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martes, 5 de octubre de 2021

Lágrimas de hollín (99)

Armhus había sacado el contenido de la bolsa que se le había caído a su hijo. Era una máscara de oro o por lo menos lo aparentaba. Era idéntica a la de la descripción de los guardias de su almacén y de los ladrones que había capturado. Miró a su hijo lleno de sorpresa, pero a la vez de enfado e ira. Tiró la máscara a los pies de su hijo. 

-   ¿Qué es esto? -preguntó con ira Armhus. 

-   Una baratija -respondió socarrón Shonet. 

-   ¡Hijo ingrato! ¡Miserable ladrón! ¿Dónde está el oro? -la cara de Armhus estaba roja, demasiado. 

-   No sé de qué me hablas, padre -negó Shonet, sonriendo malévolamente. 

-   ¡Has buscado mi ruina! ¡Nuestra ruina! ¡Insensato! -gritó Armhus, cuya mirada buscaba algo por el almacén, hasta que lo vio, unos arcones mal escondidos.

Armhus recorrió la distancia que le separaba de los arcones y retiró una lona que les cubría. Eran los arcones que le habían robado. Podía ver las marcas de los colores. Eran los destinados al emperador. Ninguno tenía el cerrojo echado, estaban sin cerrar, por lo que levantó las tapas y vio las piedras. 

-   ¡Estos arcones tenían el oro del emperador! -exclamó Armhus dando unos pasos atrás, congestionado-. ¡No se puede robar el oro del emperador! ¡Has sellado tu sentencia de muerte en el mismo momento que los has tocado! ¡Nos has desprestigiado! 

-   No te preocupes tanto, ha sido Jockhel quien los ha robado, ¿no? -ironizó Shonet, riéndose de su padre-. Eso es lo que cree el Alto Magistrado. 

-   ¡Destruye estos arcones, imbécil! -ordenó Armhus-. Si los soldados imperiales entran aquí y los encuentran que crees que pasará. ¡Eres un imbécil! 

-   Ningún soldado imperial entrará aquí y la milicia la tengo bien pagada para que mire hacia otro lado -indicó soberbio Shonet. 

-   Veo que sigues sin controlar nada -espetó Armhus-. El ejército imperial está entrando en la ciudad en este momento. El gobernador ha mandado un mensaje a los generales indicando que la paga de los soldados, el oro del emperador y sus posesiones han sido robadas por Jockhel. Se lanzarán sobre La Cresta como lobos hambrientos. ¿Pero qué ocurrirá si no encuentran el oro allí? 

-   Barrerán la ciudad -se limitó a decir Shonet. 

-   ¿Así qué que pasará si encuentran estos arcones en tu almacén, imbécil? -preguntó Armhus, sin dar tiempo a su hijo a responder-. Caerán sobre nuestras propiedades, buscando lo que no tenemos. Nos matarán, destruirán la casa de los Mendhezan, nos has… nos has… nos has…

Armhus se quedó como paralizado, no era capaz de terminar la frase. Pronto las piernas le fallaron y cayó al suelo. Shonet lo miró presa del pánico. 

-   ¡Padre! -gritó y se acercó corriendo, agachándose junto a su padre.

Shonet dio la vuelta al cuerpo de su padre, sorprendido de lo poco que pesaba. Su padre tenía la mirada fija en sus ojos, le costaba respirar, intentaba hablar pero Shonet no conseguía escucharle, por lo que acercó su oído derecho a la boca de su padre. 

-   Salva a la casa Mendhezan… -susurró su padre-. Salva nos… no nos dejes caer en el olvido… somos Mendhezan… sobrevivimos… ¡Juralo! 

-   Sí, padre, salvaré a nuestra estirpe -juró Shonet, que miró a los ojos de su padre, pero habían perdido su brillo-. ¿Padre? ¿Padre?

Armhus no se movió, ni dijo nada. Se había muerto y Shonet se había quedado solo. Aunque en realidad ahora era el nuevo duque de Mendhezan. Ya no habría problemas con la herencia. Entonces recordó los arcones. Dejó el cuerpo de su padre en el suelo del almacén, luego se encargaría de él. Se alejó al interior del almacén y regresó con una carretilla de madera y un hacha. Empezó a destrozar los arcones y echar los trozos a su interior. Las piedras se podían quedar ahí, eso no atraería la atención de ningún soldado. Llevó la carretilla hasta un horno que tenían en la herrería y echó los trozos al fuego. Vio como las últimas pruebas de sus fechorías ardían en las brasas, consumiéndose poco a poco.

Regresó junto al cadáver de su padre, recogió la máscara dorada, la guardó en la bolsa, puso cara de pena y llamó a los hombres de su padre. El primero en llegar era la mano derecha de su padre. Un hombre que conocía bien y que sabía que le ayudaría de ahora en adelante. Fue el primero en ratificar la muerte de Armhus y quién se encargó de todo. Recogieron el cuerpo y lo llevaron al carruaje. Shonet les acompañó, tras ordenar a sus trabajadores que cerrasen el almacén y volvieran a sus casas. Por respeto a su padre, se subió al pescante, viajando con el cochero.

El carruaje empezó a traquetear de vuelta a la casa de los Mendhezan, en el barrio Alto. A la vez que se movían a cierta velocidad, el cerebro de Shonet ya estaba elucubrando los cambios que iba a llevar a cabo en su nueva vivienda. Primero debía hacer algo con la joven esposa de su padre. Echarla no era una opción, no con un hermanastro. No cuidaría al infante como si fuera un hermano. Le daría todo lo que le hubiera dado su padre. Pero la madre, eso era otra cosa. Supuso que no le sentaría mal acostarse con otro Mendhezan, pero este no era un viejo. Pronto la haría desear no haberse casado nunca con Armhus.

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