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miércoles, 29 de noviembre de 2017

Encuentro (16)



Ofthar permanecía sentado en el suelo, mientras se tocaba la cara donde le había dado el bofetón Ofhar. No le dolía mucho, pero otra cosa era su corazón, era la primera vez que su padre le golpeaba.
-       ¿Has perdido el juicio? -preguntó Ofhar-. Nuestra situación es delicada y sobre todo ahora que estamos tan cerca del señorío de los pantanos. Nuestras identidades aquí están en peligro.
-       Querrás decir la tuya -dijo Ofthar, airado-. A mí no me conoce nadie, no soy más que el hijo de una doncella.
-       Pero eres mi hijo, y eso te hace alguien de renombre, aunque si actúas así, mezclándote con siervas estúpidas, pronto lo mancharas de deshonor -se quejó Ofhar.
-       Por eso estás enfadado, por eso me has golpeado, porque te iba a deshonrar -indicó Ofthar.
-       Te he golpeado porque aquí todos creen que soy tu señor y tú mi siervo, por ello no me podías contestar como lo has hecho -explicó Ofhar-. Sé lo que es el primer amor, pero te aseguro que esa chica solo te quiere por librarse del aciago futuro que le espera cuando Iomer la venda a algún hombre malvado. No te quiere ni te ama, solo se ama a sí misma. Eso es algo que debes aprender y rápido.
-       Se ve que mi madre no lo aprendió lo suficientemente rápido -comentó Ofthar.
Ofhar observó a su hijo y le propinó un segundo bofetón, tras lo cual se dio la vuelta y salió de la tienda. Ya no se vio con ganas de regresar a la tienda y durmió al raso, entre los carros de mercancías. Allí lo despertó Iomer, que se sorprendió por el celo de su jefe de guardias.
Durante las siguientes jornadas, Iomer se encargó de vender una serie de mercancías, tras lo que compró otras que le interesaban. Para disgusto de Ofhar, no vendió a la muchacha que le gustaba a Ofthar. Lo único bueno es que ella no se acercó a su hijo, lo que quería decir que temía bastante los castigos de Iomer.
La última noche que iban a pasarla allí, Iomer decidió dar un banquete para los guerreros y los siervos, así como los mercaderes que aún quedaban por allí. También se dejaron caer varios de los guardias de los pantanos. Ofhar estuvo tenso toda la noche, sobretodo atento a uno de los guardias. Un hombre de unos treinta años, alto y fuerte, que Iomer le había presentado como Rhennast y como jefe del prado de los mercaderes. Ofhar vio que ese guerrero podría ser peligroso, pero parecía estar más atento a las siervas, la comida y sobre todo a la bebida. Al final, fue perdiendo el interés en el guerrero y más en sus quehaceres. La velada llegó a su fin a altas horas y los invitados desaparecieron. Ofhar se fue a dormir.
A la mañana siguiente, todos se concentraron en recoger el campamento y prepararse para marchar. Sería medio día cuando se pusieron en marcha, poco a poco, ya que los carros volvían a estar más llenos que antes y las bestias que tiraban de ellos tenían más trabajo. Desde allí se dirigieron hacia el paso del río Oniut, un vado por el que podían pasar los carros y las cabalgaduras. Fue cuando se acercaban al vado, Ofhar distinguió a un jinete que les seguía a poca distancia, acercándose cada poco tiempo. Le costó pero reconoció al guerrero de los pantanos de la noche anterior.
Lo más raro es que iba solo, sin más compañía que sus armas y su caballo. Podría ser que hubiera más guerreros escondidos, pero quien lo podía saber a ciencia cierta. Ofhar no podía meter prisa a la caravana, sin tener que hablar con Iomer, que ya recelaba de sus órdenes. Además, no era insólito que un guardia de uno de los señoríos escoltase las caravanas, para dar a entender a los bandidos que esos mercaderes habían pagado a su señor. Por un momento barajó huir con Ofthar, pero aún les quedaba pasar la guardia del vado, por lo que no era preciso abandonar su tapadera. Su única opción por ahora era tener controlado al guerrero y no demostrar nerviosismo.
Iomer, que también había visto a Rhennast, vigilaba las acciones de su jefe de guardias, que parecía muy tenso por la presencia del hombre de los pantanos. Cuando cruzara el vado del Oniut se encararía con el hombre, para que le contara la verdad, pues ya estaba harto. Estaba seguro que era algún tipo de rufián, y la presencia del soldado tras sus huellas le demostraba su teoría y que algo ilegal había hecho en los pantanos.
Ante la sorpresa de Ofhar, la caravana cruzó el vado, sin que los guardias de los pantanos hicieran mucho más que pedir el óbolo por el paso. El guerrero, que saludó a los encargados del vado, también lo cruzó. Esperó a que la caravana se alejara de la ribera del Oniut, para ordenar que se detuviera. Dijo que era un enviado del señor Whaon y ordenó que le acompañaran Iomer, Ofhar, su sirviente y la muchacha que le gustaba a Ofthar. Ofhar tuvo un mal presentimiento. Iomer fue a quejarse, pero Rhennast le aseguró que acatasen sus órdenes por las buenas o el regimiento que lo seguía a distancia se encargaría de hacerlas obedecer.

El tesoro de Maichlons (28)



Maichlons observaba como el carruaje regresaba a la ciudadela, mientras él se mantenía de pie ante la puerta de su casa. Se acercó e hizo sonar la aldaba con fuerza. No tuvo que esperar mucho, el viejo Mhilon abrió la puerta, dejándole pasar.
-          Buenas tardes, señorito -saludó Mhilon, mientras cerraba la puerta según Maichlons pasó al interior-. ¿Ha comido?
Maichlons miró al anciano sirviente y sonrió, tras lo que negó con la cabeza.
-          Bien, señorito, ahora pediré a la cocinera que le prepare algo -señaló Mhilon, a lo que añadió-. ¿Desde cuándo no se lava?
-          ¿Huelo mal? -dijo Maichlons sorprendido, a lo que Mhilon puso una mueca graciosa.
-          Mientras la cocina trabaja, tal vez sea buena idea que se dé un baño -aseguró Mhilon-. Vaya a la armería para que le ayuden con la armadura, mientras le prepararemos un barreño con agua caliente.
Las peticiones de Mhilon sonaban más a órdenes que a otra cosa, y por ello, no se pudo negar. Como si fuera aún un mozalbete se dirigió a la armería. No era habitual en los palacetes del barrio Alto tener esta habitación, pero los señores de Inçeret hace mucho dotaron a sus viviendas con una. Allí, una serie de criados experimentados se encargaban de mantener armas y armaduras en estado de revista, aunque los señores preferían tenerlas listas para usarse. Lo normal es que su padre empleara a un padre y sus hijos, que eran sus aprendices. Actualmente, el armero, Lhatto, era un herrero consumado y aparte de la armería en sí, tenía una pequeña fragua con taller anexa a la habitación, junto a las cocinas. El horno de la pequeña herrería y los fogones de la cocina eran los que caldeaban la casa durante el invierno.
Cuando entró en la armería, Lhatto ya le esperaba, junto a sus dos hijos, Lhende, el mayor, y Golt. Cuando Lhatto muriera, uno de los dos tomaría el puesto de su padre y el otro tendría que marcharse, a menos que su hermano no tuviera hijos para ayudarle. Lhatto puso mala cara según cruzó el umbral de la puerta. No dijo nada, pero estaba seguro que se había dado cuenta de que no llevaba bien puesta la armadura, además de detectar las manchas de sangre en el acero. Entre los tres se afanaron para retirar las piezas de la armadura, la camisola y las perneras de cota de malla. Las piezas de la armadura se llevaron a un maniquí, como había otras por una parte de la habitación. La cota de malla, se dejó sobre una mesa, donde Lhatto o algún hijo la limpiaría. También se hicieron cargo de la banda y el broche, dejando a Maichlons vestido únicamente con las prendas interiores. Su espada, dentro de su vaina y del tahalí se colgó de un perchero especial, junto a otras tantas.
Maichlons se marchó, en dirección a su alcoba, pensando en el dato curioso de que en esa armería había pertrechos suficientes para una buena docena de guerreros totalmente armados. Aunque hoy en día, ya solo había dos nobles que pudieran hacerlo. Aunque si lo que había oído en su día era cierto, Mhilon había sido el dueño de una de las armaduras que allí descansaban, como otros sirvientes que ya habían muerto, pues todos habían luchado codo con codo con su padre y el rey Jesleopold en la guerra de independencia. Galvar les había dado un trabajo durante la paz. En ocasiones, cuando era niño se preguntaba si el silencioso Lhatto, también había sido uno de esos guerreros.
Justo cuando llegó a su alcoba, se encontró de lleno con una sirvienta joven, de unos veintiún años, menuda, pero con un gran busto, con el pelo recogido bajo un pañuelo. No recordaba a esa chica en la casa. La sirvienta llevaba una jarra humeante, hizo una pequeña reverencia y se marchó hacia el piso inferior. Maichlons la siguió con la mirada, descubriendo un trasero apetecible, y visible aun con la falda ancha que llevaba. De todas formas, entró en su alcoba y se dirigió a la habitación anexa donde se encontraba el barreño, que ya estaba lleno de agua, agua caliente, del que emanaba vapor. Se quitó las prendas interiores y se sumergió en el agua caliente, algo que parecía estar deseando.
Junto al barreño habían dejado un taburete y sobre él una toalla doblada y un pastilla de jabón, de color blanco. Mhilon como siempre estaba en todo. Se lavó con ganas, pasándose el trozo de jabón por cada parte del cuerpo, tras lo que se relajó durante un rato dentro del barreño, para que sus músculos se aprovechasen del calor. Cuando le pareció que el agua se iba entibiando, se levantó, tomó la toalla y comenzó a secarse. En ese momento se dio cuenta de que las prendas que había dejado tiradas junto al barreño habían desaparecido. En cambio sobre la cama, había unas prendas interiores de gasa, junto a unos calzones y una casaca de colores apagados, pero sencillas. Mhilon había pasado por allí, mientras él disfrutaba del relax del baño. Aun con los años que habían pasado, el viejo zorro era capaz de entrar sin ser oído y hacer cosas sin molestar a los amos.
No necesitó ayuda para vestirse y al poco pudo salir de la habitación, justo para encontrarse a Mhilon, de pie y serio.
-          Tiene preparado un almuerzo en el comedor familiar -informó Mhilon, que no espero a que Maichlons le agradeciera su trabajo tan efectivo.
El comedor familiar era un pequeño comedor que había en ese piso, en la zona de la familia, austero en tamaño y decoración, para el uso cotidiano, no como el gran salón, también en esa planta, pero en la zona para los visitantes, donde se daban festines cuando así el duque lo decidía. Pero hacía ya mucho que Galvar no daba grandes festines, pues hacía mucho que ya no tenía nada que celebrar.

domingo, 26 de noviembre de 2017

La odisea de la cazadora (2)





Con las manos vacías, dejando atrás un fuego más o menos controlado, en el centro del claro que habían limpiado para evitar que las llamas se extendieran, los tres cazadores y Lybhinnia regresaban a su campamento. Habían estado toda la jornada por el bosque, buscando las esquivas piezas, solo habían encontrado al ciervo y no habían conseguido nada. Lybhinnia había guardado el puñal, junto varías pruebas que había obtenido del ciervo y del bosque, en una bolsa de cuero, que solía utilizar para llevar algunas piezas pequeñas. Quería enseñárselas a Armhiin, el líder de su grupo y chamán. Tenían que hablar sobre la situación que empezaba a ser peligrosa. Tenían bocas que alimentar y nada con qué hacerlo. Pues el bosque no parecía estar ya dispuesto a ayudarles.


El campamento estaba levantado en un altozano, sobre el que crecían unos inmensos árboles ancestrales, de gruesos troncos, ramas largas, cargadas de años. Sobre estos habían construido sus moradas, cabañas y plataformas para unirlas, una red de caminos de madera y cuerda, elevados a cientos de metros, en la foresta vegetal. El suelo del altozano, entre los árboles había sido limpiado y en él se cultivaban algunos vegetales. Todo el campamento estaba rodeado por un cercado de madera, que no era en sí una muralla, pues solo servía para mantener alejado a los animales salvajes de lo cultivado. En la cerca, había una puerta, cerrada, pero controlada por el guardián de la arboleda, el mejor guerrero o cazador del campamento. Fue este quien les recibió y el primero en poner mala cara.

-       ¿No traéis nada? -preguntó el guardián de la arboleda al dejarles pasar. 
-       ¿Dónde está Armhiin, Gynthar? -inquirió Lybhinnia, mientras sus compañeros negaban con la cabeza.
 
Gynthar, el guardián de la arboleda, miró con ojos claros a la cazadora, que como siempre parecía altiva en sus formas. Lybhinnia era verdaderamente bella, o eso pensaba Gynthar aunque nunca lo diría libremente, pues el resto de los moradores del poblado, le tenían por un guerrero adusto, justo y legal. La cazadora era alta, bien formada, con lo pechos de un tamaño medio, sin ser muy grandes, lo que podría hacerle imposible la caza o la lucha, ni muy pequeños para que Gynthar no pudiera alabarlos. El pelo era rubio, del color del oro, como muchos, incluso él mismo. Los ojos eran verdes, como dos piedras preciosas.

-       Armhiin está en el santuario -respondió Gynthar secamente-. Habla con Silvinix, así que no vayas a molestarlo, Lybhinnia. Id a descansar, para prepararos y hacer bien vuestro trabajo.
 
Los otros cazadores no pudieron evitar mirar al suelo, ante el reproche del guardián, pero Lybhinnia se quedó mirando a Gynthar a los ojos, hasta que las dos piezas verdes hicieron recular a los del guerrero, claros y blanquecinos. Los cazadores se fueron hacia sus cabañas, Lybhinnia les iba siguiendo, pero cuando estos torcieron hacia los alojamientos, ella cambió de dirección, dirigiéndose al santuario. Este lugar sagrado era una plataforma circular que estaba construida sobre la zona donde nacían las ramas centrales que formaban la copa del árbol central o de mayor tamaño de la arboleda, que normalmente era el más antiguo. En el santuario no solo era utilizado por el chamán para sus relaciones con los dioses, sino que se usaba para las reuniones importantes del grupo, para tomar las decisiones que influenciaran las cosas cotidianas. A su vez, debido a que el techo estaba formado por las hojas del propio árbol, era un lugar muy bello, ya que la luz al cruzar la zona verde, provocaba unos reflejos espectaculares, y por ello, cuando no era utilizado ni por el chamán ni por el consejo era un lugar ideal para reflexionar y descansar.


Como ya había supuesto Lybhinnia, no había nadie despierto en el campamento, a excepción de los cazadores, Gynthar y el propio chamán, por lo que nadie se interpuso en su camino. Una de las leyes más antiguas del campamento era no molestar al chamán cuando estaba en sus oraciones. Pero ella estaba decidida a tratar con él la situación cada vez más acuciante sobre el bosque y las bestias con las que se estaban encontrando en cada cacería.


Se acercó al santuario, sigilosa, con movimientos lentos, como si estuviera cazando. Podía ver a Armhiin, arrodillado en el centro de la plataforma, recitando los salmos, con los que podía comunicarse con los dioses, si es que estos tenían ganas de devolverle las palabras. Armhiin era el miembro más anciano del campamento, sus cabellos se habían vuelto blancos, aunque su piel seguía tan suave como la de un joven, sin arrugas, excepto por una serie de manchas más oscuras, la única característica que definía su edad, pues solo los ancianos de su raza poseían esas manchas. Vestía una túnica larga, de color gris claro, sobre una camisa amplia, blanca y unos calzones marrones. En el suelo, junto a él, se encontraba su báculo, un bastón de madera clara, de avellano, barnizado y con una figura de un ciervo tallado en su parte superior.