No hacía ni media hora que el vigía desde
la cofa había anunciado la presencia de tierra, y ahora ya se podía ver la
silueta de los altos acantilados de piedra blanca en el horizonte. Un hombre de
unos veintisiete años, moreno, de mirada oscura y penetrante, con dos
cicatrices recientes en ambas mejillas, vestido con armadura pesada de placas,
permanecía en la borda de estribor, observando con detenimiento la cada vez más
cercana costa.
El capitán del navío, un viejo mercante
reconvertido en barco de guerra, al que se le había colocado un tercer palo,
para que se asegurase más fuerza proveniente del viento, se dedicaba a
vociferar órdenes a sus marineros, que iban de un lado a otro, tirando de las
drizas, atando cabos, izando nuevas velas. En cubierta había algunos soldados
más, pero con armaduras más simples que las del hombre de pelo moreno. El
capitán vio al hombre en la borda y se acercó a él.
- Mi señor Maichlons, por fin regresamos a casa -informó el capitán.
- Ya era hora, capitán Hilbour -dijo Maichlons secamente.
El barco, llamado la Venganza del Grifo,
había estado durante el último año bordeando la costa norte del reino para
acabar con una red pirata que estaba entorpeciendo el comercio entre el reino y
el imperio. El navío había sido enviado para ayudar a la flota imperial, que ya
no daba a basto para patrullar su propio territorio. Al final, ellos habían
dado con la isla que utilizaban de base y junto a dos naos pesadas del imperio
habían terminado con la peligrosa amenaza. Además habían obtenido un
sustancioso botín, que en gran parte se quedó el imperio. Algunos soldados
llegarían más ricos de lo que se habían marchado, dinero que iría a sus familias,
aunque en el caso de los jóvenes se dilapidaría en mujeres y bebida, pero quién
era el que iba a impedírselo.
Maichlons, que era el hijo de un duque y
ostentaba ya el grado de coronel del ejército real por méritos propios había
optado por rechazar casi todo su premio, excepto un bello camafeo de oro que
había decidido quedarse. Nadie sabía porque había obrado así, pero ni el
capitán Hilbour se atrevía a preguntárselo, pues además así él se llevaba más
riqueza.
- Tardaremos unas horas en remontar la costa hasta Ghantar, pero el viento es
proclive, por lo que esta noche podréis dormir en tierra firme -prosiguió el
capitán Hilbour.
- Como siempre, Hilbour, lo dejo todo en vuestras manos, siempre
competentes -aseguró Maichlons.
Maichlons le dio una palmada en el hombro,
saludó a los soldados de cubierta y se fue por la escotilla hacia el interior
del navío.
Tal como había augurado el capitán
Hilbour, el Venganza del Grifo entraba por la bocana del puerto de Ghantar,
tras pedir permiso con la torre mediante señales con banderas de colores. En el
puerto había más animación de la habitual, todo porque se había hecho eco del
avistamiento del navío y muchos esperaban grandes noticias, como la
desaparición de los piratas. Entre los que esperaban en el muelle se encontraba
el gobernador Urdibash, recientemente elegido por el monarca para que rigiese
la administración de la poderosa ciudad comercial y portuaria, puerta de
entrada de todos los productos que llegaban de lugares lejanos.
Se necesitó una media hora más de trabajo
duro para que el navío quedase perfectamente amarrado al muelle. Pero tanto el
capitán Hilbour como sus marineros eran personas competentes. Maichlons, con su
petate y sus armas fue el primero en bajar por la plataforma que habían
colocado para acceder al navío. Tras él los sesenta guerreros que habían
sobrevivido a la campaña, que inicialmente fueron cien.
- ¡Que Bhall este contigo! -le dijo como saludo el gobernador a Maichlons-.
Sé que no me conoces, pero soy el nuevo gobernador de Ghantar, me llamo
Urdibash. Tú supongo que eres el coronel de Inçeret. Te doy la bienvenida a
Ghantar y al reino.
- Sí, lo soy, gobernador Urdibash -asintió Maichlons, dándole la mano a la
que el gobernador apretó sin demasiada fuerza-. Da gusto retornar a casa. Te
puedo informar que la expedición ha sido un éxito, eliminamos la base pirata en
las islas Ghunner. El comercio debería ser de nuevo seguro. El imperio estaba
muy contento.
- Y nosotros también -aseguró Urdibash-. ¿Qué vas a hacer ahora? Me gustaría
que me acompañaseis a una celebración en el palacio del gobernador.
- Estaría bien, mis hombres están ya hartos del maldito barco y del mar -afirmó Maichlons, sonriente.
- Pues no se hable más, seguidme bravos muchachos -gritó el gobernador.
El palacio del gobernador era una mole
gris, que por fuera no parecía muy distinto a una casa de la ciudad, pero por
dentro había una decoración suntuosa, llena de cuadros, tapices, faroles con
vidrios de colores, lo que daba un ambiente extraño. A los soldados les
esperaba un banquete en un gran salón, donde había comida, bebida, música,
bailarinas con poca ropa y ya cuando todos acabaron demasiado borrachos, una
infinidad de mujeres jóvenes y bellas llegaron para amenizar a los soldados.
Solo el gobernador y Maichlons parecían
estar lejos de todo aquello.
- Sabes preparar una fiesta de bienvenida con estilo, gobernador -comentó
Maichlons, alegre debido a que había tomado alguna copa de vino de más.
- Llevabais demasiado tiempo fuera de casa, era hora que recordarán lo que
son las mujeres de Tharkanda -bromeó Urdibash.
- Yo diría que entre esas mujeres, las hay foráneas -indicó Maichlons,
divertido.
- No se te escapa nada, coronel -rio Urdibash, que se le mudó la cara
rápidamente-. ¿Qué vas a hacer ahora, coronel?
- Pues hoy descansaré aquí, espero que con alguna de esas preciosidades, y
mañana partiré a la capital. ¿Cómo andan las cosas?
- La Espada del rey falleció durante este invierno y el rey Shonleck no ha
elegido a nadie para sustituirlo -contó Urdibash-. Se dice que el hijo del
gobernador del norte, Shon de Kharnash podría ser un buen reemplazo, pero es
algo impulsivo y se rumorea que anda engendrando bastardos. Así que por ahora
es el duque Galvar de Inçeret quien ejerce de Heraldo y Espada en funciones, lo
que le está pasando factura. Algunos dicen que se está muriendo, pero que solo
aguanta para ver a su hijo casado.
- ¿Tan mal está? -la noticia de la posible enfermedad de su padre sobrecogió
a Maichlons. Era verdad que había tenido unas peleas infernales con él, sobre
todo a causa de su elección de una vida de armas, en vez de los libros y los
números.
- Yo solo te puedo hablar de los que se rumorea en Stey y me llega a mí,
aquí. Si necesitas más tendrás que ir a la fuente -comentó Urdibash.
- En ese caso mañana deberé partir a casa -sentenció Maichlons, que se puso
de pie, y antes de dejar al gobernador añadió-. En la bodega del Venganza del
Grifo hay una pequeña fortuna para el rey, estoy seguro que querrás enviar a la
guardia y llevarlo a lugar seguro.
Maichlons se alejó del gobernador que en
ese momento llamaba a algún criado. Se mezcló entre la vorágine de guerreros y
mujeres a medio vestir, enlazados, recorriendo cuerpos con las manos. Ellas
descubriendo cicatrices y ellos recordando lo que era una mujer tras tanto
tiempo en la mar. Al final Maichlons dio con lo que buscaba, una muchacha de
piel clara, pelo rubio, casi oro, que dos soldados parecían estar sorteando con
la ayuda de los puños. Dado que estaban más ocupados, la chica no tuvo problema
alguno en seguir al oficial que la guió hasta un lugar apartado, lejos de las
miradas inoportunas, y las apariciones de compañeros de singladura. Pronto
Maichlons estaba deleitándose con los presentes de la muchacha.
Maichlons despertó en un catre vulgar, en
el lecho de un soldado, un lugar sencillo, duro, pero que le gustaba. No
recordaba cómo había llegado hasta allí, solo se acordaba de los besos y las
caricias de la joven rubia, unos placeres que había ansiado durante días en la
mar. en el suelo estaban las piezas de su armadura, así como su bolsa de viaje,
su escudo y su espada. Tomó la bolsa y la revisó, el camafeo seguía ahí, así
que nadie le había intentado robar.
Se aseó con el agua que alguien había
dejado en una jofaina de madera pintada de blanca. Se vistió con su armadura,
tomó sus cosas y salió del pequeño dormitorio. Allí esperaba un soldado.
- El gobernador le espera en su despacho, si me quiere seguir, coronel -dijo
el soldado.
Maichlons asintió con la cabeza y se dejó
guiar por los pasillos del palacio, hasta llegar a una estancia de tamaño
medio, llena de estanterías con libros y códices. Había un par de escribanos
trabajando en unos pupitres pequeños. Urdibash permanecía sentado tras una mesa
muy ordenada, que en cuyo centro había una gran bandeja de plata con varios
manjares en platos de cerámica, un par de copas de madera y una jarra llena de
vino.
- Tomad lo que gustéis, el cocinero del palacio siempre me prepara de más, el
apetito del anterior gobernador debía ser espectacular -invitó Urdibash-. Aunque
para espectacular el tesoro que habéis traído. Lo están trayendo a la cámara
que hay en los sótanos del palacio. Lo contarán mis escribas, y tras dar la
parte correspondiente a los miembros de la expedición y a los marineros, el
resto se mandará a Stey, para los fondos del rey.
- Gracias -murmuró Maichlons, que se había servido algo de vino, unas
lonchas de jamón ahumado y un poco de huevo revuelto con hongos.
- No tienes porque dármelas, creo que os lo merecéis por vuestro buen
trabajo. La Espada del rey lo vería igual -quitó hierro al asunto-. En las
cuadras te he preparado un caballo y uno de esos escribanos te está preparando
un documento para que puedas cambiar de caballo en cada posta del camino, por
si tienes prisa. Vas a viajar como un correo del rey.
- Gracias otra vez, gobernador.
- Gracias a ti por salvaguardar mi comercio -indicó Urdibash, que se levantó
de su sitio y se fue a hostigar al escribano, y así permitir a Maichlons que
comiera a gusto.
Cuando Maichlons quedó lleno y el
documento tenía los sellos correspondientes, Urdibash acompañó a Maichlons
hasta las cuadras y una vez allí, permitió que eligiera la montura que más le
complaciera. Maichlons eligió una yegua baya de hermosa figura. Urdibash alabó
el buen ojo de Maichlons, ya que esa yegua era una de las mejores de las que
tenían en el servicio de correos reales. Un siervo se encargó de preparar al
animal para el viaje.
Ambos hombres estaban esperando en el
patio, cuando llegó un escribano a la carrera y le dio una misiva al
gobernador.
- Maichlons, debo pedirte un favor, puedes llevarle esta carta al Heraldo del
rey, debe ser entregada en mano -le pidió humilde el gobernador.
- No veo el problema -aseguró Maichlons, tomando la carta y guardándola en
su bolsa de viaje.
- Te lo agradezco, coronel -dijo Urdibash, que se volvió al ver algún
movimiento por el rabillo del ojo-. ¡Ah! Ya está aquí tu montura.
El criado ayudó a Maichlons a montar,
colocó el escudo en el costado derecho de la silla y la bolsa de viaje en el
izquierdo. Maichlons tomó las riendas.
- ¡Que Bhall te proteja, coronel! -se despidió Urdibash.
- ¡Que también esté contigo! -dijo mecánicamente Maichlons, ya que desearse
la protección del dios supremo y único, Bhall, era algo habitual en el reino,
ya que todos seguían su culto casi sin excepción.
Maichlons espoleó a la yegua, que casi se
encabritó, pero pronto la hizo ponerse al trote. No le costó mucho recorrer
Ghantar y menos adentrarse en la campiña. Solo tenía que seguir por el camino
real hacia el oeste, internándose en el reino hasta la encrucijada con el
camino del norte y tomarlo en dirección sur hasta llegar a la capital.
Solo paraba en las casas de posta que
había a lo largo del camino, para dormir y cambiar de caballo. En la primera,
que fue la de la encrucijada con el camino del norte, dejó a la yegua, con el
compromiso del dueño de la casa de que se le devolvería al gobernador de
Ghantar. Allí tomó un ruano que aguantó a duras penas hasta el fin de la
jornada siguiente. Maichlons solo comía en las casas. Durante el viaje no
paraba excepto para que el animal descansase un poco. No quería que alguno de
esos viejos caballos se murieran en el camino y él saliese despedido por el
aire.
El paisaje por el que pasaba era igual
prácticamente, inmensos campos de cultivo, con aldeas, granjas, burgos y de vez
en cuando alguna ciudad amuralladas. En aquella primavera, el cereal ya era un
tapiz verde sobre la tierra y los agricultores lo observaban, esperando a que
el sol lo fuera amarilleando poco a poco. Por las noches, antes de dormir
observaba a Jhala, la primera luna, cuando hacía su aparición estelar. Y al
levantarse podía decir adiós a Pollus, menos luminosa que su hermana, pero que
casi se veía con el sol.
Al octavo día de cabalgata, tras haber
pasado el mediodía con creces, al ascender una ligera loma, pudo distinguir las
inmensas torres del castillo real, construidas en el promontorio, donde también
se encontraba el nivel amurallado más interno, protegiendo la Ciudadela. Más
abajo protegido por la muralla intermedia, el barrio Alto y dentro de su propio
muro, La Cresta, el barrio más peligroso de la ciudad y por ello la existencia
de su propia muralla, más para tener controladas a sus gentes que defenderlas
de un enemigo. Por último el círculo más bajo, rodeados por la gran muralla
exterior, los barrios de mercaderes, de los artesanos y el militar.
Aún tendría que cruzar los campos de la
inmensa llanura de Leinor, pero por la tarde estaría entrando en la ciudad, por
fin había regresado a casa. Y pronto tendría que presentarse ante el Heraldo
del rey, su padre.