Él había esperado hasta lo que había supuesto que ya se habría
alejado de la habitación de su madre, antes de entrar. Le recibió una
oscuridad, pues por lo visto al soldado le gustaba correr la cortina de la
pequeña ventana del cuartucho. Otras veces, cuando entraba su madre ya la había
vuelto a poner como era habitual. Pero esta vez no era así. Algo en su cuerpo
le hizo temblar, pero aun así se introdujo en el cuartucho, cerrando tras, él.
No fue hasta que sus ojos se aclimataron a la escasa luz cuando contempló la
vileza del soldado.
-
Madre te he traído el agua… -empezó a decir el niño, cuando su
mano perdió toda su fuerza y se le cayó la jarra, vertiendo el contenido por el
suelo.
En la cama se encontraban su madre y el soldado. Su madre con la
cabeza pegada al colchón con los ojos abiertos, demasiado para ser algo normal,
mirándole. La punta de la lengua sobresalía por su boca abierta. Los brazos,
doblados por el codo, yacían sin moverse en el colchón, sus dedos larguiruchos
lucían blanquecinos, más lechosos de lo normal. Las rodillas también
permanecían pegadas al colchón, con las piernas ligeramente separadas. Los
pechos de su madre colgaban, meciéndose por las últimas arremetidas del
soldado, que estaba de rodillas en el jergón, golpeando su pelvis contra la de
su madre, con una inmensa barriga apoyada sobre las nalgas de su progenitora.
En el cuello de su madre, iba apareciendo con más nitidez un surco de color oscuro,
parecido al morado. Los ojos sin brillo, y sin vigor parecían apagados,
siguiendo el mismo proceso que su piel.
El soldado se había quedado mirando al niño, mantenía un cordel en
una de sus manos, que dejó caer sobre el colchón, mientras sonreía con su
asquerosa dentadura.
-
Vaya, pero si el bastardo ha venido a ver a la madre -murmuró el
soldado separándose de la madre, poniéndose de pie-. Desgraciadamente tu madre
no me ha servido como debía.
El niño miraba sin ver, veía los cardenales y las viejas heridas
por todo su cuerpo, pues desde hace un tiempo el buen soldado se había pasado a
un tratamiento más duro en sus juegos. Pero el niño estaba paralizado, fijo en
los ojos de la madre, buscando el brillo que alguna vez aparecía, pero más
alarmado al no ver la otra fase, la de la pérdida de la cordura, ni la una ni
la otra se mostraban en esos ojos ya. Las primeras lágrimas, las que habían
nacido al darse cuenta que su amada madre ya no estaba allí, que no le volvería
acariciar, aunque fuera un solo momento.
Y esa parálisis fue aprovechada por el soldado, que con un par de
movimientos más ágiles de lo que el niño hubiera esperado, recuperó su daga del
suelo y fue directamente a por el niño. Lo único que vio fue un borrón, y un
miembro amorfo, grande, palpitante, que se le echaba encima. Torpemente intentó
reaccionar, pero ya era tarde. El soldado le agarró de un brazo y le tiró de
cara contra la cama, mientras la mano del soldado le aplastaba la espalda y
todo el cuerpo contra el jergón, en el mismo borde.
-
Ya le dije a tu querida madre -las palabras del soldado las decía
en susurros, pero al estar pegado al oído del niño, parecían gritos-. Este niño
sirve para más cosas que para llevar y traer jarras de agua.
El niño intentó moverse, pero la palma del soldado era inamovible,
parecía la mano de Gholma. Tal era la fuerza que intentó gritar pero el
esfuerzo de hablar era doloroso y solo pudo emitir unos tristes sollozos, que
provocaron la risa del soldado. Para su desgracia tenía los ojos de su madre a
medio metro, ante él. El soldado cortó el cordón que mantenía en su sitio su
calzón y notó como la prenda caía por entre sus piernas. El soldado tiró la
daga, que cayó cerca de una de las manos de la madre.
Un atisbo de terror pasó por todo su cuerpo, cuando notó como la
mano libre empezó a palpar su culo, primero masajeó las dos nalgas. Notaba como
los dedos, gruesos y sudorosos presionaban en su carne. Los ojos de niño se
quedaron fijos en la daga, tan cerca, tan necesaria. Pero le costaba moverse,
si retiraba una de sus manos del colchón, la presión de su espalda se volvería
un dolor inasumible. Entonces notó como uno de los dedos daba círculos en su
intimidad más pura, donde no esperaba que nadie le tocase jamás. Un escalofrío
le subió por la espalda cuando notó que el desagradable dedo hacía presión por
entrar, poco a poco, moviéndose para hacer más sitio. Fue en ese angustioso
momento que retiró la mano y la estiró con cuidado, para que el soldado no
pudiera darse cuenta. Pero no llegaba, sus yemas rozaban la empuñadura, pero no
la alcanzaba, no con esa presión en su espalda.
-
Tu madre no me ha saciado, por lo que te toca ahora cumplir el
propósito -susurró el soldado, sacando su dedo de donde lo había metido,
notando un nuevo escalofrío en el cuerpo del niño, vanagloriándose de su poder
sobre el débil.
Las risotadas del hombre fueron como la antesala del final, notó
como algo duro golpeaba y se restregaba entre sus nalgas, acercándose
peligrosamente a su más pura intimidad. Entonces todo se desarrolló como una
brizna de viento. El soldado, necesitando de toda su agilidad, liberó parte de
la fuerza sobre la espalda del chico, pues ya creía que lo había vencido, que
el niño se había resignado a servir como su madre para él. Pero ese fue su
error. El niño, liberado, consiguió hacerse con la daga, tras lo que se lanzó
hacia atrás, pillando por sorpresa al soldado que dio un paso alejándose del
chico, perdiendo su posición de poder y dándole a este la posibilidad de
revolverse.
El soldado lanzó un gruñido de hastío que fue cortado por un
quejido de miedo, seguido de un alarido. Sus ojos vieron el giro del niño, el
brillo del acero de la daga, que pasó sesgando la carne de sus ingles y lo que
quedaba en medio. Las manos del soldado que se preparaban para actuar contra el
niño, cambiaron de fin y se lanzaron sobre su miembro abierto, así como las
zonas próximas de sus ingles, por donde la sangre salía a borbotones. El
hombre, con las manos llenas de su sangre se cayó de costado, mientras el niño,
con los calzones bajados, su piel manchada de sangre y la daga todavía en sus
manos, le observaba con desprecio.