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miércoles, 28 de febrero de 2018

Lágimas de hollín (3)



Él había esperado hasta lo que había supuesto que ya se habría alejado de la habitación de su madre, antes de entrar. Le recibió una oscuridad, pues por lo visto al soldado le gustaba correr la cortina de la pequeña ventana del cuartucho. Otras veces, cuando entraba su madre ya la había vuelto a poner como era habitual. Pero esta vez no era así. Algo en su cuerpo le hizo temblar, pero aun así se introdujo en el cuartucho, cerrando tras, él. No fue hasta que sus ojos se aclimataron a la escasa luz cuando contempló la vileza del soldado.



-       Madre te he traído el agua… -empezó a decir el niño, cuando su mano perdió toda su fuerza y se le cayó la jarra, vertiendo el contenido por el suelo.


En la cama se encontraban su madre y el soldado. Su madre con la cabeza pegada al colchón con los ojos abiertos, demasiado para ser algo normal, mirándole. La punta de la lengua sobresalía por su boca abierta. Los brazos, doblados por el codo, yacían sin moverse en el colchón, sus dedos larguiruchos lucían blanquecinos, más lechosos de lo normal. Las rodillas también permanecían pegadas al colchón, con las piernas ligeramente separadas. Los pechos de su madre colgaban, meciéndose por las últimas arremetidas del soldado, que estaba de rodillas en el jergón, golpeando su pelvis contra la de su madre, con una inmensa barriga apoyada sobre las nalgas de su progenitora. En el cuello de su madre, iba apareciendo con más nitidez un surco de color oscuro, parecido al morado. Los ojos sin brillo, y sin vigor parecían apagados, siguiendo el mismo proceso que su piel.

El soldado se había quedado mirando al niño, mantenía un cordel en una de sus manos, que dejó caer sobre el colchón, mientras sonreía con su asquerosa dentadura.



-       Vaya, pero si el bastardo ha venido a ver a la madre -murmuró el soldado separándose de la madre, poniéndose de pie-. Desgraciadamente tu madre no me ha servido como debía.

El niño miraba sin ver, veía los cardenales y las viejas heridas por todo su cuerpo, pues desde hace un tiempo el buen soldado se había pasado a un tratamiento más duro en sus juegos. Pero el niño estaba paralizado, fijo en los ojos de la madre, buscando el brillo que alguna vez aparecía, pero más alarmado al no ver la otra fase, la de la pérdida de la cordura, ni la una ni la otra se mostraban en esos ojos ya. Las primeras lágrimas, las que habían nacido al darse cuenta que su amada madre ya no estaba allí, que no le volvería acariciar, aunque fuera un solo momento.

Y esa parálisis fue aprovechada por el soldado, que con un par de movimientos más ágiles de lo que el niño hubiera esperado, recuperó su daga del suelo y fue directamente a por el niño. Lo único que vio fue un borrón, y un miembro amorfo, grande, palpitante, que se le echaba encima. Torpemente intentó reaccionar, pero ya era tarde. El soldado le agarró de un brazo y le tiró de cara contra la cama, mientras la mano del soldado le aplastaba la espalda y todo el cuerpo contra el jergón, en el mismo borde.

-       Ya le dije a tu querida madre -las palabras del soldado las decía en susurros, pero al estar pegado al oído del niño, parecían gritos-. Este niño sirve para más cosas que para llevar y traer jarras de agua.

El niño intentó moverse, pero la palma del soldado era inamovible, parecía la mano de Gholma. Tal era la fuerza que intentó gritar pero el esfuerzo de hablar era doloroso y solo pudo emitir unos tristes sollozos, que provocaron la risa del soldado. Para su desgracia tenía los ojos de su madre a medio metro, ante él. El soldado cortó el cordón que mantenía en su sitio su calzón y notó como la prenda caía por entre sus piernas. El soldado tiró la daga, que cayó cerca de una de las manos de la madre.

Un atisbo de terror pasó por todo su cuerpo, cuando notó como la mano libre empezó a palpar su culo, primero masajeó las dos nalgas. Notaba como los dedos, gruesos y sudorosos presionaban en su carne. Los ojos de niño se quedaron fijos en la daga, tan cerca, tan necesaria. Pero le costaba moverse, si retiraba una de sus manos del colchón, la presión de su espalda se volvería un dolor inasumible. Entonces notó como uno de los dedos daba círculos en su intimidad más pura, donde no esperaba que nadie le tocase jamás. Un escalofrío le subió por la espalda cuando notó que el desagradable dedo hacía presión por entrar, poco a poco, moviéndose para hacer más sitio. Fue en ese angustioso momento que retiró la mano y la estiró con cuidado, para que el soldado no pudiera darse cuenta. Pero no llegaba, sus yemas rozaban la empuñadura, pero no la alcanzaba, no con esa presión en su espalda.

-       Tu madre no me ha saciado, por lo que te toca ahora cumplir el propósito -susurró el soldado, sacando su dedo de donde lo había metido, notando un nuevo escalofrío en el cuerpo del niño, vanagloriándose de su poder sobre el débil.

Las risotadas del hombre fueron como la antesala del final, notó como algo duro golpeaba y se restregaba entre sus nalgas, acercándose peligrosamente a su más pura intimidad. Entonces todo se desarrolló como una brizna de viento. El soldado, necesitando de toda su agilidad, liberó parte de la fuerza sobre la espalda del chico, pues ya creía que lo había vencido, que el niño se había resignado a servir como su madre para él. Pero ese fue su error. El niño, liberado, consiguió hacerse con la daga, tras lo que se lanzó hacia atrás, pillando por sorpresa al soldado que dio un paso alejándose del chico, perdiendo su posición de poder y dándole a este la posibilidad de revolverse.

El soldado lanzó un gruñido de hastío que fue cortado por un quejido de miedo, seguido de un alarido. Sus ojos vieron el giro del niño, el brillo del acero de la daga, que pasó sesgando la carne de sus ingles y lo que quedaba en medio. Las manos del soldado que se preparaban para actuar contra el niño, cambiaron de fin y se lanzaron sobre su miembro abierto, así como las zonas próximas de sus ingles, por donde la sangre salía a borbotones. El hombre, con las manos llenas de su sangre se cayó de costado, mientras el niño, con los calzones bajados, su piel manchada de sangre y la daga todavía en sus manos, le observaba con desprecio.