La vida, desde que tenía uso de razón había sido dura para él. No
había nacido en una familia rica, donde el oro, los alimentos y todo aquello
que podía soñar podía estar a su alcance. Tampoco había nacido en una familia
pobre, donde las cosas eran más valoradas, pero había un atisbo de felicidad.
No él. Su madre, una mujer sin honra, con el único propósito de contentar al
más variopinto grupo de hombres que se acercaban a la posada burdel en la que
residían.
Aún podía escarbar trazos de ese pasado, de los suelos de madera,
vieja, oscura y quebradiza, que lanzaba alaridos cada vez que pisabas, aunque
tus pies casi flotaran sobre los tablones. Las paredes, donde habían pintado
varias veces, pero el abrazo de la humedad hacía aparecer manchas cada poco. La
decoración brillaba por su ausencia, excepto por cortinas roídas, jergones
destartalados y armarios desvencijados. Todo lo que la dueña, una mujer de
rostro adusto, alta y delgada, con los rastros de una belleza hacía ya tiempo
eclipsada por las arrugas y los signos claros de haber pasado demasiados
inviernos, obtenía de sus trabajadoras se perdía en alguna ensoñación para
retrasar los efectos invariables de la edad. La posada envejecía, mientras su
dueña buscaba una efímera muestra de que volvía a ser joven.
A él, la dueña, le trataba con rudeza, áspera y glacial. No le
gustaba que el zagal merodeara entre las habitaciones. Aseguraba que los
clientes se quejaban de que no podían liberarse completamente si el niño se
metía a ver lo que hacían con las chicas. Recordaba las palabras hirientes
contra su madre, salidas entre las comisuras de su boca, siempre cerrada,
escondiendo una sonrisa amarillenta y sin valor. Podía ver como si hubiera
ocurrido en el día anterior, la mujer con su pelo cano, recogido en un moño,
con ayuda de unos palos con grabados y relieves, de un gusto que contrastaba
con la dejadez del resto. La madre asentía y aseguraba que no volvería a
ocurrir, pero cuando la mujer volvía a su función de jefa y la madre se quedaba
allí con el niño, le echaba una mirada falta de cariño y se marchaba de vuelta
a su habitación, esperando a otro hombre que la llenara.
Eran las otras, algunas muchachas, otras mayores, las que ejercían
de madre. Aseguraban que la suya, a su manera le quería, pero que los años y
los hombres la habían tratado tan mal que no podía pedir que hiciera más. La
mente de la madre hacía mucho que se había perdido en las curvas que tenía el
camino de la vida. Pero de todos, había un hombre, el único que habitaba entre
las paredes de esa insólita casa, el único que no venía a por su dosis diaria
de pasión. Era un hombretón, alcanzaría casi los dos metros de altura y era
ancho, de brazos fuertes, su sola presencia intimidaba. Pero como solía decir
siempre una de las compañeras de la madre, las apariencias no siempre iban
ligadas a la realidad. El hombre, pese a su pinta de matón, tenía un gran
corazón, trataba a las chicas con una gran consideración, humanizando lo que
para la sociedad de la ciudad no eran más que trozos de carne para la solaz de
quien se libra de peso en la bolsa.
En más de una ocasión la dueña, con su tono arisco, había ordenado
al gigantón, Gholma se llamaba, que me llevase fuera y me diera una azotaina,
ya que es lo único que merecía, por molestar a sus clientes, tan importantes
para ella, pero que eran de una categoría ínfima comparados con aquellos que
visitaban los burdeles más elitistas de la ciudad. Gholma asentía con la
cabeza, pues rara vez hablaba ante nadie. Desde pequeño, le habían contado que
el terrible Gholma había sido un gran guerrero, pero que en el combate había
perdido la voz. De esa forma recaló en el burdel y la dueña, más joven y bella
que ahora le acogió, pues en aquella época era más benévola. Gholma siempre le
guiñaba un ojo y para no desairar a su jefa le sacaba a empellones, dándole
unos coscorrones, que dolían pero que le libraban de los azotes requeridos.
Gholma se lo llevaba y con gruñidos y gestos le mandaba que le
ayudara. El hombretón tenía más tareas que la de aparentar ser el protector del
local. Siempre había algún bartulo pesado que debía introducirse en la bodega,
que había que recoger de un carro, suministros para la posada, o los artilugios
del último estudioso que le había sacado a la dueña un buen saco de oro por un
tratamiento novedoso para su absurda lucha para defenderse de lo inevitable,
envejecer y posteriormente morir.
Y entre estos problemas, él también tenía obligaciones que
realizar. Gracias a su corta edad, pues solo tenía seis o siete años, se
encargaba de limpiar y de llevar agua limpia a cada habitación, según el
cliente había terminado o se había marchado. Las chicas siempre requerían de
agua para librarse del tufo y lo que ellas llamaban la “simiente del campeón”,
entre risas y guiños de sus ojos. Tendría que pasar mucho tiempo para que
comprendiese a lo que se refería. Solo en esos momentos, cuando llegaba al
cuarto de su madre, con la preciada agua, esta tenía su expresión más dulce,
una ligera sonrisa, una caricia con sus dedos delgados, unas palabras, unas
porciones de algo que tal vez ya no sabía lo que era con seguridad. Pero sus
oídos, jóvenes y pequeños escuchaban y su cerebro retenía con una satisfacción
insana. “Mi pequeño hijo” murmuraba su madre, con un ligero brillo en sus ojos,
un atisbo de algo que ya no existía, pues como una flor al llegar los calores
del verano se agostaba y desaparecía en un rostro inescrutable, volviéndose sus
ojos muertos.
También fue en unas visitas cuando él conoció al demonio, uno de
los primeros que se encontraría en su vida, uno de los primeros que le
atormentaría. Un demonio de piel oscura, aceitunada, de ojos pequeños, oscuros,
llenos de malicia y perversión. Que siempre llegaba luciendo una cota de malla
que había visto guerras y tiempos mejores. Dentro un guerrero que ya no lo
parecía tanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario