La mañana había comenzado y los soldados se fueron levantando,
desayunaron un poco de carne seca, prepararon sus monturas y cuando todo estuvo
listo, montaron, abandonando el puesto en dirección a la capital. Esa última
jornada usaron la calzada imperial, que como era habitual estaba atestada de
carretas y personas, pero que al ver las armaduras de los catafractos
imperiales, sus cascos cónicos y sus monturas revestidas de hierro, abrían el
espacio suficiente para que pudieran ser adelantados.
Así que lo que Bharazar había creído que les llevaría toda la
mañana, para alcanzar las puertas de Fhelineck se redujo bastante. Y fue hacia
la media mañana cuando se detuvieron ante la inmensa arcada de piedra, el
piquete de centinelas que no les quitaban el ojo de encima, ya que no era tan
habitual que una unidad pequeña de catafractos se presentara anta ellos.
-
¿Qué ocurre aquí? -quiso saber un sargento que salió malhumorado
de la sala de guardia cuando el encargado del piquete fue a buscarlo para pedir
ayuda.
-
Soy un correo imperial, me envía el general de Vilt, con
información que solo debe ser leída ante el sumo emperador -dijo Bharazar,
mirando con altivez al sargento, que claro está se dio por ofendido, mientras
mostraba la misiva de Shennur, que había vuelto a lacrar antes de abandonar el
puesto por la mañana.
El sargento miraba con asco a los catafractos y con recelo al
pergamino que Bharazar sostenía por encima de su cabeza. Era una cosa habitual
que hubiera roces entre la guardia de la ciudad, a la que pertenecía el
sargento, ya que la mayoría habían sido rechazados por los reclutadores del
ejército y habían tenido que quedarse estancados en la monótona vida de la
guardia. Los miembros del ejército y sobretodo los catafractos, la caballería
pesada del emperador, solían hacerlos de menos, tratándoles con desprecio.
-
Déjame ver ese mensaje -ordenó el sargento, señalando el
pergamino.
-
Mis órdenes son claras, este pergamino solo lo puede leer el
emperador en persona, cualquier interferencia será castigada con la muerte
-advirtió Bharazar, al tiempo que hacía una seña a los catafractos, que
empezaron a mover sus lanzas, así como a sus monturas, como preparándose para
cambiar su formación.
El sargento puso mala cara, al ver los extraños movimientos de los
jinetes y toda su valentía se esfumó.
-
Paso libre -clamó el sargento, haciendo señas a sus hombres para
dejar paso a los jinetes.
Bharazar asintió con la cabeza e hizo una seña a sus hombres. El
grupo se puso al paso y cruzó la arcada, bajo la mirada triste del sargento y
sus centinelas.
Ante ellos, una vez cruzada la entrada, se encontraron con una
ciudad llena de vida, con cientos de personas deambulando por las calles. Había
carros, carretas, y todo tipo de transportes llenos de mercancías que se movían
con cuidado por las atestadas calles. Cuando se hubieron alejado lo suficiente
de la puerta y la mirada del sargento, que ya habría vuelto a su garita, se
detuvieron, intentando orientarse, pues debían saber hacia qué dirección se
encontraba la residencia del canciller Shennur. Bharazar decidió que se
adentrarían un poco en la gran avenida arbolada que partía prácticamente desde
las puertas y llevaba hasta el centro de la ciudad. Moverse por allí era
complicado, incluso con los viandantes que se separaban al darse cuenta de la
presencia de los catafractos. En los márgenes de la avenida había tiendas,
puestos y talleres, con el género que vendían puesto a la vista de todo el que
por ahí se moviese. Había alimentos, desde verdura hasta carne, telas, ropa,
alfareros, orfebres, cristaleros, hasta creadores de instrumentos musicales.
Entre tantos comercios se podían descubrir echadores de cartas y adivinos,
tabernas, y otros locales de ocio. Las gentes pululaban de un lado a otro, con
las compras o las ventas, perseguidos de cerca por aquellos que preferían robar
a trabajar. Desde su montura, Bharazar pudo distinguir a más de uno de esos
amantes de lo ajeno realizando sus fechorías.
Cuando
llegaron a una gran plaza circular en cuyo centro había una gran estatua, en la
que pudo distinguir los rostros de varios de los emperadores, entre ellos su
padre. Se dio cuenta que había llegado al gran foro de los dioses. Los rostros
estaban ensartados en un gran obelisco, en cuya punta se encontraba el gran
Rhetahl, pues según sus creencias los emperadores eran hijos del gran dios.
Decidió que allí era un buen lugar para pedir indicaciones, así que detuvo a
los caballos, Jha’al y él desmontaron, mientras el resto formaron en cuadro.