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sábado, 30 de octubre de 2021

Aguas patrias (60)

Eugenio cenó solo en su camarote, una cena ligera que le había preparado su asistente. Mientras tomaba cada bocado, pensaba en lo que le habrían preparado los de Vergara en la comida del día siguiente. Fue entonces que recordó el sobre que le había entregado el criado de parte se Teresa. Lo había guardado en uno de los bolsillos de su uniforme y se había olvidado de él cuando había subido al puente. Según llegó, el primer oficial le había indicado que había dos marineros atados a grilletes. 

-   ¿Por qué hay dos marineros con grilletes? -recordaba haber preguntado Eugenio, con una mezcla de sorpresa e indignación-. ¿Quienes son? 

-   El señor Gutiérrez Ortiz y el señor López Ferrán, señor -había respondido Mariano Romonés.

Eugenio se había quedado pensativo durante unos segundos. Tenía que recordar las caras de los dos hombres. Eran marineros de primera, gavieros del mayor. Se habían ganado unas buenas cicatrices en el combate en el Vera Cruz. Por lo que sabía eran buenos amigos o por lo menos compañeros de rancho. 

-   ¿Qué ha pasado? -había querido saber Eugenio. 

-   Una pelea, señor -había informado Mariano, un poco compungido-. Por lo visto han debido beber más de la cuenta y estaban contándole a uno de los nuevos reclutas lo que había ocurrido en el combate del Vera Cruz. La cuestión es que ambos se han atribuido la misma acción y ahí ha empezado el lío. El señor Alvarado ha ido a poner orden y los dos le han golpeado. Creo que ha sido por error, el señor Alvarado se ha interpuesto cuando ambos habían lanzado un puñetazo. Los infantes se han encargado de ellos. Ahora están en el sollado. 

-   Comprendo, señor Romonés -había dicho Eugenio-. ¿Dónde está el señor Alvarado? 

-   En la enfermería, señor.

Cuando Eugenio había bajado a la enfermería se encontró al señor Alvarado hablando con el señor Grande. En el rostro del contramaestre se podía ver un ojo a la funerala y otro golpe en el costado de la cabeza. Habló con los dos y se hizo partícipe que el contramaestre no quería represalias extra al castigo ordinario por una pelea entre personas bajo el influjo del alcohol en horas de trabajo. Eso, en opinión de Eugenio, honraba al contramaestre. Al fin y al cabo era un oficial, y golpear a un oficial era casi visto como un acto de amotinamiento, que como todos merecían el castigo de muerte. Con el parecer del contramaestre y el dictamen del médico, dejó a los hombres en su charla.

Su siguiente destino fue el sollado, donde encontró a los dos marineros, ambos tristes y posiblemente más sobrios que nunca. Había un infante con ellos, que se puso firme cuando llegó el capitán. Los dos marineros agacharon sus cabezas cuando llegó Eugenio. Ambos sabían bien lo que habían hecho y que el capitán, tendría que ser severo con ellos. Bien sabían que su capitán les hubiera defendido en otra situación, que luchaba hombro con hombro con ellos en el combate y que era justo, pero ellos habían golpeado al contramaestre, un oficial. 

-   Borrachos en la guardia, se pelean y golpean al contramaestre ante toda la tripulación -había comenzado a hablar Eugenio, con un tono de enfado, que lo dos hombres vieron normal, por la situación en la que estaban-. Un acto que podría entenderse como un acto de amotinamiento. ¿Qué voy a hacer con ustedes?

Los dos marineros siguieron cabizbajos, en silencio, esperando los ataques de su capitán, pues ambos sabían que se lo merecían. 

-   Les he hecho una pregunta, señores -había vuelto a decir Eugenio. 

-   Lo sentimos mucho, capitán -habló uno de los dos, el que era algo más mayor, Gutiérrez Ortiz, si no se equivocaba Eugenio-. No queríamos golpear al señor Alvarado, señor. 

-   Pero han bebido en su turno y les han enseñado lo que no se debe hacer a los nuevos reclutas -había matizado Eugenio-. Así que me temo que tengo que ser duro con ustedes. Pensaré en su castigo. No van a poder librarse de él. 

-   Lo entendemos señor -dijeron los dos a la vez.

Eugenio se había marchado pensando en cuál debía ser el castigo más adecuado para este problema. Sin duda una serie de latigazos o dos sería lo más obvio. No quería ni pasarse ni quedarse cortó. Y de esa forma, regresó a su camarote donde le esperaban algunos informes y otros papeles que leer. Pero ahora se había acordado de la carta. Buscó en el uniforme y encontró el sobre, que al acercarlo a la cara, volvió a oler el perfume que había puesto Teresa sobre el papel y le vino a la mente el rostro de la muchacha, lo que le hizo sentirse mejor, pero a la vez más nostálgico. Decidió que terminaría de cenar y ya cuando su asistente se llevase todo, la leería en la más total soledad, sin tener que subir a la cubierta para ver si pasaba algo o el tiempo. Ahora estaban fondeados en la paz de la bahía, en un puerto tranquilo.

El reverso de la verdad (50)

Andrei había pedido a Helene que parase el coche en la última vaguada de la carretera y que esperase en la cuneta unos diez minutos, después se podría poner en marcha y llevar a cabo lo que le había explicado. Gracias a esa parada y ese tiempo de impasse, Andrei cruzó las fincas que separaban la vaguada del muro de la hacienda de los LeGrange. Había elegido el camino que quedase más oculto del juego de cámaras que rodeaba todo el recinto, rezando porque no hubiese nadie mirándolas.

Cuando llegó a la base del muro, se apoyó en la pared, miró su reloj y esperó. Ahora era el momento de la distracción. Aguzó el oído y pudo escuchar el ruido del motor del coche acercándose a la valla. El sonido del timbre fue evidente y Andrei lanzó su chaqueta sobre la parte superior del muro, que se enganchó al alambre de espino. Tiró de la manga y vio que esta no se soltaba, por lo que la uso para escalar. En su mente pensó que era una pena de chaqueta, le gustaba. Pero hizo su trabajo que impedir que se electrocutara cuando pasó sobre el alambre.

La chaqueta también le ayudó a descolgarse del muro sin hacerse daño. Ya dentro de la hacienda tiró de la chaqueta y ante su asombro, esta vez sí se soltó. Podría ser que usarla para subir y bajar la hubiese liberado. Pero no se había librado de un buen rasguño donde el alambre se había clavado. Aun así se la puso. Cruzó a toda velocidad el terreno hasta la casa, desenfundó su arma y se introdujo por una puerta abierta. Era hora de buscar a su presa, y resultó fácil ya que escuchaba su voz, enfadada, ya que Helene estaba siendo muy pesada, como le había indicado él.

Se fue acercando con cuidado hasta lo que resultó ser la entrada principal de la vieja mansión. Junto a la puerta, sujetando un telefonillo y mirando una pantalla pequeña había una mujer que se parecía demasiado a una muerta, a excepción de que el pelo era rojizo. Se lo había teñido para pasar desapercibida, pero poco más. Andrei se acercó a ella, con el cañón apuntando a su cabeza y se detuvo cuando este estaba a milímetros del pelo. 

-   Tu lápida era muy bonita, Marie -dijo Andrei, lo que hizo que la mujer pegase un bote importante-. Aunque me temo que si hay alguien debajo del mármol no eres tú. Deja entrar a la chica del coche, viene conmigo.

Marie se volvió con cuidado y lo primero que vio fue el agujero de la pistola, negro. Luego ya posó su vista en la cara de Andrei y pareció serenarse ligeramente. Andrei le hizo un gesto con la mano libre, señalando la cara que se veía en la pantalla. Marie como volviendo a la vida se giró y apretó el botón, colgando el telefonillo. 

-   Eso está mejor, Marie -aseguró Andrei-. No es de personas educadas dejar a las visitas en la calle. Aunque tampoco lo es poner alambre de espino electrificado en lo alto de los muros. No se piensa en los pobres animalitos que se chamuscan, ¿verdad? 

-   ¿Andrei? -consiguió decir Marie. 

-   ¡Hum! Eso está bien, me has reconocido, por lo que ahora ya no puedes decir que me he equivocado de persona -afirmó Andrei.

La última afirmación de Andrei hizo que Marie lanzase un ligero bufido. Pero la atención de Andrei se volvió al ruido de su coche que se acercaba. Helene lo aparcó en un ángulo muerto para que si alguien miraba o llegaba a la hacienda no lo localizase hasta el último momento. Andrei quería tener la sorpresa de su lado hasta él último momento. La parte frontal de la casa estaba formada por una gravilla, por lo que los pasos de Helene se hicieron evidentes desde que se apeó del vehículo y se acercó a la puerta de la mansión. 

-   Abre a Helene, Marie, no es educado dejar a la gente fuera, a la intemperie -ordenó Andrei con palabras amables. 

-   Pero la gente tampoco tendría que auto-invitarse donde no se los espera -se quejó Marie. 

-   Un muerto no puede elegir a sus invitados, Marie -recordó Andrei, sonriente.

Si Marie iba a decir algo se quedó en el interior de la boca. Se aproximó a la puerta y la abrió, justo en el mismo momento que Helene iba a apretar el timbre. Al ver la puerta abierta, entró, para llevarse un susto al ver a Marie, la verdadera Marie vivita y coleando, tal y como había asegurado Andrei.

martes, 26 de octubre de 2021

El dilema (99)

Alvho y su línea fueron los últimos en encaramarse en la parte más alta de la base de la empalizada, donde se veían las bases de los troncos, aún humeantes. Estaba cansado, con los músculos entumecidos y lleno de sangre, gracias a Ordhin de sus enemigos. Según llegaron fueron sustituidos por guerreros de reemplazo de las líneas de retaguardia, que habían sido los primeros en entrar en la brecha por fuera, eliminando a los Fhanggar que habían conseguido hacer que los guerreros de dentro se replegasen. 

-   La mayoría de los guerreros se han replegado -dijo Irmak a su lado, que parecía que llevaba un rato esperando-. El canciller ha dado la orden de retorno a la ciudadela. Nuestro esfuerzo no ha valido de nada. 

-   Nuestro esfuerzo -repitió Alvho, un poco molesto con Irmak, ya que él no había salido con el resto, aunque estaba seguro que si se lo hubiera permitido, habría sido uno de los más letales-. Si el resto del ejército ha conseguido regresar a la ciudadela, lo que hemos hecho ha valido la pena, Irmak. 

-   Puede ser -reconoció Irmak, a duras penas. 

-   Irmak, ¿qué hace el enemigo? -quiso saber Alvho. 

-   Han pasado de atacar en otros puntos de la empalizada -indicó Irmak-. No entiendo su forma de luchar. Se han centrado en vosotros y en la brecha. Aun lo hacen. 

-   Su falta de previsión militar y su orgullo desmesurado son nuestras mejores bazas para conseguir que jueguen a nuestro juego -se limitó a decir Alvho-. Tenemos más posibilidades de sobrevivir si los Fhanggar se empeñan en devolver cada una de nuestras ofensas. Ahora solo se fijan en nuestro ejército de vanguardia, que les ha atacado por detrás, aplastando su ataque, paseándose por el campo de batalla como si fuese el dueño y bloqueando la brecha. Mandarán todo aquí y ahora. 

-   Eso quiere decir que estamos otra vez sobre un avispero -añadió Aibber que estaba quitando sangre de su hacha. 

-   ¿Cuando no lo estamos, Aibber? -preguntó Alvho, que prosiguió hablando ya que no esperaba respuesta e impidió que alguno se la diera-. Irmak, llévate a los más cansados y forma un muro de escudos junto a las puertas interiores. Pero mucho cuidado con las trampas del canciller. Cuando tengas el exterior de la puerta bajo tu control y hayas formado un buen muro, házmelo saber y avanzaremos hacia ti. 

-   Como órdenes -asintió Irmak con un tono de descontento, pero se marchó movilizando a los hombres que necesitaba.

Alvho se fijó en él. Sabía que Irmak quería luchar, quería vengarse por lo ocurrido al llegar a la ciudadela tras ser perseguidos por los Fhanggar. Pero Alvho lo necesitaba en un segundo plano, era inteligente y despierto. Defendería bien la puerta y había decidido que luchase con él los últimos momentos, que diese rienda suelta a su venganza cuando sería más necesaria esa vitalidad que daba el odio. 

-   Irmak quería luchar -dejó caer Aibber. 

-   Lo sé -asintió Alvho-. Y luchará. Este día volverá a hundir su espada en las carnes de los Fhanggar. Pero en este momento está donde más le necesito, donde más le necesitan sus compañeros. 

-   Eres único jugando con nosotros como si fuéramos piezas de juego -se burló Aibber. 

-   ¿Tú crees? Si lo ves así, tal vez sea hora que vuelvas a la brecha -sentenció Alvho, con una sonrisa, pero Aibber no se movió, ya conocía demasiado bien a su jefe-. No, mejor descansemos hasta que Irmak nos avise. Entonces ambos tendremos Fhanggar para elegir -en ese momento se escuchó un zumbido sobre sus cabezas-. Solo Dhalnnar se divierte ahora. Maldito extranjero amante del fuego. 

-   ¿Sobreviviremos? -bajó el tono Aibber para que los guerreros que tenía más cerca no le escucharan. 

-   Eso solo lo sabe Ordhin -contestó Alvho-. Pero te puedo asegurar que entre mis planes está llegar a esta noche. Y sino, que narices, pienso rubricar un final sanguinolento y lleno de violencia. Espero que quieras hacer lo mismo, Aibber.

El joven no respondió, pero henchió el pecho. Le había llenado de orgullo o por lo menos de ganas de seguir combatiendo y pronto tendrían mucha lucha, pues debían retornar hacia la ciudadela, matando con ganas, para evitar morir ellos. Sabía que Dhalnnar habría guardado una serie de tinajas, las suficientes para darles unos minutos preciosos, cuando empezasen el repliegue y tuvieran que abandonar la brecha. Así que su destino no solo estaba en sus manos, sino en la de los hombres que le rodeaban, en la de un loco extranjero y claro está en las de Ordhin. Alvho pensó que estaba apañado.

Lágrimas de hollín (103)

El avance hasta la plaza por parte del contingente imperial había sido seguido con detenimiento por los hombres de Bheldur que enviaban informes a la posición de Jockhel. 

-   Pensaba que las acciones de nuestros hombres les habrían hecho hervir de ira -indicó Bheldur después de que un mensajero había informado de que el contingente imperial se había detenido en la plaza y se había atrincherado tomando los edificios que la formaban. 

-   Esos soldados quieren venganza, pero su general se ha percatado de nuestra estrategia -explicó Fhin-. Estoy seguro que se ha puesto en contacto con los otros contingentes. Va a esperar que le alcancen y avanzar todos juntos. Esperará todo lo que sea necesario. Lo que quiere decir que hasta la tarde no podrá moverse. 

-   ¿Hasta la tarde? -preguntó Bheldur sorprendido, pues aún quedaban horas para el mediodía. 

-   Los otros contingentes están muy extendidos intentando cazar a nuestros hombres -prosiguió su explicación Fhin-. Necesitan tiempo para recomponer sus filas y luego se moverán en línea recta hacia la plaza. Ahí les atacaremos con ganas. Que lleguen el menor número de ellos a la plaza. Bheldur que los aguijoneen como si fueran abejas defendiendo sus panales. Pero estos dudo que ya sigan a nuestros hombres. El general del primer contingente parece que es el líder. 

-   Hubiera sido mejor que hubiese muerto cuando cayó del caballo -murmuró Bheldur. 

-   Puede que sí o puede que no -aseveró Fhin-. Puede que tuviera un oficial tan precavido como él. El destino lo marca todo, Bheldur. Trasmite mis órdenes, que sigan martirizando su marcha. 

-   Bien, ¿y los de la plaza? -quiso saber Bheldur. 

-   En la plaza están seguros -comentó Fhin-. No vamos a intentar nada con ellos. Que los hombres preparen nuevas trampas en esta calle. Es por donde avanzarán cuando se reúnan los contingentes, para asaltar nuestro baluarte. Tienen nuestros hombres suficiente tiempo para ello.

Bheldur siguió las indicaciones de Fhin en el mapa. La calle la habían medio preparada, porque no sabían a ciencia cierta por donde se iban a mover los imperiales por el barrio. Pero si Fhin tenía razón y no iban a atacar a los imperiales de la plaza, tenían el tiempo necesario para darles un recibimiento interesante. Así que Bheldur se retiró para preparar órdenes y dirigir los trabajos de acondicionamiento.

Fhin se acercó a una de las ventanas, con las manos en la espalda. Que su enemigo estuviese dirigido por un oficial precavido era lo que más necesitaba para que su plan se realizase en los tiempos que necesitaba. Requería la oscuridad para que los imperiales le perdieran la pista. Qué buscasen fantasmas en las sombras de la noche. Pero aún debía enfurecer más a los hombres, a los soldados, para que llegasen a ese grado que ya no acatarían a sus mandos. Entonces, la disciplina y el orden desaparecerían. El gobernador y los generales tardarían mucho tiempo en recuperar la situación. Ellos ya estarían muy lejos de todo.

Esperaba que sus hombres no se dejasen llevar por la buena situación y entablasen un combate real con los imperiales. Eso era totalmente inaceptable y Fhin lo había recalcado con una convicción que hiciese que sus hombres le acatasen sin rechistar. Ellos eran campeones en la lucha callejera, pero no en las batallas campales de los imperiales. No debían luchar directamente, o por lo menos no hasta el último momento. 

-   Bheldur, vamos a hablar con el general enemigo -dijo de improviso Fhin. 

-   ¿Qué? 

-   Ya me has oído, quiero hablar con ese hombre -repitió Fhin-. Jockhel le va a hacer rabiar. Necesito que el enemigo me odie hasta lo más ínfimo. Pero seguro que si ve una bandera de tregua, el general la aceptará. Aun así quiero que me traigas los siguientes objetos.

Fhin comenzó a pedir una serie de cosas, todas ellas molestarían el fuero interno del general enemigo y los que le acompañasen. Algo que provocaría más ira en los soldados imperiales, que cuando les tocase entrar en acción se moverían con mayor violencia y romperían antes los lazos que les ataban con la disciplina militar. Bheldur no sabía si a veces Fhin era un genio o estaba totalmente loco. Lo que pretendía hacer parecía hasta suicida. Bheldur no creía que el militar imperial accedería a comportarse ante Jockhel cuando estaba llevando una acción de castigo contra ese mismo hombre y sus seguidores. Pero Fhin había asegurado que los generales imperiales tenían su honor en un punto muy alto y romper alguna de sus reglas era atacar a su propio orgullo. Accedería a parlamentar y no rompería la bandera de tregua, no delante de otros oficiales.

sábado, 23 de octubre de 2021

Aguas patrias (59)

Una de las medidas que toda la escuadra estaba esperando, la de permitir a los marineros y oficiales descender a tierra, llegó la misma tarde que el juicio del capitán de Rivera y Ortiz. La ciudad, contenta al ver que la armada había expulsado a la oveja negra, pues la noticia se supo antes de que el ex-capitán abandonase el palacio del gobernador como un civil, recibió a los marineros, que iban cargados de oro, con los brazos abiertos y los ojos llenos de codicia, lista para vaciar sus bolsillos.

Los otros capitanes fueron obsequiados por el gobernador con una comida. Al principio todos los presentes fueron comedidos con sus palabras, pero cuando el vino fue consumido, más por algunos capitanes como el capitán Trinquez, sus bocas se fueron soltando. Desgraciadamente para los recién ascendidos, así como para don Rafael y para Eugenio, pronto las palabras de Amador fueron ataques gratuitos contra Juan Manuel, dejando ver su rencor hacia él y un grado de ser el vencedor en la pugna que parecía que ambos habían estado llevando. Aunque como añadiría don Rafael cuando el capitán Trinquez se había quedado dormido en uno de los sofás de la sala de fumadores, esa pugna era algo que solo estaba en la cabeza del capitán de la Santa Cristina y no en ninguna otra parte.

La despedida fue triste otra vez, ya que el gobernador los invitaba al nuevo juicio que se llevaría a cabo al día siguiente. Y este no era mejor que al que habían tenido que asistir hoy. Frente al tribunal se presentarían unos desertores, antiguos marineros que habían levantado sus armas contra ellos. Habían matado a sus antiguos compañeros de rancho, pues algunos marineros les habían reconocido. Ahora solo quedaba saber de que barco habían huido y Eugenio rezaba porque no hubiera sido de ningún barco que hubiera caído en manos del enemigo fuera del combate.

Aunque el capitán de la Osa le propuso un hueco en su carruaje, Eugenio declinó la oferta y decidió regresar andando hasta el muelle, esperando que el paseo desde la residencia del gobernador le ayudase a bajar la comida, el alcohol y le quitase el mal sabor de boca que le había dejado el juicio de hoy. Tardó casi una hora, pero pudo ver que la ciudad ya había hecho las paces con la marina y volvía a recibir a los marineros sin llegar a las manos.

Cuando llegó al muelle, se encontró con un criado, el de la familia de Vergara, que esperaba junto a las escaleras donde se concentraban los botes, con los que se podían llegar a los barcos, pues a excepción del Vera Cruz, que se encontraba en los muelles del astillero, el resto de barcos de guerra y las presas permanecían fondeadas por la bahía. 

-   Capitán Casas, el señor de Vergara le estaría muy complacido si tuviera la bondad de aceptar una invitación a comer, para mañana -anunció el criado. 

-   Dígale que mañana hay un segundo tribunal de la marina en el palacio del gobernador -dijo Eugenio, un poco turbado ya que le hubiera gustado comer con don Bartolomé y sobre todo con la señorita Teresa-. Me temo que el gobernador nos invitará a comer tras el tribunal. 

-   Entiendo, capitán -asintió el criado, que parecía que iba a marcharse, pero le tendió un sobre-. De la señorita.

Eugenio miró el sobre y lo tomó con parsimonia, no quería que el criado pudiera decir que estaba ansioso por coger el sobre. El criado le hizo una reverencia y se marchó. Eugenio se acercó a la escalera del muelle, mirando el sobre, de un papel rosado. Lo acercó a la nariz y notó el aroma del perfume de Teresa. 

-   ¡Quitaros de en medio, marineros de agua dulce! -escuchó una voz chillona que venía del agua.

La voz, que era la de uno de sus guardiamarinas, le devolvió al presente. Se aproximaba su bote, dirigido por el guardiamarina que le gritaba a los botes privados, para que dejasen pasar al de la Sirena. Si hubiese sido un recién llegado o un marinero, esos botes les hubieran llevado al barco pero él era un capitán y tenía su propio bote en todo momento. Cuando el bote enganchó el chiquero en el tablazón del muelle, Eugenio guardó la carta en uno de los bolsillos del uniforme, bajó y saltó en el interior del bote, junto al timonel y el guardiamarina. Eugenio no tuvo que hablar, sino solo sentarse y apuntar a la fragata. El guardiamarina se encargó de todo para hacerle regresar al barco, con el apuro de no querer meter la pata ante su capitán.

El reverso de la verdad (49)

Andrei desandó el camino hasta la plaza y se adentró en ella, para buscar a Helene. Como había temido, Helene había llamado la atención, pero qué culpa tenía ella, solo estaba mirando la ropa y los jóvenes de la población ya se la habían rifado. Helene no parecía darse cuenta del revuelo que estaba montando. Pero Andrei si vio las miradas viciosas de ellos y las celosas o más bien airadas de ellas. Decidió que era hora de acabar con las esperanzas y las miradas maliciosas. Se acercó a Helene y la cogió del hombro. Ella se volvió sobresaltada, pero al ver la cara de Andrei se relajó. Los jóvenes que la rodeaban se fueron marchando, así como otros hombres más mayores. 

-   ¿Has encontrado algo interesante? -preguntó Andrei. 

-   Con el dinero que me has dado no he podido coger mucho, pero si que me he encontrado con un par de trapitos -afirmó Helene orgullosa de sus compras y sus regateos con los vendedores. Había comprado sólo en los puestos que regentaban hombres, había sido más fácil regatear con ellos. Un quiebro o un saltito habían sido suficientes para desarmar a sus oponentes. Que fácil era lidiar con los hombres-. ¿Ya tienes el fármaco? ¿Vamos a buscar información? 

-    No, ya no hace falta buscar información -negó Andrei, guiñandole un ojo y bajando el tono-. Vamos a ver a una muerta. 

-   ¿Qué? 

-   ¿Le temes a los fantasmas? -se rió Andrei. 

-   Yo no le temo a los fantasmas, a los espíritus ni a nada parecido -aseguró Helene, siguiendo a Andrei, que se había puesto a andar hacia el coche, tras arrebatarle de las manos las bolsas con sus compras-. Pero si has dicho eso es que la has encontrado. Está viva como tú pensabas. 

-   Eso es -asintió Andrei, abriendo la puerta del conductor y tirando la bolsa en el interior-. Vamos a visitar la hacienda de los LeGrange.

Ambos se metieron en el coche. Andrei puso en marcha el coche y se marcharon de allí. Fue siguiendo las indicaciones de la farmacéutica. Había sido muy concienzuda con los cruces, los cambios de rasante, incluso los árboles y otros elementos del paisaje que iban a ver. La hacienda de los LeGrange apareció al subir por una colina. Era una señora edificación, un casoplón de los de antes. Demasiado vieja y bastante descuidada. Si era verdad que el dueño se ausentaba mucho, era normal que poco a poco se fuera viniendo abajo.

Lo que verdaderamente le preocupaba a Andrei era la seguridad que rodeaba la finca. Había un muro que para unos ojos inexpertos, parecía a los de otras fincas de la zona. Cubiertos de hiedra en ciertas partes y agrietado en otras. Seguía el mismo look que el resto de las edificaciones. Pero Andrei tenía otros ojos y se percató de que un cable corría junto al alambre de espino que había colocado sobre el muro, para impedir que se saltara el muro. El alambre estaba electrificado. Un detalle que podría provocar la muerte de un intruso poco observador. Otro punto era la gran cantidad de casetas para aves que había en muchos de los troncos de los árboles de la finca. Un mero espectador de la zona pensaría que el dueño era un amante de los pájaros o un ornitólogo. Andrei veía una instalación masiva de cámaras de seguridad que no dejaban ni un solo punto ciego. Solo podría entrar ahí con una distracción. Por ello, Andrei paró en la cuneta del camino. 

-   ¿Qué sucede? -preguntó Helene al detener el vehículo Andrei. 

-   Creo que es buena idea que conduzcas tú -indicó Andrei, saliendo del vehículo. 

-   ¿Yo? -inquirió sorprendida Helene, pero apeándose a su vez. 

-   Sí tú, ¿porque sabes conducir, verdad? 

-   Claro que sé -afirmó Helene, haciéndose la ofendida. 

-   En ese caso todo bien -asintió Andrei, rodeando el coche hasta llegar a donde estaba Helene-. Ahora es momento de explicarte lo que tienes que hacer. No se puede dudar en esto, ya que nos jugamos mucho. ¿Entendido?

Helene asintió con la cabeza. Andrei le empezó a explicar qué parte era la que tenía que hacer y lo que esperaba de ella. Helene le fue haciendo algunas preguntas sobre la marcha, para entender bien los puntos claves y porque eran tan importantes. Cuando todo estuvo claro, Helene rodeó el coche y se montó frente al volante. Andrei, se sentó en el asiento junto a ella. Helene arrancó el motor y se puso en marcha. Claramente sí sabía conducir, aunque lo hacía de una forma más civilizada y menos violenta que Andrei. No había prisa, ni nada que les persiguiera en ese momento.

martes, 19 de octubre de 2021

El dilema (98)

Y aun, con todos los hombres que estaban cayendo bajo la acción de las tinajas del trabuquete de Dhalnnar, los Fhanggar seguían mandando más y más guerreros a morir. Aunque los que pasaron el fuego, empezaron a hacer replegarse a los defensores, solo para ser diana de los arqueros que pululaban por los muros interiores. Pero también el canciller había ordenado retirar a guerreros, a los más veteranos, para nutrir los muros interiores, porque desde el punto de vista de Alvho, el canciller había tomado esta medida porque creía que la defensa de la empalizada estaba perdida. 

-   Estamos listos -dijo Aibber junto a Alvho. 

-   Bien -se limitó a decir Alvho, que miró a la empalizada-. ¿Irmak, que hace el enemigo? 

-   Se ha desplazado totalmente hacia la brecha, ya no tenemos enemigos delante de la puerta -informó Irmak, que seguía sobre la empalizada-. Nos dan la espalda. 

-   Eso es un gran error por su parte -se burló Alvho, agitando su hacha-. ¡Abrid la puerta! ¡Vamos a matar a unos cuantos enemigos!

Todos sus hombres lanzaron un gritó atronador que hizo que casi todos los guerreros que no estaban en la batalla mirasen hacia el punto donde estaba el ejército de vanguardia, o lo que quedaba de él. Según las puertas estuvieron abiertas, todos los guerreros salieron a la carrera con Alvho a la cabeza. Giraron hacia el norte y se desplegaron en filas, para formar un grupo fuerte, un muro de escudos letal. Los Fhanggar estaban demasiado ocupados en hacerse con la brecha, que no se percataron de la muerte que se acercaba a ellos a paso rápido. 

-   Una salida, su gran idea es una salida, que bien -espetó el canciller, ligeramente malhumorado-. A mí también se me habría ocurrido. Ahora hay que defender dos posiciones. ¿Cuánto tardarán los Fhanggar en ver la puerta abierta? 

-   No creo que se percaten, canciller -respondió Asbhul, señalando la puerta de la empalizada que se había vuelto a cerrar y los hombres que había dejado Alvho volvían a reforzar, para evitar arietes. 

-   ¿Una carga suicida? 

-   No veo a Alvho pensando así -negó Asbhul-. Creo que sé lo que va a hacer. Va dar tiempo a que los hombres del interior se recuperen y luego, cuando sus hombres tomen la brecha, que evacuemos a nuestras tropas a la ciudadela. 

-   Eso es una locura. 

-   Puede ser -asintió Asbhul.

Podía serlo, pero con el paso de los minutos, pareció que era lo que se había propuesto Alvho. Su contingente alcanzó el flanco sur del ataque, con el enemigo de espaldas. Les costó bastante darse cuenta de la presencia de los guerreros de Alvho. La lluvia de tinajas había desatado el caos entre los Fhanggar y parecía que el humo del fuego había hecho pasar desapercibido el ataque desde el flanco. Ahora las tinajas eran lanzadas al flanco norte y a lo más alejado frente a la empalizada, creando un arco de fuego impenetrable, dejando la única forma de avanzar a unos espacios minúsculos, justos para caer ante las espadas de los guerreros de Alvho.

Cuando por fin los Fhanggar se dieron cuenta de lo que pasaba, ya era demasiado tarde. El grupo de Alvho había formado un cuadrado perfecto y se defendía por todos sus costados, mientras avanzaba a paso lento para taponar la brecha. Los Fhanggar con sus escasas armaduras eran fácilmente abatibles, y en cambio estos no eran capaces de desmoronar la defensa de escudos. 

-   Pues tenías razón, tharn, la idea de tu therk no era mala -tuvo que reconocer el canciller a regañadientes-. Órdenes a todos los therk, acabar con los Fhanggar que se han introducido por la brecha y cuando Alvho se agrupe en ella, repliegue al interior de la ciudadela interior. Que se busque todo lo que sirva para cerrar la puerta de acceso.

Los mensajeros salieron corriendo, había muchos therks a los que transmitir el mensaje. Muchos tenían que cumplir las órdenes del canciller. 

-   Aun así tendrán un camino duro desde la brecha hasta la puerta -recordó el canciller-. Pero Asbhul, te encargo que dirijas a los arqueros y a los hombres de Dhalnnar para aliviar su paso. 

-   Así será, mi señor -asintió Asbhul, que ya pensaba pedirle ese cometido al canciller, pero aun no se había atrevido. No iba a dejar que esos buenos hombres que habían hecho una heroicidad como ninguna muriesen entre la empalizada y la ciudadela.

Asbhul se marchó a preparar un cálido o más bien penetrante recibimiento a los Fhanggar que siguieran a Alvho y sus hombres.

Lágrimas de hollín (101)

En el centro de La Cresta, habían construido como un baluarte. No era un castillo al uso, pero los soldados, cuando llegasen pensarían que sería el lugar donde se encontraba Jockhel. Pero en realidad Fhin y sus hombres estaban a unos cientos de metros a la izquierda. Desde allí podían ver todo lo que pasaba, ya que habían derribado las casas cercanas al falso baluarte. Ahora había toda una explanada que rodeaba la fortificación. Había un centenar de voluntarios, miembros de la organización, la mayoría de cierta edad a los que se les había ordenado defender la posición. Sabían que si morían matando a muchos imperiales, sus seres queridos, evacuados a otras zonas de la ciudad se salvarían o eso había indicado Jockhel. Ellos salvarían al resto.

Pero solo dos hombres, de la mayor confianza de Bhorg tenían una orden más. En el centro del baluarte habían colocado unos cuantos arcones con oro. Los soldados que allí llegarán se lanzan a por el oro y esos hombres tenían una misión importante. Pero si ellos llevaban a cabo esa misión, todo habría terminado y solo quedaría huir. 

-   El ejército imperial se ha dividido para entrar por las tres puertas -informó Bheldur, que leía los informes que le llegaban de los mensajeros que iban y venían, recorriendo el barrio por pasos aún seguros. 

-   Un gran error por parte de los generales -indicó Fhin. 

-   Los contingentes de las puertas de la Gloria y del Caballero han caído en nuestra trampa. Avanzan lento y pierden hombres -leyó el siguiente mensaje. 

-   ¿Y el de la de la Paz? 

-   Ha perdido algunos hombres, pero ya no cae en la provocación -indicó Bheldur. 

-   Que pasen al segundo juego de trampas con ese contingente -ordenó Fhin. 

-   Entendido -afirmó Bheldur al tiempo que escribía algo en un papel y se lo daba a un mensajero que estaba listo.

Las trampas habían sido todas ideadas por Fhin y la primera era la de los saeteros móviles junto con grupos de asesinos que mataban dentro de las casas. Parecía que dos de los generales no se habían dado cuenta del peligro. Pero uno de ellos era más avispado. Por lo que iban a usar el segundo juego de trampas. Estas eran más burdas. Fhin iba a lanzarles todo tipo de cosas. De las casas saldrían troncos y vigas de madera, caerían rocas, incluso edificios enteros. Poco a poco minaría la moral de las tropas o las enfadaría aún más. Fhin había indicado que los soldados podían optar por las dos opciones. Incluso habían excavado trampas en las calles, estacas puntiagudas les esperaban en el fondo. Para cuando alcanzasen la plaza del baluarte estarían muy magullados. 

-   Bheldur, que se preparen todos los contingentes, que vuelvan locos a los soldados imperiales -ordenó Fhin, que estaba seguro que cuanto más cansados y airados, el enemigo no se percataría de la jugada final y de que el baluarte era una trampa. 

-   Entendido, señor -asintió Bheldur.

En ese momento se escuchó un estruendo y una nube de polvo se levantó hacia la puerta de la Paz. Eso quería decir que ya había caído una casa o algo grande, sobre el enemigo. Pero también indicaba que ese contingente era el más adelantado. Ese general era el único con dos dedos de frente, como para no caer en las provocaciones de sus hombres. Y aun así iba a odiar el día que tuvo que entrar en ese barrio. 

-   Han tirado la casa del boticario Jhel -informó Bheldur-. La columna imperial se está recomponiendo, pero no se rompe. Parece que ha pillado a una buena parte de la vanguardia de su avance. Una nota curiosa, el general enemigo se ha caído del caballo, pero prosigue a pie. 

-   Eso le hará estar más irascible -se burló Fhin-. Los generales no son muy buenos andando junto a sus soldados. Nunca se sabe de dónde puede venir la cuchillada mortal. 

-   El general de la puerta del Caballero sigue dividiendo sus fuerzas para que avancen por los callejones. Nuestros hombres los están diezmando a placer -leyó Bheldur un nuevo informe. 

-   Mensaje a los hombres. No se dejen engañar por la situación, el ejército imperial tiene muchos ases en la manga -indicó Fhin-. Luchar en las callejuelas es nuestro fuerte, si salen a las calles o a las plazas los matarán con saña. Que se cuiden de perseguir a los que huyan de ellos, pueden caer en una trampa del enemigo.

Bheldur escribió unas cuantas hojas y envió a nuevos mensajeros con las últimas órdenes de Fhin. Las cosas iban bien para ellos, pero aún quedaba mucho día. Fhin quería llegar a la tarde noche, para desaparecer en la oscuridad. Lo que no sabía es si sus tropas mantendrían la situación bajo control hasta entonces.

sábado, 16 de octubre de 2021

El reverso de la verdad (48)

Volvieron al coche y Andrei condujo hasta el pueblo. Aparcó junto a una plaza, en la que había un buen número de tenderetes, lo que indicaba que había un mercadillo. En la plaza estaba la fachada del ayuntamiento y de una iglesia antigua, lo que quería decir que estaban en el centro del pueblo. 

-   ¿Qué vamos a hacer ahora? -quiso saber Helene antes de bajarse del coche. 

-   Vamos a buscar información -dijo Andrei, que simuló que le molestaba la cabeza-. Pero antes necesito comprar una cosa de la farmacia del pueblo. Puedes quedarte en el coche o visitar el mercadillo. Siempre que te portes bien. 

-   Mercadillo -respondió veloz Helene, que no quería quedarse en el coche otra vez más. 

-   Nada de alejarse de aquí, ni hacer nada raro -advirtió Andrei. 

-   No soy una niña, ni tú mi padre -se quejó Helene, hinchando los pómulos. 

-   A veces lo pareces -ironizó Andrei, pero como no quería tener otra pataleta de la chica, añadió-. Tardo nada, pero toma esto por si quieres comprar algo, pero nada de móviles. 

-   Vale -afirmó Helene cogiendo los billetes que le pasó Andrei y bajando del coche.

Mientras Andrei cerraba el vehículo, vio alejarse a Helene, con su andar y sus formas de niña buena, lo que quería decir que planeaba algo. Pues raramente era tan sumisa. Esperaba que las situaciones que habían vivido juntos hasta ahora le hicieran pensarse las cosas y ser cautelosa. Él cruzó la calle y regresó por donde habían pasado con el coche, hasta una farmacia que había visto antes. Vio que solo había una mujer, mayor que él dentro. Sería la farmacéutica. No había más clientes. 

-   Buenos días, ¿en que le puedo ayudar, señor? -saludó la mujer. 

-   Me gustaría una caja de ibuprofenos -pidió Andrei, poniendo la cara de estar pasando por un calvario lo más convincente que pudo. 

-   Claro -asintió la mujer, y al ver el mapa de carreteras que Andrei había cogido del coche antes de bajarse de él, añadió-. ¿De turismo? 

-   Ya me gustaría, trabajo para una empresa de investigación -negó Andrei. 

-   ¿Un detective privado? -preguntó emocionada la mujer. 

-   Algo parecido, aunque sin el glamour de los gringos -ironizó Andrei. 

-   ¿Y que le ha llevado a un hombre como usted a este pequeño pueblo? -inquirió la mujer, visiblemente interesada-. Bueno, si puede hablar claro, igual es un secreto. 

-   ¡Oh, no! No hay secretos -negó Andrei, como si estuviera harto de su trabajo y no le viniera mal desentenderse de él para hablar con alguien-. Es un asunto de herencias. Se ha muerto una mujer, con cierta riqueza, y estamos buscando a una sobrina nieta. Pero sabe lo peor, que creo que tenemos un nombre falso. Aunque tengo una fotografía y una persona que asegura que la vio por estos lares. 

-   Vaya, pues si ha pasado por aquí igual la he visto -aseguró la mujer-. Al fin y al cabo, esta es la única farmacia de la comarca. Tienen que venir de los pueblos cercanos aquí para comprar sus pastillas. 

-   Seguro que sí -asintió Andrei, esperanzado. Hizo como si buscará algo entre los bolsillos de la chaqueta, hasta que sacó la fotografía de Marie, una de las que se había sacado con Sarah-. Según nuestros archivos se llama Diane, pero me temo que es falso. 

-   Y con razón, se llama Sophie -anunció la mujer, sonriéndole. 

-   ¿La conoce? 

-   Sí, sí, pero no lleva mucho por aquí -explicó la mujer-. Hace unos meses empezó a trabajar como asistenta en la hacienda de los LeGrange. La verdad es que compadezco a Sophie, debe de estar muy desesperada para trabajar allí. Pero si en verdad es la heredera, se podrá ir de allí. 

-   ¿Son peligrosos esos LeGrange? -preguntó Andrei, para saber a lo que se podía enfrentar. 

-   No exactamente, a ver, el anciano señor LeGrange murió hace un año, su hijo hace muchos años ya -comentó la mujer-. Y el nieto, bueno, es un hombre callado, no está mucho por aquí, viaja demasiado, al extranjero. Pero cuando era joven, bueno, tenía ciertos vicios, la mayoría crueles, aunque nunca pasó de los animales. No ha matado a nadie en el pueblo. Pero la gente recela de él. Es una suerte que la casa esté alejada del pueblo. Aún así, la fama sobre él no es buena. Sophie cuida la casa cuando el joven LeGrange no está y es su criada cuando está. 

-   ¿Y ahora está el joven LeGrange en casa? -quiso saber Andrei. 

-   Dicen que se fue hace unos días -respondió la mujer. 

-   Pues entonces es el momento clave para visitar a Sophie y sacarla de ese mal lugar -sentenció Andrei-. ¿Cuánto le debo? 

-   Siete euros. 

-   Tome -Andrei dejó los siete euros justos junto a la caja de medicamentos y puso dos billetes de cien junto a ellos. La mujer le miró sorprendida-. Por las molestias. No solo los herederos reciben el dinero.

La mujer cogió el dinero agradecida. Le dio las indicaciones precisas para llegar a la hacienda de los LeGrange. Tras eso, Andrei se marchó de regreso a la plaza para encontrarse con Helene.