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sábado, 23 de octubre de 2021

Aguas patrias (59)

Una de las medidas que toda la escuadra estaba esperando, la de permitir a los marineros y oficiales descender a tierra, llegó la misma tarde que el juicio del capitán de Rivera y Ortiz. La ciudad, contenta al ver que la armada había expulsado a la oveja negra, pues la noticia se supo antes de que el ex-capitán abandonase el palacio del gobernador como un civil, recibió a los marineros, que iban cargados de oro, con los brazos abiertos y los ojos llenos de codicia, lista para vaciar sus bolsillos.

Los otros capitanes fueron obsequiados por el gobernador con una comida. Al principio todos los presentes fueron comedidos con sus palabras, pero cuando el vino fue consumido, más por algunos capitanes como el capitán Trinquez, sus bocas se fueron soltando. Desgraciadamente para los recién ascendidos, así como para don Rafael y para Eugenio, pronto las palabras de Amador fueron ataques gratuitos contra Juan Manuel, dejando ver su rencor hacia él y un grado de ser el vencedor en la pugna que parecía que ambos habían estado llevando. Aunque como añadiría don Rafael cuando el capitán Trinquez se había quedado dormido en uno de los sofás de la sala de fumadores, esa pugna era algo que solo estaba en la cabeza del capitán de la Santa Cristina y no en ninguna otra parte.

La despedida fue triste otra vez, ya que el gobernador los invitaba al nuevo juicio que se llevaría a cabo al día siguiente. Y este no era mejor que al que habían tenido que asistir hoy. Frente al tribunal se presentarían unos desertores, antiguos marineros que habían levantado sus armas contra ellos. Habían matado a sus antiguos compañeros de rancho, pues algunos marineros les habían reconocido. Ahora solo quedaba saber de que barco habían huido y Eugenio rezaba porque no hubiera sido de ningún barco que hubiera caído en manos del enemigo fuera del combate.

Aunque el capitán de la Osa le propuso un hueco en su carruaje, Eugenio declinó la oferta y decidió regresar andando hasta el muelle, esperando que el paseo desde la residencia del gobernador le ayudase a bajar la comida, el alcohol y le quitase el mal sabor de boca que le había dejado el juicio de hoy. Tardó casi una hora, pero pudo ver que la ciudad ya había hecho las paces con la marina y volvía a recibir a los marineros sin llegar a las manos.

Cuando llegó al muelle, se encontró con un criado, el de la familia de Vergara, que esperaba junto a las escaleras donde se concentraban los botes, con los que se podían llegar a los barcos, pues a excepción del Vera Cruz, que se encontraba en los muelles del astillero, el resto de barcos de guerra y las presas permanecían fondeadas por la bahía. 

-   Capitán Casas, el señor de Vergara le estaría muy complacido si tuviera la bondad de aceptar una invitación a comer, para mañana -anunció el criado. 

-   Dígale que mañana hay un segundo tribunal de la marina en el palacio del gobernador -dijo Eugenio, un poco turbado ya que le hubiera gustado comer con don Bartolomé y sobre todo con la señorita Teresa-. Me temo que el gobernador nos invitará a comer tras el tribunal. 

-   Entiendo, capitán -asintió el criado, que parecía que iba a marcharse, pero le tendió un sobre-. De la señorita.

Eugenio miró el sobre y lo tomó con parsimonia, no quería que el criado pudiera decir que estaba ansioso por coger el sobre. El criado le hizo una reverencia y se marchó. Eugenio se acercó a la escalera del muelle, mirando el sobre, de un papel rosado. Lo acercó a la nariz y notó el aroma del perfume de Teresa. 

-   ¡Quitaros de en medio, marineros de agua dulce! -escuchó una voz chillona que venía del agua.

La voz, que era la de uno de sus guardiamarinas, le devolvió al presente. Se aproximaba su bote, dirigido por el guardiamarina que le gritaba a los botes privados, para que dejasen pasar al de la Sirena. Si hubiese sido un recién llegado o un marinero, esos botes les hubieran llevado al barco pero él era un capitán y tenía su propio bote en todo momento. Cuando el bote enganchó el chiquero en el tablazón del muelle, Eugenio guardó la carta en uno de los bolsillos del uniforme, bajó y saltó en el interior del bote, junto al timonel y el guardiamarina. Eugenio no tuvo que hablar, sino solo sentarse y apuntar a la fragata. El guardiamarina se encargó de todo para hacerle regresar al barco, con el apuro de no querer meter la pata ante su capitán.

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