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sábado, 27 de marzo de 2021

Aguas patrias (29)

Antes de que el capitán Menendez se sincerara con Eugenio, este le volvió a reiterar su ofrecimiento a una bebida o algo de comer. Cuando ya pensaba que iba a rechazarlo por segunda vez, Menendez asintió. Eugenio llamó al marinero que hacía de su ayuda de cámara y le ordenó que trajese algo de beber así como algo para acompañarlo. Lo que el marinero trajo fue una botella de Madeira que Eugenio había comprado antes de marcharse de Santiago. Se había hecho con varias cajas de Madeira, unos claretes, ron y algo de vino tinto. Para acompañar el Madeira, había traído una fuente con queso y galleta, el pan del barco. Cuando el marinero se retiró, el capitán Menendez dio un trago al Madeira, que parecía estar bueno, porque lo alabó. 

-   Debo comunicarle una triste verdad, una que me ha hecho un hombre muy infeliz, señor Casas -indicó Menendez. 

-   Creo que se de lo que me va a hablar -señaló Eugenio, dejando desconcertado al capitán Menendez-. Usted conoce a la persona que se enfrentó al capitán de Rivera y Ortiz. Por lo que sé, la muchacha que fue ofendida era la hermana de un militar, según las noticias que me llegaron. Pero solo era una parte de la verdad. Pues esa muchacha también es hija de un oficial. Ambos son hijos suyos. 

-   Es inteligente, muy inteligente, capitán -alabó Menendez a Eugenio-. En verdad las palabras del comodoro sobre usted eran ciertas. 

-   ¿Las palabras? -repitió Eugenio, pues era ahora él quien estaba sorprendido. 

-   ¡Oh!, me temo que por la emoción del momento tal vez he hablado de más -dijo Menendez, serio, pero algo más despreocupado o de mejor humor-. Dado que ya he metido la pata y tampoco me indicaron que guardase silencio, puedo hablar de ello. Fue el comodoro quien convenció al gobernador que se os diese el mando de la Sirena, ya que sabía que vos conseguiríais llevar a buen puerto esta misión. El gobernador quería un oficial de mayor experiencia. Incluso se barajó el nombre del capitán de Rivera y Ortiz. Visto ahora en retrospectiva, yo no podría trabajar con ese hombre, no con mi hijo muriendo en nuestra casa. 

-   Siento lo de su hijo, capitán -habló rápidamente Eugenio, con verdadero pesar. 

-   Yo también lo siento -agradeció Menendez a su modo-. Yo creía que le había enseñado a distinguir cuando se enfrentaba a un duelista profesional y cuando a un cualquiera. Pero el alcohol siempre nubla el raciocinio. Así que por una fiesta voy a perder un hijo y la honra de una hija. Claramente detesto al capitán de Rivera y Ortiz. Pero al igual que usted, creo que hay que guardar el hacha de guerra y pensar en cómo actuaremos en Antigua. 

-   El comodoro esbozó un plan y yo he tenido varios días para mejorarlo. ¿Quiere que se lo cuente? -afirmó Eugenio. El capitán asintió con la cabeza.

Durante las siguientes horas, Eugenio le fue explicando cómo quería llevar la acción. El capitán Menendez escuchaba, preguntaba cuando quería aclarar algo y hacía reflexiones sobre su experiencia militar. Poco a poco, con la ayuda del soldado, Eugenio fue cerrando las lagunas que había tenido su plan, que originalmente había tenido que subestimar las posibilidades de lo que harían los soldados. Pero con lo que le estaba ayudando Menendez, por fin podía terminar su plan. Ambos estaban elogiando el plan que había esbozado Eugenio y que ahora estaba terminado, cuando sonaron las campanadas del mediodía. 

-   Capitán, me temo que debo subir a cubierta -dijo Eugenio, serio-. Otro día podemos poner en orden las ideas de las que hemos hablado. 

-   ¿Ideas? No, capitán esto es un plan de acción en toda regla, me enorgullezco de servir con usted -aseguro Menendez, apurando su copa de Madeira y poniéndose en pie. 

-   Estoy contento si cree que es un plan que sus hombres pueden llevar a cabo -mostró Eugenio una pequeña sonrisa. 

-   Yo y mis hombres estamos deseosos de realizar la parte que nos corresponde -indicó a modo de despedida el capitán Menendez.

Los dos hombres abandonaron el camarote del capitán, primero el soldado y luego Eugenio. Menendez se dirigió hacia la zona donde estaban sus soldados, mientras que Eugenio se dirigió a la escala de la escotilla más cercana. En cubierta notó como el ambiente cambiaba, pero era algo que ya tenía sumido, ya que ahora él era el capitán. Con su paso se dirigió al alcázar, donde se encontraba Álvaro, que le saludó cuando llegó. 

-   ¿Alguna señal del Vera Cruz? -preguntó Eugenio. 

-   Ninguna, capitán -respondió Álvaro, tenso. 

-   Acabo de escuchar las campanadas del mediodía, ¿verdad? 

-   Sí, capitán, así ha sido -contestó Álvaro. 

-   Bien. ¡Todos a cambiar el rumbo! -gritó Eugenio.

Los pitidos del condestable y sus ayudantes llenaron la cubierta. los marineros comenzaron a tomar los cabos, para poder orientar las vergas, según el navío cambiara de rumbo. Eugenio marcó el nuevo rumbo a los marineros que estaban en la rueda del timón. La rueda empezó a moverse gracias a la fuerza de los tres marineros. Al principio notaron el agarre del mar, pero pronto la rueda se dejó girar y el timón, bajo la popa de la fragata se movió. El navío comenzó a describir una curva, cortando el oleaje. Eugenio se fijaba en la arboladura, para ver si el nuevo rumbo les era propicio y como debería orientar las velas para obtener la mayor fuerza del viento. Álvaro repetía las órdenes y movilizaba a los guardiamarinas, ya que ellos dirigían grupos de marineros. Cuando tuvo un momento, Eugenio observó su estela y vio que el Vera Cruz le seguía a varias decenas de brazas de distancia.

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