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sábado, 13 de marzo de 2021

Aguas patrias (27)

Gracias al cielo, no ocurrió nada raro durante la noche y con la mañana, Eugenio se levantó contento. Desayunó y llamó al teniente Salazar. Le pidió que llamase al oficial de derrota y a los soldados. El oficial de derrota se disculpó y el teniente Ramos se encargó de que el soldado aceptase la oferta de paz sin montarla. La crisis se había sorteado por ahora y cuando estuvieran en alta mar, los soldados, rodeados por agua y marineros se amilanarían un poco, sobre todo si sus oficiales les contenían. Que usarán toda esa ira para acabar con los ingleses, pensó Eugenio. 

-   ¡Señor, se ha izado la bandera de levar anclas en el navío insignia! -informó el teniente Salazar, mirando hacía el Vera Cruz. 

-   ¿Alguna noticia del capitán Menendez? -preguntó Eugenio. 

-   No, señor, no hay movimiento en el puerto -dijo Mariano.

Eugenio pensó en una blasfemia, pero no la soltó. 

-   Los marineros a los cabestrantes -ordenó Eugenio-. Señor Romonés,  que eleven las anclas de la forma más lenta posible. Que parezca que acatamos la orden del comodoro, pero esperamos al capitán. 

-   Sí, capitán -respondió Mariano. 

-   Señor Salazar, hombres a las vergas, que estén preparados para desplegar la mayor y la mesana -siguió mandando Eugenio. 

-   A sus órdenes, capitán -contestó rápido Álvaro. 

-   Señor Torres, ¿movimiento en el muelle? -quiso saber Eugenio 

-   No, capitán -respondió el muchacho. 

-   Señor Torres no quite ojo al muelle -le advirtió Eugenio-. Si ve algo me informará al momento.

El guardiamarina asintió con la cabeza, ya que la cubierta se había llenado de silbidos, gritos y marineros corriendo. Un grupo de ellos, con un par de guardiamarinas empezaron a ascender por los obenques del palo mayor y del palo mesana. Se fueron distribuyendo por las vergas de la vela mayor y la vela mesana, las más grandes de las cuadras de esos palos. A su vez otros marineros, junto al condestable, se pusieron a las barras de los cabestrantes que izaban las pesadas anclas. Empezaron a hacer girar las piezas de madera. Al principio no parecía que hiciesen nada, pero después las pesadas cadenas empezaron a salir del agua, liberando las anclas del fondo. 

-   ¡Movimiento en el muelle! ¡Un carruaje! ¡Se baja un hombre, un soldado! -informó Agustín. 

-   Gracias, señor Torres -dijo Eugenio poniéndose junto a él y abriendo su catalejo para ver lo mismo que él.

Un bote se había separado del muelle y venía disparado hacía la fragata. Reconoció al capitán Menendez, aunque su rostro parecía más pálido y duro que el día que le había conocido. 

-   Señor Torres, al costado, prepárese a recibir al capitán Menendez -anunció con su vozarrón Eugenio, mientras se acercaba al muchacho, que al ponerse a su lado, bajó la voz y añadió-. Si es necesario ayuda al capitán, pero con decoro y sin caerse al agua. ¿Entendido?

El muchacho asintió con la cabeza a la vez que tragaba saliva. Eugenio le hizo un gesto para que se marchase y el guardiamarina se esfumó, con paso largo, pero sin correr, un oficial debía guardar las formas. Eugenio seguía con la mirada al bote que se afanaba por llegar, mientras que observaba de soslayo los palos del Vera Cruz. Por ahora el comodoro no debía parecía estar pensando que la Sirena estaba dilatando sus obligaciones. Pero si tardaba más el bote en llegar, lo más seguro es que don Rafael empezase a darle órdenes más estrictas. Por un momento maldijo al capitán Menendez y esperaba que su disculpa fuese suficientemente buena, sobre todo si el comodoro le afeaba su conducta.

Pronto pudo escuchar las voces del timonel del bote, así como los jadeos de los remeros. Torres se encargó de hablar y dar órdenes al timonel, así como ayudar al capitán Menendez a subir por el costado. Desde el alcázar, Eugenio pudo admirar que el capitán trepó por los peldaños como un marinero de primera, lo que hizo pensar aún mejor a Eugenio sobre el jefe de los militares. Lo que no le gustó es que los tenientes Ramos y Villalba se aproximaron a su jefe, antes incluso que el capitán se acercase a darle los buenos días a Eugenio. Tal vez los tenientes no lo supieran o a todas luces querían menospreciar a la armada. Fuese lo que fuese que querían hacer, el capitán Menendez les premió con un par de exabruptos que descolocaron a los militares, tras lo que se dirigió hacía el alcázar. 

-   Siento llegar tan justo, capitán, unos deberes familiares me han retrasado -se disculpó el capitán Menendez. 

-   Siempre he dicho que la familia es lo primero -indicó Eugenio, intentando no parecer molesto por la última provocación de los tenientes-. El señor Torres le acompañará a su camarote. Ahora debo sacar la Sirena del puerto y colocarme en mi puesto de la línea. Pero después, tal vez le apetezca tomar un refrigerio conmigo en mi camarote. 

-   Claro, capitán -asintió Menendez, bajando ligeramente la cabeza.

Eugenio le indicó a Torres que acompañase al capitán Menendez a su camarote, pues habían reducido la camareta de guardiamarinas para crear un camarote para el capitán. También le ordenó que se encargase de las pertenencias del capitán, que se estibasen como era debido. Torres asintió y se marchó guiando al militar.

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