El bandido se acercó con pasos lentos, mientras Maichlons lo iba
estudiando. El primero en atacar fue el hombretón, a lo que Maichlons se limitó
a eludir, mientras escuchaba al líder de los bandidos y sus hombres mofarse de
mi cobardía. Decidió que iba ser mejor dejar que el gigantón mostrará todas sus
cartas, eludiendo luchar con él, permitiendo las burlas. Con esta táctica pudo
observar que el bandido al que se enfrentaba era fuerte, pero lento, lo que le
hacía abrir muchos puntos sensibles en sus ataques. Eso sí, tenía que eludir
todos los golpes de ese hombre, a menos que quisiera que le rompiera algún
hueso. Al final, se aprovechó de una abertura del gigantón, realizando una
finta rápida para engañar a su enemigo, tras lo que le golpeó con el pomo de su
espada en el costado desprotegido del hombretón, cortándole la respiración y
haciéndole caer sin resuello contra el suelo empedrado. Una vez allí, le golpeó
de nuevo, pero esta vez en la cabeza, para dejarlo inconsciente. El resto de
los bandidos se quedaron por fin silenciosos.
El líder le hizo una señal al resto y comenzaron a avanzar hacia
Maichlons, andando en semicírculo, con las puntas de sus armas hacia el cuerpo
de Maichlons. Claramente ya no iban a andarse con remilgos, pues todos parecían
enfadados porque había vencido a su amigo. Maichlons decidió dar un par de
pasos y hacerse con el garrote del bandido caído. Realmente era pesado, pero
aun así pudo con él, lo cual le vino muy bien, porque en ese mismo momento dos
de los bandidos se abalanzaron contra él. Maichlons dejo que se acercaran y les
lanzó el garrote a los pies, lo que provocó que ambos se tropezaran y chocarán
el uno contra otro, cayendo en un lío de brazos y piernas, lo que aprovechó
Maichlons para noquearlos como el gigantón.
Ahora comenzó la revancha y avanzó hacia el líder, pero el otro
bandido se interpuso para detenerle. Se enlazaron en un rápido intercambio de
cuchilladas. Pronto las heridas empezaron a aparecer en los brazos del bandido,
y el espíritu de lucha se esfumó de igual manera, tanto que abrió brechas en su
defensa, hasta que Maichlons le propinó un puñetazo en el abdomen, seguido a un
golpe de la empuñadura contra la mandíbula inferior, lanzando una serie de
dientes ensangrentados.
El líder se había quedado solo, sus compañeros habían caído y sin
que él lo supiera, los tres muchachos que les acompañaban habían huido de allí,
presos del pavor al guerrero.
-
Bueno, ya estamos solos, que decías de un tributo -inquirió
Maichlons.
-
No sabes con quien te estas metiendo, nosotros tenemos poder
-espetó el líder, más asustado que orgulloso.
-
Creo que eres tú el que ha hecho un error de cálculo -dijo
Maichlons, que avanzó hacia el bandido, que reculaba poco a poco.
Maichlons bajó la punta de su espada, lo que pareció aliviar un
poco al bandido, que relajó los brazos. Pero el hombre había entendido mal lo
que pretendía Maichlons, por lo que no estuvo preparado para defenderse cuando
su oponente arrancó de pronto. Los ojos del bandido casi no pudieron seguir el
cuerpo de Maichlons, que se aproximó veloz, al tiempo que alzó la espada hacia
el cielo en el momento que no había casi espacio entre los dos hombres. La
punta de la espada de Maichlons abrió un largo tajo por el rostro del bandido,
desde la mandíbula inferior derecha, terminando bajo el ojo. La sangre voló y
parte cayó sobre la armadura de Maichlons. El bandido se dejó caer al suelo,
tirando su espada, bramando gritos de dolor y poniendo sus manos para parar la
hemorragia.
-
Creo que ya te he pagado el tributo que me pedías -afirmó
sonriente Maichlons, al tiempo que se alejaba unos pasos, se agachaba junto al
cuerpo del gigantón que aún permanecía dormido y limpiaba la punta de su espada
en la ropa del bandido-. Espero que te lo pienses otra vez cuando le vayas a
intentar robar a un soldado.
El bandido, tirado en el suelo, murmuraba algo, mientras lloraba y
bramaba de dolor. Maichlons dudó en acercarse para saber qué era lo que decía
el hombre, pero atisbó un movimiento entre las sombras de uno de los
callejones. Se dio la vuelta y anduvo rápido hacia su carruaje, abriendo la
portezuela y golpeando la caja para despertar al asombrado cochero. Agarrado al
interior del carruaje y a la portezuela, pero con los ojos en los caídos,
atento a la llegada de más hombres, se pusieron de nuevo en marcha, esta vez
más veloces que antes.
En medio de la calle, el líder de los bandidos se intentaba
acercar a sus hombres caídos, cuando de los callejones empezaron a salir
hombres, embutidos en capas oscuras con capuchas. No les veía la cara, pero sí
notó el brillo dorado bajo una de las capuchas y tragó saliva.
-
Te has dejado pisotear por un solo hombre, ¿no? -dijo uno de los
encapuchados, que se retiró la tela, dejando ver una máscara de oro que le
tapaba todo el rostro.
-
Era muy fuerte, señor -balbuceó el bandido mientras intentaba
recular, pero las piernas de dos de los encapuchados le impidieron alejarse-.
No hemos sido rivales para él.
-
En eso tienes razón, no erais rivales, de ningún modo, más bien no
tendríais ni que haberle parado -prosiguió el de la máscara de oro-. Pero lo
has hecho y ahora nos has puesto en un problema. Llevo meses haciendo que los
jefes de La Cresta me empiecen a tomar en serio, nuestra organización se va
haciendo fuerte y respetada, pero tú parece que no lo quieres entender.
-
Pero no era más que un noble idiota, le cazaremos y le enseñaremos
lo que vale… -intentó decir el bandido, pero el de la máscara de oro levantó la
mano pidiéndole que se callara.
-
Ese hombre era un soldado, la armadura era buena, de combate, no
las que llevan los nobles -explicó el hombre de la máscara de oro-. Y además
era el general en jefe de la guardia real, algo que indicaba la banda y el
broche que lleva sobre la armadura. Así que lo más seguro es que cuando salga
de la Cresta haga dos cosas, mande guardias para detenerte o directamente entre
con la guardia real.
-
Pero no sabe ni quien soy ni se acordará de mí -aseguró el
bandido.
-
No se va acordar de un tío con una gran cicatriz por el lado
derecho de la cara -dijo el hombre de la máscara pausadamente.
El bandido del suelo se miró la mano ensangrentada y no supo qué
decir. Pero no fue necesario hablar más. El hombre de la máscara hizo una seña
y uno de los hombres tras el bandido, sacó una daga de los pliegues de su capa,
se agachó y se la clavó en la parte de atrás del cuello. El bandido puso una
ligera mueca de dolor y se deslizó de costado, con los ojos abiertos, sin vida.
El encapuchado recuperó su arma. El resto fueron retirando a los hombres
inconscientes, las barricadas, y todo lo que les pudiera relacionar con ellos.
Solo dejaron al bandido muerto, para que otros supieran que el hombre de la
máscara de oro no toleraba los fallos.
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