El zumbido se fue acercando, el hombre que permanecía tumbado
contra el muro de tablones de madera astillada y terrones de tierra lodos. Su
uniforme era una casaca marrón clara, llena de manchas de sangre, de lodo y
todo lo que saltaba cerca de su cuerpo. Los pantalones, las medias altas, las
manos, las botas de cuero negro y la barba negra de varios días, tenían el
mismo aspecto que la casaca. El hombre se agarraba con fuerza a su fusil, en
cuya punta seguía colocada su bayoneta, sin limpiar con sangre seca.
El ruido que parecía una abeja de grandes proporciones pasó sobre
su cabeza y siguió su camino descendente hasta golpear contra el suelo, creando
una nube de fuego, humo, polvo y lodo. Una ligera lluvia de lodo y tierra
golpeó contra su casco con forma de plato y su uniforme. Sus ojos querían
permanecer cerrados, pero al hacerlo solo conseguía ver las caras de sus
amigos, de sus camaradas, de sus oficiales, quienes ya no le podían ayudar.
Un nuevo ruido, un nuevo zumbido, pero ahora desde el lado contrario
pasó sobre él y estalló en algún punto al otro lado de su exiguo refugio.
Llevaba allí ya demasiado, o tal vez solo unas horas, pero le había parecido
mucho tiempo. Allí, tumbado, medio acurrucado, entre dos cadáveres, uno el de
un compañero, con la cabeza volada, el otro un enemigo, con una cuchillada en
el pecho, que él mismo le había infligido, en un minuto de odio, en un instante
de temor, cuando solo quería sobrevivir entre el terror que se respiraba en el
ambiente.
Ya no recordaba cuántos habían sido por la mañana, cuando habían
abandonado el cuartel, donde habían pasado la última noche. No hacía nada que
habían llegado al continente, llenos de ilusiones, pensando en hacerse héroes,
listos para acabar con el malvado imperio. La mayoría de sus camaradas eran
jóvenes, demasiado, no habían conocido lo que era la guerra, recién alistados
con falsas promesas de honor y gloria. Él en cambio, ya era suboficial, había
servido con anterioridad, le habían vuelto a llamar, para instruir y llevar a
los reclutas a la batalla. Al final, por algo llevaba los galones de sargento,
tres galones dorados, en sus hombros, tres marcas que le hacían ser un pastor
de soldados, un instructor de asesinos, un creador de viudas. Pero les había
hablado de todo lo que creía que debían conocer, de todo lo que a la larga les
ayudaría a sobrevivir en los campos del honor.
Un nuevo zumbido y una nueva explosión. Un nuevo escalofrío y un
movimiento involuntario, asemejándose a una pelota, una posición que no debería
usar el valeroso soldado, pero que es muy útil para el temeroso. Era una
situación intrincada, pues se había quedado en un lugar que no era de ningún
bando. Los ataques del enemigo sobrepasaban su posición haciéndole imposible
retornar a sus líneas, mientras que la artillería aliada no era capaz de llegar
más allá de su posición, sin alcanzar la siguiente línea y los nidos de
ametralladoras que habían destrozado a sus muchachos.
Ahora ambas artillerías jugaban a un partido de tenis macabro,
donde los obuses al golpear el terreno de juego destrozaban todo, levantando la
tierra a manos llenas, junto a cuerpos que eran desintegrados. Sus muchachos no
volverían, ni recibirían un funeral, no habría un lugar para que reposaran sus
huesos por la eternidad, ni sus madres o esposas les podrían llorar
adecuadamente. Pero la verdad es que todo eso le empezaba a dar un poco lo
mismo, pues ni él tendría lo que ya no recibirían sus camaradas, pues su sino
parecía estar ligado a ese trozo de trinchera olvidada.
Habían llegado con tanta ilusión esa mañana que solo él se fijó en
los hombres con los que se cruzaban. Solo él miró a los ojos de los que estaban
en la retaguardia. Hombres jóvenes, otros no tanto, pero todos con una mirada
que dejaba constancia de un miedo, no un terror a volver a la primera línea,
así como una tristeza y compasión por mis muchachos. En ese momento, el hombre
debía haberse dado cuenta de lo que les esperaba, pero el orgullo por los
hombres que él había instruido le había dejado ciego a sus instintos de toda
una vida.
Aun recordaba las palabras del soldado Smith, un joven moreno, de
un pueblo que ya no recordaba el nombre, que se las daba de ser el mejor
cazador de esa población. No había pájaro o conejo que se le escapara. Siempre
el mejor, en las prácticas de tiro, en las carreras, en todo lo que se
proponía, hasta en desobedecer a su sargento instructor. Y allí iba, haciendo
sus gracietas, imitando a algún oficial o al propio sargento, lo que en una
situación normal le habría ganado un buen pescozón, pero en ese momento el
sargento les ordenaba que entrasen por el estrecho y angustioso pasillo de
madera.
Por fin llegaron a la primera línea, donde solo en los nidos de
ametralladora se veía algún soldado. Esas armas tan novedosas escupían fuego a
más allá del muro. Si quería ver a que estaban atacando tendría que ascender
por unas escalas que se mantenían apoyadas contra los muros de la trinchera,
pero había carteles clavados en los mismos en los que ordenaban que no subieran
sin la orden correspondiente. La artillería, que habían dejado atrás hacía un
rato, ahora lanzaba con presteza toda la munición que tenían almacenada junto a
las inmensas piezas.
Su capitán, un hombre algo más joven que él, pero tampoco tanto,
de unos treinta, empezó a llamar a los sargentos de todas las secciones a su
mando. El sargento, al igual que sus compañeros de rancho se fue acercando al
oficial.
-
El alto mando quiere que avancemos -informó el oficial, serio-. A
unos cien metros más o menos hay una trinchera enemiga. El coronel quiere que
avancemos con bayoneta calada y la tomemos al asalto. Después debemos
mantenerla a toda costa hasta que envíen refuerzos. Ahora nuestra artillería
les está zumbando de lo lindo, cuando acaben vamos nosotros a eliminar los
restos. Preparen a sus hombres junto a las escalas, listos sus silbatos,
atentos a mi orden.
-
Sí, señor -respondieron todos los sargentos, como si fueran solo
uno.
El sargento se distanció un poco, solo para ver como el capitán se
secaba el sudor de la frente, lo que indicaba que estaba nervioso, pues a esa
hora de la mañana el sol no pegaba mucho, ni con fuerza. El capitán se puso el
silbato en la mano, desenfundó su revólver y se acercó a su escala, pegada
junto a un baluarte, lugar donde seguro que se encontraba el coronel.
El sargento regresó con su sección, les observó con detenimiento,
aún sonreían, se gastaban bromas, hablaban de los recuerdos y tesoros se iban a
hacer de los enemigos muertos. Smith decía que llevaría una cuenta con los
imperiales que iría mandando al infierno. Una macabra afición, pero en el fondo
no eran más que las bravatas de quien se cree inferior.
El sargento tosió y los soldados se volvieron hacia él, dejaron de
reír y se prepararon para escuchar lo que les tenía que decir.
-
Es nuestro momento, muchachos -comenzó el sargento-. Nos toca
salir ahí fuera para ganarnos el jornal. Colocad la bayoneta, listos para
salir, cuatro en fila tras la escala. Nadie sube hasta que oigáis mi silbato.
Avanzad hasta la trinchera enemiga y acabad con ellos. ¿Preguntas?
El sargento sacó la bayoneta de su funda y la colocó en su sitio,
tras lo que comprobó que había un cartucho en la recamara. Luego dejó el fusil
apoyado contra la pared de la trinchera, junto a la escala que tenía que
utilizar. Fue revisando uno a uno a sus hombres que o le hacían bromas, o
gestos de victoria. Parecía que a ninguno de ellos estaba intranquilo por los
obuses que pasaban sobre ellos y se perdían más allá, hacia el lugar al que
tendrían que ir.
Cuando estuvo seguro y hubo comprobado a todos sus soldados, les
hizo colocarse tras las escalas, en líneas. No paró de gritarles hasta que
estuvieron listos. Regresó a su escalera, tomó su fusil, puso un pie en el
primer escalón, colocó el silbato en su boca apretando los labios para que no
se le cayera y con la mano libre se agarró a la estructura de la escala. Poco a
poco fue distinguiendo que la intensidad de la artillería iba reduciéndose, por
lo que dentro de nada les tocaría a ellos. Miró hacia la posición del capitán y
pudo ver al coronel hablando con su oficial, supuso que le estaría dando las
últimas instrucciones, las últimas aclaraciones y deseándole suerte, en
definitiva lo que un oficial de mayor rango que iba a mandar a todos sus
hombres al ataque, pero que él no les seguiría.
Otros soldados, los ayudantes de los nidos de ametralladora
llevaban más munición a sus puestos cubiertos. Eso quería decir que les
ayudarían en su avance, algo que siempre estaba bien, pues si el enemigo no
podía sacar la cabeza, no podía disparar.
La hora de la verdad se acercaba y por un momento el sargento notó
el pinchazo de la incertidumbre, el temor a la muerte, a que algo no saliese
bien, pero al observar a su concentrado capitán, a la cara jovial de su
coronel, solo podía creer que lo que se iba a encontrar al otro lado de la trinchera,
en lo alto de la escala sería un paseo por el campo.
El sargento escuchó algunas palabras a su lado, eran lamentos por
tener que esperar, enfado por no haber podido salir ya a hacer el trabajo, y
como no el soldado Smith, que estaba seguro que iba a ser el gran tirador de la
sección, cubierto de medallas, del acero ceremonial del valor, se debía ver
como los viejos guerreros, los caballeros andantes, aunque había sustituido su
armadura bruñida por el letal fusil, con su munición perforante. El sargento
ordenó silencio y los hombres se callaron, guardándose sus miedos y sus
aspiraciones dentro de sus cuerpos. Tal era el silencio que ya no escuchaba el
sonido de los obuses al pasar.
-
¡Al ataque! ¡Adelante! ¡Al ataque, fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! -gritaba
otro oficial que estaba junto a su capitán, quien hacía sonar su silbato.
El sargento, como el resto de sus compañeros, hizo sonar sus
silbatos, tras escuchar el de su capitán, subiendo por la escala, sin dejar de
lanzar aire al interior del trozo metálico que mantenía en su boca. Sin mirar
si sus hombres le imitaban y le seguían en su ascenso.
El sargento subió como pudo, hasta que la suela de sus botas pisó
sobre firme, en la tierra más allá de los tablones de madera de la trinchera.
Se golpeaba en las rodillas con la culata de su fusil. Notaba como la escala
gemía bajo su peso, pero aguantaba. Oía los silbatos, como el que él mismo
hacía sonar con fuerza, junto con el crepitar de las ametralladoras que seguían
con fuego continuo, sólo deteniéndose para recargar.
Entonces sus ojos vieron lo que tenía por delante, el terreno
informe, lleno de socavones, cráteres de explosiones e impactos, restos de
cuerpos, trampas de alambre, un espino de acero enrollado sobre pilares de
madera. Pero lo que no conseguía distinguir era la trinchera enemiga que tenía
que tomar. Pero allí no se podía quedar, por lo que avanzó, como las órdenes
mandaban.
Los primeros pasos parecieron fáciles, aun con el estado en el que
se encontraba el suelo. No miró hacia atrás, pero escuchaba la respiración
entrecortada de sus hombres. Por el rabillo del ojo podía vislumbrar las puntas
de las bayonetas de los que le iban a la zaga. Por un momento, en esos escasos
pasos que dio hacia delante, quiso pensar que eso no era un campo de batalla
sino un jardín. Nadie les combatía, solo se escuchaban las ráfagas de las
ametralladoras de su bando, tal vez el enemigo si estaba tan acobardado que no
había podido ni reaccionar. Eran esos sus pensamientos cuando empezó el
verdadero infierno.
Llegó en forma de una lluvia de obuses, esos zumbidos que rasgaban
el cielo, llenaban de temor los corazones y lo destrozaban todo al tocar el
suelo. El sargento pudo notar en más de una ocasión el rumor de la onda
expansiva de un impacto, pero a él le pareció como una leve brisa, un débil
viento que se mecía entre sus cuerpos.
Mientras caían los proyectiles, empezaron a llegar las balas, de
fusil, de ametralladora, de pistola, de cualquier arma que les apuntaba
directamente a ellos, o donde creían que se encontraban. En un instante el
sargento notó un roce, algo caliente y rápido le acarició en el rostro, pero no
se paró a ver lo que ocurría, sino que siguió de frente, tocando su silbato de
forma involuntaria, sin darse cuenta de que lo hacía. El sonido estridente le
daba fuerzas para seguir avanzando, en busca de la trinchera enemiga, la
posición que le habían ordenado tomar. Ya no sabía si había más compañeros a su
alrededor o era el último de su sección.
Si el sargento hubiera estado más atento, podría haber visto como
el capitán era alcanzado en la cabeza por una bala perdida, cayendo hacia atrás
por el impacto, lanzando su revólver al aire, perdiendo el silbato. El capitán
quedó inerte en el suelo, mientras sus hombres pasaban de él, azuzados por sus
sargentos o intentando imitarlos, avanzando hacia una posición que con cada
obús, parecía más distante. Las balas o las bombas abrían ronchones de aire en
la formación de soldados. Los heridos gritaban desconsoladamente, llamaban a
sus madres, mientras que los muertos quedaban allí como tristes testigos de lo
que fueron. Algunos cuerpos enteros, otros malévolamente destrozados por la
fuerza de las explosiones.
Pero el ataque proseguía, los que corrían no podían dar la vuelta,
pues la lluvia de obuses quedaba a sus espaldas, aunque debieran avanzar hacia
la carnicería de las balas.
Pocos seguían ya al sargento, los que lo hacían rezaban por sus
adentros, pidiendo llegar a la trinchera, que se terminara esa tortura, ese
suplicio. Entonces un obús cayó cerca del sargento, la explosión le lanzó hacia
delante, cayendo de morros contra el suelo. Notó la humedad de la tierra,
prácticamente lodo. Intentó levantarse, pero algo le obligaba a mantenerse
pegado en el suelo. Soltó el fusil y movió ambos brazos hasta dar con la causa,
un cuerpo o lo que lo parecía. Se movió de lado y el cadáver de alguno de sus
hombres al que no reconoció, cayó de costado.
Miró hacia atrás, levantándose un poco, para ver a escasos metros
de sus pies el borde de un cráter, aún humeante, en donde caían las últimas
volutas de tierra que había elevado el impacto. A su alrededor cadáveres.
Intentó escuchar, pero no oyó nada, por lo que se tocó los oídos, le sangraban.
Se pasó la mano por la barba, la boca y se dio cuenta que había perdido el
silbato, lo que tampoco le importó demasiado. Cogió su fusil y se levantó
rápido. No tenía nada mejor que hacer que avanzar y por ello lo hizo.
-
¡Adelante! ¡A por ellos! -gritó el sargento, sin oírse, pero
esperando que hubiera supervivientes que le siguieran.
En ese momento por fin dio con el borde de la trinchera rival. Vio
el destello de un arma al dispararse. No estaba lejos, casi al lado. El
sargento tomó sus últimas fuerzas y lanzando un gruñido más propio de un animal
se lanzó a la carrera hacia su presa. Él no se oía y no creía que entre tanto
barullo y estallido alguien podría escucharle. Pero eso no le hizo vacilar,
sino que le dio más ganas de avanzar, de caer sobre los enemigos que habían
asesinado a sus muchachos.
Con esa fuerza que había obtenido de sus ganas de vivir, de
sobrevivir, de vengarse, recorrió como un gamo hasta el borde de la trinchera.
Lo que vio, hizo que su corazón diera un vuelto. Los enemigos se habían quedado
paralizados ante su aparición. Eran soldados enemigos, pero a su vez no eran
más que unos muchachos, unos niños que jugaban a ser soldados, que le
observaban llenos de miedo. Pero que iban armados con fusiles, como lo que él
llevaba entre sus manos, como lo que habían portado sus hombres. El sargento no
lo dudó, levantó su arma y disparó. La bala alcanzó a uno de los enemigos, que
puso una sonrisa de incomprensión al sentir como la bala perforaba su cuerpo.
Por el impacto cayó hacia atrás.
El sargento no dejó que el otro niño reaccionara, sino que saltó
al interior, profiriendo un aterrador grito. El soldado enemigo intentó poner
su fusil como escudo, pero ya era tarde, la bayoneta del sargento fue la
primera en cortar, clavándose en el pecho del muchacho. El sargento recordó
cómo era la danza del soldado y sacó rápidamente su letal acero, para volver a
clavarlo en otro punto del cuerpo enemigo. Repitió los pasos durante un rato,
hasta que creyó que ya no se levantaría, mientras su cara estaba cubierta de la
sangre.
Pero ahí no acabó su labor, pues pronto notó nuevos enemigos, que
hasta ahora habían estado más atento a los movimientos de los que se les
acercaban, que a la persona que ya les había invadido. El sargento buscó en uno
de los bolsillos de sus casaca, hasta dar con una granada, le quitó la espoleta
y la lanzó donde le parecía que había varios enemigos, buscando blancos fuera
de la trinchera. La explosión les roció con los fragmentos de la granada,
provocando el fin de los disparos y un coro de gemidos, que el sargento
silenció a bayonetazos.
Mientras avanzaba agachado por la trinchera enemiga, fue
encontrando con soldados de otras secciones, supervivientes de la loca carrera,
que como él estaban vengando a sus amigos. Eran letales y expeditivos con
aquellos niños que tanto se parecían a ellos mismos. No mostraron piedad, no
dieron cuartel, no se detuvieron hasta que la trinchera quedó llena de
cadáveres. Algunos perdieron sus embates y cayeron allí donde el enemigo pudo
con ellos, pero al finalizar la macabra obra, la trinchera había acabado en sus
manos.
La lluvia de obuses se detuvo, así como las ráfagas de las armas
pesadas de ambos bandos, creándose un silencio solo roto por los gemidos de los
heridos que quedaban entre las dos trincheras, de la que habían partido hacia
nada y la que habían tomado. El sargento se dio cuenta que era el último
oficial que quedaba, aparte de ser uno de los últimos veinte soldados en pie.
La trinchera era demasiado grande y ellos demasiado pocos para defenderla, aun
así, parecía que el enemigo pensaba que aún era de ellos, pues no habían
empezado a hacerles llover fuego y metal.
El sargento les ordenó que buscaran munición entre los enemigos
muertos y buscarán posiciones para repeler un posible ataque por parte del
imperio. Él al igual que el resto se buscó una posición y se limitó a esperar,
como todos los que allí permanecían, alejados unos de otros, en silencio.
Entonces una voz rompió el silencio.
-
¿Sargento? ¡Sargento! -dijo una voz que ya conocía, pero que le
resultaba rara, parecía que lloraba al hablar.
El sargento se dejó caer hacia el borde contrario, por el que
había saltado hacía ya una hora. Con sus ojos cansados buscó el lugar donde
provenía la voz, la que creía saber de quién era.
Un cuerpo se movía entre una enredadera de alambre con pinchos, se
mecía en el aire, mientras el metálico espino desgarraba la carne y el
uniforme. Un fusil bajo la sombra de la persona colgada, cuan largo era. Con
una rodilla doblada de forma inconcebible. Sus ojos vieron la ensangrentada
cara del soldado Smith, atrapado en su penosa cárcel, mientras la brisa le
provocaba más dolor.
-
¡Sargento! -clamaba Smith, mientras el sargento lloraba, pues le
era imposible responder a menos que no quisiera sobrevivir-. ¿Dónde estás,
sargento?
El sargento le miraba, pero sin saber qué responder.
-
¡Sargento! Nos has llevado a la muerte, has sido el pastor que
lleva al ganado a ser sacrificado en los corrales -gritó el soldado Smith,
entre lamentos.
Otros de los supervivientes intentaban esconder sus rostros contra
el borde de la trinchera, entre sus manos, tapando sus oídos, sabiendo que no
podían hacer nada por el camarada que les imploraba ayuda, pues si le hablaban
o intentaban salir en su ayuda, con ese sol, el enemigo sabría que la trinchera
ya no era suya, y se habrían sentenciado todos.
-
¡Sargento! ¡Ojala ya estés en el infierno! Lugar del que nunca
deberías haber salido -la voz del soldado Smith hería en lo más profundo del
sargento-. Sabías cómo era la guerra y te lo callaste, sargento del diablo. Nos
dejaste pensar en que seríamos imbatibles, y ahora yacemos, aquí, muertos o en
su camino, deseando ver por última vez a nuestras madres. Nos has engañado con
tu palabrería carente de sentido. Ojala te pudras como el corazón tan negro que
tienes.
El sargento tomó su fusil, le quitó la bayoneta, que guardó en su
funda. Luego colocó el cañón sobre el borde de la trinchera, sin sacar demasiado
la cabeza, apuntó a lo que creía que era el soldado Smith.
-
¡Sargento! Sálvame, no me dejes morir aquí, en este ataúd de frio
acero -rogó el soldado Smith, mientras tosía, se movía y se clavaba más cada
púa-. ¡Sálvame!
El sargento disparó, la bala recorrió la distancia que le
separaba, atravesó el casco y se alojó en la cabeza del soldado Smith. El
sargento se dejó caer hacia atrás, sobre un par de cadáveres de enemigos que
amortiguaron su caída. Los soldados más cercanos le miraron pero no dijeron
nada, pues se había terminado el martirio, tanto de su antiguo compañero, como
el de sus propios corazones al haberlo abandonado y sentirse culpables de ello.
En ese momento una ráfaga de ametralladora golpeó el borde de la
trinchera desde donde el sargento había silenciado al soldado Smith. Astillas
de madera y polvo se levantaron de la nada, ahí donde las balas golpearon. Los
nidos de ametralladoras rivales, más allá de su trinchera devolvieron el fuego.
Las balas pasaban sobre su trinchera. Durante un buen rato ambos bandos se
dispararon sin hacerse nada. Al final cambiaron al lanzamiento de obuses,
iniciando su singular partido de tenis, donde ningún bando parecía ganar nada,
pero que a los supervivientes les iba mermando en fuerza para aguantar.
La luz del sol, eclipsada sólo por la tierra que levantaba cada
impacto a cualquier lado de la fría y poco acogedora trinchera, fue moviéndose
por el cielo. Mientras el sargento, al igual que el resto de los supervivientes
intentaban pasar el rato, sin saber qué hacer, sin hablarse, esperando el
hipotético ataque de los enemigos, que querían recuperar lo que hasta hacía
pocas horas había sido suyo.
Entre los dos cadáveres, que se habían convertido en las mantas
del sargento, este luchaba por intentar no quedarse dormido, pero el
aburrimiento y la soledad de su trozo de trinchera le empezaban a pasar
factura. En un par de ocasiones había cerrado sus ojos, solo para descubrir que
se le aparecía el soldado Smith, serio, enfadado. Pero no era él únicamente,
allí estaban todos sus jóvenes soldados, mirándole con una mueca de asco. Sus
ojos denotaban que le consideraban la persona que les había matado. El sargento
no lo soportaba y abría inmediatamente sus ojos, esperando estar en otro lugar,
volver a su casa. El sargento pensaba en su esposa, en los días en los que
pasaban el tiempo tumbados en la hierba, en la época de paz en el mundo. Creía
que aún era capaz de recordar la suavidad de la piel de su amada, cuando
apoyaba su cabeza en los muslos de ella y su mirada se cruzaba.
Sus ojos eliminaban la penumbra que el sueño le había provocado y
volvía a ver las formas de los listones de madera que formaban las paredes de
la trinchera. Las manchas de tierra, de sangre, de pólvora, de quemaduras, que
engalanaban todo lo que había a su alrededor. Entonces aspiraba con fuerza el
hedor de los muertos, que habían comenzado a desintegrarse allí mismo, por la
acción del calor del sol, la humedad de la tierra que les rodeaba y de vez en
cuando le caía en forma de lluvia.
Ese olor le provocaba arcadas, pero no había nada que vomitar,
pues no había ingerido alimento alguno desde antes de la carga. Cuando había
tenido sed, había descubierto que alguna bala perdida había agujereado su
cantimplora, vaciando el contenido de agua a cambio de mantenerle con vida. Las
ganas de beber le habían provocado más debilidad y ahora permanecía allí, entre
tanta muerte y locura, luchando contra el hambre, el frío, la debilidad y los
fantasmas de la muerte. Y el tiempo lejos de ser rápido, duraba eones o así le
parecía percibirlo el sargento. El cielo siempre azul, le impedía el consuelo
de deleitarse con las formas siempre indescriptibles de las nubes, con sus
diversos colores.
De vez en cuando, se podían escuchar los gritos de sus rivales,
que llamaban a sus compatriotas muertos, pero ni el sargento ni ninguno de los
supervivientes entendía el lenguaje del imperio, y menos aún hablarlo. Se
mantenían en silencio, esperando que se callaran, rezando porque no les diera
por investigar la falta de respuesta. Siempre atentos a cada sonido proveniente
de la zona enemiga, del ruido de botas o pasos, del tintineo de las piezas
metálicas de los enseres, como un casco o una cantimplora. Tal vez esa espera
era lo que más volvía locos a los supervivientes, demasiado atentos a tantas
cosas, pero no a ellos mismos.
Cuando por fin la oscuridad de una nueva noche empezó a cambiar la
situación, el sargento ya no pudo frenar sus deseos de descansar y los ojos se
fueron cerrando poco a poco, rezando por que los fantasmas no fueran a
molestarlo en esa ocasión. El sargento cayó víctima del cansancio y no pudo ver
como la noche se iluminaba cada cierto tiempo con la luz de las bengalas que
lanzaba el enemigo para mantener controlado el frente aliado.
Los ojos del sargento se abrieron y la luz le obligó a cerrarlos
de nuevo. Abrió y cerró sus manos, para descubrir que no llevaba su fusil entre
ellas. Intentó moverse, pero parecía que algo lo impedía, algo que era
caliente. Tenía que ser un error, pues creía estar cómodo. Intentó hacer que
sus ojos se adaptaran a la luz que le rodeaba y poco a poco fue intuyendo
formas y colores.
El sargento estaba tumbado, boca arriba, tapado por una manta,
sobre una cama de armazón de hierro blanco y un colchón más cómodo que las
maderas de la trinchera sobre la que se había dormido. Entonces vio una mujer,
una enfermera con su habitual atuendo, que se movía por un pasillo creado por
las camas, todas ellas ocupadas. La mujer le miró, le sonrió y se marchó
rápidamente. El sargento la siguió con la mirada hasta que otra cama y su
ocupante le bloquearon. Junto a su cama y separándole de la siguiente, había
una pequeña mesilla de madera blanca, donde había colocados tres objetos, un
jarrón de vidrio con unas flores en agua, una jarra de metal, pintada de blanco
y un vaso de cristal.
En ese momento, la sed le llegó como un torrente imparable, notó
la lengua seca, así como el resto de su boca. Desgraciadamente no se podía
mover, no podía retirar la manta, ni levantarse hacia el cabecero, algo le
impedía cualquier movimiento. Supuso que sería algún tipo de vendaje, de alguna
herida que no había localizado o simplemente por el tiempo que habría pasado en
la trinchera. Estaba casi seguro que había sido hecho prisionero y ese hospicio
era del enemigo. Lo cual era un claro exponente de que la guerra se había
terminado para él, lo que en el fondo no le importaba demasiado.
El sargento escuchó pasos de botas, que se acercaban. La enfermera
regresó y señaló al sargento. Dijo algo, pero por alguna razón ni consiguió oírla,
ni entenderla, lo que dio más veracidad a su idea de estar en el lado imperial.
Un hombre con una bata blanca le estuvo observando de cerca, los ojos, la cara,
le tomó el pulso. Solo se dedicaba a asentir con la cabeza, hasta que al final
regresó con la enfermera e hizo una seña a alguien más allá de su visión. Los
pasos se acercaron y para sorpresa del sargento pudo ver a varios uniformes que
conocía demasiado bien, los de su bando.
Un coronel, se adelantó y se quedó a escasos centímetros de la
cara del sargento.
-
Mi enhorabuena, sargento..., eh sargento… ¿cómo se llama este
hombre? -el coronel se volvió hacia alguien detrás, que le dijo su apellido-.
Eso es, sargento. Le vamos a conceder una mención a su unidad y a usted una
condecoración, por su gran acción de batalla. Una carga épica, una gran obra
por su parte.
El coronel le dio una palmada en el hombro, y el sargento puso una
sonrisa que no significaba nada. El coronel le deseó su pronta recuperación y
se marchó seguido de todos sus ayudantes.
Una gran carga había dicho el coronel y no se equivocaba, el sargento
también lo pensaba, pero no se refería a lo mismo que el coronel. Él llevaría
una carga, su carga, la que le equivalía la muerte del soldado Smith y el resto
de sus compañeros de pelotón, todos a los que él había enseñado y en el día de
hoy no estaban allí, vivos como él. El pelotón con el que tendría que hablar
cada noche, cada vez que cerrara sus ojos. La voz de Smith, que recordaría como
le había taladrado sus oídos mientras agonizaba en la trampa de espino a la que
le había lanzado alguna explosión.
El día había empezado con una carga y él había terminado con una
carga que llevaría por el resto de su vida, siempre esperando a reencontrarse
con aquellos que ya no estaban cuando cruzara la laguna estigia.
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