El sol ya empezaba a
realizar su último viaje por el cielo, en dirección al horizonte para
desaparecer hasta el día siguiente, cuando Maichlons llegó a las puertas de
Stey. Durante la última hora el tráfico por la calzada había aumentado y ahora
permanecía parado, tras un carro lleno de toneles y delante de una carroza.
Ninguno de los conductores le había dirigido la palabra, aunque le habían
saludado. A Maichlons no le había parecido raro, pues normalmente un soldado
que viajaba solo, lo más seguro es que fuera un mercenario o un matón, gente de
mal vivir. Las personas de bien no se mezclaban con ellos.
La cola se movía
lentamente, mientras el tiempo iba pasando. Por fin el carro de los toneles
alcanzó las puertas, la guardia lo paró, estuvo un sargento charlando con el
conductor y por fin llegaron a un acuerdo con el precio de entrada. Maichlons
supuso que el buen sargento se quedaría con algunas monedas, que no llegarían
hasta los cofres del estado. El carro empezó a moverse y Maichlons azuzó a su
montura para acercarse al sargento y sus guardias.
- ¡Alto! -gritó el sargento lo más marcial que pudo, levantando una
mano-. ¿Quién sois? ¿Cuál es vuestro interés para entrar en la ciudad?
- Maichlons de Inçeret -respondió Maichlons, mientras sacaba el
pliego con las órdenes del gobernador para su traslado a la capital.
El sargento se medio cuadró
al oír el apellido y esperó hasta recibir el pliego. Lo abrió con cuidado, leyó
el contenido y se lo devolvió a su dueño.
- Bienvenido a casa, mi coronel -dijo el sargento, mientras daba
unos pasos para permitir el paso y hacía señas a sus guardias para que se
movieran.
- Buen día tenga usted también -murmuró Maichlons entre dientes,
mientras guardaba el pliego y clavaba las espuelas en los costados de su
montura que inmediatamente se puso a moverse.
Aunque ya era tarde, la
ciudad que se encontró aún estaba llena de vida. Enfiló por una de las calles
principales, de calzada de piedra gris, con casas y nuevas calles más pequeñas
que en ella nacían. Los puestos y los talleres ante los que pasaba estaban
terminando de trabajar o cerrando en ese momento. Los mercaderes y los peones se
retiraban a casa. La mayoría de los edificios eran de cinco plantas a lo sumo,
de piedra gris, desde tonalidades oscuras a las más blanquecinas. Había
ventanas, con los postigos abiertos, con maceteros de cerámica anaranjada sobre
ganchos de hierro con volutas y hojas labradas. Plantas con flores adornaban
las fachadas. Los tejados eran de pizarra azulada. En los bajos había tiendas,
talleres y tabernas.
Debido a que ya no había
ni mujeres ni niños por las calles y los hombres se retiraban a sus hogares, le
fue fácil recorrer los barrios del círculo exterior hasta llegar a la puerta
del barrio alto. Si hubiera sido otra hora se habría aventurado por la Cresta,
pero con la llegada de la noche las callejuelas de ese barrio se volvían más
peligrosas de lo que eran cuando los rayos del sol intentaban rechazar a la
oscuridad siempre reinante. Al pasar por la zona donde se encontraban las
herrerías y talleres del metal, aunque en la mayoría ya no se escuchaba nada,
se fijó que junto al templo de Bhall, el dios único y supremo al que
prácticamente toda la población del reino rezaba, un monje aún trabajaba en su
taller. Ya había oído afirmaciones sobre los sacerdotes que llevaban los
templos de Bhall el herrero. Lo que no sabía era que se habían establecido en
la capital. Eran los sacerdotes más modestos de toda la Iglesia de Bhall.
Al alcanzar las puertas
del barrio alto, unos guardias le detuvieron, pero al igual que en las puertas
de la muralla exterior, no le pusieron ninguna pega. En el barrio alto, las
construcciones no eran muy diferentes a las del resto de barrios, aunque cada
casa pertenecía a una única familia. Solían tener establos y un patio interno,
al que se llegaba atravesando un muro o un pasadizo. También había tabernas,
algunas tiendas y cuarteles. La guardia real tenía sus cuarteles rodeando la
ciudadela, donde se encontraba el castillo real, los establos reales, un
pequeño jardín y una capilla.
Por fin llegó a las
puertas de la casa en la que hacía tanto había nacido. Estaban cerradas.
Desmontó, se acercó a una aldaba con forma de puño y golpeó con fuerza. La
madera vibró bajo los golpes de la aldaba. Al principio no pasó nada, pero al
poco pudo escuchar los pasos de alguien, un taconeo sobre las piedras que había
al otro lado. Los cerrojos de la puerta se comenzaron a mover y una parte de la
puerta grande se abrió hacia dentro, dejando un hueco suficiente para que una
persona agachándose pudiera cruzar.
Un hombre mayor, algo
bajito, encorvado, de pelo blanco, apareció por el hueco y miró a Maichlons, con
cara seria. Durante un rato se quedó mirando al joven que había aporreado la
puerta, esperando a que alguien dijera algo.