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domingo, 30 de julio de 2017

El juego cortesano (6)



La mañana había comenzado y los soldados se fueron levantando, desayunaron un poco de carne seca, prepararon sus monturas y cuando todo estuvo listo, montaron, abandonando el puesto en dirección a la capital. Esa última jornada usaron la calzada imperial, que como era habitual estaba atestada de carretas y personas, pero que al ver las armaduras de los catafractos imperiales, sus cascos cónicos y sus monturas revestidas de hierro, abrían el espacio suficiente para que pudieran ser adelantados.

Así que lo que Bharazar había creído que les llevaría toda la mañana, para alcanzar las puertas de Fhelineck se redujo bastante. Y fue hacia la media mañana cuando se detuvieron ante la inmensa arcada de piedra, el piquete de centinelas que no les quitaban el ojo de encima, ya que no era tan habitual que una unidad pequeña de catafractos se presentara anta ellos.

-       ¿Qué ocurre aquí? -quiso saber un sargento que salió malhumorado de la sala de guardia cuando el encargado del piquete fue a buscarlo para pedir ayuda.

-       Soy un correo imperial, me envía el general de Vilt, con información que solo debe ser leída ante el sumo emperador -dijo Bharazar, mirando con altivez al sargento, que claro está se dio por ofendido, mientras mostraba la misiva de Shennur, que había vuelto a lacrar antes de abandonar el puesto por la mañana.

El sargento miraba con asco a los catafractos y con recelo al pergamino que Bharazar sostenía por encima de su cabeza. Era una cosa habitual que hubiera roces entre la guardia de la ciudad, a la que pertenecía el sargento, ya que la mayoría habían sido rechazados por los reclutadores del ejército y habían tenido que quedarse estancados en la monótona vida de la guardia. Los miembros del ejército y sobretodo los catafractos, la caballería pesada del emperador, solían hacerlos de menos, tratándoles con desprecio.

-       Déjame ver ese mensaje -ordenó el sargento, señalando el pergamino.

-       Mis órdenes son claras, este pergamino solo lo puede leer el emperador en persona, cualquier interferencia será castigada con la muerte -advirtió Bharazar, al tiempo que hacía una seña a los catafractos, que empezaron a mover sus lanzas, así como a sus monturas, como preparándose para cambiar su formación.

El sargento puso mala cara, al ver los extraños movimientos de los jinetes y toda su valentía se esfumó.

-       Paso libre -clamó el sargento, haciendo señas a sus hombres para dejar paso a los jinetes.

Bharazar asintió con la cabeza e hizo una seña a sus hombres. El grupo se puso al paso y cruzó la arcada, bajo la mirada triste del sargento y sus centinelas.

Ante ellos, una vez cruzada la entrada, se encontraron con una ciudad llena de vida, con cientos de personas deambulando por las calles. Había carros, carretas, y todo tipo de transportes llenos de mercancías que se movían con cuidado por las atestadas calles. Cuando se hubieron alejado lo suficiente de la puerta y la mirada del sargento, que ya habría vuelto a su garita, se detuvieron, intentando orientarse, pues debían saber hacia qué dirección se encontraba la residencia del canciller Shennur. Bharazar decidió que se adentrarían un poco en la gran avenida arbolada que partía prácticamente desde las puertas y llevaba hasta el centro de la ciudad. Moverse por allí era complicado, incluso con los viandantes que se separaban al darse cuenta de la presencia de los catafractos. En los márgenes de la avenida había tiendas, puestos y talleres, con el género que vendían puesto a la vista de todo el que por ahí se moviese. Había alimentos, desde verdura hasta carne, telas, ropa, alfareros, orfebres, cristaleros, hasta creadores de instrumentos musicales. Entre tantos comercios se podían descubrir echadores de cartas y adivinos, tabernas, y otros locales de ocio. Las gentes pululaban de un lado a otro, con las compras o las ventas, perseguidos de cerca por aquellos que preferían robar a trabajar. Desde su montura, Bharazar pudo distinguir a más de uno de esos amantes de lo ajeno realizando sus fechorías.
Cuando llegaron a una gran plaza circular en cuyo centro había una gran estatua, en la que pudo distinguir los rostros de varios de los emperadores, entre ellos su padre. Se dio cuenta que había llegado al gran foro de los dioses. Los rostros estaban ensartados en un gran obelisco, en cuya punta se encontraba el gran Rhetahl, pues según sus creencias los emperadores eran hijos del gran dios. Decidió que allí era un buen lugar para pedir indicaciones, así que detuvo a los caballos, Jha’al y él desmontaron, mientras el resto formaron en cuadro.

miércoles, 26 de julio de 2017

El tesoro de Maichlons (10)



-          ¡Alto! -ordenó uno de los guardias, mirándole desde abajo-. ¿Qué quiere?
-          Soy el coronel Maichlons de Inçeret, he venido a hablar con el Heraldo del rey, Galvar de Inçeret -dijo Maichlons, lo más calmado posible.
-          ¿Tenéis cita con él, señor? -la palabra señor llegó más tarde de lo que Maichlons se había esperado.
-          ¿Cita? -respondió incrédulo Maichlons, quien no se había esperado esa pregunta.
-          Cabo, traiga el libro -gritó el centinela.
De la garita interna apareció un muchacho, que cargaba un libro grueso. El joven se acercó al centinela y este abrió el libro con ayuda de una tela que quedaba aplastada por las páginas.
-          Vamos a ver, hay algún coronel Maichlons de Inçeret en el registro de hoy -dijo el centinela mientras revisaba las hojas-. No, no hay nadie con ese nombre citado.
-          ¿Habéis oído mi apellido? -preguntó Maichlons cada vez más asombrado.
-          Perfectamente coronel -aseguró el centinela.
-          ¿Y sabéis quién es mi padre?
-          Claramente es el Heraldo del rey, pero si no estáis citado, no puedo hacer nada por vos -Maichlons no se lo creía. Aunque era claro que la seguridad en la ciudadela era alta.
-          Traigo un correo del gobernador Urdibash -Maichlons se acordó del mensaje y lo sacó de la alforja del caballo.
-          Eso es otra cosa, adelante -indicó el centinela tras observar con detenimiento el lacre del gobernador.
Maichlons azuzó a su montura y cruzó el arco, hasta llegar a la explanada interior de la ciudadela. Lo primero fue dirigirse a los establos para entregar el caballo. Un criado se hizo cargo de él, tras revisar la montura y sobretodo buscar la marca de que pertenecía a las postas de correos reales. Después se dirigió hacia el castillo, tras las indicaciones sobre donde estaba el despacho de su padre. Cuando estaba cruzando la plaza de armas frente al castillo, una explanada empedrada, donde lo más seguro que la guardia hiciera instrucción, un niño de pocos años apareció corriendo tras un perro de lanas. El animal esquivo a Maichlons en el último momento, pero el muchacho chocó contra sus piernas, cayendo de culo al suelo.
Le ayudó a ponerse de pie, al mismo tiempo que aparecieron tres hombres a la carrera. El primero era un hombre mayor, vestido con calzones largos y una túnica gris. Los otros parecían miembros de la guardia. Dos hombres de mediana edad, curtidos veteranos. Al verle se pusieron tensos, pero el anciano no parecía nervioso.
-          Espero buen soldado que no os haya molestado este travieso -dijo el anciano señalando al mozalbete-. Vamos, Markeos, pide disculpas al señor soldado.
El niño musitó un par de palabras que apenas se escucharon, pero a lo que Maichlons reaccionó con un ligero movimiento de cabeza. El anciano cogió la mano del niño y se lo llevó medio arrastras hacia el castillo, seguido por los dos guardias. Maichlons se quedó parado observando su marcha. El nombre del niño le había sonado de algo pero no recordaba a quien se lo había oído nombrar, ni cuándo ni porqué.
Estaba tan absorto en sus pensamientos, intentando recordar ese pasaje de su vida, que no se percató de la presencia de un hombre que se le había acercado.
-          Supongo que sois el coronel de Inçeret -indicó el hombre, lo que le hizo retornar a la realidad-. Y si no queréis acabar bajo las pezuñas de un caballo, mejor que deis un par de pasos hacia atrás.

Como si de un resorte se tratase Maichlons dio un par de pasos hacia atrás, justo a tiempo, pues un caballo pasó a escasos centímetros de él. El jinete no parecía que le hubiera visto y se lo había hecho no le importaba la seguridad de Maichlons. Al poco les rodearon media docena de guardias que seguían al joven en su alocada marcha, pero estos se cuidaron bastante de dejar una buena distancia entre sus monturas y los dos hombres. Maichlons notó las miradas tensas de los guardias, pero no dirigidas a él, sino a quien lo acompañaba, miradas llenas de miedo.

miércoles, 19 de julio de 2017

El tesoro de Maichlons (9)



Las dos criadas se habían afanado en su trabajo, le habían desvestido sin contemplaciones, sin llevarse a chanzas ni asombros. No les había importado lo que tenía entre las piernas. Una vez que le tuvieron desnudo le metieron en un barreño lleno de agua tibia. Solo en ese momento se habían sonreído, al ver como el gallito temblaba de la frescura del agua. Se encargaron de enjabonarle, limpiándole cada parte del cuerpo, hasta las orejas como si fuera un niño. Ni sus quejas le sirvieron de nada, ambas aseguraron que no se querían enfrentar a un Mhilon airado por qué no habían realizado bien su trabajo. En más de una ocasión les recordó que él era el señor de esa casa, pero las criadas solo se rieron, a lo que Maichlons no pudo hacer otra cosa que resignarse.
Cuando creyeron que el jabón le había liberado de toda la mugre que pudiera llevar encima, empezaron a aclararle con baldes de agua fría. Nuevas quejas partieron de la boca de Maichlons, pero las criadas se quejaron de que si no hubiera estado tan sucio y molestando su trabajo, el agua estaría aún tibia. A regañadientes, Maichlons dejó que terminaran en paz su labor, que concluyó pasándole una serie de toallas, hasta que quedó bien seco.
Entonces le acompañaron hasta su alcoba, donde le esperaba Mhilon, con unas nuevas ropas interiores.
-          ¿Qué es eso? -preguntó Maichlons al ver la camisola y el nuevo calzón de algodón teñido de granate.
-          Vuestras piezas interiores -contestó Mhilon, señalando una silla.
-          Prefiero mis prendas anteriores -se quejó Maichlons, mientras se sentaba en la silla, aun embozado en la toalla.
-          Lo siento, daba pena verlas, con tantos remiendos y descoloridas -dijo Mhilon, colocando un paño pequeño y caliente bajo el cuello de Maichlons-. Las he tirado al fuego, no tenían arreglo. Estoy seguro que había hasta chinches.
-          ¡Bah! -espetó Maichlons, mientras movía la mano derecha en el aire, como dando bofetadas.
Mhilon empezó a cubrir el rostro de su señor con una espuma blanca y cuando esta tapaba el cuello, la barbilla y ambas mejillas hasta la nariz, sacó una navaja y comenzó a retirar la espuma. Mhilon aun con su edad, tenía el pulso lo suficientemente firme como para afeitar a sus amos. Cuando le pareció que había realizado su trabajo, limpió los restos de espuma y colocó el paño caliente sobre la cara.
El anciano ayudó a Maichlons a ponerse la camisola y los calzones granates. Justo en ese momento, entraron dos criados, llevando consigo las piezas de la armadura. Maichlons observó cómo se habían deshecho de toda la suciedad, incluso el salitre del mar. Los dos criados le ayudaron con la cota de malla y las otras piezas como la coraza de placas. Cuando hubieron terminado, lucía de nuevo como un gran guerrero, y no como un mercenario muerto de hambre. Mhilon se había hecho con unas nuevas botas de cuero, así como un tahalí para la vaina de su espada, que había pasado por la piedra de amolar.
Antes de marcharse, recupero el correo que le había entregado el gobernador Urdibash y se colocó su casco. Mhilon lo acompañó hasta la puerta lateral, la mejor para dirigirse al castillo. Fuera le esperaba un criado con el caballo. Le ayudaron a montarse.
En la calle, Maichlons hizo el camino al castillo más largo de lo que era en realidad, pues en el barrio alto no había distancias realmente grandes, al encontrarse en lo alto de la colina. Las personas con las que se cruzó se pararon a mirarlo, ya que excepto la guardia real, pocos de los habitantes de ese barrio usaban ya sus armaduras, se habían pasado a los trajes de casaca y calzón largo que se habían convertido en una moda en la corte. Algunos usaban pellizas y mantos de cuero sobre las casacas, así como casacas con cordones de oro y ribetes, colgadas de un hombro. Pero las armaduras ya no se llevaban, tal vez debido a tantos años de paz en el reino.
Por fin se armó de valor y se dirigió con paso firme hacia la entrada de la ciudadela. Recorrió una de las calles por las que se llegaba a la explanada junto a las murallas de la ciudadela. Una extensión despejada para evitar que un enemigo pudiera acceder a la ciudadela lanzando escalas desde los tejados de los palacios. Distinguió a los centinelas apostados en la puerta, cuatro guardias reales, con la armadura reluciente, firmes, con su alabarda apuntando al cielo.

domingo, 16 de julio de 2017

El juego cortesano (5)



Bharazar dejó la copa sobre la mesa, se puso de pie y le hizo un gesto a Jha’al para irse. Jha’al tomó la jarra, su copa, abrió la puerta y esperó a que Bharazar saliese. Después cerró la puerta, guió a su señor hasta una estancia que hacía de comedor del puesto. Era una habitación cuadrada, de suelo y paredes de piedra, mientras que el techo era de madera. En la pared contraria a la entrada había un par de hogares, donde dos fuegos ardían iluminando buena parte de la estancia. El resto de la luz nacía en una serie de velas que se consumían en unas lámparas de techo que parecían enormes ruedas de carro. Entre la puerta y los fuegos, había unas enormes mesas con bancos corridos que iban de una pared a otra, solo con unos pasillos junto a las losas de piedra, para poder ir de un lado al otro.
La mayoría de las mesas estaban vacías, pero en una de ellas se encontraban sus hombres, donde se habían preparado cuencos, copas, jarras, y todo lo que necesitaban. Sus soldados mantenían charlas alegres, hacían exageraciones, contaban chistes, hacían aspavientos, sonreían y bebían. Las copas de madera subían y bajaban, el vino caía de las jarras a las copas, y de ellas se derramaban en el interior de las bocas. Entonces uno de ellos vio a Bharazar entrar y comenzó a toser, parecía que se había atragantado. Poco a poco el resto se fue callando, y se pusieron de pie, mientras su señor y Jha’al se aproximaban.
-       ¿Qué pasa, ya se ha acabado la fiesta? -espetó Bharazar, que provocó que varias sonrisas aparecieran entre los labios de alguno de los soldados-. Vamos, como si yo no estuviera, seguid a lo vuestro.
De la nada la algarabía comenzó a renacer y al poco parecía que nunca se hubiera detenido. Siahl apareció con una gran olla entre los brazos, la dejó sobre un extremo de la mesa y comenzó a pedir cuencos, que los hombres fueron pasando de mano en mano. Siahl fue llenando los platos de una especie de estofado denso, que sin duda llevaría carne y cualquiera otra cosa que pudiera haber encontrado en el puesto y no tuvieran problemas para compartirlo.
Cuando por fin unas manos dejaron un cuenco lleno frente a Bharazar este no pudo esperar y metió su cuchara en la masa, tomó una buena ración y se la llevó a la boca. Los sabores pronto comenzaron a dar vueltas por su paladar y lengua. Notaba la carne, y alguna verdura, pero sus sabores se habían entremezclado y habían creado algo nuevo. La mayoría de los allí sentados dejaron de hablar y se sumergieron en su comida, creando un silencio solo roto por las alusiones al arte de Siahl, que se sonreía por ello.
Terminado el estofado, los hombres siguieron con la ingesta de vino, las aventuras guerreras o de cama, los recuerdos de la última campaña o de otras en las que hubieran participado. Las horas fueron pasando y Bharazar se retiró a su dormitorio cuando la mayoría ya roncaban sobre la mesa. Jha’al y Siahl aún seguían conversando, en voz baja, por lo que dejaron pensar al príncipe que no se habían dado cuenta de su marcha.
-       ¿Qué nos espera en la capital, Jha’al? -preguntó Siahl en voz baja, medio oculta a causa de los ronquidos.
-       Supongo que nada bueno, viejo amigo -respondió Jha’al un poco enigmático-. Ya sabes que no soy bueno en la lucha por el poder entre los nobles y los advenedizos. Pero nosotros solo debemos preocuparnos por la salud de nuestro señor. Me temo que en la capital su vida dependerá más de nuestra agilidad que de su lengua y sus actos.
-       No me gusta nada esto, estaríamos mejor todos en el frente -musitó Siahl.
-       A mí tampoco, soy mejor guerrero que político y no me fio de ese Shennur, pero nuestro señor cree que lo mejor es estar aquí, así que le seguiré hasta donde sea, incluso al mismísimo encuentro de Rhetahl - aseguró Jha’al muy decidido.
-       Si tú crees en eso, nosotros te seguiremos fielmente, no lo dudes, aunque tengamos que derramar hasta la última gota de nuestra sangre por el príncipe. Hace mucho que le juramos lealtad, hasta el final de los días -reconoció Siahl.
-       Así sea -Jha’al se puso de pie, tomó lo que quedaba en la copa, la dejó con estrépito sobre la mesa y se marchó hacia las dependencias que les habían prestado.
Siahl se quedó mirando como Jha’al se marchaba, fijó en su espalda, hasta que todo el vino que se había bebido se le subió de golpe a su cabeza. El veterano dejó caer su copa que rodó sobre la mesa, para irse al suelo. Su cuerpo perdió estabilidad y se dobló recostándose sobre la mesa, para terminar poniéndose a roncar como el resto de los allí dormidos.
Cuando Jha’al entró en las dependencias que compartía con Bharazar, este ya dormía sobre uno de los catres. No había tenido tiempo de quitarse ni una parte de la armadura antes de caer en el reino de los sueños. Jha’al tomó una manta de un estante y la extendió sobre el cuerpo de Bharazar. Después se hizo con una segunda, se dirigió a su catre, se sentó en el borde y luego se tumbó, echándose por encima la manta. Miró por última vez a Bharazar que respiraba plácidamente, antes de cerrar los ojos y quedarse completamente dormido, ayudado por los lazos que el vino creaba.