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domingo, 26 de marzo de 2017

El tesoro de Maichlons (1)



No hacía ni media hora que el vigía desde la cofa había anunciado la presencia de tierra, y ahora ya se podía ver la silueta de los altos acantilados de piedra blanca en el horizonte. Un hombre de unos veintisiete años, moreno, de mirada oscura y penetrante, con dos cicatrices recientes en ambas mejillas, vestido con armadura pesada de placas, permanecía en la borda de estribor, observando con detenimiento la cada vez más cercana costa.


El capitán del navío, un viejo mercante reconvertido en barco de guerra, al que se le había colocado un tercer palo, para que se asegurase más fuerza proveniente del viento, se dedicaba a vociferar órdenes a sus marineros, que iban de un lado a otro, tirando de las drizas, atando cabos, izando nuevas velas. En cubierta había algunos soldados más, pero con armaduras más simples que las del hombre de pelo moreno. El capitán vio al hombre en la borda y se acercó a él.

   -   Mi señor Maichlons, por fin regresamos a casa -informó el capitán.
   -   Ya era hora, capitán Hilbour -dijo Maichlons secamente.


El barco, llamado la Venganza del Grifo, había estado durante el último año bordeando la costa norte del reino para acabar con una red pirata que estaba entorpeciendo el comercio entre el reino y el imperio. El navío había sido enviado para ayudar a la flota imperial, que ya no daba a basto para patrullar su propio territorio. Al final, ellos habían dado con la isla que utilizaban de base y junto a dos naos pesadas del imperio habían terminado con la peligrosa amenaza. Además habían obtenido un sustancioso botín, que en gran parte se quedó el imperio. Algunos soldados llegarían más ricos de lo que se habían marchado, dinero que iría a sus familias, aunque en el caso de los jóvenes se dilapidaría en mujeres y bebida, pero quién era el que iba a impedírselo.


Maichlons, que era el hijo de un duque y ostentaba ya el grado de coronel del ejército real por méritos propios había optado por rechazar casi todo su premio, excepto un bello camafeo de oro que había decidido quedarse. Nadie sabía porque había obrado así, pero ni el capitán Hilbour se atrevía a preguntárselo, pues además así él se llevaba más riqueza.

   -   Tardaremos unas horas en remontar la costa hasta Ghantar, pero el viento es proclive, por lo que esta noche podréis dormir en tierra firme -prosiguió el capitán Hilbour.
   -   Como siempre, Hilbour, lo dejo todo en vuestras manos, siempre competentes -aseguró Maichlons.


Maichlons le dio una palmada en el hombro, saludó a los soldados de cubierta y se fue por la escotilla hacia el interior del navío.




Tal como había augurado el capitán Hilbour, el Venganza del Grifo entraba por la bocana del puerto de Ghantar, tras pedir permiso con la torre mediante señales con banderas de colores. En el puerto había más animación de la habitual, todo porque se había hecho eco del avistamiento del navío y muchos esperaban grandes noticias, como la desaparición de los piratas. Entre los que esperaban en el muelle se encontraba el gobernador Urdibash, recientemente elegido por el monarca para que rigiese la administración de la poderosa ciudad comercial y portuaria, puerta de entrada de todos los productos que llegaban de lugares lejanos.


Se necesitó una media hora más de trabajo duro para que el navío quedase perfectamente amarrado al muelle. Pero tanto el capitán Hilbour como sus marineros eran personas competentes. Maichlons, con su petate y sus armas fue el primero en bajar por la plataforma que habían colocado para acceder al navío. Tras él los sesenta guerreros que habían sobrevivido a la campaña, que inicialmente fueron cien.

   -   ¡Que Bhall este contigo! -le dijo como saludo el gobernador a Maichlons-. Sé que no me conoces, pero soy el nuevo gobernador de Ghantar, me llamo Urdibash. Tú supongo que eres el coronel de Inçeret. Te doy la bienvenida a Ghantar y al reino.
   -   Sí, lo soy, gobernador Urdibash -asintió Maichlons, dándole la mano a la que el gobernador apretó sin demasiada fuerza-. Da gusto retornar a casa. Te puedo informar que la expedición ha sido un éxito, eliminamos la base pirata en las islas Ghunner. El comercio debería ser de nuevo seguro. El imperio estaba muy contento.
   -   Y nosotros también -aseguró Urdibash-. ¿Qué vas a hacer ahora? Me gustaría que me acompañaseis a una celebración en el palacio del gobernador.
   -   Estaría bien, mis hombres están ya hartos del maldito barco y del mar -afirmó Maichlons, sonriente.
   -   Pues no se hable más, seguidme bravos muchachos -gritó el gobernador.


El palacio del gobernador era una mole gris, que por fuera no parecía muy distinto a una casa de la ciudad, pero por dentro había una decoración suntuosa, llena de cuadros, tapices, faroles con vidrios de colores, lo que daba un ambiente extraño. A los soldados les esperaba un banquete en un gran salón, donde había comida, bebida, música, bailarinas con poca ropa y ya cuando todos acabaron demasiado borrachos, una infinidad de mujeres jóvenes y bellas llegaron para amenizar a los soldados.


Solo el gobernador y Maichlons parecían estar lejos de todo aquello.

   -   Sabes preparar una fiesta de bienvenida con estilo, gobernador -comentó Maichlons, alegre debido a que había tomado alguna copa de vino de más.
   -   Llevabais demasiado tiempo fuera de casa, era hora que recordarán lo que son las mujeres de Tharkanda -bromeó Urdibash.
   -   Yo diría que entre esas mujeres, las hay foráneas -indicó Maichlons, divertido.
   -   No se te escapa nada, coronel -rio Urdibash, que se le mudó la cara rápidamente-. ¿Qué vas a hacer ahora, coronel?
   -   Pues hoy descansaré aquí, espero que con alguna de esas preciosidades, y mañana partiré a la capital. ¿Cómo andan las cosas?
   -   La Espada del rey falleció durante este invierno y el rey Shonleck no ha elegido a nadie para sustituirlo -contó Urdibash-. Se dice que el hijo del gobernador del norte, Shon de Kharnash podría ser un buen reemplazo, pero es algo impulsivo y se rumorea que anda engendrando bastardos. Así que por ahora es el duque Galvar de Inçeret quien ejerce de Heraldo y Espada en funciones, lo que le está pasando factura. Algunos dicen que se está muriendo, pero que solo aguanta para ver a su hijo casado.
   -   ¿Tan mal está? -la noticia de la posible enfermedad de su padre sobrecogió a Maichlons. Era verdad que había tenido unas peleas infernales con él, sobre todo a causa de su elección de una vida de armas, en vez de los libros y los números.
   -   Yo solo te puedo hablar de los que se rumorea en Stey y me llega a mí, aquí. Si necesitas más tendrás que ir a la fuente -comentó Urdibash.
   -   En ese caso mañana deberé partir a casa -sentenció Maichlons, que se puso de pie, y antes de dejar al gobernador añadió-. En la bodega del Venganza del Grifo hay una pequeña fortuna para el rey, estoy seguro que querrás enviar a la guardia y llevarlo a lugar seguro.


Maichlons se alejó del gobernador que en ese momento llamaba a algún criado. Se mezcló entre la vorágine de guerreros y mujeres a medio vestir, enlazados, recorriendo cuerpos con las manos. Ellas descubriendo cicatrices y ellos recordando lo que era una mujer tras tanto tiempo en la mar. Al final Maichlons dio con lo que buscaba, una muchacha de piel clara, pelo rubio, casi oro, que dos soldados parecían estar sorteando con la ayuda de los puños. Dado que estaban más ocupados, la chica no tuvo problema alguno en seguir al oficial que la guió hasta un lugar apartado, lejos de las miradas inoportunas, y las apariciones de compañeros de singladura. Pronto Maichlons estaba deleitándose con los presentes de la muchacha.




Maichlons despertó en un catre vulgar, en el lecho de un soldado, un lugar sencillo, duro, pero que le gustaba. No recordaba cómo había llegado hasta allí, solo se acordaba de los besos y las caricias de la joven rubia, unos placeres que había ansiado durante días en la mar. en el suelo estaban las piezas de su armadura, así como su bolsa de viaje, su escudo y su espada. Tomó la bolsa y la revisó, el camafeo seguía ahí, así que nadie le había intentado robar.


Se aseó con el agua que alguien había dejado en una jofaina de madera pintada de blanca. Se vistió con su armadura, tomó sus cosas y salió del pequeño dormitorio. Allí esperaba un soldado.

   -   El gobernador le espera en su despacho, si me quiere seguir, coronel -dijo el soldado.


Maichlons asintió con la cabeza y se dejó guiar por los pasillos del palacio, hasta llegar a una estancia de tamaño medio, llena de estanterías con libros y códices. Había un par de escribanos trabajando en unos pupitres pequeños. Urdibash permanecía sentado tras una mesa muy ordenada, que en cuyo centro había una gran bandeja de plata con varios manjares en platos de cerámica, un par de copas de madera y una jarra llena de vino.

   -   Tomad lo que gustéis, el cocinero del palacio siempre me prepara de más, el apetito del anterior gobernador debía ser espectacular -invitó Urdibash-. Aunque para espectacular el tesoro que habéis traído. Lo están trayendo a la cámara que hay en los sótanos del palacio. Lo contarán mis escribas, y tras dar la parte correspondiente a los miembros de la expedición y a los marineros, el resto se mandará a Stey, para los fondos del rey.
   -   Gracias -murmuró Maichlons, que se había servido algo de vino, unas lonchas de jamón ahumado y un poco de huevo revuelto con hongos.
   -   No tienes porque dármelas, creo que os lo merecéis por vuestro buen trabajo. La Espada del rey lo vería igual -quitó hierro al asunto-. En las cuadras te he preparado un caballo y uno de esos escribanos te está preparando un documento para que puedas cambiar de caballo en cada posta del camino, por si tienes prisa. Vas a viajar como un correo del rey.

   -   Gracias otra vez, gobernador.
   -   Gracias a ti por salvaguardar mi comercio -indicó Urdibash, que se levantó de su sitio y se fue a hostigar al escribano, y así permitir a Maichlons que comiera a gusto.


Cuando Maichlons quedó lleno y el documento tenía los sellos correspondientes, Urdibash acompañó a Maichlons hasta las cuadras y una vez allí, permitió que eligiera la montura que más le complaciera. Maichlons eligió una yegua baya de hermosa figura. Urdibash alabó el buen ojo de Maichlons, ya que esa yegua era una de las mejores de las que tenían en el servicio de correos reales. Un siervo se encargó de preparar al animal para el viaje.


Ambos hombres estaban esperando en el patio, cuando llegó un escribano a la carrera y le dio una misiva al gobernador.

   -   Maichlons, debo pedirte un favor, puedes llevarle esta carta al Heraldo del rey, debe ser entregada en mano -le pidió humilde el gobernador.
   -   No veo el problema -aseguró Maichlons, tomando la carta y guardándola en su bolsa de viaje.
   -   Te lo agradezco, coronel -dijo Urdibash, que se volvió al ver algún movimiento por el rabillo del ojo-. ¡Ah! Ya está aquí tu montura.


El criado ayudó a Maichlons a montar, colocó el escudo en el costado derecho de la silla y la bolsa de viaje en el izquierdo. Maichlons tomó las riendas.

   -   ¡Que Bhall te proteja, coronel! -se despidió Urdibash.
   -   ¡Que también esté contigo! -dijo mecánicamente Maichlons, ya que desearse la protección del dios supremo y único, Bhall, era algo habitual en el reino, ya que todos seguían su culto casi sin excepción.


Maichlons espoleó a la yegua, que casi se encabritó, pero pronto la hizo ponerse al trote. No le costó mucho recorrer Ghantar y menos adentrarse en la campiña. Solo tenía que seguir por el camino real hacia el oeste, internándose en el reino hasta la encrucijada con el camino del norte y tomarlo en dirección sur hasta llegar a la capital.




Solo paraba en las casas de posta que había a lo largo del camino, para dormir y cambiar de caballo. En la primera, que fue la de la encrucijada con el camino del norte, dejó a la yegua, con el compromiso del dueño de la casa de que se le devolvería al gobernador de Ghantar. Allí tomó un ruano que aguantó a duras penas hasta el fin de la jornada siguiente. Maichlons solo comía en las casas. Durante el viaje no paraba excepto para que el animal descansase un poco. No quería que alguno de esos viejos caballos se murieran en el camino y él saliese despedido por el aire.


El paisaje por el que pasaba era igual prácticamente, inmensos campos de cultivo, con aldeas, granjas, burgos y de vez en cuando alguna ciudad amuralladas. En aquella primavera, el cereal ya era un tapiz verde sobre la tierra y los agricultores lo observaban, esperando a que el sol lo fuera amarilleando poco a poco. Por las noches, antes de dormir observaba a Jhala, la primera luna, cuando hacía su aparición estelar. Y al levantarse podía decir adiós a Pollus, menos luminosa que su hermana, pero que casi se veía con el sol.


Al octavo día de cabalgata, tras haber pasado el mediodía con creces, al ascender una ligera loma, pudo distinguir las inmensas torres del castillo real, construidas en el promontorio, donde también se encontraba el nivel amurallado más interno, protegiendo la Ciudadela. Más abajo protegido por la muralla intermedia, el barrio Alto y dentro de su propio muro, La Cresta, el barrio más peligroso de la ciudad y por ello la existencia de su propia muralla, más para tener controladas a sus gentes que defenderlas de un enemigo. Por último el círculo más bajo, rodeados por la gran muralla exterior, los barrios de mercaderes, de los artesanos y el militar.


Aún tendría que cruzar los campos de la inmensa llanura de Leinor, pero por la tarde estaría entrando en la ciudad, por fin había regresado a casa. Y pronto tendría que presentarse ante el Heraldo del rey, su padre.

Alvaras (8)



El día no había ni empezado cuando Alvaras se despertó con un sobresalto. Estaba empapado de sudor por todo el cuerpo. Había soñado con una guerra interminable, miles de cuervos negros le atacaban en inmensas bandadas. Él se protegía con su escudo, sentía como los pájaros golpeaban contra su defensa. Lanzaba estocadas contra la vorágine de picos y plumas negras, notaba la sangre, de un negro azabache, fría, posándose en su armadura y en su cara. Los graznidos le ensordecían, mientras que sus ojos no dejaban de ver cadáveres ultrajados por la voracidad de las aves. Sus botas casi no conseguían mantenerse sobre los cráneos de cientos de víctimas de los cuervos. No conseguía recordar ni una sola de las caras que lo observaban desde el suelo, pero sentía que los conocía a todos.


Alvaras intentó dejar atrás ese terrible sueño, pues bien sabía que no eran otra cosa que las maldades de Lorhk, siempre intentando volver locos a los humanos, haciéndoles caer en sus siniestros juegos, donde nunca podrían ganar. Se sentó en su catre, tomó un balde de madera y vertió un poco de agua en una palangana de madera. Metió ambas y elevó una cantidad del líquido fresco hasta que golpeó su cara. El frescor le liberó de las últimas tentaciones de Lorhk.


Un par de criados ayudaron a Alvaras a recolocarse parte de los accesorios de su armadura. Mientras se terminaba de preparar pudo ver que Jhan ya estaba listo para empezar mientras que sus cuatro guerreros aún dormitaban en los lechos improvisados. Alvaras pidió que le trajeran unos cuantos baldes llenos de agua y cuando los criados los tuvieron listos, les ordenó que lanzaran su contenido sobre sus cuatro guerreros. La estancia se llenó de protestas y gruñidos, que al recuperar su vista se silenciaron ante el semblante adusto de Alvaras.

   -   Pronto nos pondremos en camino -les indicó Alvaras-. Os quiero listos para partir. Almorzar algo y id hacia el patio en busca de nuestras monturas.


Alvaras abandonó la estancia y empezó a recorrer los pasillos del cuartel anexo a la torre del tharn, donde los habían alojado la tarde anterior. Ya no se acordaba bien del camino hacia los comedores, y eso que había vivido en ese cuartel durante varios años, desde que su padre le alistó en la guardia del tharn. Por el camino que recorrió se encontró con algunos siervos pero ningún guerrero. Por fin encontró el comedor, un largo salón con mesas corridas. Las antorchas estaban encendidas y pudo ver que Ballur, ataviado con una armadura pesada, estaba sentado en una de las mesas. El viejo guerrero le hizo una seña para que se acercase.

   -   Buenos días, Alvaras, siéntate conmigo -saludó Ballur, que se giró a los criados-. Traed algo caliente para el therk.
   -   Buenos días, Ballur -devolvió Alvaras, dejándose caer sobre el banco.


Un criado llegó con un cuenco con un trozo de carne, rodeado de una salsa informe y espesa, una cuchara, un cuchillo corto y una jarra llena de cerveza. Lo dejó todo ante Alvaras.

   -   Va a ser un viaje rápido hasta Yhakka, ya que no debemos esperar a los suministros -comentó Ballur, mientras comía-. Tú sólo tardaste dos jornadas, espero que lo podamos igualar.
   -   Yo me desvíe cada vez que nos acercábamos a una hacienda -indicó Alvaras-. No seguiríamos el camino directo, pero ahorramos mucho tiempo al no tener que participar en las ceremonias de bienvenida.
   -   ¡Pero qué sacrilegio, por Ordhin! -ironizó Ballur-. Los dioses no van a estar muy contentos por faltar a esas ancestrales ceremonias. Si te digo la verdad, hiciste bien. Tanta ceremonia puede ser contraproducente. Desgraciadamente, nosotros sí que tendremos que hacer alguna, una columna de cuarenta guerreros no pasa tan desapercibida como seis hombres.


Alvaras se quedó pensativo, pero Ballur tenía razón. Los guerreros irían a caballo, pero los casi cien arqueros irían andando, por lo que tardarían más de tres jornadas en recorrer la distancia que les separaba de Yhakka. Tendrían que depender de la amabilidad de las aldeas para alimentar a todos, ya que no iban a esperar al tren de carros.

   -   No te preocupes, Alvaras, exprimiré a los arqueros y a los caballos, estaremos lo antes posible en Yhakka -Ballur le dio una palmada en la espalda y casi se atraganta con la comida-. Solo pararemos en las aldeas para dormir, así solo tendremos que asistir a la ceremonia de bienvenida y a la de marcha.
   -   ¿Ya estarán en condiciones de proseguir los guerreros tras la ceremonia de bienvenida? -inquirió Alvaras, simulando una cara de enfado.


Ballur le dio un par de palmadas más, asintiendo con la cabeza, mientras lanzaba unas sonoras risotadas. Claramente la pregunta de Alvaras tenía mucha lógica, ya que en las ceremonias de bienvenida el anfitrión tenía que agasajar a los dioses y a los invitados con cerveza. Y todo el mundo sabía lo que ocurría cuando caía la primera cerveza en una noche, que no era la única. Empezaba un acto para honrar a los dioses y acababas con las lunas recorriendo el cielo negro mientras tú tenías que estar entrando y saliendo del salón de festejos para orinar.

   -   Ya idearé algo para evitarlo, Alvaras -indicó Ballur, que se puso de pie-. Te espero en el patio, tengo que ultimar unas cuestiones. Almuerza despacio, no hay prisa.


Alvaras observó como el viejo therk se marchaba y cuando se quedó solo, empezó a masticar más rápido para terminar lo antes posible. Prefería esperar en el patio, sin hacer nada pero que con su sola presencia haría a los hombres prepararse más rápido. Así que cuando no quedó ni una gota de salsa en su cuenco, se puso de pie y se marchó de allí.


En el patio, estaban las cosas muy adelantadas. Los cien arqueros estaban agrupados en un cuadro perfecto, vestidos con sus armaduras ligeras de cuero, con su carcaj repleto de plumosas flechas y un arco largo en las manos, aunque por ahora solo era el asta de madera, ya que las cuerdas permanecían quitadas, para su conservación. Todos llevaban una mochila a la espalda. Todos eran hombres jóvenes y fuertes.


Frente a ellos, una multitud de siervos mantenían cuarenta caballos, listos para que sus jinetes se fueran ocupando de ellos. Eran caballos bajos, comparados con los que utilizaban los vecinos del reino del norte. Pero esas monturas eran utilizadas para la guerra y los del sur solo para llevar de un lado al otro a los guerreros. Alvaras había oído que el señor de las cascadas estaba entrenando un grupo de jóvenes de su clan al estilo de los norteños. Si era verdad, el señor de las cascadas y su clan se iban a convertir en algo muy poderoso en aquellas tierras, pues su padre aun recordaba la famosa batalla de Thverlin, en el territorio del clan de los mares, cuando una masa de jinetes a las órdenes de Ivort, cabeza de grifo apareció por el costado del ejército leal al señor de los mares y arrolló con todo, ni el muro de escudos posterior pudo hacer mucho más que recular hasta ponerse a salvo tras los muros de Thverlin.

Había ya algunos guerreros montados, que no eran otros que sus cuatro hombres de armas y Jhan. Alvaras les saludó con la cabeza y se dirigió con paso firme hacia donde se encontraba Ballur con Fhadet y dos sargentos. Reconoció inmediatamente a uno, Phett, quien había sido tan impertinente el día anterior. El otro creía conocerlo, pero desconocía su nombre.

   -   ¡Ah, Alvaras! -Ballur simuló como si no se hubiera dado cuenta de su llegada-. Ya conoces a Fhadet, que es mi ayudante. Estos son los sargentos Obbur, que se encargará de dirigir a veinte guerreros y Phett, que está al mando de los arqueros.


Los dos sargentos inclinaron la cabeza en señal de saludo. Phett no parecía muy contento y Alvaras suponía que era porque le habían asignado el mando de los arqueros, que al final no eran guerreros experimentados sino siervos auxiliares. Lo cual quería decir que era un castigo por su comportamiento en el día anterior.

   -   Es un honor servir con vos -dijeron Obbur y Fhadet, mientras que Phett masculló algo que no se le llegó a escuchar.
   -   Bueno cada uno con su grupo -ordenó Ballur-. Alvaras, tú cabalgarás junto a mí, con Fhadet detrás y luego tus hombres. Después veinte de mis hombres, los arqueros y cerrando Obbur y el resto. Parece que ya llegan mis hombres.


Ballur no se equivocaba, los guerreros, armados con escudos y lanzas, espadas envainadas, cotas de malla y otras piezas de armadura, iban saliendo de los cuarteles y se iban dirigiendo hacia los caballos. Los criados se hacían cargo de la lanza y el escudo mientras sus dueños se aupaban a las sillas, recuperando sus armas y las riendas.


A su vez, también apareció Dagalon junto a un par de hombres mayores, vestidos con túnicas gruesas de color blanquecino. Uno llevaba una bandeja pequeña de plata, y un saco de esparto. El otro agarraba con fuerza el cuello de un pato nival, blanco como la nieve, que aleteaba con insistencia, como si supiese el fin que iba a tener.


Mientras los tres hombres se colocaban frente a todos los jinetes y el cuadro de arqueros, Ballur y Alvaras imitaron a sus guerreros, subiéndose a sus respectivas monturas. Dagalon fue el primero en hablar, mientras los druidas se detuvieron a su espalda.

   -   Bravos guerreros de Thepperon, soldados del gran Davalon, leales al señor de los hielos, que en esta gesta que vais a empezar acabéis con los malvados que han perturbado el sueño y los corazones de mi padre y sus súbditos. ¡Por el tharn! ¡Por nuestro clan!


Los hombres golpearon con fuerza sus escudos con el asta de las lanzas, mientras vitoreaban a Davalon y algunos a Dagalon, lo que hizo que la cara del joven perdiese la seriedad que parecía instalada en ella. Alvaras pensó que el discurso había sido bueno, pero aún tenía mucho que aprender, Davalon era mucho más inspirador que su hijo. La verdad es que ya había escuchado rumores y bromas sobre la falta de sentimiento en las palabras y las acciones del heredero del tharn. En cambio, sí que había una corriente más a favor de Davert, el hijo menor del tharn. Un joven valiente y audaz, algo mujeriego e impetuoso, o que más gusta a un guerrero. Pero lo que no tenía Davert era la inteligencia para ser una administrador como su padre o su hermano mayor. Davert hubiera sido un gran tharn en la época en que todos los señores y clanes guerreaban entre sí. Pero en esta época de paz, eran mejores los administradores que los guerreros. Supongo que por ello, Davalon envió a Davert a la guardia del señor de los hielos en la capital. Un cuerpo en el que podría usar sus dotes de guerrero.


Dagalon se quitó de en medio, para que los druidas pudieran actuar. El que llevaba la fuente, la puso horizontal, mientras el otro, más mayor, con el pelo más blanco, suspendió el pato sobre la fuente. El animal seguía aleteando frenéticamente, mientras su captor sacó un cuchillo corto y ligeramente curvo. Le cortó con sumo cuidado desde el cuello hasta el vientre, por lo que la sangre, roja y espesa, empezó a manar, cayendo sobre la fuente con un ligero chapoteo. Cuando le pareció que había suficiente sangre, el druida mayor retiró el pato, dejándolo con cuidado sobre el suelo, guardó el cuchillo y tomó el saco de esparto. Lo abrió, metió la mano, hurgó un poco y sacó la mano llena de tabas de jabalí que dejó caer con estrépito sobre la fuente y la sangre. Entonces empezó a murmurar una serie de palabras sin sentido pero que parecía que el otro druida repetía. Tras un rato, que a Alvaras le pareció eterno, pero se abstuvo de quejarse de forma alguna, pues no era bueno meterse en los asuntos de los druidas y los dioses, el druida mayor habló.

   -   ¡Ordhin, Thoin y Barghi auguran una campaña benigna! ¡Bheler solo reclamara las almas de nuestros enemigos! ¡Los cuervos languidecen por la fuerza del clan!


Los hombres escucharon las palabras de los dioses en silencio, y al contrario que con las palabras del hijo del tharn, no las vitorearon, pues a los dioses hay que tenerles respeto. El druida mayor recogió el pato, lo limpió del polvo y se retiraron de vuelta al templo. Ahora algún siervo del templo lo desplumaría y el druida mayor se lo podría comer, el pato nival era muy sabroso.

   -   ¡Adelante! -gritó Ballur, tras hacer una inclinación de cabeza como despedida a Dagalon.


Tal y como había indicado Ballur con anterioridad, los primeros en ponerse en camino fueron él y Alvaras, Fhadet, los hombres de Alvaras, y el primer bloque de veinte guerreros. Después Phett ante sus cien arqueros y cerrando Obbur con los otros veinte jinetes.


Como era una hora temprana, pocos lugareños observaron la marcha de la fuerza punitiva, sólo algunos madrugadores, como los herreros o los panaderos fueron testigos. Pero un hombre miraba la marcha del grupo, oculto en las sombras de una arcada, con ojos llenos de odio, que pasaban de Fhadet a Jhan, cuando estos cruzaron ante el hombre. Cuando ambos desaparecieron de su vista, Fhadon regresó al interior de su casa, cerrando la puerta tras él, armado con un cinturón pesado, murmurando maldiciones contra su hijo, contra su antiguo siervo y contra Alvaras, rogándole a Bheler y a Lorhk que le ayudarán a tener su venganza sobre sus enemigos. Esos dioses requerían sangre por su labor y él les conseguiría toda la que quisieran.


Fhadon recorrió las sombras de su lóbrega casa, hasta llegar a una sala iluminada, la única. Solo había dos personas además de él en la estancia, ambas encadenadas, mirando a una de las paredes, medio arrodilladas en el suelo, con los brazos alzados por causa de las cadenas, con sus ropas hechas jirones, destrozadas en la parte superior por unas manos dementes, con las espaldas en carne viva a causa de los golpes.

   -   Por vuestra culpa, brujas de la ciénaga, voy a caer en desgracia -espetó Fhadon-. Tú por no saber cuál era tu lugar y tú por traicionarme con mi hermano, ramera de pocilga.


Las dos mujeres eran su hija y su esposa, pero poco tenían ya de su porte y carácter de señoras de la corte. Ni los siervos habían osado defender a sus amas, se habían escondido del brutal y malévolo amo, todos recordaban a Jhan y no querían sufrir como él. Al final era una cosa entre los señores.


Fhadon levantó el cinturón, la vil correa de cuero, tomó aire y prosiguió su infame castigo, mientras lo que quedaba de su familia lanzaba horrendos lamentos, él quería sangre.




Hacia el mediodía de la primera jornada de viaje, habían dejado atrás Thepperon que ya no se distinguía en el horizonte. Ballur había accedido a ir dando pequeños zigzagueos para evitar de esa forma las granjas y las aldeas más pequeñas. Aun así tuvieron que hacer pequeñas paradas en el propio camino, ya que los arqueros tenían que descansar de cuando en cuando. Ballur y Alvaras tenían previsto llegar al burgo de Rheddin al final de la jornada, si lo conseguían casi habrían alcanzado lo que una caravana de mercaderes podría hacer en un día. Así que por la tarde siguieron su tortuoso camino, esquivando ciertas poblaciones, pero con las últimas luces del día alcanzaron la meta prevista.


Rheddin era una población pequeña, no tanto como Yhakka, pero si comparada con Thepperon. Había un alcalde, que era primo de Davalon y actuaba como gobernador de este en el burgo. El alcalde tenía preparada la cerveza de bienvenida, como lo ordenaba la tradición, así como un pequeño banquete asándose en una serie de hogueras que se habían levantado en la plaza mayor. Ballur, Alvaras y sus oficiales asistieron al banquete, porque el honor lo exigía, pero la mayoría de guerreros tenía orden de no beber demasiado y en el caso de los arqueros, solo una jarra. Todos sabían que Ballur no se cortaría ni un ápice en castigar severamente a guerrero que incumpliese sus órdenes.


La fiesta fue lo suficientemente buena para que el alcalde quedase complacido y lo suficientemente ligera para que Ballur no tuviera que castigar a ninguno de sus guerreros. A la mañana siguiente, solo el alcalde despidió al grupo al marcharse.

Las jornadas siguientes siguieron de igual forma. Por el día viajaban raudos pero sin forzar a los arqueros, mientras que por las noches hacían parada en alguna aldea grande. Lo suficiente para que pudieran descansar tras una empalizada o un muro de tierra, recibir una ceremonia de bienvenida que no acabara con los suministros de la población y que a la mañana siguiente pudieran marcharse veloces. La última parada nocturna fue necesaria, pero Yhakka solo estaba a media jornada, por lo que podían haber dilatado un poco más la cabalgada y así llegar con los primeros rayos de Jhala, pero Ballur se quejó de que era peligroso viajar con tanta nieve y por la noche, así que Alvaras tuvo que claudicar.