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domingo, 26 de noviembre de 2017

La odisea de la cazadora (2)





Con las manos vacías, dejando atrás un fuego más o menos controlado, en el centro del claro que habían limpiado para evitar que las llamas se extendieran, los tres cazadores y Lybhinnia regresaban a su campamento. Habían estado toda la jornada por el bosque, buscando las esquivas piezas, solo habían encontrado al ciervo y no habían conseguido nada. Lybhinnia había guardado el puñal, junto varías pruebas que había obtenido del ciervo y del bosque, en una bolsa de cuero, que solía utilizar para llevar algunas piezas pequeñas. Quería enseñárselas a Armhiin, el líder de su grupo y chamán. Tenían que hablar sobre la situación que empezaba a ser peligrosa. Tenían bocas que alimentar y nada con qué hacerlo. Pues el bosque no parecía estar ya dispuesto a ayudarles.


El campamento estaba levantado en un altozano, sobre el que crecían unos inmensos árboles ancestrales, de gruesos troncos, ramas largas, cargadas de años. Sobre estos habían construido sus moradas, cabañas y plataformas para unirlas, una red de caminos de madera y cuerda, elevados a cientos de metros, en la foresta vegetal. El suelo del altozano, entre los árboles había sido limpiado y en él se cultivaban algunos vegetales. Todo el campamento estaba rodeado por un cercado de madera, que no era en sí una muralla, pues solo servía para mantener alejado a los animales salvajes de lo cultivado. En la cerca, había una puerta, cerrada, pero controlada por el guardián de la arboleda, el mejor guerrero o cazador del campamento. Fue este quien les recibió y el primero en poner mala cara.

-       ¿No traéis nada? -preguntó el guardián de la arboleda al dejarles pasar. 
-       ¿Dónde está Armhiin, Gynthar? -inquirió Lybhinnia, mientras sus compañeros negaban con la cabeza.
 
Gynthar, el guardián de la arboleda, miró con ojos claros a la cazadora, que como siempre parecía altiva en sus formas. Lybhinnia era verdaderamente bella, o eso pensaba Gynthar aunque nunca lo diría libremente, pues el resto de los moradores del poblado, le tenían por un guerrero adusto, justo y legal. La cazadora era alta, bien formada, con lo pechos de un tamaño medio, sin ser muy grandes, lo que podría hacerle imposible la caza o la lucha, ni muy pequeños para que Gynthar no pudiera alabarlos. El pelo era rubio, del color del oro, como muchos, incluso él mismo. Los ojos eran verdes, como dos piedras preciosas.

-       Armhiin está en el santuario -respondió Gynthar secamente-. Habla con Silvinix, así que no vayas a molestarlo, Lybhinnia. Id a descansar, para prepararos y hacer bien vuestro trabajo.
 
Los otros cazadores no pudieron evitar mirar al suelo, ante el reproche del guardián, pero Lybhinnia se quedó mirando a Gynthar a los ojos, hasta que las dos piezas verdes hicieron recular a los del guerrero, claros y blanquecinos. Los cazadores se fueron hacia sus cabañas, Lybhinnia les iba siguiendo, pero cuando estos torcieron hacia los alojamientos, ella cambió de dirección, dirigiéndose al santuario. Este lugar sagrado era una plataforma circular que estaba construida sobre la zona donde nacían las ramas centrales que formaban la copa del árbol central o de mayor tamaño de la arboleda, que normalmente era el más antiguo. En el santuario no solo era utilizado por el chamán para sus relaciones con los dioses, sino que se usaba para las reuniones importantes del grupo, para tomar las decisiones que influenciaran las cosas cotidianas. A su vez, debido a que el techo estaba formado por las hojas del propio árbol, era un lugar muy bello, ya que la luz al cruzar la zona verde, provocaba unos reflejos espectaculares, y por ello, cuando no era utilizado ni por el chamán ni por el consejo era un lugar ideal para reflexionar y descansar.


Como ya había supuesto Lybhinnia, no había nadie despierto en el campamento, a excepción de los cazadores, Gynthar y el propio chamán, por lo que nadie se interpuso en su camino. Una de las leyes más antiguas del campamento era no molestar al chamán cuando estaba en sus oraciones. Pero ella estaba decidida a tratar con él la situación cada vez más acuciante sobre el bosque y las bestias con las que se estaban encontrando en cada cacería.


Se acercó al santuario, sigilosa, con movimientos lentos, como si estuviera cazando. Podía ver a Armhiin, arrodillado en el centro de la plataforma, recitando los salmos, con los que podía comunicarse con los dioses, si es que estos tenían ganas de devolverle las palabras. Armhiin era el miembro más anciano del campamento, sus cabellos se habían vuelto blancos, aunque su piel seguía tan suave como la de un joven, sin arrugas, excepto por una serie de manchas más oscuras, la única característica que definía su edad, pues solo los ancianos de su raza poseían esas manchas. Vestía una túnica larga, de color gris claro, sobre una camisa amplia, blanca y unos calzones marrones. En el suelo, junto a él, se encontraba su báculo, un bastón de madera clara, de avellano, barnizado y con una figura de un ciervo tallado en su parte superior.

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