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sábado, 21 de agosto de 2021

Aguas patrias (50)

Una vez que Eugenio llegó a la cubierta se encontró con el teniente Romero, que parecía estar nervioso. Junto a él había un marinero, que Eugenio reconoció como uno de los más mayores del Vera Cruz, un marinero de primera, antiguo gaviero, que ahora se lucía en el timón del navío. 

-   Capitán, creo que tenemos un problema -señaló el teniente Romero. 

-   ¿Qué ocurre, teniente? 

-   Está conmigo el señor Martínez, marinero de primera del Vera Cruz -señaló el teniente Romero al marinero. 

-   La labor del señor Martínez en el timón del Vera Cruz es muy valorada por el capitán -aseguró Eugenio, para hacer ver a Romero que sabía quién era el marinero que estaba con él. Pues al fin y al cabo, un capitán debía conocer los nombres de todos o casi todos los miembros de su tripulación-. Así que si es tan amable de contarme lo que pasa. 

-   He reconocido a varios de los prisioneros ingleses -informó Martínez, saltando al teniente, que no le gusto ese hecho. 

-   Bueno la verdad es que… -intentó reconducir el teniente Romero la conversación entre oficiales, pero ya era tarde. 

-   ¿Como que ha reconocido a los prisioneros ingleses? -le cortó Eugenio al teniente, mirando directamente a Martínez. 

-   Es que no son ingleses, sino españoles, antiguos miembros de tripulación -se explicó Martínez.

Y ese era el problema. Lo más seguro es que el marinero había sido pillado por Romero hablando con alguno de los prisioneros. El marinero no había querido mentir al teniente, pero tampoco delatar a sus conocidos. El teniente en cambio, no había dejado pasar la ocasión de conseguir un poco de mérito. No le había sido suficiente la lucha contra los ingleses. Y ahora el problema estaba sobre su mesa. Un oficial le había avisado de lo que había, ya solo podían seguir hacia delante. Los tenía que detener y poner grilletes. En Santiago se podrían defender. Pero el veredicto del juicio iba a ser claro, los colgarían por desertores y traidores. Ni los ingleses ni ellos toleraban a los desertores. 

-   Señor Romero, ¿los tiene identificados a todos? -inquirió Eugenio. 

-   Sí, capitán. 

-   Pues póngales grilletes y que los trasladen a la Sirena -ordenó Eugenio. 

-   Ya tienen grilletes, señor -indicó el teniente. 

-   ¿Como? 

-   Eran los que no se querían rendir, señor -informó el teniente. 

-   Está bien, teniente, si falta alguno de engrilletar hágalo, sino llévelos a todos a la Sirena -volvió a mandar Eugenio-. En Santiago darán cuenta de ellos. 

-   Sí, capitán.

Eugenio se quedó mirando como el teniente y el viejo marinero se marcharon. Debía haber sido duro a Martínez señalar a individuos que tal vez fueron sus amigos. Pero si no hubiera sido por el teniente y por la circunstancia de la forma en las que les habían tenido que hacer que dejasen de luchar, le habría dado un poco más de lastima. En la batalla habían matado a sus antiguos compañeros, su sentencia era justa y clara. Además ahora era un capitán, ya no estaba en el mismo lugar que los antiguos compañeros de rancho, incluso era más o por lo menos tenía que aparentar más que los tenientes. Pero aún le pesaba que no hacía demasiado que había dejado el grado de teniente, todavía pecaba de los pesares de los oficiales. Cuando se volviera a reunir con don Rafael le tendría que hablar de los marineros capturados.

Estaba mirando como los marineros de los grilletes eran llevados hasta la borda y descendían a los botes que les llevarían a la Sirena, cuando se acercó el teniente Heredia. 

-   Terrible estampa, señor -murmuró Marcos, señalando con los ojos a los prisioneros. 

-   Puede ser, teniente -afirmó Eugenio, intentando parecer lo más neutro posible, ya que había marineros cerca. Le hubiera gustado sincerarse con su antiguo compañero de camareta, pero ya no podía-. En Santiago se ocuparán de ellos. 

-   Siempre que haya capitanes suficientes -asintió Marcos, un poco molesto por las formas de Eugenio, quien hasta hace poco había sido un amigo y un compañero de andanzas.

Eugenio se quedó pensativo, ya que el teniente Heredia tenía demasiada razón. El gobernador llamaría a los capitanes del puerto a formar el consejo de jueces que él mismo dirigiría. Si don Rafael seguía herido y no se podía mover, y no había demasiados barcos en la bahía, pues tal vez no pudieran llevar a cabo el juicio, y entonces tendrían que ser invitados de la cárcel militar de Santiago, un lugar mucho peor que donde iban a viajar dentro de la Sirena.

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