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miércoles, 1 de noviembre de 2017

El tesoro de Maichlons (24)



En el recinto donde permanecían unos carruajes, lastrados y apoyados sobre tocones, ya que no había ningún animal de tiro, a Maichlons le costó encontrar a algún mozo de cuadras. Tras deambular un rato, investigar las cuadras y maravillarse ante algunos de los animales más bellos que había visto hasta ese día, por fin se encontró con un sirviente. Más bien se chocó de lleno con él. Un criado mayor, de pelo canoso, vestido con una casaca con librea y por el lenguaje que utilizó no muy contento por encontrarse con Maichlons.
-          ¿Qué pasa no tiene ojos en la cara? -espetó el criado, mientras se agachaba a recoger un cubo de madera, lleno de zanahorias.
-          Lo siento, estaba mirando los animales y no le he visto, señor -se disculpó Maichlons, pero se quedó un momento callado, pues no sabía ante con quien se había chocado-. ¿Señor?
-          Me llamo Antorn -se presentó el criado, al tiempo que se ponía de pie y sus ojos se fijaban en la banda y el broche-. Soy el jefe de estas cuadras, general.
-          Pues las tiene para pasar revista, Antorn -afirmó Maichlons, sonriente-. Además los animales son magníficos, sobre todo el gran ruano, y ni qué decir del palomino, una criatura inmensa.
-          Lo son, tiene buen ojo, general. Ambas monturas son de su majestad, el ruano fue un regalo del rey Jesleopold a su hijo, y el palomino se lo regaló el señor de Sançer -indicó Antorn, más aliviado y lleno de orgullo por las palabras de Maichlons sobre su trabajo-. ¿Puedo hacer algo por vos, general?
-          Hum, sí, el Heraldo me ha indicado que si necesitaba de un carruaje para moverme por la ciudad, que viniera aquí -contestó Maichlons.
-          Claro, tome esto -asintió Antorn, mientras le pasaba el cubo de las zanahorias-. Por qué no se encarga de darles estas golosinas a los caballos.
Maichlons tomó el cubo, más para evitar que se cayera al suelo, que para realmente alimentar a los caballos, pero Antorn, ya se alejaba dando gritos. Mientras Maichlons se dedicaba a dar las zanahorias a unos dóciles caballos, fuera era todo ruido de hombres moviéndose por el empedrado, golpes de objetos metálicos y las órdenes de Antorn, que acabaron siendo amortiguadas por los relinchos de caballos, que eran llevados hasta sus posiciones ante el carruaje.
No supo cuánto habían tardado, pero por fin regresó Antorn, que le arrebató el cubo vacío de las manos y le llevó hasta el exterior donde un carruaje, con un conductor esperaba listo para usarse. Antes de subirse en la cabina, Maichlons le indicó al conductor dónde quería ir, el parque del rey Jesleopold. Antorn cerró la portezuela y le hizo un gesto al conductor, que inmediatamente arreó a los caballos. Maichlons se cayó en el interior del carruaje, debido a la inercia.
Maichlons no había reparado en decirle al conductor que ruta debía seguir y por ello el conductor supuso que tenía prisa, por lo que se aventuró por las calles del barrio de la Cresta. Claramente esa no fue su mejor elección, como se vio de pronto, cuando al torcer en una calle, se encontró el paso cerrado, cortado por un carromato y una pila de madera. El conductor tuvo que detener a sus caballos y Maichlons fue lanzado hacia delante, lanzando un exabrupto contra el conductor.
De los callejones laterales aparecieron media docena de hombres, vestidos con jirones, pero lo más preocupantes eran las espadas que llevaban en sus manos. Maichlons abrió la portezuela para interrogar al conductor sobre su forma de guiar el carruaje, cuando vio a sus nuevos amigos.
-          ¡Vaya chicos, si tenemos a un ricachón! -dijo uno de los maleantes, que al contrario que los otros, parecía ligeramente mejor vestido-. Buen señor, no sabéis que cruzar por la Cresta obliga al rico a pagar un tributo.
-          ¿Un tributo? -repitió Maichlons, mientras descendía por los peldaños de acceso a la caja-. ¿Desde cuándo no puede un ciudadano cruzar por este barrio sin problemas?
-          Parece que el señorito no conoce las normas de la Cresta -indicó el líder, lo que provocó las risotadas de sus compañeros-. Solo los residentes de la Cresta pueden moverse libremente por la cresta, el resto deben pagar por ese privilegio. Así que si no quieres problemas, mejor que nos pases tu bolsa, amigo.
Maichlons miró y sopesó sus opciones, todo sin perder una sonrisilla en su rostro, lo que parecía que irritaba al líder de los ladrones. Eran ocho, pero percibió que tres de ellos no irían a dar problemas, ya que no eran más que unos muchachitos, unos niños que estaban aprendiendo de los mayores. Así que en verdad eran cinco los que se enfrentarían a él. También era verdad que podría haber más escondidos, pero decidió arriesgarse. Se volvió a su cochero.
-          ¡Haz recular a los animales! regresa a la vía anterior y espera mi llegada -ordenó Maichlons.
-          Pero señor -se quejó el cochero, mientras alzaba un garrote que parecía haberlo tenido escondido bajo su banco.
-          Haz lo que te digo, anda -pidió Maichlons, que no quería un civil que proteger.
El líder de los bandidos, al ver que el carruaje iba poco a poco yendo hacia atrás, lanzó una blasfemia y gritó un nombre, que resultó ser el de un hombretón bastante alto, pero sobre todo muy grueso, que se armaba con un pesado garrote. Maichlons se sonrió, mientras desenvainaba su espada.

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