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sábado, 8 de mayo de 2021

Aguas patrias (35)

Cuando Eugenio vio que le era imposible dormir, salió del camarote y se dirigió al alcázar. Estaba preparado para lo que se avecinaba. Su sable de batalla al cinto y un par de pistolas cargadas en los costados. Su uniforme estaba impoluto, listo para morir con él, si todo se torcía. Incluso se había puesto una camisa limpia, por si le disparaban, que la bala si le metía un trozo de la misma, no llevase mugre con ella. Había visto sucumbir a muchos hombres porque los trozos de tela sucia habían envenenado las entrañas.

Pero no era el único que se había preparado así. Todos sus oficiales iban de parecida estampa, incluso los jóvenes guardiamarinas. Sin duda las quejas del médico de abordo no habían caído en saco roto. 

-   La corriente nos mece a tierra, señor -le comunicó Álvaro, que estaba junto al timón-. El contramaestre y el piloto han preparado la navegación por el canal. Si la carta inglesa está bien, estaremos dentro en poco tiempo. 

-   Bien -se limitó a asentir Eugenio-. Las baterías deben ser cargadas antes de que los hombres empiecen a desembarcar en la bahía. 

-   El señor Romones se está encargando de ello en este momento, señor -dijo Álvaro. 

-   Bien, señor Salazar -afirmó Eugenio, contento por la profesionalidad de sus hombres, pero manteniendo su aspecto adusto. 

-   Que se mantenga la cantidad de velas actual -señaló Eugenio, mirando la arboladura-. Debemos dar el máximo de tiempo al capitán Menendez y sus hombres.

Álvaro asintió con la cabeza. Eugenio al ver que sus oficiales tenían todo controlado, empezó a pasear por el alcázar, haciendo cálculos y ensoñando todo lo que podía torcerse en las siguientes horas. Que el capitán Menendez y los soldados tomaran los fuertes era la mejor de todas las opciones, pero si no era el caso, les quedaba el asunto de las señales de entrada. Pronto la bandera británica original de la Syren ondearía de nuevo, y con el código, si aún era válido, les permitiría entrar en la bahía. Pero si no lo era, la operación se iría al traste y ellos serían destrozados por las temibles balas rojas que dispararían los cañones del fuerte James y posiblemente también del Barrington.

Pero el cruzar a salvo las defensas de la bahía no era más que una parte de las muchas que se podían torcer. Estaban las presas, llenas de marineros ingleses, que aunque pillados por sorpresa, serían un buen problema para sus pequeños grupos de atacantes. Igual había ido muy lejos al decidir tomar todas las embarcaciones, y no solo los galeones que iban a rescatar. Pero sabía que sus hombres no le perdonarían dejar barcos enemigos en esa rada. Ni tampoco sus oficiales superiores, aunque los quemase o hundiese. No, debía hacerse con todo.

Pero luego tenía que salir de allí y si las fortalezas seguían inglesas, entonces ya no valdría la treta anterior, ya que para entrar en guerra habría izado su verdadera bandera. No hacerlo iba contra las reglas del caballero. Algo que a los ingleses se les olvidaba muchas veces, pero que acusaban al resto de no hacer. Eugenio siempre decía a ello el refrán castellano de “piensa el ladrón que todos son de su condición”.

Cada poco Eugenio sacaba su catalejo y revisaba lo que le separaba de la tierra. Cada vez estaban más cerca, pero solo era una mancha difusa, debido a la falta de luz. Pero cuando miraba hacia el este, ya empezaba a ver cambiar el cielo, ya no estaba tan negro, sino que había un azulado. El día y el amanecer se aproximaban. 

-   Señor Salazar, tomó el mando -anunció Eugenio cuando se acercó a su primer oficial-. Bajen los botes por el costado y átenlos ahí, listos para su uso. Después ocúpese de sus hombres. 

-   Sí, capitán -asintió Álvaro. 

-   Y Salazar, corra la voz, zafarrancho de combate, pero en silencio y sin campanadas.

Álvaro asintió con la cabeza y fue pasando la orden del capitán. Pronto los marineros del timón fueron sustituidos por otros, que llegaron junto al piloto. Este había memorizado el canal, tras estudiar la carta marina inglesa. Un guardiamarina se encargó de izar la bandera inglesa. Ahora era momento de engañar al enemigo.

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