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domingo, 17 de diciembre de 2017

El juego cortesano (26)



En un catre desvencijado dormitaba un hombre, en una habitación vieja y mohosa, donde el mobiliario se reducía a la cama, a una mesa con un taburete, una ventana pequeña, escondida por una cortina oscura, impidiendo que entrara la luz del día. En una esquina había un armario desfondado. Por un arco sin puerta se accedía a una sala aún más pequeña, un cuarto con una palangana y un cubo de madera. Unos golpes atronaron la puerta, compuesta por una serie de tablones verticales, con un cerrojo interior, que vibraba con cada golpe.
El hombre se removió y se fue levantando poco a poco, retirando la manta que le cubría y dejando ver su cuerpo desnudo. Era delgado, pero más de lo normal, pues se le notaban los huesos, así como una serie de cicatrices que le subían por la espalda, surcos paralelos de heridas muy antiguas, relacionadas con un pasado que le reconcomía. En la cara tenía un par de heridas más recientes, pero igual de dolorosas. El pelo era oscuro, cortado al raso. Tenía una barba corta y cuidada, que desentonaba con el aspecto de la habitación. Se movió por el lecho, hasta llegar al borde, sacó los pies y se alzó. Era alto, más de lo largo que era el jergón. Se tapó con la manta y se acercó a la puerta.
-       ¿Quién es? -dijo el hombre con una voz ronca.
-       Soy Ohma, jefe, ha llegado un mensaje de la dama -dijo una voz potente al otro lado de la puerta. Aunque el hombre de la habitación podría haberlo deducido, ya que los listones que formaban la puerta estaban separados, creando ranuras por las que ver el exterior.
El hombre descorrió el cerrojo con la mano izquierda, abriendo con cuidado la puerta con la misma mano. Ohma era un hombre fornido, casi tan alto como el de la habitación. Vestía con una casaca de cuello reforzado y unos calzones gruesos, ambos oscuros. Del cinturón caían dos vainas, una con un estoque y otro con un puñal. Mantenía una de sus gruesas manos con la palma hacia el techo, donde permanecía un papelito doblado.
-       Bien -se limitó a decir el hombre tomando el papel con la mano izquierda, para luego ponerlo en la derecha y con ayuda de su izquierda, cerrar los dedos de la derecha sobre el papelito-. Te veo dentro de un rato, Ohma.
-       Estaré abajo, jefe.
El hombre cerró la puerta con la mano izquierda, dejó caer la manta en el suelo y se dirigió a la cortina que descorrió para que la luz iluminase la habitación. Poco le importaba que la gente le viera desnudo, pues allí nunca había nadie observando las ventanas vecinas, pues la gente que allí vivía hacía horas que se habían a trabajar, aunque muchos de los edificios de alrededor, como en el que se encontraba, eran almacenes.
Por algo se encontraba en el barrio de La Shobora, que se extendía junto a la muralla del puerto, donde no había otra cosa que almacenes, edificios de viviendas desvencijadas, tabernas de mala muerte y los burdeles más desagradables de toda la capital, lugares llenos de marineros, con las bolsas pesadas y una sed de carne que no iba asociada a un gusto por la pintura de las paredes.
Se sentó en el taburete, sin importarle el frío de la madera en su culo y sus testículos. Se limitó a abrir de nuevo su mano derecha, para ver que había enviado la dama, uno de los agentes que tenía dentro del palacio imperial. Había otros que solían enviar mensajes con más asiduidad, pero la dama le informaba de cosas más elevadas, mientras que los otros se encargaban de otros menesteres, como el caso del jardinero, que tenía por misión de mantener listas palomas para que los otros agentes, indirectamente, pudieran enviarle sus mensajes.
Con la luz, se podía ver una horrorosa cicatriz que empezaba en la muñeca de la mano derecha y ascendía por el brazo hasta la altura del codo. Esa herida se la habían infligido hacía ya más de una quincena de años, con una espada, que le había destrozado huesos y nervios, casi le había provocado la muerte por quedarse sin sangre, pero había sobrevivido. Cada vez que la veía, le recordaba esa época y que era el resultado de una traición, una de la que te destroza el corazón, la que te provoca alguien al que amabas. Como mayor recordatorio de ello, era que la mano derecha ya no respondía a sus deseos y cuando la quería cerrar tenía que hacerlo con la otra mano.
El hombre leyó el papelito tras desdoblarlo y tuvo que releerlo para entender el mensaje. La dama le avisaba que el príncipe Bharazar había retornado a la capital, lo que había provocado la ira de Pherrin, que había ido lanzando pestes del heredero imperial y del canciller. La información era valiosa, muy importante, tal vez lo suficiente para moverse, tras tantos años de espera. Pero debía ser cauto y la primera cosa era enterarse de si iba a residir en palacio, un lugar al que ya no podía regresar, por temor a que alguien le reconociera. Además el tal Pherrin era alguien peligroso y muy astuto. Por tanto debía recabar nueva información antes de dar ningún paso.
Por ello, tomó el papelito, lo rompió en mil trozos y los lanzó por la ventana, tras abrirla y notar el fresco en su piel. Tras cerrar de nuevo la ventana se fue al cuarto anexo, se lavó por encima, rápido, sin dejar nada sin limpiar, se vistió con una casaca oscura y un calzón. Tomó un arma, un estoque y se lo colocó en el cinturón. Abrió la puerta y salió al pasillo, con la intención de dirigir su trabajo, el del contrabandista y jefe de los bajos fondos de la ciudad.

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