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sábado, 7 de agosto de 2021

Aguas patrias (48)

Las horas siguientes a hacerse con el Vera Cruz y hacer que los supervivientes ingleses se rindiesen fueron muy laboriosas. El capitán Menendez se había presentado en el navío, por orden de Eugenio, junto con una treintena de hombres, para que se encargaran de los prisioneros ingleses. Los marineros que no estaban heridos del Vera Cruz, que no eran demasiados, junto con los que pudieron prescindir de la Sirena se afanaban en poner el barco en condiciones para navegar. La tripulación tenía varias misiones primordiales. Una era arreglar los desperfectos que hubiese por debajo de la línea de flotación. El jefe de carpinteros entregó un par de informes bastante favorables sobre la situación y el resto lo añadió el teniente Heredia. El resto se encargaron de llenar de trapo la arboladura, a la vez que manejaban el navío. Fueron unas horas decisivas, pero al final, el Vera Cruz ocupó su posición en la escuadra, justo detrás de la Sirena y delante del primer galeón. Cuando entró en la línea, desde el resto de embarcaciones se lanzaron vivas.

De las dos embarcaciones inglesas, la corbeta no hubo forma de salvarla. El Vera Cruz la había dañado con creces y la escuadra de mercantes la había rematado. El teniente Sánchez con una cuadrilla había rescatado todo lo que parecía útil. Sacaron los palos que estaban mejor, toneles de pólvora seca, alguna provisión sobre todo barriles de licor, botellas de vino y cerveza, fruta fresca y animales vivos. También se hicieron con las cosas de valor de los marineros ingleses. Eugenio sabía que era pillaje, pero sabía que todo iría al fondo de viudas del Vera Cruz. Monedas, broches, e incluso algunas joyas. Era curioso lo que podían llevar los marineros en sus petates. La ropa y los uniformes se desecharon. Tela había mucha. Aunque la mayoría de los uniformes habían sido despojados de todo lo brillante, el oro era oro al fin y al cabo. El teniente Sánchez también llegó con los papeles del capitán de la corbeta, unos datos muy importantes para el grupo de inteligencia del gobernador de Santiago.

Los cabos que sujetaban la corbeta al Vera Cruz se cortaron y la nave se fue separando ligeramente, mientras se iba sumergiendo en las aguas color turquesa de esa zona. En silencio, casi sin que nadie se fijase, se hundió, camino del fondo del mar.

Sobre los muertos ingleses no hubo cuartel, aunque un oficial inglés se quejaba. No podían mantenerlos en las cubiertas, a la espera de una ceremonia. Solo las palabras del padre Salas, un sacerdote que viajaba siempre con don Rafael, era lo que se escuchaba antes de que los marineros que dirigía el teniente Romero lanzase un nuevo cuerpo a las aguas.

Eugenio, tras estar todo el rato en el alcázar, cuando vio que unos marineros traían los sacos con los libros de las presas, los interceptó y se hizo con ellos. Hizo llamar al teniente Heredia, que había estado descansando, mientras el cirujano le revisaba los vendajes. Eugenio le devolvió el mando del Vera Cruz, ya que al final Heredia era el primer teniente. Con los libros ingleses se dirigió al camarote del capitán. Allí le tenía que estar esperando don Rafael. 

-   Capitán Casas, este maldito matasanos no me deja hacer nada -se quejó don Rafael, señalando al cirujano que miró hacia arriba frunciendo el ceño-. Oigo ruido de gente trabajando, moviéndose por mi barco y yo aquí descansando como una mujer. 

-   Si lo que queréis es que se os abran todas las heridas, por mi bien -aseguró el cirujano, simulando un deje de ira-. Pero si es el caso, no vengáis de nuevo a mi. Que sean los marineros, o el capitán Casas quien os cosa. Pero cuando vean las heridas y os pregunten qué cirujano os ha cosido como a un calcetín, no digáis que yo. 

-   El comodoro no se moverá de aquí, para eso estoy yo -afirmó Eugenio, intentando parecer que iba a ser capaz de mantener al capitán en su camarote. Por ello levantó los sacos-. Además le he traído libros para leer. 

-   Eso está bien -asintió el cirujano-. Los dejo solos, capitanes.

El cirujano recogió sus útiles lo más rápido que pudo y se marchó del camarote de don Rafael. El comodoro permanecía recostado en su coy, aunque sin estar tumbado totalmente. Miró a Eugenio y luego a los libros de cuentas, diarios de capitán y libros de señales que Eugenio iba colocando cerca de su mano, para que los pudiera ojear si tenía ganas. 

-   ¿Cómo se llaman? -inquirió don Rafael. 

-   La corbeta se llamaba Arrow, pero no la hemos podido salvar, los cañones del Vera Cruz la habían destrozado. Hubiéramos trabajado para nada. Se ha salvado todo lo útil -señaló Eugenio-. La fragata es la Diane. No lo pone en los libros, pero por las formas me recuerda a la Nuestra Señora de Begoña. 

-   ¡Hum! Nuestra Señora de Begoña -repitió don Rafael, pensativo.

Los ojos de don Rafael se nublaron, como si intentase recordar algo sobre el nombre que le había dicho Eugenio.

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