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domingo, 31 de diciembre de 2017

La odisea de la cazadora (7)



Lybhinnia se despertó entre sueños imposibles, había visto destrucción, como nunca había presenciado, una muerte llena de odio y con unas ganas de venganza indescriptibles. Se sentó sobre su lecho y notó que tenía todo el cuerpo sudoroso, se pasó la mano por la piel y fue quitando las gotas tibias. Ella recordaba que desde niña había tenido sueños erráticos, fuera de lugar y raramente bonitos. Había hablado mucho de ello con Armhiin, que había achacado todo a su sangre y a la situación de su madre, que en su día fue un chamán de arboleda. Lybhinnia no recordaba a su progenitora, pues había muerto cuando ella era muy joven. Le había preguntado en muchas ocasiones al anciano por su madre, como era, como murió, pero Armhiin siempre respondía con evasivas, con elocuencia y palabras enigmáticas. Nunca era claro.

Miró hacia la ventana de su cabaña, que no compartía con nadie, aunque ya había recibido varias peticiones para convertirse en compañera de varios vecinos. La última había sido por parte de Gynthar. Con los otros el rechazo había sido más fácil, pero con el guerrero la cosa había sido otra. A sus ojos, Gynthar era guapo, bien formado y un miembro capaz dentro de su sociedad, pero había algo que la obligó a rechazarle, algo que no sabía que era, ni como describirlo, pero que no estaba bien. Un ligero toque de prepotencia. Y parecía que el guerrero no se había tomado bien su negativa, o por lo menos últimamente era muy cortante y agresivo con ella.

Los primeros rayos de luz comenzaban a cruzar la capa de hojas, lo que indicaba que la mañana ya había comenzado hacía rato. Se levantó de un salto, retirando con el impulso la sabana que tapaba su desnudez. Se acercó a una jofaina de madera llena de agua, fría y pura como debía ser, para poder limpiarse y quitarse el sudor y el olor de la noche y el sueño. Una vez que estuvo lista, se vistió, se puso una blusa ajustada de color ocre, unos calzones blanquecinos. Sobre todo ellos una túnica larga, de un tejido más fino que las prendas inferiores, que ciñó a su cuerpo con su cinturón. Por último se colocó las piezas de su armadura ligera de cuero reforzado. Esta armadura consistía en un peto completo, unas hombreras, unas muñequeras, unas rodilleras y unas protecciones sobre las botas altas y ceñidas que usaba, de cuero oscurecido, casi negro.

Antes de salir de su cabaña, se encargó de recoger su pelo, en un moño circular, enganchado con unas horquillas hechas en hueso de ciervo, talladas a conciencia por el maestro tallador de la arboleda. El pelo de los costados, al no poder quedarse retenido por el moño, lo introdujo en unos cilindros también decorados, para evitar que le molestaran. En el cinturón colgó un nuevo puñal, se colocó su carcaj, vacío, a la espalda y salió. En la arboleda no estaba permitido llevar más que pequeños puñales para ayudarse en las labores. Las espadas y arcos permanecían ocultos en la cabaña del maestro armero, que los mantenía en perfectas condiciones. Los proyectiles también se debían quedar allí.

Lybhinnia se dirigió primero al gran comedor, donde las cocineras ya estarían preparando algo de desayunar, algún cocido de hierbas, con poca carne, ya que sin nada que cazar, las reservas de carne habían menguado mucho y se reservaban para los infantes. Comió rápido y dio las gracias a las cocineras, por su gran arte. No quiso quedarse mucho, porque las miradas que emanaban de los otros que estaban allí no eran buenas, claramente la hacían responsable por la falta de carne en el menú, de su fallo como líder de los cazadores.

Desde el comedor se trasladó hasta el santuario, donde aparte de Armhiin, ya se habían reunido varios miembros. Allí se encontraban el maestro armero, que en verdad era un maestro herrero, Dhearryn, la maestra sanadora, Ulynhia, y el cuidador de la arboleda, Vyridher. Todos ellos le saludaron y siguieron con su disertación o de lo que estuvieran hablando.

Dhearryn era robusto y musculoso, una peculiaridad que le hacía diferente a sus compañeros, como el pelo oscuro, muy raro en la raza. Algunos aseguraban que ese color sólo podía entenderse si la familia del herrero se había mezclado alguna vez con sangre enana, algo que era aún más raro o improbable. Era buena persona, afable, estaba unido con una de las cocineras y tenían un hijo en común. Ulynhia, era más mayor, no tanto como Armhiin, pero los rasgos de una edad larga comenzaban a aparecer, su pelo era una mezcla entre rubio y blanco, mientras que las primeras manchas en su piel empezaban a nacer. Lybhinnia no había tenido que visitar a la sanadora tanto como a Dhearryn, pero le parecía alguien amistosa y le caía bien porque había decidido aceptar compartir su vida con Armhiin, aunque Ulynhia ya hubiera tenido otra familia, pero ya habían fallecido todos, su compañero y sus hijos. Vyridher era otro caso aparte, como cuidador de la arboleda, sobre sus hombros pesaba todo el trabajo de cuidado de los árboles milenarios, así como de tener listos los campos interiores. Ella había chocado en un par de veces cuando se encargaba de instruir a los cazadores.

Lybhinnia se sentó en el suelo, para esperar a que llegaran el resto de los miembros del consejo y ver de qué quería hablar Armhiin, aunque ella esperaba que se tratara de la crisis que se acercaba.

El juego cortesano (28)



Cuando Shennur regresó a casa, ya estaba la tarde muy avanzada, el sol descendía inexorablemente hacia el horizonte, dispuesto a marcharse por un día más. El consejero regresaba cansado, harto de Pherrin y sus amigotes. Su rival se había recompuesto y había traído una batería de leyes nuevas, normas que le beneficiarían a él solo, tanto desde el punto de vista comercial, como el político. Sin duda el mercader era una víbora, venenosa, reptante, pero sobretodo glotona.
Según se bajó de su carruaje se encontró de lleno con Dhiver. El criado estaba serio como siempre, lo cual no vaticinaba nada bueno.
-       El señor de Ghusse ha tanteado al príncipe -informó de inmediato Dhiver-. Por lo que le he sacado a Jha’al, el buen noble le ha hablado abiertamente de su movimiento para destronar al emperador y acabar con Pherrin y su gente.
-       Maldito Pherahl -dijo Shennur, pasando por delante de Dhiver y entrando en casa-. No me deja ni actuar, siempre quiere ir con prisa. La última vez casi lo pierde todo y encima casi implica al príncipe. Pero qué podemos esperar de la nobleza, mi buen Dhiver. Me voy a mi despacho. Tú ve a donde mi esposa e indícale que no cenaré con el resto, asuntos de estado. Luego reúnete conmigo, hay cosas que hacer.
-       Como ordene, mi señor -asintió Dhiver, deteniéndose y haciendo una reverencia.
Shennur siguió a paso rápido hacia sus dependencias privadas, mientras que Dhiver fue a cumplir con las órdenes de su amo. Como Shennur había previsto a su esposa no le hizo gracia, pero los asuntos de estado de su esposo eran siempre importantes, sobretodo en estos tiempos, cuando su hacienda parecía más un cuartel militar que una vivienda de nobles. A la cena tampoco asistieron ni el príncipe ni su segundo, lo que fue más una decepción para sus hijos que para Xhini, lo que le hizo sospechar algo a Jhamir. Incluso el viejo Shannir ni apareció por el comedor, pero Jhamir ni se inmutó, pues ya estaba habituada a las excentricidades de su progenitor, que estaría con uno de sus experimentos, o componiendo alguna obra o lo que tampoco era ya raro, en la cama con una de las criadas de más edad y viuda.
Bharazar cenó con los camaradas y cuando llegó la noche oscura y bien entrada, regresó a su alcoba, cansado. Se liberó de su ropa, que dejó sin orden ni concierto por la habitación y se introdujo en su lecho. Pero no estuvo solo por mucho tiempo. Entre las sombras y con el cuidado que tendría un ladrón, una figura fue moviéndose con cuidado por los pasillos. Sinuosa, gracias a su grácil figura. Intentando pasar desapercibida, hasta abrir con cuidado la puerta de la alcoba del príncipe e introducirse dentro. Para todos, ya fueran criados o residentes pasó por alto, excepto para Jhamir, que estuvo escondida cerca de la habitación de la que partió la acróbata y hasta su destino. En la mujer nació una sonrisilla cuando sus sospechas se vieron cumplidas. Una vez saciada su curiosidad se fue de allí, pues en verdad no quería saber más de lo que ya suponía que iba a pasar.
Dentro de la alcoba del príncipe, la sigilosa persona, se deshizo de la única prenda que llevaba sobre su piel, un abrigo oscuro, permitiendo que la escasa luz que llegaba del exterior por las ventanas enrejadas, iluminara su fina cutis, sus curvas, sus ángulos y su juventud. Descalza, cruzó el espacio entre la puerta y la cama, alzó la sabana y se unió con su amado.
Bharazar quien ya había notado el rumor del movimiento, se giró, para que sus ojos se cruzaran con su acompañante.
-       Xhini, mi bella Xhini -murmuró Bharazar, con voz queda, para que solo la joven le oyese-. Tan preciado tesoro y tan peligroso amor.
-       Déjame que sea tuya, mi general -pidió como un lamento Xhini, al tiempo que besaba en los labios al príncipe.
Bharazar le devolvió la caricia, al tiempo que pasaba su mano izquierda por el rostro de la mujer.
-       ¡Qué Rhetahl nos perdone! -murmuró Bharazar-. Pues poseer a la esposa de mi hermano es uno de los pecados más graves que existen, pero mi corazón se desboca cuando tu estas cerca.
-       Y el mío llama tu nombre, mi amor -Xhini puso su mano sobre el pecho de Bharazar y comenzó a descender su mano hasta llegar a su ingle.
La mano de Xhini comenzó a juguetear con el miembro de Bharazar, que se iba excitando con cada nuevo masaje. El príncipe, sin poder refrenar su pasión, se fue acercando a Xhini, hasta que ambos cuerpos se sumieron en un abrazo perfecto. Beso tras beso, los dos cuerpos se rozaban el uno contra el otro, hasta que Bharazar se movió para ponerse encima de ella. Los besos y las caricias se convirtieron en meras añadiduras del baile que los dos cuerpos comenzaron a ejercer, juntos, al mismo ritmo, llenándoles de placer.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Encuentro (20, Fin)



Las premoniciones de Rhennast no se cumplieron y tras varios días de viaje, siempre atentos al camino ya recorrido, quedó claro que ya no les seguía nadie. En todo ese tiempo, Rhennast fue contribuyendo a ganarse la confianza de sus compañeros de viaje, hasta que Ofhar le devolvió su espada. No tuvo que arrepentirse de ello, pues el gran guerrero juró por su alma que defendería al último señor legítimo de los pantanos, un hombre por el que fluía la sangre del gran rey Naradhar III, pues Ofthar era bisnieto del viejo monarca.
Mientras cruzaban el territorio del señorío de los pastos, Ofthar pudo comprobar que era un pueblo pobre, con un ejército débil y unas poblaciones deficientemente defendidas. El ataque por parte de Whaon estaría más cerca en los años que lejos.
Por fin cruzaron el río Yhandu entrando en el señorío de los ríos, su destino. Ofhar pudo retomar su verdadera identidad. Tras pasar el puente, cuyos arcos eran de piedra y la plataforma de madera, pues la antigua se había desmoronado hacía ya demasiado tiempo, había una pequeña fortaleza, un reducto lleno de soldados. Su oficial se cuadró ante Ofhar y le dio la bienvenida, mientras observaba con cautela a Rhennast y a Ofthar. Pero las palabras de Ofhar bastaron para que las dudas del oficial se desmoronaran.
De allí, viajaron hacia el norte, hacia la ribera del gran Nerviuss, donde estaba erigida la ciudadela del señor Nardiok. Tras varios días de viaje, descansando en granjas, donde la llegada del canciller Ofhar obligaba a recibimientos y banquetes nocturnos opíparos. Los granjeros, muchos del propio clan que Ofhar, no podían hacer otra cosa que agasajar a su líder. Y lo normal es que la carne y la cerveza corrieran. Cualquier otra cosa, sería una deshonra que no se podría olvidar. Ofthar pudo ver que pocos sabían que el canciller había estado de viaje, más aún pensaban que su visita era para poner a prueba su lealtad, y eso que todos eran de la misma familia, ya fuera por nacimiento, por casamiento o por ascenso.
Fue en lo alto de una colina, cuando Ofthar observó por primera vez al gran Nerviuss, el ancho río que separaba los señoríos del reino norteño de Tharkanda, con quién en más de una vez habían tenido guerras. Pharakhe, la ciudadela y capital del señorío, era una serie de empalizadas de madera, concéntricas, en cuyo centro se encontraba la gran casa de Nardiok, rodeada de casuchas, cuarteles y establos. No parecía gran cosa, pero la verdad es que era un buen castillo, por lo menos entre las poblaciones de los reinos sureños, aunque tal vez sus vecinos norteños se rieran por ello. En los señoríos nunca habían necesitado labrar la piedra, pues sus territorios no eran tan apetecibles como otros más cálidos.
Con Ofhar a la cabeza no fue tan difícil llegar hasta el reducto interior. Allí, les esperaban guerreros, siervos, pero sobretodo un hombre que irradiaba dignidad. Pero el primero en adelantarse fue un hombre de pelo encanecido, con cicatrices y arrugas. Ofhar les ordenó que se apeasen de sus cabalgaduras. Los siervos se hicieron cargo de los caballos rápidamente y los alejaron de allí. El guerrero mayor se dirigió directo a Ofhar y le abrazó.
-       ¡Gracias a Ordhin por devolverte a mi lado de una pieza! -dijo el guerrero, sin soltar a Ofhar-. Tu aventura estaba abocada al fracaso y a tu pérdida, pero mis ruegos han sido escuchados.
-       Padre, por favor, déjame presentarte a alguien -rogó Ofhar al guerrero para que le soltara.
-       Compañeros de viaje -murmuró el guerrero, que se quedó mudo al ver a Ofthar, veía los rasgos de su propio padre en ese muchacho y los ojos de Güit.
-       Padre, te presento a Ofthar, mi hijo y tu nieto -Ofhar se mostró solemne-. Ofthar, este es tu abuelo, Ofha.
Ofha se quedó un poco inmóvil por la emoción y luego dio los pasos suficientes para abrazar a su nieto y futuro de su clan. Ofthar recibió las muestras de afecto, llenándose de una felicidad que no sentía desde que su madre vivía.
-       No veo a la dama Güit, por lo que temo porque ya no se encuentra entre nosotros, pero has retornado como padre, lo que quiere decir que ella te dejó su mayor tesoro -dijo el hombre que había estado en silencio junto a Ofha, que no vestía como una guerrero, sino con ropas más livianas, pero se cubría con un manto hecho con la piel de un gran oso de los hielos, blanco como la nieve-. Bienvenido seas a mis tierras, Ofthar, hijo de Ofhar.
Ofhar, Ofha y Rhennast hicieron una reverencia ligera. Ofthar les imitó, pues al final estaba ante el señor Nardiok, que le parecía de similar edad que su padre o tal vez algo mayor. Entonces, Nardiok señaló a Rhennast.
-       Este guerrero es Rhennast, hijo de Rhen del clan Irnt, nos ayudó al final de nuestro viaje -presentó rápidamente Ofhar-. Nos ha acompañado ya que le prometí que le daría una buena vida, no como la de los pantanos.
-       Me acuerdo del capitán Rhen, siempre tan leal a su señor -evocó Nardiok-. ¿Serías capaz de servirme a mí como tu padre lo fue con mi tío Galanenon?
Rhennast asintió con la cabeza. Ofthar que escuchó las palabras de Nardiok se dio cuenta por primera vez que él y el señor Nardiok eran familia, pues ambos eran descendientes del último monarca. Nardiok era nieto y él bisnieto.
-       En ese caso, entrad todos a mi hogar, que hay mucho que celebrar, pues mi canciller ha vuelto, junto con su hijo y un guerrero interesante -proclamó Nardiok, dándose la vuelta y caminando hacia su palacio.
Ofha, Ofhar, Ofthar y Rhennast le siguieron un par de pasos más atrás, todos contentos y preparados para afrontar lo que el destino les deparase.

El tesoro de Maichlons (32)



Mientras viajaba sentado en el asiento del carruaje que había pedido en los establos del castillo real, con una escolta de diez soldados de la guardia a caballo, pues había descubierto que en una salida de este tipo, requería de tal grupo, iba pensando en el entrenamiento de la mañana. Esta vez habían estado los soldados del tercer regimiento con un tercio de alabarderos. La cosa había sido realmente indescriptible, sobre todo porque había aparecido su coronel quejándose sobre su orden de que sus muchachos tuvieran que hacer instrucción. La verdad es que daban pena verles atacar con las espadas de ejercicio. Eran unos bonitos soldaditos de plomo, elegantes y perfectos para una revista. Por lo visto, su coronel, un noble de unos cincuenta años, se gastaba de su propio dinero para tenerlos así, pero se olvidaba de la instrucción, porque podrían perder lo que les hacía perfectos. Eso es lo que le explicó el segundo del coronel, un capitán horrorizado por la mala situación de su regimiento y que pedía disculpas con cada palabra que pronunciaba.
Maichlons les hizo trabajar como nunca lo habían hecho esa cantidad de florecillas de campo. Mientras entrenaba al príncipe le fue enseñando que eso es lo que pasaba cuando un oficial perdía de vista la función para la que estaban destinados los soldados y se dedicaba a satisfacer sus propios y repugnantes deseos. Esperaba que sus palabras influyeran algo en la mente del príncipe.
Salió de sus pensamientos cuando el carruaje se detuvo y la portezuela se abrió de improviso. Maichlons bajó con cuidado de la caja y se quedó mirando la fachada del elegante edificio que albergaba el gremio de mercaderes. Esta vez, había decidido prescindir de su armadura, ya que para este acto tendría que venir con una de gala, y él había jurado hacía mucho que no se pondría ese juguete para niños mimados. Así que había optado por unos calzones blanquecinos, una camisa blanca y sobre ella una casaca granate. La banda cruzaba sobre los ribetes y cadenas doradas que adornaban la casaca. En el medio del pecho, enganchado a la banda, el gran broche. De un cinturón colgaba su espada envainada. En vez de casco, llevaba un bicornio con una escárpela azulada, del mismo color que la banda. Unas botas de cuero negro, altas, de montar, sobrepuestas a las perneras de los calzones le mantenían calientes los pies.
Cruzó la acera sobre una alfombra roja, con alabarderos de la guardia de la ciudad, vestidos de gala a cada lado. Se dirigió a la puerta y siguió las indicaciones de los criados, para ascender por una gran escalinata hasta el primer piso. Se tuvo que poner en una cola por la que llegaba hasta una gran puerta y donde esperaban otros tantos invitados. Cuando le llegó el turno entregó una hoja doblada y lacrada con su respuesta a la invitación enviada. El sello era el del Espada del rey. Le hicieron esperar unos segundos tras lo que le permitieron pasar.
Entró en una gran sala, iluminada por la luz que entraba por unos inmensos ventanales de tres metros de altura que llenaban las paredes a cada lado de la puerta. Por uno se veía la calle, mientras que por la otra un patio interior arbolado. Además del techo colgaban inmensas arañas doradas, con velas encendidas. Pegadas a los ventanales habían colocado largas mesas, tapadas por manteles blancos y sobre ellos, fuentes llenas de comida de todo tipo, jarras de acero rebosantes de vinos de todos los colores, copas de cristal, decoradas con filigranas y relieves, jarrones con ramos de las flores más coloridas. Entre ellas, deambulaban prohombres y las más elegantes mujeres. Sin duda la flor y nata de la ciudad se había reunido allí ese día. Al pisar con sus botas altas el suelo marmoleo, resonó los taconazos, lo que hizo que alguno de los invitados dejasen sus conversaciones para verle entrar. A un lado, un hombre, muy bien vestido, golpeó un bastón contra el suelo, aclaró la voz y gritó:
-          El comandante en jefe de la guardia real, el general Maichlons de Inçeret.
Ya había sido anunciado por el chambelán y ahora todos en el salón estaban estudiándole con una falta de discreción que rayaba en la descortesía. Maichlons se fijó en un hombrecito, bajo, gordito y de pelo grisáceo que se le acercó a toda velocidad.
-          Bienvenido sea a nuestra celebración, su excelencia -se apresuró a decir el hombrecillo-. Soy Mhirs de Barnan, el actual presidente del gremio. Espero que disfrute de la fiesta, la comida y el baile. ¿Quiere que le presente a algunos miembros?
-          No se preocupe, señor de Barnan, prefiero ir moviéndome yo a mi designio -negó Maichlons-. Además vos tiene mucho que hacer, como anfitrión.
-          Como quiera, excelencia -afirmó Mhirs un poco apenado, pero alegrándose, ya que era un logro que la corte hubiera enviado a alguien por primera vez.
Maichlons fue comprobando que aparte el estudio inicial, los invitados, en su mayoría, habían dejado de mirarle, volviendo a atender a sus compañeros o porque llegaba alguien más interesante. Se acercó a una de las mesas y probó uno de los panecillos con una sustancia rojiza, que había sobre una de las fuentes. Resultó ser un pedazo de salmón, parecía ahumado, pero con alguna salsa que le daba un sabor agrio. Curiosamente estaba bueno. Pero él también estaba atento a encontrar algo y tras un rato de pasar sus ojos de grupo en grupo dio con él.