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martes, 30 de marzo de 2021

El dilema (69)

Alvho había sido llevado ante la presencia del canciller Gherdhan, según él y su grupo había alcanzado la fortaleza. No se habían detenido a ver los cambios, pero eran importantes. Los centinelas habían hecho que Alvho les acompañase, mientras que Aibber y el resto habían seguido hacia los establos.

El canciller tenía sus aposentos en el castillo del puente, que para sorpresa de Alvho estaba casi totalmente terminado. Este castillo estaba formado por dos inmensas torres que las separaba un gran arco de piedra. Pero a su vez habían sido rodeadas por unas murallas de piedra, de tres metros de altura, junto con otra puerta. En el interior, adosados a la parte interior de las murallas habían establos y cuarteles. Todo el castillo estaba guarnecido por la corte y la guardia del señor Dharkme, guerreros veteranos de su clan. 

-   Sois uno de los therk del tharn Asbhul, o eso le has dicho a los centinelas de las puertas exteriores -dijo un hombre que por los rasgos le parecieron los del canciller, aunque él nunca le había visto en persona-. Aunque también podrías ser un desertor que no quiere luchar. 

-   Mi señor Gherdhan, me envía el tharn Asbhul y me ha dado esto como prueba -Alvho le entregó el anillo que le había dado Asbhul. 

-   Esto es una prueba de peso, pues Asbhul nunca le entregaría este anillo a nadie -aseguró Gherdhan-. No se si lo sabes, pero es un recuerdo de su difunta madre. No se lo quita nunca. Si te lo ha dado es porque traes información importante. Dímela.

Alvho le comunicó lo que le había dicho Asbhul y cuál era la situación cuando se había puesto en marcha. La cara de Gherdhan se fue ensombreciendo con cada palabra que decía Alvho. 

-   ¡Maldito sea Ulmay! -maldijó Gherdhan-. Ese maldito druida le ha llenado de mentiras la cabeza a nuestro señor. Ahora le tiene rezando en la capilla que ha montado en la otra torre. Cuando llegó el mensajero de Asbhul empecé a poner a los hombres en pie de guerra. Pero cuando llegó Ulmay aseguró que Asbhul exageraba y que le había afectado el mismo mal que al tharn Aurnne. 

-   Mi señor, ¿qué ocurriría con la línea de mando si el señor Dharkme está rezando y no le han podido llegar las malas noticias? -inquirió Alvho, haciéndose el inocente. 

-   ¿A qué te refieres exactamente? 

-   Por lo que he oído por ahí, nuestro señor Dharkme es muy piadoso y no le gusta que le importunen cuando está implorando el perdón al gran Ordhin -indicó Alvho-. ¿Si un mensajero como yo no puedo molestarlo con las noticias, a quien debo molestar? 

-   ¡A mí, claramente! -exclamó Gherdhan-. Soy el canciller y además el señor Dharkme me ha puesto al mando de la defensa de la fortaleza. 

-   En ese caso, si la fortaleza está a punto de ser atacada, vos debéis preparar a la guarnición para defenderla, ¿no? -preguntó Alvho. 

-   Ya veo por donde quieres ir, entiendo -afirmó Gherdhan-. Ahora sé porque Asbhul te tenía en tan buena estima cuando hablamos antes de que os fuerais. Por lo visto Ulmay quería que te unieras a su cortejo, pero Asbhul no lo permitió. Ve a descansar con tu grupo, yo tengo mucho que hacer. Espero verte en las defensas, habrá que recibir a esos nómadas como se merecen. Vete ya.

Alvho hizo una reverencia y se marchó. Mientras se alejaba de allí, podía escuchar el vozarrón del canciller, dando órdenes. Abandonó el nuevo castillo y fue preguntando por el campamento, hasta que dio con sus hombres. Una vez allí, se dirigieron a la otra estructura que parecía terminada. La torre de vigilancia, que tenía ya su muralla propia. Por lo que había preguntado, allí se habían establecido los constructores, con el jefe de la obra, Dhalnnar a la cabeza. Esperaba que Dhalnnar les diese un buen recibimiento.

El resto de la obra estaba muy adelantada. La muralla exterior era gruesa y había alcanzado los tres metros de altura. Tenían torres que estaban inacabadas, pero que alcanzaban los cuatro metros. Además habían levantado una empalizada exterior, muy parecida a la que habían construido ellos, que había desaparecido toda, a excepción del foso, que aún estaba delante de la muralla de piedra. Sin duda ese foso era tan bueno, que Dhalnnar había decidido mantenerlo.

Lágrimas de hollín (72)

La sorpresa de Vlannar fue mayúscula cuando le llevaron hasta la forja de un herrero. El lugar estaba caldeado, por causa de los hornos, que eran alimentados sin cesar. Pudo ver que un hombre musculoso, con el torso desnudo golpeaba el metal al rojo que tenía sobre un yunque. El hombre le daba la espalda. Parecía que usaba un verdugo sobre la cabeza, por lo que Vlannar pensó que debía estar sudando la gota gorda. A cada martillazo saltaban chispas. Vlannar pensó que tipo de persona podía recibir a su prisionero en una forja. Gholma señaló un taburete y los hombres que le guiaban sentaron a Vlannar en él. Los dos hombres se marcharon y Gholma se quedó de pie tras él. 

-   Parece que el alto magistrado cree que puede mandar a sus asesinos a La Cresta sin que nadie le importe -dijo el herrero-. Pero a mi no me gusta, sobre todo cuando quiere deshacerse de uno de mis invitados. 

-   ¿Un invitado? -indicó Vlannar, haciéndose el sorprendido-. Creo que me habéis confundido con otra persona. 

-   Yo creo que no, Vlannar de Thury -negó el herrero-. Asesino y torturador imperial, una buena carta de presentación. No, sé muy bien quién sois y porque estáis aquí, Vlannar. El buen Dhevelian ha recibido algo que le ha obligado a mandaros ante mi. 

-   No sé quién es ese Vlannar de Thury del que hablais -rebatió Vlannar, haciéndose el ofendido-. Solo soy un… 

-   ¡Un mentiroso! -gritó el herrero dándose la vuelta y Vlannar pudo ver la máscara dorada en la cara.

Así que estaba ante el mismísimo Jockhel, de quien había escuchado tanto durante los últimos días en La Cresta. Al que llamaban el libertador, el unificador, el defensor del barrio. Y de la misma forma era quien estaba ahora manejando al viejo Inghalot. Cualquier hombre recibiendo ese tipo de torturas contaría cualquier cosa con tal de disminuir los golpes. Como torturador que era, sabía ver ese grado de desesperación en los ojos de sus clientes. 

-   Aunque la verdad, quien no es un poco mentiroso en esta vida -comentó Vlannar, que decidió que podría intentar sacarle información-. Vos mismo, que escondéis vuestro rostro bajo esa máscara de oro. Me pregunto si estoy ante el verdadero Jockhel o ante un herrero normal. No veo raro que pronto aparezca por detrás otro enmascarado. 

-   Dejate de adulaciones o circunloquios, Vlannar -ordenó Jockhel-. Solo hay una verdad. La carta que le envié yo a Dhevelian, haciéndome pasar por Inghalot le ha puesto nervioso. Tanto que te ha enviado a terminar con su relación con Inghalot. Su mejor hombre, el más dispuesto y más eficiente. Pero el pobre se ha dejado coger como un conejo por una comadreja. 

-   Pura suerte -se limitó a decir Vlannar sorprendido por las revelaciones que le estaba haciendo Jockhel. Le había dicho lo que él buscaba encontrar. Ese hombre le había dado algo que convertiría al alto magistrado en su enemigo más acérrimo. 

-   La suerte no existe, amigo -negó Jockhel-. Mis hombres te localizaron preguntando más de la cuenta, con una bolsa demasiado pesada y te hicieron seguir un camino de migas. Hasta que cerraron una trampa. El cazador cazado en su propio juego. A mi me parece sorprendente. 

-   A mi no -afirmó Vlannar-. ¿Y ahora que va a tocar? ¿Me voy a convertir en uno de tus invitados? ¿Querrás información de mi trabajo? ¿De mis pagadores? Pues ya te digo que hablaré menos de lo que le hayáis sacado a Inghalot. 

-   Yo no necesito hacerte hablar -rebatió Jockhel-. Ya me has dado lo que quería. Gholma, encargate de lo que te he dicho. 

-   Sí, mi señor -asintió el hombretón.

Vlannar fue levantado como si fuera un saco, con la fuerza del hombretón, que lanzó un potente silbido. Los dos guerreros de antes aparecieron y cogieron el cuerpo de Vlannar, llevándolo arrastras otra vez. Jockhel se giró y siguió golpeando el trozo de metal, como si nunca hubieran traído al asesino.


Un hombre golpeó la puerta de una gran vivienda en el barrio alto de la ciudad. Tras él había un burro. Tras unos minutos apareció un hombre de mediana edad, bien vestido. El hombre del burro le tendió una caja de madera noble, con pinturas nacaradas. Le dijo que era un presente de Vlannar de Thury para su señor. El hombre de la puerta, le pidió que esperase un momento, pues la caja era voluminosa y él no era muy fuerte. Otro criado más joven se hizo cargo de la bella caja. El hombre del burro, una vez entregada la mercancía se marchó de allí y los criados cerraron la puerta.

Los dos, se dirigieron al despacho de su señor, que a esas horas estaría aún mirando papeles. El de mediana edad golpeó la puerta del despacho y no entró hasta que le dieron el adelante. 

-   ¿Qué ocurre, Kharan? -preguntó Dhevelian. 

-   Un mensajero ha traído esta caja de parte del señor Vlannar de Thury -informó Kharan. 

-   Dejadla en la mesa y marcharos -ordenó Dhevelian, ansioso por ver que le había enviado Vlannar. Aunque por el tamaño de la caja, creía saber lo que podía ser. Vlannar era al fin y al cabo un noble imperial, y les gustaban estas presentaciones.

Los criados se marcharon y Dhevelian simuló que no le interesaba la caja. Pero cuando se fueron se levantó, giró alrededor de la mesa y abrió la caja. No fue una sorpresa ver dentro un tarro de cristal lleno de alcohol. Lo que sí que le dejó asombrado fue lo que flotaba en el alcohol. No era la cabeza de Inghalot, como él había supuesto, sino la de Vlannar. Sus ojos se posaron en una nota. La tomó con una mano temblorosa y leyó:

Mal jugado, viejo amigo. Esto es la guerra. Inghalot”

sábado, 27 de marzo de 2021

El reverso de la verdad (19)

Helene siguió a Andrei por una serie de callejones y pasadizos entre los edificios. Ella desconocía esa red de comunicaciones tras las casas, ya que nunca se había aventurado a esos lugares sombríos y asquerosos. Lo que desconocía era como Andrei parecía moverse por ellos como si fuesen su hogar. Igual el hombre tenía más de perro callejero que de informático. Si alguna vez se mostraba menos esquivo y grosero, tal vez le preguntase por ello. Al final salieron a una de las calles principales, pero lejos de su vivienda y para sorpresa de Helene, Andrei se puso a andar hacia el lado equivocado. 

-   Por aquí no se va a mi casa -indicó Helene, poniéndose a la altura de Andrei. 

-   Lo sé -se limitó a responder Andrei. 

-   Vamos en dirección opuesta -volvió a decir Helene, poniéndose nerviosa. 

-   Vamos a por mi coche. Una vez que pasemos por tu casa deberemos ser rápidos -señaló Andrei-. Tu escolta no va a querer perderte dos veces hoy. Vamos.

Helene se cayó y siguió en silencio a Andrei. Le llevó hasta un garaje público y allí para su sorpresa se encontró que Andrei tenía un Ford Focus. Para alguien que creía rico, un Focus era un automóvil bastante modesto, a su juicio. Una vez sentada cómodamente en el asiento del copiloto, descubrió que era un vehículo de alquiler. Andrei arrancó y se puso en camino a la vivienda de Helene. El tráfico era imposible a esa hora, aunque siempre lo era. En un semáforo se cruzó con un coche de cristales tintados que frenó en seco al cruzarse con ellos. Por el retrovisor, vio cómo luchaba con el tráfico para seguirlos. Entonces comprendió porque no había visto entrar a ningún matón o asesino en la cafetería. Tenían otra forma de seguir a Helene, lo que les hacía un enemigo más listo de lo que la chica parecía darse cuenta. Nunca se hubiese podido escapar de ellos.

Se aproximaron a la dirección de la chica, entrando en la avenida y consiguió encontrar un hueco de aparcamiento frente al portal de Helene, en una plaza de minusválidos. 

-   Te van a multar, no eres un minusválido -se burló Helene. 

-   ¿Tú crees? -comentó Andrei, al tiempo que sacaba del interior de sus chaqueta una cartulina azul plastificada, que Helene reconoció como una que le acreditaba como minusválido. Se fijó mejor y descubrió que ni la fotografía de carnet, ni la identificación coincidían con Andrei. Ponía Raphaël Pinaud-. Vamos no tenemos mucho tiempo.

Los dos cruzaron la acera y entraron en el portal. Helene fue esta vez la que guió a Andrei por el interior del edificio, aunque más por orgullo que por otra cosa. Se dirigieron hacia el ascensor. 

-   ¿Quién es Raphaël Pinaud? -preguntó Helene. 

-   Nadie, un señuelo -contestó Andrei, pero al ver que eso no iba a valer con Helene, añadió-. Los que te han puesto tras tus pasos ya conocen mi coche. Miraran la credencial y pensarán que ese es tu aliado. Se pondrán a buscar, pero perderán el tiempo. Esa identidad es tan falsa como la fotografía. Mejor que sigan esa pista falsa que a nosotros, ¿no crees? 

-   Sí, es posible -asintió Helene.

El ascensor les llevó hasta su planta y por el pasillo que Andrei había recorrido en la noche pasada, al piso. Helene abrió la puerta con cuidado y dejó que el hombre entrase primero. Como ya había vaticinado Andrei, no había nadie. Le pidió a ella que le llevase hasta los regalos de su esposa. Resultaron ser tres figuras de porcelana. Una era un gato negro, otra un conejo gris y la tercera un perro de manchas. Andrei las miró con detenimiento. 

-   Helene, toma aquellas cosas que necesites más que nada en el mundo. Solo lo que te quepa en una bolsa de viaje de mano -indicó Andrei-. No tenemos mucho tiempo. Y necesito otra bolsa vacía. Donde hay alguna. 

-   En ese armario -Helene señalaba un armario al final de la habitación. Andrei asintió y la chica se marchó, a empacar lo que necesitaba, que supuso que sería ropa.

Andrei descubrió varios bolsos de viaje. Tomó uno negro, de aspecto simple pero que soportaría el peso de lo que quería meter. Se iba a marchar cuando algo brillante le llamó la atención. Diseminado en el suelo había varios artículos de índole sexual, pero relacionados con la vida secreta de Helene. Eran unas orejitas de gato, unas manoplas que simulaban las garras, una cola, un juego de lencería muy ligero y una correa. Se rió de su hallazgo, pero como si no fuese capaz de resistirse recogió todos los juguetes y los metió en el bolso negro. Después se dirigió a la estantería donde estaban las tres figuras y las metió en el bolso. Ahora solo restaba esperar a Helene.

Para disgusto de Andrei, Helene tardó más de lo necesario para coger lo indispensable, pero pareció que lo que había elegido lo metió en una única maleta de mano, una con rueditas, pero pequeña. Ahora era hora de hacer que el perseguidor se convirtiera en presa.

Aguas patrias (29)

Antes de que el capitán Menendez se sincerara con Eugenio, este le volvió a reiterar su ofrecimiento a una bebida o algo de comer. Cuando ya pensaba que iba a rechazarlo por segunda vez, Menendez asintió. Eugenio llamó al marinero que hacía de su ayuda de cámara y le ordenó que trajese algo de beber así como algo para acompañarlo. Lo que el marinero trajo fue una botella de Madeira que Eugenio había comprado antes de marcharse de Santiago. Se había hecho con varias cajas de Madeira, unos claretes, ron y algo de vino tinto. Para acompañar el Madeira, había traído una fuente con queso y galleta, el pan del barco. Cuando el marinero se retiró, el capitán Menendez dio un trago al Madeira, que parecía estar bueno, porque lo alabó. 

-   Debo comunicarle una triste verdad, una que me ha hecho un hombre muy infeliz, señor Casas -indicó Menendez. 

-   Creo que se de lo que me va a hablar -señaló Eugenio, dejando desconcertado al capitán Menendez-. Usted conoce a la persona que se enfrentó al capitán de Rivera y Ortiz. Por lo que sé, la muchacha que fue ofendida era la hermana de un militar, según las noticias que me llegaron. Pero solo era una parte de la verdad. Pues esa muchacha también es hija de un oficial. Ambos son hijos suyos. 

-   Es inteligente, muy inteligente, capitán -alabó Menendez a Eugenio-. En verdad las palabras del comodoro sobre usted eran ciertas. 

-   ¿Las palabras? -repitió Eugenio, pues era ahora él quien estaba sorprendido. 

-   ¡Oh!, me temo que por la emoción del momento tal vez he hablado de más -dijo Menendez, serio, pero algo más despreocupado o de mejor humor-. Dado que ya he metido la pata y tampoco me indicaron que guardase silencio, puedo hablar de ello. Fue el comodoro quien convenció al gobernador que se os diese el mando de la Sirena, ya que sabía que vos conseguiríais llevar a buen puerto esta misión. El gobernador quería un oficial de mayor experiencia. Incluso se barajó el nombre del capitán de Rivera y Ortiz. Visto ahora en retrospectiva, yo no podría trabajar con ese hombre, no con mi hijo muriendo en nuestra casa. 

-   Siento lo de su hijo, capitán -habló rápidamente Eugenio, con verdadero pesar. 

-   Yo también lo siento -agradeció Menendez a su modo-. Yo creía que le había enseñado a distinguir cuando se enfrentaba a un duelista profesional y cuando a un cualquiera. Pero el alcohol siempre nubla el raciocinio. Así que por una fiesta voy a perder un hijo y la honra de una hija. Claramente detesto al capitán de Rivera y Ortiz. Pero al igual que usted, creo que hay que guardar el hacha de guerra y pensar en cómo actuaremos en Antigua. 

-   El comodoro esbozó un plan y yo he tenido varios días para mejorarlo. ¿Quiere que se lo cuente? -afirmó Eugenio. El capitán asintió con la cabeza.

Durante las siguientes horas, Eugenio le fue explicando cómo quería llevar la acción. El capitán Menendez escuchaba, preguntaba cuando quería aclarar algo y hacía reflexiones sobre su experiencia militar. Poco a poco, con la ayuda del soldado, Eugenio fue cerrando las lagunas que había tenido su plan, que originalmente había tenido que subestimar las posibilidades de lo que harían los soldados. Pero con lo que le estaba ayudando Menendez, por fin podía terminar su plan. Ambos estaban elogiando el plan que había esbozado Eugenio y que ahora estaba terminado, cuando sonaron las campanadas del mediodía. 

-   Capitán, me temo que debo subir a cubierta -dijo Eugenio, serio-. Otro día podemos poner en orden las ideas de las que hemos hablado. 

-   ¿Ideas? No, capitán esto es un plan de acción en toda regla, me enorgullezco de servir con usted -aseguro Menendez, apurando su copa de Madeira y poniéndose en pie. 

-   Estoy contento si cree que es un plan que sus hombres pueden llevar a cabo -mostró Eugenio una pequeña sonrisa. 

-   Yo y mis hombres estamos deseosos de realizar la parte que nos corresponde -indicó a modo de despedida el capitán Menendez.

Los dos hombres abandonaron el camarote del capitán, primero el soldado y luego Eugenio. Menendez se dirigió hacia la zona donde estaban sus soldados, mientras que Eugenio se dirigió a la escala de la escotilla más cercana. En cubierta notó como el ambiente cambiaba, pero era algo que ya tenía sumido, ya que ahora él era el capitán. Con su paso se dirigió al alcázar, donde se encontraba Álvaro, que le saludó cuando llegó. 

-   ¿Alguna señal del Vera Cruz? -preguntó Eugenio. 

-   Ninguna, capitán -respondió Álvaro, tenso. 

-   Acabo de escuchar las campanadas del mediodía, ¿verdad? 

-   Sí, capitán, así ha sido -contestó Álvaro. 

-   Bien. ¡Todos a cambiar el rumbo! -gritó Eugenio.

Los pitidos del condestable y sus ayudantes llenaron la cubierta. los marineros comenzaron a tomar los cabos, para poder orientar las vergas, según el navío cambiara de rumbo. Eugenio marcó el nuevo rumbo a los marineros que estaban en la rueda del timón. La rueda empezó a moverse gracias a la fuerza de los tres marineros. Al principio notaron el agarre del mar, pero pronto la rueda se dejó girar y el timón, bajo la popa de la fragata se movió. El navío comenzó a describir una curva, cortando el oleaje. Eugenio se fijaba en la arboladura, para ver si el nuevo rumbo les era propicio y como debería orientar las velas para obtener la mayor fuerza del viento. Álvaro repetía las órdenes y movilizaba a los guardiamarinas, ya que ellos dirigían grupos de marineros. Cuando tuvo un momento, Eugenio observó su estela y vio que el Vera Cruz le seguía a varias decenas de brazas de distancia.

martes, 23 de marzo de 2021

El dilema (68)

El tharn Asbhul se había llevado una sorpresa mayúscula cuando alcanzaron el primer campamento en la ruta y se les habían unido cincuenta guerreros jóvenes, al mando de un therk anciano y un número parecido de arqueros. Por lo visto, en el último momento, tras la marcha del ejército de vanguardia, el canciller y otros cortesanos habían convencido al señor Dharkme que era mejor quedarse en la fortaleza y que cuando Asbhul encontrase el emplazamiento de la reliquia, el ejército principal se moviese a aplacar al enemigo. Los campamentos habían recibido unas guarniciones escasas con tropas bisoñas dirigidas por viejos. Claramente no eran los veteranos de los clanes nobles. No se diferenciaban en nada de los reclutas del ejército de vanguardia.

Cuando Asbhul preguntaba por los jinetes que había visto llegar con las guarniciones, los therk informaban que esas unidades de escolta regresaban a la fortaleza. Sin más explicaciones y con el malestar de Asbhul los miembros de las guarniciones se sumaban al grueso de su ejército y tomaban el camino de regreso al río. Por lo que recordaba Asbhul tenían que pasar por ocho campamentos antes de alcanzar el río. Esperaba que la suerte estuviera con ellos.

Pero al igual que Ulmay les había dejado con rapidez, parecía que la suerte o los dioses les habían dado la espalda. Al dejar atrás el tercer campamento, Alvho anunció que había visto partidas de búsqueda en su retaguardia. Los Fharggar debían haber alcanzado la ensenada y buscaban a quien les hubiese atacado. Pronto darían con ellos. Por lo que Asbhul no le quedó más remedio que apretar el paso. Debían conseguir la mayor distancia entre ellos y sus perseguidores. Incluso le pidió a Alvho que hiciese alguno de sus trucos. Aun con la cara de incredulidad que pareció poner Alvho, el tharn sabía que el hombre, con ayuda de su exploradora nativa intentaría volver locos a sus perseguidores.

Y Asbhul no se había equivocado. Alhanka enseñó a sus nuevos compañeros a luchar a caballo y de esa forma fueron realizando emboscadas a ciertas partidas enemigas. Siempre a las que seguían caminos diferentes al que seguía la columna. De esta forma, esperaban que los Fharggar perdieran tiempo siguiendo otras rutas. Incluso si encontraban los restos de un campamento, dejaban huellas hacia otras direcciones. Se escondían de los vigías enemigos. Durante los días siguientes su juego del gato y el ratón parecía dar resultado, pero por alguna curiosa vicisitud, los Fharggar dieron con el ejército de vanguardia, cuando abandonaban el último de los campamentos, con las tropas cansadas, pero dispuestas a alcanzar la seguridad de la fortaleza.

Cuando Alvho avisó del peligro que se les venía encima a Asbhul, el tharn achacó el fallo a que se habían demorado en el campamento. El therk al mando había recibido órdenes de Ulmay de que no debía dejar el campamento por nada del mundo. El cabezota therk y el tharn habían discutido durante demasiado tiempo y eso le había permitido al enemigo localizarles. 

-   Ese maldito therk, si ha provocado que pierda a mis hombres, le mataré yo mismo, cuando no lleve su espada -espetó Asbhul, montado en su caballo, mientras los guerreros avanzaban-. Alvho, debes marchar con tus hombres a la fortaleza y avisar al canciller Gherdhan de nuestra penosa situación. Toma mi anillo como prueba de mis órdenes. Que se preparen para recibir a los Fhanggar a última hora de la tarde. Si no llegamos a esa hora, no manden refuerzos. estaremos todos muertos. Y si es ese el caso, ¿puedo pedirte un último favor? 

-   Lo que queráis mi tharn -afirmó Alvho. 

-   Mata al traicionero Ulmay, de la forma que prefieras -ordenó Asbhul-. Puedes hacerlo que parezca un suicidio, como la muerte de Aurnne o como un asesinato. Me da lo mismo como, pero que no tenga su futuro dorado.

Alvho no respondió, pues se había sobresaltado porque el tharn supiese que él había matado al tharn Aurnne, pero no le preguntó sobre ello, pues podría ser que solo le estuviera poniendo a prueba. Simplemente asintió con la cabeza. Alvho y su grupo se pusieron en marcha, adelantándose al ejército de vanguardia, que formó en cuadro cerrado, con los escudos a los lados y listos para colocarlos sobre sus cabezas cuando les atacasen con flechas. Si el enemigo se acercaba demasiado, se defenderían con sus arqueros, que había dispuesto entre los guerreros. Sus hombres no caerían como sus orgullosos ancestros, Asbhul había decidido que era mejor retroceder que pelear de frente.

A su vez, la columna la cerraba su mejor cuerpo, el de Selvho, los más veteranos o mejor instruidos, gracias a la tenacidad y laboriosidad del veterano therk. Si los Fharggar se acercaban con malas intenciones, Selvho les iba hacer pagar su osadía. era un plan que habían elaborado los dos juntos, tharn y therk.

Alvho volvió por última vez la cabeza, al llegar a lo alto de una loma, para ver a la columna que formaba el ejército de vanguardia y mucho más allá vio la nube de polvo que creaban los jinetes Fharggar acercándose a la retaguardia de la columna. Pero espoleó su caballo, pues él también tenía una misión que llevar a cabo, una importante.

Lágrimas de hollín (71)

A Vlannar le despertó una gota de agua que le golpeó en la frente. Abrió los ojos con cuidado y se dio cuenta que estaba en una celda o algo parecido. Veía los barrotes, aunque las paredes parecían ser de roca viva. Tal vez un sótano o una gruta que la habían transformado en prisión. No recordaba que el imperio tuviera algo parecido en la ciudad. Por lo que le debían haber sacado de allí. En ese momento, recordó el garrotazo, por lo que intentó tocarse la nuca, pero las manos estaban unidas por grilletes y estos mediante una cadena a una pared. Al moverse, la cadena tintineó. Estaba sentado en el suelo, frío. 

-   Vaya, me han traído un compañero de prisión, que considerado es Jockhel -dijo alguien a su derecha, al otro lado de los barrotes. Pero con la oscuridad de ese lugar no pudo ver la cara de su compañero. ¿Y tú qué le has hecho al señor de La Cresta? 

-   No lo sé -mintió Vlannar. 

-   ¡Oh, vamos! -exclamó el hombre-. Si estas aquí es que le has fastidiado en algo, aunque aún no se ha decido a matarte. 

-   ¿Por eso estás aquí? -inquirió Vlannar-. Aunque la pregunta mejor es, ¿dónde diablos estamos? 

-   Estás en la prisión que tiene Jockhel debajo de su cuartel principal -indicó el hombre-. Solo los más importantes de sus hombres conocen este sitio. Así que no esperes que nadie venga a ayudarte. Pues solo los que tienen una lealtad plena en él saben de este lugar. Para el resto del mundo tú ya estás muerto. ¡Ja ja ja!

La carcajada final le pareció la de un loco. Tal vez llevaba allí tanto tiempo que había perdido la cabeza o ya estaba loco antes de acabar en la celda. Él esperaba poder salir o escapar antes de acabar como él. Justo en ese momento escuchó unos pasos que se acercaban. 

-   ¡Hum! -dijo el hombre-. ¿Vendrán por ti? ¿O tal vez sea Gholma a darme mi ración de hoy? 

-   ¿Quién es Gholma, el carcelero? -quiso sacar información Vlannar, por sí le pudiera ser útil-. ¿Qué ración?

El hombre permaneció en silencio, mientras que al otro lado de los barrotes y la puerta, una luz comenzó a iluminar la celda. Cuando la luz que se acercaba empezó a llenar la celda de al lado, consiguió ver a su vecino. Una arcada le subió a la boca al ver la cara de este. estaba hinchada, con cortes y moratones por todas partes. La nariz parecía rota varias veces y reconstruida por un alguien que no sabía hacer ese trabajo. No era capaz de ver los ojos del hombre, si es que no se los habían arrancado aún. Los dedos de las manos estaban rotos y carecía de uñas. La ropa eran unos andrajos que no tapaban nada de un cuerpo destrozado por los golpes y la tortura. Incluso él, que no dudaba en torturar a la gente por orden del imperio, estaba espantado por la rudeza que habían tratado a ese hombre.

Pero la luz se detuvo ante la puerta de Vlannar, que fue abierta por un hombretón que tenía que ir agachado para no golpearse con el techo bajo de la gruta. Tras el hombre aparecieron dos más, que se encargaron de levantar a Vlannar del suelo. 

-   ¿Qué le ha hecho este hombre a Jockhel, Gholma? -preguntó el hombre. 

-   ¿Te ha caído simpático? -inquirió Gholma con su vozarrón-. Pero seguro que se le ha olvidado contarte que le ha enviado Dhevelian para matarte. ¿Te lo ha dicho, Inghalot? ¿No verdad? ¡Llevaoslo de aquí de una vez! 

-   ¿Vlannar de Thury? -murmuró Inghalot, pero ya se lo llevaban de allí.

Vlannar era llevado en volandas, de vuelta a la superficie, mientras daba vueltas a lo que había visto. El gran Inghalot era prisionero de Jockhel y este le mantenía vivo, pero bajo tortura constante. Que había hecho para merecer ese trato. Pero si así estaban las cosas, quién le había mandado la carta amenazante al alto magistrado. El torturado Inghalot no había podido ser. Ya no tenía forma de llevar a cabo su amenaza contra Dhevelian, pues no podía escapar de sus captores. Jamás podría salir de allí y dudaba que sobreviviese mucho a la tortura que le provocaban. Sería información lo que necesitaban de él. Tal vez les había relatado lo que sabía de Dhevelian y era Jockhel el que estaba amenazando a Dhevelian. Pero porqué no usar su propia identidad y no la de un viejo. 

-   ¿Por qué torturáis así a Inghalot? -inquirió Vlannar, esperando sonsacar algo al carcelero, ya que siempre se iban de la lengua. 

-   No es asunto tuyo lo que Inghalot le hizo a Jockhel -respondió Gholma-. Lo que nos hizo a todos. Solo recibe un castigo que se merecía desde hace mucho tiempo, el que el gran Bhall le reserva a los traidores. 

-   Querrás decir Rhetahl -le recordó Vlannar, que no soportaba la tozudez de los lugareños de la provincia a negarse a aceptar el culto imperial. 

-   Ese falso dios no me importa en absoluto -espetó con asco Gholma-. Y Jockhel solo me ha ordenado que te lleve ante él. Pero no me ha dicho cómo debes llegar. así que si no quieres recibir otra, cierra tu maldito pico imperial.

Vlannar cerró la boca y se dejó llevar por sus captores. Esperaba sacar algo más interesante de Jockhel que del resto de sus hombres.

sábado, 20 de marzo de 2021

El reverso de la verdad (18)

Andrei había llegado al café mucho antes de que lo hiciese Helene. Más aún, desde su mesa se había encargado de controlar a todos los que entraban y salían. Ninguno parecía estar fuera de lugar. Lo que quería decir o que la organización sabía camuflar a sus hombres tan bien o que seguían a Helene de cerca. A la hora señalada llegó Helene. Vestía casual y llevaba una especie de maletín de cuero, como el que le había entregado Lafayette con la munición de su pistola, que ahora descansaba en su sobaquera, bajo la chaqueta que vestía.

Helene le vio al momento y se dirigió hacia él, con cara de pocos amigos. Se sentó en la mesa, dejando el maletín en una silla vacía. 

-   Aquí lo tienes, quédatelo, no lo quiero -dijo como saludo Helene. 

-   ¿De qué me hablas? -preguntó Andrei, que no sabía de qué hablaba. 

-   Del maletín -respondió Helene, señalando el objeto.

Andrei miró el maletín sin comprender, por lo que se volvió hacia él, lo abrió con cuidado, revelando su contenido, fajos de billetes de euros. 

-   ¿Qué es esto? ¿Qué significa esto? -quiso saber Andrei, cerrando el maletín otra vez. 

-   Tu dinero -respondió secamente Helene-. No lo quiero. 

-   ¿Como que mi dinero? -volvió a preguntar Andrei que no conseguía entender porque esa cantidad de euros era suyo-. Será mejor que te expliques mejor. No estoy comprendiendo la situación. ¿Por qué este dinero es mío? 

-   Ayer por la noche, cuando me diste tu tarjeta se cayó un recibo de una apuesta de la cartera, y… -comenzó a explicar Helene, pero Andrei levantó la mano, pidiendo silencio, acaba de comprenderlo todo y porque la organización iba contra la gatita. 

-   Y en tu codicia, decidiste cobrarlo -terminó la frase Andrei-. Pero lo que no sabías es que la apuesta la hice por tu victoria. Pensaste que había apostado por la conejita. No has visto la realidad de quien ganó la carrera hasta que no has vuelto a tu piso y lo has encontrado patas arriba. 

-   ¿Cómo sabes lo que ha pasado en mi piso? -inquirió sorprendida Helene. 

-   Eso ahora no es importante -negó Andrei-. Lo verdaderamente importante es que los dueños del garito de las apuestas o los de la organización creen que tú de alguna forma has hecho trampas. O más bien quieren saber quien te ayudó. Luego supongo que te usarán para dar una lección ejemplar a las otras chicas. Lo siento pero lo tienes mal. Aun así, que me culpes a mí de lo que sea que haya pasado es una jugarreta propia de una persona desesperada. Será mejor que busques a los verdaderos delincuentes o que huyas, lo antes posible. 

-   ¡Os odio! -espetó Helene-. Maldijo el día en que te conocí, y el día en que accedí a la entrevista con tu esposa. Solo me ha traído problemas. No debía aceptar el puesto de contable en la productora, ni los regalos de… 

-   ¿Qué has dicho? ¿Qué regalos? -intervino Andrei de sopetón lo que hizo que Helene se callase. 

-   Me regaló unos objetos de decoración, unas tonterías, no sé porque… 

-   ¿Dónde están? -interrogó Andrei.

-   En mi casa -contestó Helene-. Pero no voy a volver allí, me estarán esperando. Ni loca voy a… 

-   ¡Callate! -ordenó Andrei  con cara de pocos amigos-. Creo que no te estás dando cuenta de la situación en la que estas. Fuera, si no me equivoco, habrá alguien que te está siguiendo, esperando que les lleves hasta tus aliados, porque no creo que sean tan estúpidos para pensar que tú les has hackeado. Han permitido que se cobrase la apuesta con la idea de descubrir al ladrón y han encontrado en su lugar un traidor. Y como sabes los traidores no duran mucho. Bien, si quieres sobrevivir, creo que es mejor que colabores conmigo. 

-   O huir -señaló Helene. 

-   Sí, también puedes huir, pero no llegarás muy lejos y tu final me da que será doloroso -afirmó Andrei. 

-   ¿Doloroso? -repitió Helene, temerosa de la respuesta. 

-   ¿Crees que los jefes se van a conformar con una bala en la cabeza? -preguntó Andrei, pero no esperó a la respuesta de Helene, que solo tragó saliva-. No, ellos querrán un castigo ejemplar, una medida que disuada al resto de las corredoras. Tortura y muerte, menos no. Pero puedo salvarte de ese final. Pero necesito esos regalos de Sarah. 

-   No quiero ir a mi casa sola. ¿Y si me están esperando? -indicó Helene. 

-   No te preocupes, allí no te espera nadie, pero si es miedo lo que tienes, yo te acompañaré -dijo Andrei al tiempo que dejaba un billete sobre la mesa, por un valor muy superior a lo que le iba a salir la cuenta-. Ven.

Andrei se puso de pie, por lo que Helene le imitó. Andrei esperó a que Helene tomase el maletín, pero parecía reacia a ello, como si el maletín le diese miedo. Al final suspiró y lo tomó él. Cuando Helene se dio la vuelta para salir a la calle, Andrei le tomó del brazo y tiró de ella hacia el otro lado, negando con la cabeza. Andrei había elegido ese café porque sabía que tenía una puerta trasera. Era una tontería dejarse ver por la principal y que los que seguían a Helene fueran a por ellos. No, lo mejor era salir por otro lado. El escolta de Helene pronto se daría cuenta de que algo pasaba, pero esperaba que les diese un tiempo precioso.

Ambos recorrieron un pasillo que llevaba a los servicios y a una puerta que daba a un callejón. Era una puerta de seguridad, de las que se usaban para incendios. Andrei manipuló una cajita que había a su lado y la abrió. Cuando ambos estuvieron al otro lado, la puerta se cerró como si nada.

Aguas patrias (28)

Cuando la cabeza del capitán Menendez desapareció por la escotilla, Eugenio empezó a dar nuevas órdenes. Las anclas comenzaron a ser izadas con mayor velocidad y pronto surgieron entre las aguas. El guardiamarina situado en la proa aviso de que las anclas habían aparecido y entonces Eugenio mandó largar las velas. Las grandes lonas de la mayor y la mesana cayeron con fuerza cuando los marineros las desplegaron. Tras ellas siguieron las de los velachos. Con el escaso viento que soplaba, la navegación parecía inexistente, pero pronto la fragata comenzó a moverse. 

Eugenio había recibido la orden del comodoro de colocarse los primeros en la línea. A la Sirena le seguiría el Vera Cruz y cerraría la marcha la Santa Ana. La Sirena pasó al Vera Cruz. Desde el alcázar de la Sirena, Eugenio escudriñó el del Vera Cruz. No pareció ver caras molestas ni preocupadas. Eugenio suspiró y siguió al mando de sus marineros. Pero aún tenía la preocupación de embarrancar. Más de un capitán había perdido su mando por no salir bien de la bahía. El pasadizo era estrecho y había que tener mucho cuidado. La primera escala era el viraje al sureste sur junto a la punta Gorda, para tomar el pasadizo. Entonces tenía que mantener la navegación por el centro del mismo, para no acabar en las rocas de la punta Churruca y el islote que tenía frente a ella. De esa forma tomaría el camino al mar, pero le quedaba el último obstáculo, el bajío Diamante y las rocas sobre las que estaba construido el castillo del Morro, en la punta del mismo nombre.

Una vez en las aguas abiertas seguirían hacia el sur hasta el mediodía, cuando cambiarían de rumbo. Tomarían el este, para navegar por la costa sur de La Española y de Puerto Rico. No sería hasta dejar atrás Puerto Rico cuando la Sirena se separaría de los otros dos navíos. Ellos tomarían una singladura que les llevaría a cruzar entre las islas Vírgenes, pasar al sur de Anguilla y ya dirigirse hacia Antigua. El comodoro tomaría una ruta que les llevase directamente a la isla de Montserrat, pero en algún punto virarían al norte. La idea era encontrarse con la Sirena y sus presas al norte de la isla de Saba dos semanas o tres tras separarse de ellos. Los barcos de la escuadra se dedicaría a molestar al comercio inglés con la suerte de hacer alguna presa más.

Eugenio fue muy preciso en cada orden. Iba junto a los marineros que se encargaban del timón. Incluso se encargó de mantener el rumbo que quería cuando pasaron ante el castillo del Morro. Mientras cruzaban el pasadizo, el contramaestre cantaba las profundidades y los nudos, para que el capitán supiese a cuanto estaba el fondo y que velocidad llevaban. Pero gracias al ligero viento, la velocidad era más bien escasa y por ello el riesgo de quedarse sin tiempo para las maniobras era casi imposible. Aun así, Eugenio pudo observar muchas caras que aguantaban la respiración. Solo se mostraron tan aliviados como su capitán cuando dejaron atrás la punta del Morro. Eugenio esperó un rato más en el alcázar, pero al ver que tanto el Vera Cruz y la Santa Ana le seguían a la distancia acostumbrada, dejó todo en manos del teniente Salazar y mandó a un guardiamarina a anunciar al capitán Menendez que le esperaba en su camarote. El teniente Salazar tenía órdenes de avisarle con cualquier mensaje del comodoro. Con el cuerpo ligeramente agarrotado por los nervios de la singladura por el canal del puerto, bajo por la escotilla y se dirigió a su camarote, siendo saludado por los marineros que estaban ociosos, ya que no se los requería para ninguna maniobra y no era su turno de guardia.

No se había ni dejado caer en su silla cuando sonaron un par de golpes en la puerta de su camarote. El infante de marina anunció al capitán Menendez y Eugenio le dijo que le dejase entrar. 

-   Bueno capitán, ya estamos en el mar, rumbo a nuestra misión -le informó Eugenio, intentando parecer alegre, pero aún le escocía las malas formas de los tenientes al llegar el capitán-. ¿Quiere algo de beber? 

-   No es necesario, capitán -negó Menendez levantando la mano-. Primero me gustaría disculparme por las malas formas de los tenientes. Me temo que el teniente Villalba me es muy leal, pero es joven. Desconoce cómo debe comportarse un oficial del ejército en un barco de la armada. Es su primera singladura en un barco del rey. Con unos días vomitando se le quitara el orgullo. El caso de Ramos es un poco más preocupante, es un buen soldado, pero se deja avasallar por los que tienen más presencia. 

-   Acepto sus disculpas formales -aceptó Eugenio, de buena gana, y sintiendo un poco de mala conciencia-. Me temo que el asunto que ha provocado el capitán de Rivera y Ortiz ha soliviantado demasiado los ánimos. No es bueno que tanto sus hombres como los míos estén en guerra. En poco tiempo todos deberemos aunarnos para llevar a buen término nuestra misión y creo que actualmente no hay buenas migas entre ambos grupos. 

-   ¿Qué piensa usted del capitán de Rivera y Ortiz? -inquirió el capitán Menendez, pero al ver la cara de sorpresa de Eugenio, replanteó su pregunta-. Bueno, ya sé que no va a hablar mal de un compañero de la armada. Ni espero eso de usted. ¿Pero lo que me gustaría saber es si comparte con él su amor por la vida disoluta, las mujeres y las fiestas? 

-   Como podrá entender, no puedo responderle a lo que me pide, pero le indicaré que yo estoy más con la posición de la armada, es decir con los almirantes y capitanes de muchos años -intentó complacer Eugenio-. Me gustan las fiestas, pero las de tipo correcto y recto. Claramente no soy quien para censurar a un compañero capitán, eso es cosa del almirante y ahora que no está presente, el comodoro. 

-   Entiendo -se limitó a decir Menendez.

El silencio llenó el camarote y Eugenio temió que el capitán Menendez se disculpase y se marchase, pero tras unos segundos, pareció que el hombre se estaba preparando para contarle una terrible verdad. Antes de que el militar abriese la boca, Eugenio tuvo una terrible sospecha. El capitán Menendez conocía al militar que se había enfrentado a Juan Manuel y eso complicaba las cosas, o eso temía Eugenio.