los artesanos que llenaban el gran palacio de Ordhin de muebles. Dhannar había aceptado los cumplidos sin saber exactamente con que le asemejaban.

Tras aligerar su cuerpo de la urna, Alvho empezó uno de sus paseos que le llevaron a acercarse a los establos cercanos a la fortificación del puente. Estaba en todo en silencio, pero los relinchos de los caballos, le indicaron que algo había mal. Entró con sigilo en el establo y pronto dio con una conversación en susurros, que se asemejaba al ulular del viento.

En una de las cuadras, vacía de caballos, había tres figuras. Una de ellas mantenía su cabeza protegida por una capucha, las otras dos no. Por ello, no tuvo problemas para reconocerlos. Uno era Attay, el líder del gremio en Thymok y su compañero, el joven asesino que había intentado atacarle en la ciudad. Desgraciadamente no podía acercarse más, por lo que el encapuchado seguiría en el anonimato. Pero desde esa distancia si podía escucharles, por bajo que hablasen. 

-   Esto no es profesional -dijo Attay-. Nuestros clientes se están impacientando. El druida debía estar muerto antes de haber acabado aquí. Ahora se ha hecho muy poderoso. Será más difícil acercarse a él. 

-   Es su culpa -aseguró el asesino joven, señalando a la figura encapuchada-. No me permite hacerlo. 

-   Los clientes van a cancelar el asunto y pasar a otros métodos -indicó Attay-. Esto hará caer nuestra reputación y si eso ocurre, los dos lo vais a pasar muy mal -justo miró a donde estaría la cara del encapuchado-. Y no me das miedo. No he llegado a esta edad temiendo a las esquinas. Matadle de una maldita vez. 

-   Una flecha perdida en la batalla es una forma muy fácil de morir -se jactó el joven. 

-   No quiero saber lo que vais a hacer, pero hacedlo -negó Attay-. Sino la próxima vez no seré tan piadoso.

El anciano se marchó, pero cuando llegó al punto donde había estado Alvho, allí no encontró a nadie. Alvho ya le esperaba en las sombras, listo para seguir al anciano. Hacía tiempo que quería tener unas palabras con él. Ahora se había presentado la oportunidad idónea. En Thymok había demasiados lugares para esconderse, pero en la fortaleza no.

Attay no parecía preocuparse de que alguien le siguiera o si alguien lo hacía sabía demasiado bien cómo defenderse. Dado que su camino le llevó hasta el puerto desierto donde atracaban las barcazas de suministros y construcción, que ahora por culpa del río embravecido estaba vacío, Alvho estaba seguro que sabía que le seguían. 

-   Pensaba que serías el niñato ese que creía haber visto un punto de flaqueza en mis palabras -dijo Attay como saludo a Alvho cuando se detuvo en seco y se volvió a ver a su perseguidor-. Pero en cambio me encuentro con otro de mis hermanos, otro que lleva demasiado ocioso. O peor, nos ha traicionado. 

-   ¿Yo, hermano tuyo? Creo que tú y yo no somos nada -ironizó Alvho, estudiando a Attay. 

-   En ese caso nos has abandonado o por lo menos la carrera por la pieza real -siguió hablando Attay, como si le importase poco lo que diera Alvho.- Aunque parece que tu suerte ha derivado por otros caminos. Un miembro del clan Asdunnal, eso sí que es prosperar. 

-   Puede ser, aunque ahora que te veo, me gustaría que me contases una cosilla -admitió Alvho-. Una cosa sencilla. ¿Quién ordenó la muerte del druida Ulmay? 

-   Si ya no eres un hermano, ya no tienes derecho a saber nada -negó Attay, manteniendo la mirada fija en Alvho, retándole.

Los dos hombres se observaban mutuamente, con las miradas fijas, agresivas. Ambos reflexionaban sobre lo que iba a ocurrir, donde uno de los dos tendría que mover ficha.

Lágrimas de hollín (80)

Bheldur se presentó ante Fhin cuando este estaba desayunando en uno de los salones de la casa. Lo habían decidido así por guardar las apariencias ante los criados, pero por un momento le pareció que Fhin se estaba adaptando a esa patraña que se habían inventado. 

-   ¿Qué tal está Shar, Bheldur? -preguntó de sopetón Fhin, mientras se cortaba un trozo de jamón cocido que había en una bandeja. 

-   ¿Qué? ¿Como? -se limitó a decir Bheldur presa de un acceso de miedo o vergüenza. 

-   La he visto marchar antes, a primera hora, cuando me he levantado -indicó Fhin-. Supongo que ha venido para darte algún informe. ¿Cómo van las cosas? ¿Algo va mal? 

-   No, todo bien -aseguró Bheldur recomponiéndose-. Le he pasado algunos nombres de personas que me parecieron sospechosas durante la fiesta. Y de paso me ha dado información de las investigaciones que tenemos en marcha. 

-   ¡Ah, bien! -afirmó Fhin, pensativo-. La próxima vez, dile que se quede, me gustaría verla. 

-   ¡Eh, sí, sí! -asintió Bheldur-. Así lo haré. Habrá que pensar cual va a ser nuestra estrategia para llevar a cabo la venganza que buscas. Además de la información que saqué ayer, me he enterado que… 

-   Le he mandado un mensaje a la señorita de Fritzbaron para pasear hoy por los jardines imperiales -cortó Fhin a Bheldur-. Creo que estaría bien si me dejo ver un poco más en sociedad, ¿no crees? De esa forma, tú puedes obtener más información. 

-   Puede ser -se limitó a decir Bheldur, apesadumbrado. 

-   ¿Qué te pasa? -quiso saber Fhin. 

-   Eso mismo me pregunto yo -soltó Bheldur-. No puedes estar haciendo este tipo de cosas o te has creído que en verdad eres un noble o un rico. ¿O es otra cosa? Ya no confías en mi y no me cuentas tus planes, ¿es eso? 

-   Confió totalmente en ti, Bheldur -aseguró Fhin-. Pero no sé, hay algo con esa chica que se me escapa, con Arhanna. Creo que es una pieza clave en mi venganza. ¿Confías en mis instintos, Bheldur? 

-   Sin ellos no serías lo que eres ahora, amigo -asintió Bheldur-. Si son tus instintos lo que estamos siguiendo, así sea. Pero espero que no estés confundiendo los instintos con otra cosa.

Fhin se encogió de hombros y se limitó a desayunar. Bheldur le imitó. Mientras desayunaban, despacharon a los criados y Bheldur comenzó a contarle a Fhin lo que había obtenido de los asistentes a la fiesta. La mayoría de ellos eran mercaderes y la mayoría odiaban con creces a los Mendhezan. Como ni el padre ni el hijo estaban presentes en la fiesta, se vieron más interesados en contar las miserias de sus enemigos. Por lo visto Armhus tenía demasiados tratos con los imperiales, muchos muy secretos. Y Shonet, el hijo, no se quedaba lejos de su padre. A parte de los tratos oficiales con el gobierno imperial, tenía algún chanchullo bastante oscuro con los militares imperiales. Además de estar intentando convencer al alto magistrado Dhevelian de lo interesante que podría ser aliarse con él, dejando de lado a su padre.

A parte de las desavenencias de los Mendhezan, la mayoría de los invitados a la fiesta estaban inquietos por la situación con el ejército imperial. Se rumoreaba que uno de los dos generales que asistían al gobernador, había partido hacia el norte de forma veloz. Por lo que se sabía, en el camino del norte, cerca de la frontera se encontraba el inmenso campamento del ejército imperial. Muchos creían que ese general había ido a por tropas, para sofocar algo, pero desconocían el que. 

-   Para sofocar la unificación de los clanes de La Cresta -señaló Fhin al escuchar los temores de los invitados. 

-   Yo también creo eso -asintió Bheldur-. Y ese es un problema importante. Nuestros hombres no están preparados para luchar contra el ejército imperial. 

-   Así que Dhevelian ha decidido acabar con Inghalot de la forma más bestia -comentó burlón Fhin-. Es un problema, el imperial, pero tiene soluciones posibles, ahora que sabemos lo que es. Habrá que mandar espías fuera de la ciudad para tener controlados a los imperiales -en ese momento tocaron en la puerta-. Ahora seguimos hablando. ¡Adelante! 

-   Un mensaje, mi señor -un criado entró en la habitación y dejó una misiva sobre la mesa, tras lo que se retiró. 

-   Parece que la dama Arhanna acepta mi invitación -anunció Fhin, tras leer la misiva-. Quiero que vengas conmigo y Usbhalo, ¿bien? 

-   Si es lo que quieres, así será -afirmó Bheldur.

Los dos amigos terminaron de desayunar en silencio y se prepararon para la cita de Fhin. Al poco, junto a Usbhalo, tomaron el carruaje y se dirigieron a los jardines imperiales.

sábado, 22 de mayo de 2021

Aguas patrias (37)

Ya no les separaba de las rocas sobre las que se asentaba la fortaleza James ni una milla, por lo que era el momento crucial en el plan de Eugenio. 

-   Señor García, la señal secreta -ordenó Eugenio, sin girarse. 

-   A la orden -gritó el guardiamarina.

Los banderines que había colocado en la driza empezaron a ascender por el cielo, junto a la bandera británica, quedando a babor de la misma, para que los ojos que la observaban en la misma se percatasen de ella. Según lo que había leído en el libro de señales. A esos banderines, la fortaleza aliada debía responder subiendo y bajando la bandera del fuerte y ellos con un cañonazo. Tras lo que podría entrar en la bahía. Tras ello, debería disparar la andanada de saludo al gobernador de la isla. Trece cañonazos. Por ello, Eugenio volvió a desplegar su catalejo y se puso a observar la bandera de la fortaleza. Los segundos parecían minutos y la angustia, mezclada con el miedo perforaban el alma de Eugenio.

Pero por fin vio como la bandera descendía para ascender al momento. Eugenio sonrió al tiempo que ordenó disparar un cañón. La detonación llenó de ruido la bahía, no tanto por el propio cañón, sino por el sonido al golpear en los muros de la fortaleza, que los rebotó por todas partes. Eugenio se acercó a la banda de estribor y vio cómo los hombres de los grupos de abordaje descendían por el casco. Los botes estaban colocados junto a la fragata, con los remos recogidos. El cañonazo de la señal secreta había sido designado por Eugenio como la orden de descender a los botes. Los marineros e infantes salían por las portas de los cañones y por las ventanas de la galería de popa.

Volvió su atención a las paredes de la fortaleza y las bocas de los cañones. Todo estaba tranquilo, demasiado tal vez. Los había engañado o no. Pronto lo sabría. La fragata fue moviéndose, con tranquilidad por las aguas del canal. Cuando por fin dejaron atrás la fortaleza, Eugenio ordenó la salva de honor. Los cañones fueron disparando la carga de saludo, cañones solo con pólvora, una no muy buena, pero suficientemente útil para estos menesteres. La pólvora buena, de grano fino, Eugenio como muchos otros capitanes la conservaban para el combate.

Tal vez fue que aun era madrugada y que el Sol aún no había aparecido en su esplendor, pero en la ciudad no parecía que nadie estuviese interesado en la llegada de una fragata. Y eso era algo raro, ya que siempre que recalaba algún barco en un puerto, los ciudadanos, sobre todo de islas como esta, estaban ansiosos por conocer cosas de la metrópoli o de otras partes de las colonias. Pero el puerto estaba desierto y no se veían muchas almas por ninguna parte. 

-   Señor Vellaco, llevenos lo más cerca de las presas, que los hombres no tengan que remar demasiado -ordenó Eugenio al piloto, tras lo que miró a la cofa del mayor, donde había un vigía y varios infantes de marina cubiertos con abrigos-. ¿Ha salido algún bote del puerto? 

-   No, capitán -negó el vigía-. No hay movimientos en el puerto. Pero se ve algo. Hay cuerpos por las calles. 

-   ¿Cuerpos? -repitió Eugenio sorprendido, ya que eso era raro y preocupante-. Podría ser que la isla estuviera afectada por una enfermedad o algo parecido. 

-   Diría que borrachos, capitán -añadió el vigía que era un marinero experimentado.

Borrachos tirados por la calles, eso sí que era nuevo, pensó Eugenio, calculando si los que veía en las calles no serían los únicos. Si en las presas también había borrachos, las capturarían mejor.

Los siguientes minutos fueron tan angustiosos como los anteriores. La fragata se adentró en la bahía, acercándose al primer galeón. Eugenio calculaba con ayuda de su catalejo la distancia que les separaba de la primera embarcación y cuando vio que estaban en el punto idóneo se volvió hacia el piloto. 

-   Señor Vellaco, cuando lo vea bien, vire el barco a estribor, apuntando nuestros cañones al puerto -indicó Eugenio-. Señor García quite esa maldita bandera de mi barco. Muestre nuestra enseña -tras lo que sacó el cuerpo por la borda-. Señor Salazar, recuperé lo que es nuestro por derecho. Adelante, muchachos.

Un clamor se escuchó detrás de la fragata y los botes aparecieron de detrás, cruzando la estela de la fragata y remando con fuerza hacia las embarcaciones que se mecían pacíficas en la bahía. Si la caída de la bandera inglesa y su sustitución por la española, o el rápido viraje de la fragata, pudieran ser los detonantes para cambios en el estado de tranquilidad de la isla, Eugenio no notó absolutamente nada. Algo pasaba, pero seguía sin saber qué. Tal vez pronto se enteraría.

El reverso de la verdad (27)

Sin duda la mezcla de agua caliente y fría relajó el cuerpo de Andrei como él mismo había vaticinado. Cerró las llaves de paso y se masajeó la piel para ayudar al agua a recorrer su cuerpo hasta el plato de ducha. Ahora estaba más descansado y la mente más relajada. Ya estaba listo para seguir la pista que había encontrado de Louise. Mientras hacía unos estiramientos, descorrió la cortina y se quedó petrificado. Al otro lado, se encontraba Helene, totalmente desnuda, que se había quedado igual de inmóvil que él. Sus ojos chocaron de frente con los de Helene, después de recorrer todo el cuerpo de la chica. Algo que seguramente también podría estar haciendo ella, pero nunca llegaría a saberlo. Pero ver los ojos de ella en los suyos fue el detonante para que corriera la cortina. 

-   Lo siento, lo siento,... -se escuchó mientras Helene se alejaba de allí, a la carrera supuso Andrei.

Cuando Andrei descorrió otra vez la cortina, Helene ya no estaba allí. Se secó con rapidez y se puso las mudas que había traído. Después salió con cuidado al pasillo y lo recorrió hasta el cuarto de invitados. Golpeó la puerta del dormitorio. 

-   Ya tienes el baño libre -dijo Andrei.

Tras decir esas palabras, Andrei se dio la vuelta y regresó a su dormitorio, a vestirse, no era tampoco bueno pasearse por la casa en calzoncillos. Después volvió a su despacho para pensar en lo que iba a hacer. Helene entró perfectamente vestida, con una ropa casual, que no casaba con lo que normalmente vestía en la oficina. Pero seguía despampanante. 

-   Siento lo de antes, pensaba que no había nadie en el baño, estaba la puerta abierta y… -se disculpó Helene, luciendo un ligero sonrojo. 

-   ¿Estaba abierta? -repitió Andrei, a lo que Helene asintió con la cabeza-. Bueno, supongo que hace mucho que no hay nadie en esta casa a parte de mi. Me he ido acostumbrando a la soledad. Fallo mio. 

-   Bueno, la próxima vez no ocurrirá -aseguró Helene, que decidió que era el momento de cambiar de tema-. ¿Has investigado algo sobre Louise? 

-   Y sobre la conejita -añadió Andrei, a lo que Helene hizo un gesto afirmativo-. He visionado la serie que había indicado en su currículum y no aparece ella en ninguna parte. Pero si que aparece su nombre en los créditos. 

-   ¿Y eso qué significa? 

-    Pues que alguien ha estado metiendo supuestas actrices en producciones en las que no han trabajado -explicó Andrei-. Claramente es para tapar otro tipo de asunto. Uno que no es muy legal o nada. Creo que en gran parte, Sarah comenzó la investigación porque alguien había mancillado su productora, su gran sueño. Pero luego encontró mucho más de lo que parecía en un primer momento. 

-   ¿Y entonces qué tenemos que hacer ahora? 

-   La única pista que nos ha dejado Sarah es Louise -indicó Andrei-. Por lo cual debemos hablar con ella. Si no me equivoco, ella nos dará la siguiente pista para seguir la investigación, porque estamos siguiendo los mismos pasos que dio Sarah. 

-   ¿Y has encontrado a Louise? -quiso saber Helene. 

-   A ella no, pero sí que he encontrado sus huellas o por lo menos una que parece medianamente prometedora como para seguirla. 

-   ¿A dónde vamos? -preguntó Helene.

Andrei le dijo el nombre del barrio que debían visitar. Realmente una vieja pensión en el mismo. La cara de Helene pasó de la sorpresa al disgusto. Sin duda, ella sabía de la mala reputación del lugar. 

-   ¿En verdad vas a ir a ese barrio de mala muerte? -inquirió Helene. 

-   Sí -asintió con fuerza Andrei-. Pero tú te puedes quedar en esta casa. Aquí puedes descansar y nadie sabe que estás aquí. No cojas el teléfono ni abras la puerta y… 

-   No, yo voy contigo -negó Helene-. Yo no me voy a separar de ti. Creo que el lugar más seguro para mi es en el que estés tú. Es verdad que los de la organización no saben quien eres tú, pero podrían dar con tu identidad. No, donde tú vayas, yo voy. 

-   Pues en ese caso ya no hay mucho que decir -afirmó Andrei-. Tienes media hora para tomar lo que necesites o para cambiarte. O simplemente para descansar. Luego nos vamos. 

-   Vale.

Durante el rato que se quedó solo, Andrei se hizo con su arma, munición y sacó unos cuantos fajos de dinero del bolso. La verdad es que ese dinero en metálico le estaba viniendo que ni pintado. Luego guardó el bolso en un armario de seguridad que tenía en su despacho. Tomó su portátil y su mochila. Junto con el portátil puso la munición y el dinero.

Se dirigió a la entrada de la vivienda y se encontró allí a Helene. Solo se había cambiado una cosa, los zapatos por unas zapatillas. Era difícil correr con zapatos de tacón. Tomó de la mesilla las llaves de la casa y las del coche de alquiler. Abrió la puerta desde dentro, permitió salir a Helene y cerró tras salir él. Giró la llave, escuchado como se movía el cerrojo.

martes, 18 de mayo de 2021

Lágrimas de hollín (79)

Los pasos de un hombre de mediana altura, vestido pulcro pero sin demasiadas distinciones, resonaban por un pasillo de suelo de madera. Un suelo viejo y astillado. Todo estaba oscuro a excepción del candil que llevaba el hombre en la mano derecha. La casa en la que estaba, debido a la hora, se mantenía en silencio. Se aproximó a una puerta y la golpeó con su mano libre. Tras un rato, cuando le pareció escuchar algo parecido a un adelante al otro lado, abrió la puerta. La luz del interior le cegó durante unos segundos, el tiempo justo para aclimatarse a ella.

El hombre entró y cerró la puerta, para evitar que el calor del otro lado se escapase. Dejó el candil en una repisa junto a la puerta. La habitación en la que estaba era una especie de despacho, mezclado con un vestidor. Ante él había una puerta abierta, a otra habitación tan iluminada como esta donde podía ver las figuras de varias jóvenes desnudas que ayudaban a otra figura a ponerse un batín de color rojizo. A la derecha de la habitación en la que estaba, había otro cuarto, ahora a oscuras, pero sabía que había una enorme bañera en la que cabían varias personas a la vez y que costaba mucho llenar de agua caliente. En el lado contrario, la habitación con las ropas del dueño de la casa. 

-   Espero que sea importante lo que me tienes que decir, no me gusta que me molesten -dijo un hombre joven de unos veinte años, que se cerraba el batín de malas formas, pero aun así el hombre tuvo que ver el miembro ondulante del joven. 

-   Mi señor Shonet, vengo de la fiesta del gremio de mercaderes -informó el hombre, lo que pareció poner contento al joven, o por lo menos no enfadarle. 

-   ¿Estaba mi padre? -inquirió Shonet, atusándose su pelo negro, mientras fijaba los ojos oscuros sobre el hombre. 

-   El señor Armhus no ha aparecido en la fiesta, mi señor -negó el hombre. 

-   ¡Maldita sea! -espetó Shonet-. Me habían informado que el viejo miserable iba a asistir. Si lo hubiese sabido podría haber ido a acompañar a la pobre Arhanna. Pero aún hay tiempo de sobra. Mañana la invitaré a pasear por los jardines imperiales. Así me disculparé por no haber podido bailar con ella. Pobre muchacha, habra estado alicaída y triste por mi ausencia. 

-   No me lo ha parecido, mi señor -comentó el hombre. 

-   ¿Qué? ¡Ya estás desembuchando, maldito imbécil! -grito echó una furia Shonet. 

-   Estuvo casi toda la velada bailando con un joven -informó el hombre-. Y cuando no bailaba, pasaba el rato hablando con él. Parecía risueña y alegre. 

-   ¿Quién es ese joven? ¿Malbour? ¿Therne? ¿Quién de esos estúpidos? -quisó saber Shonet. 

-   Ninguno de ellos, mi señor -afirmó el hombre-. Es un joven mercader que ha llegado a la ciudad. Se llama Malven de Jhalvar y parece que se ha establecido en el gremio por orden de su padre. Quieren tener un almacén en la ciudad para su comercio con los reinos más allá del Nerviuss, al sur. 

-   ¿Al sur? -repitió asombrado Shonet-. Pero si ahí solo viven unos primitivos. Bueno, cualquiera puede tener sueños e ilusiones. Halla ellos. Pero se va a convertir en mi enemigo si quiere meterse entre Arhanna y yo. Quiero que investigues a ese Malven y me presentes un informe detallado. 

-   Sí, mi señor -asintió el hombre. 

-   Ahora vete, tengo mucho que hacer -ordenó Shonet, moviendo la mano derecha para hacer que se fuera lo más rápido que pudiera.

El hombre que sabía el carácter temperamental de su señor, recuperó su candil y se marchó de allí lo más veloz que pudo. Shonet se quedó mirando durante unos segundos el espacio que había ocupado su criado, o uno de los que le servía. Prefería a su otro hombre, el antiguo militar imperial, pero por las noches era imposible localizarle. Lo más seguro es que estuviera en alguno de los burdeles de la ciudad. Le había hecho seguir y sus pasos siempre le llevaban hasta el mismo tipo de establecimiento. Y por eso era tan buen trabajador, porque siempre quería más oro para gastar en esas mujeres libertinas. Pero ese hombre lo dejaba para trabajos más complicados que recabar información, eso sería insultar su ego.

Al final, Shonet se dio cuenta que estaba cogiendo frío y tenía su propia forma de calentarse. Lo mismo que buscaba su hombre, pero él no tenía que pagar, ya que había muchas mujeres que preferían la protección de su casa a deambular por las calles frías y peligrosas de la ciudad. Y eran un par de hermosos especímenes los que hoy compartían su lecho. Pechos grandes, turgentes, pieles sedosas y unas ganas de saciarle que nunca se terminaban. Se liberó del nudo con el que se había cerrado el batín y se lo quitó dejándolo caer mientras entraba en su dormitorio, mientras silbaba. Al momento, como si fueran animales amaestrados las dos mujeres se le acercaron, estrechando sus cuerpos contra él. A Shonet solo le fastidiaba una cosa, tener que haber abandonado su casa porque su madrastra no había querido soportar a sus amigas en la casa de su padre. Un día le enseñaría mejores modales a su madrastra, se había jurado Shonet, cuando fuera él el duque de Mendhezan.

El dilema (76)

La afirmación de Shelvo había dejado a los dos hombres en un tenso silencio. Dhalnnar había hecho que Aibber se alejara de los dos therk, ya que suponía que ambos necesitaban solo la compañía del otro. 

-   Parece que también te tengo que agradecer que acompañases a mi hermano en sus últimos días -rompió el silencio Shelvo-. Me hubiera gustado estar con vosotros, con él, pero la guerra me lo impidió. Yo era soldado y la verdad es que nunca me gustó su forma de luchar. Pero eso no me hubiera impedido despedirme de él. 

-   Nunca me contó nada de que tuviera familia, un hermano -dijo Alvho, compungido-. Si lo hubiese sabido te hubiera buscado, para darte la noticia. 

-   Hartk siempre fue así, cerrado para todo y todos -quitó hierro al asunto-. Pero según él eso es lo que nos mantenía al resto protegidos. Su trabajo era peligroso y normalmente ligado a posibles venganzas. Yo no quería creerle, pero nunca intenté sonsacarle nada de lo que hacía. 

-   En nuestro trabajo siempre puede haber venganzas, sobre todo si no limpias bien tus huellas -afirmó Alvho. 

-   Bueno es saberlo -asintió Shelvo- Pero dentro de poco él me lo podrá contar. Alvho, podrías pasarme mi espada -Shelvo señaló la vaina que estaba tirada en el suelo. 

-   Claro.

Alvho se agachó y tomó la espada envainada. La sacó de la funda, la apoyó en el cuerpo de Shelvo, tomó su mano libre, posándola sobre el pomo de la espada. Shelvo con sus últimas fuerzas agarró la empuñadura con fuerza. 

-   No debes derramar lágrimas por mí, sobrino -aseguró Shelvo-. Solo debes prometerme que salvarás a estos hombres que nos rodean. Ese advenedizo druida ha envenenado el alma de nuestro señor. Debes hacer que las cosas regresen a su cauce o la desgracia llegará a Thymok. O tal vez mucho más allá. Ellos no se detendrán en Thymok. Elimina el mal. ¡Prométemelo! 

-   ¡Lo haré! ¡Te lo juro por Ordhin! ¡O por quien quieras! -juró desesperado Alvho, con lágrimas cubriéndole la cara. 

-   Gracias -la voz de Shelvo se había reducido a un ligero hilillo-. Cuando mi alma se haya marchado con Ordhin, toma mi anillo y póntelo. El tharn te reconocerá como mi descendiente y dueño de todas mis propiedades. Le he dicho que eres hijo de mi único hermano. Asbhul no ha hecho preguntas y te reconocerá como miembro de su clan. Al fin y al cabo eres uno de sus guerreros más capaces. 

-   Yo, yo no puedo, yo no soy quien… -intentó hablar Alvho, pero no le salían las palabras. 

-   Una cosa más, haz de Lhianne una mujer honrada… -las palabras de Shelvo se perdieron en su boca.

Los ojos se quedaron fijos durante unos segundos, exhalando su última bocanada de aire. La fuerza que aún mantenía la espada agarrada a su mano, se fue deshaciendo. Alvho abrazó el cuerpo para evitar que se cayese, mientras derramaba las lágrimas de pena que nunca antes había derramado de verdad. Era un lloro auténtico y la verdad es que no sabía porque. Durante toda su vida había mentido, escondiendo su verdadero ser detrás de corazas, protecciones para realizar su trabajo, el que le había enseñado Hartk. Y ahora, como le había ocurrido a su mentor en su muerte, se habían deshecho todas sus defensas como si nunca hubiesen existido.

Le hizo un gesto a Aibber para que se acercara y con su ayuda, colocaron el cuerpo de Shelvo sobre el suelo. Después le mandó a por un par de hombres y una manta. Había que preparar el cuerpo para la ceremonia. Siguiendo los últimos deseos de Shelvo, le quitó el anillo, uno muy rústico, en el que se podía ver varios jabalíes, formando el centro del anillo, una línea de jabalíes. Se lo colocó en el mismo dedo que lo llevaba Shelvo. Entonces recordó otra de las cosas que le había dicho antes de morir. El tharn le admitiría en su clan. eso quería decir que Shelvo pertenecía a un clan. Solo podía ser el mismo que el de Asbhul. Entonces comenzó a pensar a cual pertenecía el tharn. Creía haberlo escuchado en algún momento, era el clan Asdunnal.

Asbhul pertenecía a los señores del valle de Phlassar, cuyo líder no era otro que el tharn Orthay. Eso provocó que muchas piezas se encajasen en el cerebro de Alvho. El tharn Orthay no estaba a favor de esta expedición y pero no se oponía a Ulmay. No era un cortesano de Thymok, raramente se le veía por la ciudad. Había colocado a sus hombres en la expedición, en los lugares claves, para impedir que Dharkme pudiera liarla. Por eso Asbhul había aparecido en el ejército de vanguardia y por ello, en cuanto había visto una oportunidad había dado la orden de regresar. Si Alvho le hubiese presentado antes cualquier otra posibilidad la habría tomado sin dudarlo.

Por lo que sabía ahora Dharkme estaba entre dos ejércitos de Orthay, uno al otro lado del puente y el que dirigía Asbhul. Y Alvho estaba bien posicionado para llevar a cabo el trabajo por el que le habían contratado, aunque su actual dilema era quien de todos ellos era el que elegiría.