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martes, 31 de agosto de 2021

El dilema (91)

Aibber zarandeó el cuerpo de Alvho hasta que consiguió que se despertase. Alvho miró el rostro del joven como si fuera un enemigo al que no quería ver. 

-   El tharn Asbhul quiere verte -informó Aibber-. Hay un gran revuelo en el campamento. Los soldados están nerviosos. El tharn ha recibido un mensaje del canciller. 

-   ¿Hay algún movimiento enemigo? -quiso saber Alvho, desperezándose en su catre. 

-   No, los vigías no han detectado nada -negó Aibber-. Aún así no ha amanecido, pero con la claridad de la mañana no se ve nada cerca. Ni las bestias están en la llanura. Se han saciado y se han marchado. Pronto se empezará a levantar a los hombres, para que se preparen para la batalla. 

-   Los Fhanggar harían más daño si atacasen en la oscuridad -se rió Alvho-. Pero parece que no es esa su forma de luchar. Es una suerte para nosotros que no sepan de estas formas de guerrear. Nosotros no seríamos tan compasivos. Aunque creo que el problema es que nos infravaloran o que creen que sus números o el miedo que emanan hace el resto. Puede servir con las otras tribus, pero no con nosotros. 

-   Yo que tú no haría esperar al tharn -le advirtió Aibber, que quería él volver a su catre. 

-   Tienes razón -afirmó Alvho poniéndose de pie.

Alvho salió al pasillo y se dirigió a la sala donde dormía el tharn, pero un criado le indicó que Asbhul estaba en su despacho, una sala que usaban como lugar de decisiones. Eso quería decir que estaba avisando a los otros therk de la división. Encontró a los miembros de la guardia personal del tharn en la puerta, que le hicieron esperar unos minutos, antes de dejarle pasar. 

-   Therk Alvho, espero que no te entretuviera nada importante -dijo como bienvenida Asbhul, con un tono serio. En la sala no había nadie más, lo que quería decir que o Alvho había llegado el primero o el último. 

-   Me estaba dando el gusto con una jovencita con unos senos de infarto y… -comenzó a decir Alvho, pero al ver que no aparecía la sonrisa habitual entre los labios del tharn añadió-. ¿En qué os puedo ayudar, tharn? 

-   La verdad no sé si me puedes ayudar o quiero que me ayudes -murmuró Asbhul, como si le hablase al aire-. Lo que quiero es informarte. El señor Dharkme se ha muerto. Parece que esta noche ha decidido dar rienda suelta a sus deseos más mundanos y el cuerpo no lo ha soportado. La cuestión es que el señor Dharkme se ha reunido con Ordhin. El canciller ha mandado una paloma con la noticia al otro lado del río. El heredero ya sabe la noticia. 

-   ¡Alabado sea nuestro nuevo señor! -exclamó Alvho, pasándose un poco de la raya, pero Asbhul no le dijo nada-. ¿Y qué nuevas órdenes ha dado el nuevo señor? 

-   Que resistamos hasta que llegue con refuerzos -indicó Asbhul. 

-   Bueno eso ya es lo que íbamos a hacer, ¿no? 

-   Sí -asintió Asbhul. 

-   Bien, pues entonces, el propósito de tu llamada, es que hay que preparar la defensa -probó Alvho, para ver qué era lo que realmente tenía en mente Asbhul.

El tharn se calló por unos momentos, como si quisiera preguntar algo, pero a la vez le daba miedo hacerlo. Alvho creía saber qué era lo que pasaba. Estaba seguro que el canciller le había hecho una pregunta y que Asbhul no había podido contestar. Era Alvho quien decidió aclarar el asunto en sí. 

-   Tharn, estás en una encrucijada, ¿verdad? -empezó a hablar Alvho-. Por una parte, tanto tú como el canciller habéis meditado y os ha venido una cuestión con respecto a la muerte del señor Dharkme. En verdad ha sido una cosa del azar, le ha fallado el cuerpo cuando ha intentado volverse un jovencito. O por otro lado no ha sido así y ha habido alguien más implicado. Me gustaría saber cual de las dos opiniones es la que te ronda por la cabeza, mi tharn. 

-   Siempre tan directo en tus afirmaciones, therk -afirmó Asbhul-. Es verdad que el canciller me ha hablado de una de las sacerdotisas de Ulmay que ha muerto también esta noche y un druida que ha aparecido inconsciente con ella. Los guardias de Dharkme, visiblemente enfadados porque no se ponen de acuerdo si ha sido un lamentable asunto, pero natural, o por el otro lado un asesinato, le han apretado las carnes y ha hablado de otro hombre, de uno que llegó por la tarde y se reunió con la sacerdotisa. Luego asegurá que le engañó, le noqueó y le robó la ropa. 

-   No me fiaría mucho de ese druida -indicó Alvho. 

-   ¡Así! ¿Acaso lo conoces? -inquirió Asbhul. 

-   Me temo que no conozco a casi ninguno de los druidas de la corte del pobre Dharkme, a excepción de Ulmay -negó Alvho-. Pero a lo que me refería es que cualquier druida soltaría su lengua con un par de golpes bien dirigidos. La tortura no es muy eficiente en la carne debil. Y casi en ninguna otra, me temo.

Asbhul se le quedó mirando, ya que él mismo compartía la misma idea que Alvho, la tortura no era muy eficiente casi nunca y lo más que se conseguía era lo que se buscaba. Si buscabas un ladrón, esa persona confesaría serlo si con ello se libraba de las caricias del torturador.

Lágrimas de hollín (94)

Una vez que los hombres de Armhus habían dejado los arcones en una parte de la cámara y habían traído un juego de llaves, así como una jarra con vino y un par de cálices de plata. Armhus echó un cerrojo interior que tenía la puerta de la cámara, lo que quería decir que se podía cerrar por fuera y por dentro. Luego buscó en el aro del que colgaban las llaves y eligió una de ellas. Con la llave abrió el arcón. 

-   Aquí tienes la realidad de los arcones -anunció con pompa Armhus, al tiempo que levantaba la tapa del arcón.

Dhevelian miró el interior y solo vio cantos, de todos los tamaños, de los que había en las riberas de los ríos. Tal vez había algo que se le escapaba. 

-   Yo solo veo piedras -se limitó a decir Dhevelian 

-   ¿Piedras? ¿De qué hablas? -repitió Armhus sorprendido, mirando para abajo. Su piel se volvió blanca-. ¿Qué diablos es esto?

Armhus fue eligiendo más llaves y abriendo los arcones que quedaban. El contenido de todos ellos eran piedras. De todos los tipos y formas. Armhus se dejó caer sobre una silla. Estaba sudando y temblando. 

-   ¿Qué se supone que tendría que haber en los arcones? -inquirió Dhevelian, que estaba seguro que no eran piedras lo que esperaba encontrar Armhus. 

-   Oro, cientos y cientos de monedas de oro -respondió Armhus-. Seis arcones, los verdes contenían los sueldos de los soldados del ejército imperial, la paga para un año completo. Llegó hace una semana y había que entregárselo al general cuando viniese a recibir órdenes del gobernador. En estos arcones, los blancos, estaban las riquezas propias del gobernador, oro, piedras preciosas, obras de arte, pinturas. Se iban a mandar a sus tierras, en la próxima caravana imperial. Junto con los cofres rojos, que eran los arcones con la parte de los impuestos para el emperador en persona, los de los últimos cinco años. Luego estaban los cofres azules, que eran propiedades de otros generales y altos funcionarios imperiales. 

-   ¿Por qué tenías tantos arcones? ¿Cómo es que te encargas de estos menesteres? -quiso saber Dhevelian, alarmado por lo importante y peligroso de lo robado. 

-   Hace años que conseguí el contrato imperial -indicó Armhus-. Tras lo de Laester, los mandos imperiales me propusieron el negocio. De esa forma mis caravanas tienen permiso para vagar por el territorio imperial sin limitaciones. Hay que dar con los ladrones antes de que se enteren los imperiales. Será mi destrucción. No creo que se tomen muy bien esta pérdida. Menos mal que faltan unos meses para que haya que entregar el oro al ejército y… 

-   El ejército llegará en uno o dos días a la ciudad -dejó caer Dhevelian, sentándose frente a Armhus. 

-   ¿Qué? 

-   El gobernador lo ha llamado para aplastar a Jockhel -informó Dhevelian. 

-   El gobernador ha movilizado a todo el ejército por una guerra de bandas en esa barriada piojosa -Armhus parecía estar totalmente sorprendido y claramente no sabía ni la mitad de lo que ocurría. 

-   Jockhel ha unificado La Cresta bajo su mano -comentó Dhevelian-. No son bandas luchando entre ellas, sino todas siguiendo a un único líder. Creo que ha matado a Inghalot. 

-   Eso no puede ser, Inghalot es muy inteligente -negó Armhus. 

-   Me temo que no tanto como este Jockhel -aseguró Dhevelian-. Y ahora nos enfrentamos al barrio o alguno más. Eso es lo que teme principalmente el gobernador. Que toda la ciudad se una contra él, siguiendo a ese Jockhel. 

-   Eso no puede ser, la ciudad no va ha seguir a un ladrón y… -empezó a decir Armhus, pero unos golpes en la puerta le cortaron-. ¿Quién va? 

-   Yo, mi señor -se escuchó al otro lado de la puerta y que Armhus reconoció como la de uno de sus hombres.

Armhus cerró todos los arcones antes de abrir. Su hombre le indicó que habían dado con los guardias del almacén, maniatados en una de las alacenas. También habían capturado a un par de ladrones. Los unos y los otros habían hablado de lo mismo. Los guardias habían reconocido al líder de los ladrones. Y los prisioneros no habían tardado mucho en cantar. El que había dirigido el robo era el hombre de la máscara dorada, Jockhel. Dhevelian y Armhus se habían quedado atontados al escuchar la identidad del cabecilla del robo. Pero con el paso del tiempo, ambos vieron que este dato les podía librar de gran parte de la culpa y podrían guiar a los imperiales hacia un lugar, La Cresta.

sábado, 28 de agosto de 2021

El reverso de la verdad (41)

Los pitidos del despertador que tenía sobre la mesilla, despertaron a Andrei. Miró el reloj y vio que era pronto, pero no era la hora habitual a la que se levantaba. Se había dormido y lanzó una maldición. Se giró y notó que tenía echada la colcha. Recordaba que la había tirado al suelo justo antes de echarse en la cama. Lo que quería decir que alguien y solo podía ser Helene, había entrado en su cuarto poniéndole la colcha por encima. Por un momento tuvo un arranque de enfado, pero respiró profundamente y decidió no hacerlo, su relación con la muchacha empezaba a ser poco cordial.

Se levantó, se puso su ropa de estar en casa y se dirigió a la cocina. Empezó a hacer el desayuno, tomando de todo lo que había en la nevera y en los armarios. Se decidió por huevos revueltos, unas salchichas, cereales y leche. un desayuno continental. Encontró un tetrabrick de zumo de naranja en un armario, que no estaba caducado y lo metió en la nevera, para que estuviera fresco. Cuando estaba lo más concentrado en la cocina sonó el timbre del telefonillo del portal, por lo que lanzó una maldición. Se dirigió a la entrada del pisó y vio en la pantalla la figura de un hombre. Andrei tomó el auricular. 

-   ¿Quién diablos es? 

-   Soy yo, Arnauld -dijo el hombre poniendo una especie de carnet identificador ante la cámara, como hacía siempre. 

-   ¿No te parece un poco pronto para una visita? -espetó Andrei. 

-   ¡Oh, vamos! Hace fresco, Andrei -se quejó Arnauld-. ¿Vas a dejar a un viejo amigo en la calle, helándose? 

-   Sube -ordenó Andrei, apretando la tecla de apertura, lo que permitió entrar al hombre.

Andrei colgó el auricular y empezó a sopesar qué hacía en su casa Arnauld, pero intuía el porqué. Al final, Arnauld era policía y él estaba dejando varios muertos a su paso. Aunque no había forma de relacionarle con los muertos, había sido muy cuidadoso. Esperó junto a la puerta hasta que escuchó los golpes de los nudillos de Arnauld contra la puerta. Observó por la mirilla lo que había en el pasillo, iluminado por las luces de este. Arnauld estaba solo, como tenía que ser. Abrió despacio la puerta y vio al policía, al que antiguamente había sido militar. 

-   Eres muy frío recibiendo a los amigos -se quejó Arnauld, que era alto, algo fornido, con el pelo negro, llevaba barba poblada y bigote-. ¿No huele a quemado? 

-   ¡Mierda! ¡Entra de una maldita vez, coño! -espetó Andrei, recordando lo que tenía en la cocina.

Arnauld entró y Andrei cerró la puerta según estuvo dentro, echando el pestillo. Algo que pareció no pasar desapercibido a Arnauld, pero no dijo nada. Tras lo cual le adelantó y le hizo un gesto para que le siguiera, llevando al recién llegado hasta la cocina. 

-   Vaya te he pillado haciendo el desayuno, que suerte -murmuró Arnauld, relamiéndose-. Seguro que a un viejo amigo le invitas a tomar algo. 

-   ¡Vaya con las visitas! -se quejó Andei, que le señaló una silla y añadió-. Pilla lo que quieras. ¿Café? 

-   Sí, gracias -asintió Arnauld, sentándose en la silla. Andrei le sirvió algo de revuelto y un par de salchichas. 

-   ¿Estoy seguro que no estás aquí únicamente de visita? ¿Ni para comerte mi desayuno, Arnauld? 

-   ¿Te acuerdas de Télabit? -soltó de improviso Arnauld. 

-   ¿Télabit? ¿Télabit? No me suena de nada ese nombre -negó Andrei, tras hacer que pensaba un poco. 

-   Vaya, yo pensaba que tú eras el de mejor memoria de los dos -indicó Arnauld-. Era una aldea al norte de Malí. Solo había pobreza y muerte. Pero también tenían un jefe guerrero que estaba molestando a los intereses del gobierno de Malí y al nuestro. Había impuesto una guerra contra el gobierno local. Recuerdo que era un sádico, muy sanguinario, muy miserable. Recuerdo que cuando entramos en esa aldea tú y tus compañeros ya habíais limpiado de milicianos la aldea. Pero a parte de unos pocos civiles supervivientes, encontrasteis también el horror que había perpetrado. ¿No te acuerdas? 

-   Al contrario que tú, siempre he intentado dejar atrás lo que vi en Malí y en los otros lugares que me llevó la defensa del país -dijo Andrei-. No recuerdo ese lugar, Télabit, ni al jefe tribal ni los horrores que aseguras que hacía. Y además espero que tu visita no sea para recordar viejos tiempos que ya no quiero recuperar. Me parece de mal gusto esta visita si solo es para agriarme la vida.

Arnauld se lo quedó mirando silencioso, intentando relucir que había en la mirada y los gestos de Andrei, porque estaba seguro que era una máscara. Desde que lo conoció años atrás, sabía que Andrei nunca revelaba sus verdaderos sentimientos, creando falsas imágenes de él mismo. Andrei era muy hábil escondiendo lo que sentía y pensaba.

A su vez Andrei sí que recordaba perfectamente Télabit, lo que Arnauld y el resto vieron no era si la punta del iceberg que ellos, su equipo habían visto durante la noche que se introdujeron en la aldea fantasma. Ellos enterraron los cuerpos ultrajados, reventados con granadas de mano, dejados a la intemperie para que las moscas y las alimañas se dieran un festín. Arnauld no podría dormir si hubiera visto los cuerpecillos de los niños pequeños, a los que habían amputado los miembros salvajemente y posiblemente vivos. La crueldad del jefe tribal había sido superflua. Con ganas, Andrei le mató hace mucho. Aunque para los mandos seguía huido.

Aguas patrias (51)

Los días siguientes, mientras se dirigían de regreso a Santiago, alejándose de las posesiones de Inglaterra, regresando a las aguas pertenecientes a la corona española, la escuadra no encontró nada más que buen tiempo y vientos favorables, que hacían moverse con agilidad, incluso a los pesados galeones. Por las mediciones que tomaba Eugenio todos los días, iban dando que hacían un buen avance.

Además todos los días se trasladaba al Vera Cruz durante un par de horas para informar del estado de la flota a don Rafael. Este escuchaba con avidez, lo que indicaba que estaba harto de permanecer en su coy, en su camarote. Pero parecía que no quería importunar a don Montoya, el cirujano. El médico le había ordenado que reposara y muy a su pesar, lo estaba cumpliendo a rajatabla.

Uno de los primeros informes, el de los prisioneros que habían descubierto, tanto las que ya llevaba como prisioneros en la Sirena, que el contramaestre había capturado a bordo de la Lady of the South, cómo los capturados entre los asaltantes del Vera Cruz, le había agriado el carácter a don Rafael. Claramente era de los que odiaban a los traidores, y sobre todo a los que para evitar ser detenidos, se habían comportado como locos asesinos. Esperaba estar recuperado para sentarse como juez en el consejo de guerra que ya estaba previendo que se formaría en Santiago. Con Eugenio, con Jose Manuel y si el capitán Trinquez les estaba esperando en la bahía, eran más que suficientes para la labor, junto al gobernador. Aunque lo más seguro que pronto habría un capitán más, ya que la fragata Diane la compraría la armada por orden del gobernador. Era una buena fragata y artillaba unos cañones pesados. Las andanadas eran poderosas, o eso aseguraba don Rafael, ya que las había sentido con creces.

Después le había hablado por encima del informe que le iba a presentar al gobernador sobre sus andanzas en Antigua. Los nombres de los barcos capturados, porque los galeones ya los conocían. Eugenio habló de cada nave con sinceridad y que tanto el Windsor, como la Lady of South serían unas buenas adquisiciones para la escuadra. El primero como barco de apoyo y vigía. Era un cuter rápido y con mucha maniobrabilidad. La corbeta era muy náutica y gracias a su tamaño ideal como barco de apoyo o escolta. Don Rafael tomó nota de cada palabra de Eugenio, ya que le tenía por un hombre cabal.

El resto de los días Eugenio se encargó de escribir los informes de lo ocurrido en el Vera Cruz durante el combate. Don Rafael, que aún no podía escribir, y temiendo estar cada día más cerca de Santiago, le dictaba a Eugenio. De esa forma, Eugenio se enteró que iba a proponer a Heredia para el ascenso a capitán. La Diane podría ser demasiado para él, pero estaba seguro que alguna de las corbetas. Era una gran gratificación por parte de don Rafael, aunque la verdad que el teniente había defendido la proa del Vera Cruz y tenía unas buenas heridas que lo demostraban.

Estaban en una de esas charlas, cuando golpearon en la puerta del camarote. Hasta que don Rafael no lo permitió, no entró el teniente Heredia. 

-   Capitán, se ha avistado un navío en la lejanía, delante de nosotros, aunque con un rumbo que le acerca a la costa de La Española -anunció Marcos. 

-   ¡Hum! Es el primer barco que vemos desde hace días -indicó don Rafael-. Ya creía que los barcos se habían escondido en estas aguas. Las noticias de lo ocurrido en Antigua y el combate del Vera Cruz contra tres ingleses, de los que solo ha regresado uno, les estará haciendo ser cuidadosos, sobre todo con la flota en el asedio de Cartagena. Teniente, ordene a la flota que se escore un poco, nos aproximaremos poco a poco. 

-   Sí capitán -asintió Marcos antes de irse.

Los capitanes esperaron a que el teniente se marchase antes de expresar sus ideas. 

-   Me temo, capitán, que lo más seguro es que sea uno de nuestros mercantes -señaló don Rafael-. Si yo fuera los ingleses, no me aventuraría por estas aguas en solitario. No cuando la flota de Vernon está en Cartagena y solo quedan barcos menores. La perdida de la Syren y luego de la Diane les hará ser más cautelosos. 

-   Bueno, si es uno de los nuestros, cuando nos vea, o sale corriendo o nos pide un hueco en la escuadra -indicó Eugenio. 

-   Lo más seguro sea lo segundo -se rió don Rafael-. Al fin y al cabo somos una escuadra pesada. Pues los galeones, aun mercantes, parecen navíos. Y los bergantines eran corsarios. Damos seguridad.

Eugenio siguió ayudando a don Rafael hasta que este quiso descansar, lo que aprovechó Eugenio para regresar a la Sirena, ya que debía asumir el mando de la escuadra desde allí. Incluso, don Rafael le había ordenado hacerse con los gallardetes de mando de la escuadra que antes se observaban en los mástiles del Vera cruz.

martes, 24 de agosto de 2021

Lágrimas de hollín (93)

El hombre se acercó a Shonet y le agarró del brazo. 

-   ¡Habéis perdido la razón! ¿Qué hacéis? No seáis loco, hay que salir de aquí -advirtió el hombre-. Esa máscara de oro no os librará de la muerte y vuestro apellido tampoco. Robarle a los imperiales es firmar una pena de muerte. 

-   Nuestros hombres los acabarán -aseguró Shonet. 

-   ¿Pero qué decís? Esos hombres son unos buenos para nada. Van a caer rápido ante los milicianos -espetó sorprendido el hombre-. Yo me voy. Vos haced lo que queráis, pero ya os he advertido de lo que va a pasar.

Shonet miró al hombre y luego a sus hombres, que sí habían ganado unos pasos al pillar por sorpresa a los soldados, ahora comenzaban a recular. No eran los guerreros que se había supuesto. Vio la realidad de lo que le advertía el hombre y se dio la vuelta, siguiendo a su hombre, dejando al resto a su suerte.

El hombre era mejor corredor que Shonet, pero el noble no se quedó muy lejos de él. Cuando llegaron al carro, se subieron en el pescante, arrearon a los caballos y salieron por las puertas que tenían abiertas. Shonet, echó por encima de los arcones una lona que tenía preparada. Por detrás pudo ver cómo los soldados de la milicia llegaron hasta donde habían quedado varios arcones sin subir al carro. Cuando se habían alejado suficiente, se quitó la máscara dorada. 

-   Esta vez parece que sí ha salido bien el negocio, vamos a mi almacén, el otro carro ya debe haber llegado -ordenó Shonet, recuperando el aliento y sonriendo.

El hombre le miró, solo asintió con la cabeza y movió las riendas para que el tiro aumentase el ritmo, alejándose del almacén y los milicianos. Su jefe se había salvado por un pelo, pero él no le hubiera esperado.


En el almacén, Armhus observaba con cara desolada los arcones que habían quedado. Dhevelian y Malven estaban junto a él. Los soldados se habían desplegado para buscar a los ladrones que se habían desbandado tras su carga inicial. Sin duda creían que eran mejores, pero al ver que su líder había huido, ellos también habían perdido las ganas de luchar. 

-   ¿Qué había de importante en estos arcones, Armhus? -preguntó Dhevelian, serio. 

-   Algo muy importante para todos -murmuró Armhus, mirando con ojos desorbitados-. Pero este no es el lugar para hablar de ello. 

-   Yo me temo que ya no soy de más ayuda aquí, señores -habló Malven-. Más allá de informaros de lo que iba a pasar, si ya ha ocurrido, yo no puedo ayudar al señor de Mendhezan. 

-   Vuestra información era importante, aunque he sido un necio en no escucharos antes, señor Malven -indicó Armhus-. Os estaré en deuda por esto, aunque creáis que habéis fallado, pues aún hay ladrones que apresar y ellos nos llevarán a sus amigos. Sabremos quién está detrás de esto y le cogeremos. os lo agradezco con creces. 

-   Y yo también, señor Malven -afirmó a su vez Dhevelian.

Malven se despidió y se marchó por donde había venido, acompañado por sus propios escoltas que se habían unido a la pelea. 

-   Llevad estos arcones a la cámara -ordenó Armhus a sus hombres-. Ojalá todos los jóvenes fueran tan honorables como ese Malven. Mi hijo es un cabeza loca, no merece ser mi sucesor. No sé en que falle. Seguidme Dhevelian y os contaré de que va todo esto. 

-   Ojalá todos fueran tan buenos ciudadanos como ese Malven -aventuró a decir Dhevelian, aunque él estaba seguro que el joven no era tan bueno como había querido aparentar. Se olía que había algo que escondía. Al final todos lo hacían, incluso él.

Dhevelian y Armhus siguieron a los que cargaban con los arcones, que parecían pesados hasta una habitación con una única puerta. No tenía ventanas y sus muros eran gruesos. Dhevelian supuso que era la cámara fuerte de Armhus, donde se guardaba lo más importante o las riquezas. El anciano noble pidió que les trajesen algo de beber, alguna cosa de la que guardaban en sus almacenes. Armhus negociaba con todo tipo de mercancía, pero en ese almacén guardaba parte de sus pertenencias propias, aquéllas que era peligroso tener en su casa. Dhevelian no pudo evitar poner una mueca de asombro al ver tanto dorado y precioso junto. Armhus se rió al ver los ojos codiciosos del Alto Magistrado, al final incluso los funcionarios asimilados a la burocracia imperial, por muy nativos que fuesen se habían contaminado con las malas artes de sus superiores.

El dilema (90)

Alvho se vistió a toda prisa, y empezó a rebuscar todo lo que le fuera útil en la alcoba de Ireanna. Como ya había supuesto no había ninguna ropa que le permitiera disfrazarse de druida por ninguna parte. Pero a cambio encontró un librito de recetas en la mesa de alquimia, así como un frasquito de placer blanco, que parece que se debía a que era un polvillo blanco. Se lo guardó todo entre sus ropas. Ahora debía encontrar las prendas que buscaba.

Regresó a la puerta, abrió el cerrojo y la puerta. Para su sorpresa se encontró al druida de antes. Alvho se preguntó si le estaba esperando. El joven tenía una mueca de sorpresa o de emoción, no estaba seguro Alvho. Así que le hizo pasar. 

-   Cuando quiera le acompaño fuera, señor -musitó el joven, mirando a todas partes, nervioso, como si no debiese estar ahí, pero a la vez con unos ojos llenos de curiosidad. 

-   Pronto. Debo recoger unos libros. La dama duerme -dijo Alvho señalando hacia el dormitorio.

Alvho comprobó como los ojos del joven se movieron siguiendo su dedo y se perdieron hacia lo que había más allá del arco, en ese momento iluminado y en el que se podía ver el torso del cuerpo de Ireanna. 

-   Podemos ser lo ruidosos que queramos, la dama ha tomado un fármaco para dormir -informó Alvho, haciendo que se encargaba de recoger los papeles de la mesa-. Ordhin podría desatar una tempestad y ella no lo notaría. Incluso la podéis tocar que no se quejara. Es una droga muy potente. 

-   ¿A sí? -inquirió el joven, que al ver que Alvho le daba la espalda, le venció la curiosidad y un sentimiento más pecaminoso, la lujuria.

El joven, llevado por sus propios deseos carnales, que le alejaban de la pureza que supuestamente le predicaba Ulmay, se liberó de su ropa, entre ellas su túnica de druida, y desnudo como había nacido se tumbó en la cama, aproximándose al cuerpo de Ireanna. Como si esperase que un demonio apareciera de la nada, se movió sigilosamente, hasta pegar su cuerpo con el de la mujer y sus manos acariciaron la piel, tibia. El joven parecía estar deleitándose con el premio que el azar le había otorgado esa noche. Pero pronto, tras manosear el cuerpo por un rato, se dio cuenta que algo estaba mal. 

-   La señora… la señora… está muerta -musitó el joven, alejándose del cuerpo, como si fuera un objeto maldito. 

-   ¡Hum! Eso parece, amigo -dijo Alvho, que se había puesto la túnica del joven, y no le quedaba demasiado mal-. Sois un pecador miserable, no merecéis la fe que os ha otorgado el gran Ulmay. 

-   Yo... yo… -intentó hablar el joven, pero el miedo lo embargaba.

Alvho lo noqueó antes de que intentase hacer nada. No quería dormir con Ireanna, pues ahora podría. Siempre le había gustado hacer que los jóvenes consiguieran sus metas o sus deseos más inconfesables.

Empezó a apagar todas las velas que estaban encendidas y se marchó de la habitación de Ireanna. Con su disfraz, se dirigió a cumplir con la misión que se había propuesto. Pero había cambiado de forma de lograrla. Originalmente iba a usar sus propias armas, pero el placer blanco era algo más interesante, sobre todo al ser incurable, lo que quería decir que no existía antídoto que lo pudiera contrarrestar. Eso era lo que Alvho buscaba. Además seguramente ningún catador o hombre de salud podría darse cuenta de que alguien que había recibido su dosis, en verdad hubiera sido envenenado.

Con su disfraz pudo recorrer los pasillos sin que ni guardias o criados le importunasen. Eso quería decir que los druidas de Ulmay eran intocables. Paró a un criado para preguntarle la localización de su presa. El criado, entre hipidos de miedo le indicó cómo llegar hasta él. Parecía que la oración había durado más tiempo del deseado y ahora estaba cenando algo solo, en sus dependencias. Alvho se dirigió con paso firme a llevar a cabo la venganza que Selvho le había pedido, la misma que otros habrían lanzado entre dientes al morir. Pero debía ser rápido, ya que quería dormir algo antes de la batalla del día siguiente.

Como si fuera una sombra, la figura de Alvho se desvaneció al dar sus siguientes pasos. Como si nunca hubiera estado ahí.

sábado, 21 de agosto de 2021

El reverso de la verdad (40)

Las gotas de agua le golpeaban en la cabeza, ni ardiendo ni heladas, siendo lo que más necesitaba Andrei. Una buena ducha, aunque era muy tarde, pasada la medianoche, pero seguía siendo lo que el cuerpo de Andrei requería. Los fantasmas de Andrei siempre regresaban cuando se relajaba. Durante muchos años, antes de conocer a Sarah eran los de los que se había encontrado en sus misiones en el extranjero, sobre todo en Malí. Allí había aprendido mucho y se había forjado su personalidad, pero esta era muy diferente a la que había adoptado con Sarah.

Mientras sus músculos perdían el cansancio gracias al agua relajante, empezó a pensar en que tal vez nunca había sido totalmente sincero con Sarah. Jamás le había revelado el ser que fue en el ejército, tal vez por el miedo que le daba que su Sarah supiese que había sido una persona cruel, sin piedad ni remordimientos. Pues a día de hoy no se veía como culpable de nada de lo que hicieron él y sus compañeros. Lo hacían por el mundo libre. Bueno, realmente eso era una patraña que soltaban las bocas de los políticos para razonar con la oposición, los otros políticos, la prensa y la sociedad sus acciones en el extranjero. Andrei y aquellos a los que consideraba sus compañeros de armas habían luchado por oleoductos, minas, y factorías. Elementos que darían poder y riqueza a su país, pero que los ciudadanos, hipócritas normalmente, se rasgaban sus vestiduras alegando la maldad de los soldados, eso sí sin renunciar ni a uno solo de sus lujos y libertades. Andrei ya no veía ni leía las noticias, ya que le entristecía ver lo mentirosos que eran los periodistas, la punta de lanza de la moralidad de la falsa ciudadanía.

Pero el no haber sido capaz de mostrarle el verdadero Andrei a Sarah era una de las cosas que más le reconcomía. Ella se había enamorado de un sucedáneo de su verdadero ser, un hombre, un ciudadano modesto y neutro, pero que poco representaba al Andrei soldado. Una máscara que ahora creía tener clavada en su cara y que le desgarraba la piel cada vez que intentaba tocarla.

Cuando cerró el grifo y las últimas gotas de agua resbalaban por su cuerpo en su camino al plato, quedándose algunas rezagadas en los pliegues que formaban sus antiguas cicatrices de guerra, cuyas causas había mentido a Sarah, que pensaba que era más por una adolescencia alocada y falta de temor por parte de Andrei, se marcharon sus pensamientos nefastos.

Se atusó varias veces el pelo con las manos, para llevar el agua a su nuca y se acarició con fuerza por todo el cuerpo, para librarse de las gotas superfluas. Cuando abrió la cortina, tomó la toalla que había dejado en una esquina y se secó la humedad restante. Cuando hubo terminado se miró en el espejo y descubrió que tenía ojeras, así como una barba incipiente. Por un segundo estuvo tentado de afeitarse pero recordó que ya no eran horas. Se puso la toalla en la cintura, para tapar sus vergüenzas, recordando que había alguien más en la casa. Si estuviera solo o con Sarah, no hubiera dudado en salir desnudo, pero con invitados no eran formas.

Justo cuando abrió la puerta se encontró con Helene, que parecía estar esperando algo y no pudo evitar poner una mueca de sorpresa y tal vez, interés, al verle salir solo con una toalla. 

-   Ya tienes el baño libre, si lo necesitas -dijo Andrei, rompiendo el silencio incómodo que se había establecido. 

-   Gracias -murmuró Helene, que parecía aún molesta con él. 

-   Me voy a la cama, es muy tarde -indicó Andrei, poniendo espacio entre ella y él. Dirigiéndose a su cuarto.

Se marchó tan rápido que no escuchó si la muchacha se metió o no en el baño. Andrei se dirigió a su cuarto y cerró la puerta. Por un momento dudó si poner una silla contra la puerta, pero al final lo vio innecesario. A fin de cuentas Helene no era una asesina despiadada ni se la podía imaginar así. Aunque era de armas tomar. Sarah se habría hecho amiga de Helene si la hubiese conocido antes. Ambas mujeres eran parecidas, solo que Sarah conoció una falsa imagen de él y Helene le estaba conociendo en su verdadera esencia.

Al final el sueño pudo con sus ganas de pensar. Se puso los pantalones del pijama, retiró la colcha y se dejó caer en la cama. Se durmió enseguida, como un tronco. Hacía tiempo que no había dormido lo suficiente.

Aguas patrias (50)

Una vez que Eugenio llegó a la cubierta se encontró con el teniente Romero, que parecía estar nervioso. Junto a él había un marinero, que Eugenio reconoció como uno de los más mayores del Vera Cruz, un marinero de primera, antiguo gaviero, que ahora se lucía en el timón del navío. 

-   Capitán, creo que tenemos un problema -señaló el teniente Romero. 

-   ¿Qué ocurre, teniente? 

-   Está conmigo el señor Martínez, marinero de primera del Vera Cruz -señaló el teniente Romero al marinero. 

-   La labor del señor Martínez en el timón del Vera Cruz es muy valorada por el capitán -aseguró Eugenio, para hacer ver a Romero que sabía quién era el marinero que estaba con él. Pues al fin y al cabo, un capitán debía conocer los nombres de todos o casi todos los miembros de su tripulación-. Así que si es tan amable de contarme lo que pasa. 

-   He reconocido a varios de los prisioneros ingleses -informó Martínez, saltando al teniente, que no le gusto ese hecho. 

-   Bueno la verdad es que… -intentó reconducir el teniente Romero la conversación entre oficiales, pero ya era tarde. 

-   ¿Como que ha reconocido a los prisioneros ingleses? -le cortó Eugenio al teniente, mirando directamente a Martínez. 

-   Es que no son ingleses, sino españoles, antiguos miembros de tripulación -se explicó Martínez.

Y ese era el problema. Lo más seguro es que el marinero había sido pillado por Romero hablando con alguno de los prisioneros. El marinero no había querido mentir al teniente, pero tampoco delatar a sus conocidos. El teniente en cambio, no había dejado pasar la ocasión de conseguir un poco de mérito. No le había sido suficiente la lucha contra los ingleses. Y ahora el problema estaba sobre su mesa. Un oficial le había avisado de lo que había, ya solo podían seguir hacia delante. Los tenía que detener y poner grilletes. En Santiago se podrían defender. Pero el veredicto del juicio iba a ser claro, los colgarían por desertores y traidores. Ni los ingleses ni ellos toleraban a los desertores. 

-   Señor Romero, ¿los tiene identificados a todos? -inquirió Eugenio. 

-   Sí, capitán. 

-   Pues póngales grilletes y que los trasladen a la Sirena -ordenó Eugenio. 

-   Ya tienen grilletes, señor -indicó el teniente. 

-   ¿Como? 

-   Eran los que no se querían rendir, señor -informó el teniente. 

-   Está bien, teniente, si falta alguno de engrilletar hágalo, sino llévelos a todos a la Sirena -volvió a mandar Eugenio-. En Santiago darán cuenta de ellos. 

-   Sí, capitán.

Eugenio se quedó mirando como el teniente y el viejo marinero se marcharon. Debía haber sido duro a Martínez señalar a individuos que tal vez fueron sus amigos. Pero si no hubiera sido por el teniente y por la circunstancia de la forma en las que les habían tenido que hacer que dejasen de luchar, le habría dado un poco más de lastima. En la batalla habían matado a sus antiguos compañeros, su sentencia era justa y clara. Además ahora era un capitán, ya no estaba en el mismo lugar que los antiguos compañeros de rancho, incluso era más o por lo menos tenía que aparentar más que los tenientes. Pero aún le pesaba que no hacía demasiado que había dejado el grado de teniente, todavía pecaba de los pesares de los oficiales. Cuando se volviera a reunir con don Rafael le tendría que hablar de los marineros capturados.

Estaba mirando como los marineros de los grilletes eran llevados hasta la borda y descendían a los botes que les llevarían a la Sirena, cuando se acercó el teniente Heredia. 

-   Terrible estampa, señor -murmuró Marcos, señalando con los ojos a los prisioneros. 

-   Puede ser, teniente -afirmó Eugenio, intentando parecer lo más neutro posible, ya que había marineros cerca. Le hubiera gustado sincerarse con su antiguo compañero de camareta, pero ya no podía-. En Santiago se ocuparán de ellos. 

-   Siempre que haya capitanes suficientes -asintió Marcos, un poco molesto por las formas de Eugenio, quien hasta hace poco había sido un amigo y un compañero de andanzas.

Eugenio se quedó pensativo, ya que el teniente Heredia tenía demasiada razón. El gobernador llamaría a los capitanes del puerto a formar el consejo de jueces que él mismo dirigiría. Si don Rafael seguía herido y no se podía mover, y no había demasiados barcos en la bahía, pues tal vez no pudieran llevar a cabo el juicio, y entonces tendrían que ser invitados de la cárcel militar de Santiago, un lugar mucho peor que donde iban a viajar dentro de la Sirena.