En un catre desvencijado dormitaba un hombre, en una habitación
vieja y mohosa, donde el mobiliario se reducía a la cama, a una mesa con un
taburete, una ventana pequeña, escondida por una cortina oscura, impidiendo que
entrara la luz del día. En una esquina había un armario desfondado. Por un arco
sin puerta se accedía a una sala aún más pequeña, un cuarto con una palangana y
un cubo de madera. Unos golpes atronaron la puerta, compuesta por una serie de
tablones verticales, con un cerrojo interior, que vibraba con cada golpe.
El hombre se removió y se fue levantando poco a poco, retirando la
manta que le cubría y dejando ver su cuerpo desnudo. Era delgado, pero más de
lo normal, pues se le notaban los huesos, así como una serie de cicatrices que
le subían por la espalda, surcos paralelos de heridas muy antiguas,
relacionadas con un pasado que le reconcomía. En la cara tenía un par de
heridas más recientes, pero igual de dolorosas. El pelo era oscuro, cortado al
raso. Tenía una barba corta y cuidada, que desentonaba con el aspecto de la
habitación. Se movió por el lecho, hasta llegar al borde, sacó los pies y se
alzó. Era alto, más de lo largo que era el jergón. Se tapó con la manta y se
acercó a la puerta.
-
¿Quién es? -dijo el hombre con una voz ronca.
-
Soy Ohma, jefe, ha llegado un mensaje de la dama -dijo una voz
potente al otro lado de la puerta. Aunque el hombre de la habitación podría
haberlo deducido, ya que los listones que formaban la puerta estaban separados,
creando ranuras por las que ver el exterior.
El hombre descorrió el cerrojo con la mano izquierda, abriendo con
cuidado la puerta con la misma mano. Ohma era un hombre fornido, casi tan alto
como el de la habitación. Vestía con una casaca de cuello reforzado y unos
calzones gruesos, ambos oscuros. Del cinturón caían dos vainas, una con un
estoque y otro con un puñal. Mantenía una de sus gruesas manos con la palma
hacia el techo, donde permanecía un papelito doblado.
-
Bien -se limitó a decir el hombre tomando el papel con la mano
izquierda, para luego ponerlo en la derecha y con ayuda de su izquierda, cerrar
los dedos de la derecha sobre el papelito-. Te veo dentro de un rato, Ohma.
-
Estaré abajo, jefe.
El hombre cerró la puerta con la mano izquierda, dejó caer la
manta en el suelo y se dirigió a la cortina que descorrió para que la luz
iluminase la habitación. Poco le importaba que la gente le viera desnudo, pues
allí nunca había nadie observando las ventanas vecinas, pues la gente que allí
vivía hacía horas que se habían a trabajar, aunque muchos de los edificios de
alrededor, como en el que se encontraba, eran almacenes.
Por algo se encontraba en el barrio de La Shobora, que se extendía
junto a la muralla del puerto, donde no había otra cosa que almacenes,
edificios de viviendas desvencijadas, tabernas de mala muerte y los burdeles
más desagradables de toda la capital, lugares llenos de marineros, con las
bolsas pesadas y una sed de carne que no iba asociada a un gusto por la pintura
de las paredes.
Se sentó en el taburete, sin importarle el frío de la madera en su
culo y sus testículos. Se limitó a abrir de nuevo su mano derecha, para ver que
había enviado la dama, uno de los agentes que tenía dentro del palacio
imperial. Había otros que solían enviar mensajes con más asiduidad, pero la
dama le informaba de cosas más elevadas, mientras que los otros se encargaban
de otros menesteres, como el caso del jardinero, que tenía por misión de
mantener listas palomas para que los otros agentes, indirectamente, pudieran
enviarle sus mensajes.
Con la luz, se podía ver una horrorosa cicatriz que empezaba en la
muñeca de la mano derecha y ascendía por el brazo hasta la altura del codo. Esa
herida se la habían infligido hacía ya más de una quincena de años, con una
espada, que le había destrozado huesos y nervios, casi le había provocado la
muerte por quedarse sin sangre, pero había sobrevivido. Cada vez que la veía,
le recordaba esa época y que era el resultado de una traición, una de la que te
destroza el corazón, la que te provoca alguien al que amabas. Como mayor
recordatorio de ello, era que la mano derecha ya no respondía a sus deseos y
cuando la quería cerrar tenía que hacerlo con la otra mano.
El hombre leyó el papelito tras desdoblarlo y tuvo que releerlo
para entender el mensaje. La dama le avisaba que el príncipe Bharazar había retornado
a la capital, lo que había provocado la ira de Pherrin, que había ido lanzando
pestes del heredero imperial y del canciller. La información era valiosa, muy
importante, tal vez lo suficiente para moverse, tras tantos años de espera.
Pero debía ser cauto y la primera cosa era enterarse de si iba a residir en
palacio, un lugar al que ya no podía regresar, por temor a que alguien le
reconociera. Además el tal Pherrin era alguien peligroso y muy astuto. Por
tanto debía recabar nueva información antes de dar ningún paso.
Por ello, tomó el papelito, lo rompió en mil trozos y los lanzó
por la ventana, tras abrirla y notar el fresco en su piel. Tras cerrar de nuevo
la ventana se fue al cuarto anexo, se lavó por encima, rápido, sin dejar nada
sin limpiar, se vistió con una casaca oscura y un calzón. Tomó un arma, un
estoque y se lo colocó en el cinturón. Abrió la puerta y salió al pasillo, con
la intención de dirigir su trabajo, el del contrabandista y jefe de los bajos
fondos de la ciudad.
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