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domingo, 24 de diciembre de 2017

El juego cortesano (27)



La visita de Pherahl a la casa de Shennur no fue larga. Tras hablar un rato con la anfitriona y un rato más a solas con su hija, el noble se despidió de todos y se marchó en su carruaje. Las dos damas se marcharon para preparar la comida de ese día, pero esta vez ya no sería un banquete, ya que lo pidió el príncipe, alegando que lo mejor sería regresar a la vida normal, más aún, dijo que prefería comer con sus catafractos, pues según indicó llevaba mucho tiempo comiendo con los soldados de su ejército y lo echaba de menos.
Bharazar recibió un cuenco de madera con una especie de potaje, el rancho que le era tan familiar de las manos de Siahl, que le sonrió al entregárselo. Se sentó entre sus hombres, que inmediatamente le hicieron un hueco. Los catafractos comían solos, alejados de los mercenarios y guardias de Shennur, así como del resto de los criados. Al final, para los catafractos, los sirvientes no tenían ningún valor y los mercenarios no representaban en rango ni a unos soldados rasos, los despreciaban porque se las daban de soldados, pero nunca habían pisado una batalla seria, como todos ellos.
El contenido del cuenco le supo a gloria, y eso que solo era un trozo de carne muy cocida y deshecha, junto con una serie de vegetales. Pero en ese momento era lo único que las tripas de Bharazar parecían querer conseguir. Para pasar el rancho, se ayudó de pan y vino, en buenas cantidades. Cuando terminó estuvo preguntando a sus hombres si les estaban tratando bien, si los sirvientes y los mercenarios no les fastidiaban. Los soldados bromearon y se quejaron de las situaciones más inesperadas, pero en el fondo no tenían nada real por lo que molestarlo. Cuando la cosa empezó a decaer se alejó de sus hombres, con Jha’al a escasos pasos.
-       Mi señor, sabéis que ante los hombres nunca diría nada, pero creo que deberíais haberles hablado de la situación -dijo Jha’al, cuando se quedaron solos-. Todos os seguiríamos hasta el mismísimo infierno.
-       Eso ya lo sé, Jha’al -musitó Bharazar.
-       ¿Entonces qué es lo que os preocupa tanto? -indago Jha’al.
-       Son las fuerzas que se mueven a mi alrededor y que muy a mi pesar no soy capaz de manejar -indicó Bharazar-. Los nobles se mueven, se preparan para reemplazar a mi hermano, que tal vez se lo merezca, por mí. Pero los que lo apoyan, lo permitirán, lo dudo. Nadie quiere perder su poder. Jha’al, amigo mío, prefiero mil veces la vida del soldado, donde ves el acero que te llevará a la tumba. En estos años había olvidado lo traicionera que es la corte, que se parece a una cobra real.
-       No siempre la vida del soldado está alejada de la política, mi señor -intervino Siahl, que se acercaba con un par de espadas.
-       ¿A qué te refieres, maestro? -quiso saber Bharazar.
-       Nunca os he contado esto, pero mi familia desciende de los Sheahlnnur, los caballeros del sol -Shial dejo las espadas apoyadas contra un árbol-. Caballeros leales al trono, leales al emperador, bravos guerreros que no temían a la muerte, pero que al final sucumbieron a su amo, vuestro tatarabuelo, Intahl IV. El canciller de los Sheahlnnur obraba como asesor militar de vuestro ancestro y como tal, y desde el punto de vista de un soldado la campaña que llevó para anexionar los territorios del oeste y del sur, la guerra que comenzó y duró tanto, era una locura. Así se lo hizo saber y los Sheahlnnur se disgregaron por primera y última vez del ejército imperial. Vuestro tatarabuelo no podía permitir que los soldados más fuertes hicieran tal afrenta, que estaba provocando que otros nobles se echaran para atrás. Intahl IV inventó delitos, incluso persuadió al sumo sacerdote que les acusara de apóstatas. Consiguió una primera guerra, santa, contra mis ancestros. Los venció, como no, y quemó el territorio sagrado de la orden, el valle de Ahlnnur, donde nadie ha podido regresar a día de hoy bajo la ley imperial de vuestro tatarabuelo. Como veis, ni los soldados están libres de la política, más bien, mi señor, son los más vulnerables.
-       No conocía esa historia, Siahl -indicó Bharazar apenado-. Siento lo que hizo mi familia, a los tuyos.
-       El pasado como bien dice la palabra atrás queda, mi señor -señaló Siahl-. Vos no sois vuestro tatarabuelo, ni yo soy un caballero del sol. Yo soy Siahl, y hace tiempo que juré serviros a vos, hasta que el tiempo o el acero me privara de ese honor. Si estáis o no decidido a levantaros contra vuestro hermano es cosa vuestra, nosotros no opináremos mucho, pero defenderemos vuestra posición hasta el fin, sea la que sea. Pero recordad, que sea la vuestra.
-       ¿La mía? ¡La mía! -repitió Bharazar, como quien se da cuenta de algo muy importante, regresándole la alegría al rostro.
-       Y si ahora estáis más contento, os interesa practicar durante un rato, me temo que con tanto banquete y viaje estáis perdiendo vuestro vigor -añadió Siahl, recuperando las espadas envainadas de dónde las había dejado.
Bharazar asintió con la cabeza, y Siahl le lanzó una de las espadas. Eran armas de entrenamiento, y por tanto carecían de filo. Pero un buen golpe con una de ellas sería algo serio, dejando un buen moratón en la piel. Ambos desenvainaron y se prepararon para luchar. Al ser una práctica, se saludaron con los aceros en alto, antes de empezar. Jha’al se retiró para dejarles sitio, pues ya conocía al maestro y al alumno, dos luchadores empedernidos y muy diestros. Estarían un buen rato luchando y Jha’al haría de juez en los golpes dudosos.

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