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sábado, 16 de octubre de 2021

Aguas patrias (58)

Lo que se juzgó ese día, fueron más las acciones de Juan Manuel en el mar que su forma de actuar con la muchacha que había llevado escondida en su barco. Es verdad que esa falta de honor por parte de un capitán, que se comportaba como un chiquillo, como lo hubiera hecho un marinero o un grumete enamorado. Pero un capitán, el principal oficial de la fragata tenía que tener más cabeza. Pero aunque todo era muy desfavorable y una familia de mercaderes hacendados en Santiago quería que el capitán les resarciera de la forma más honorable, ya que la palabra del propio Juan Manuel que aseguraba y perjuraba que no había habido nada físico, no les era suficiente. Si don Rafael no se hubiera inmiscuido, ahora habría un padre o un hermano muerto o malherido. Pues Juan Manuel ya había amenazado con nuevos duelos.

Pero lo que sí importaba era porque se había separado del Vera Cruz, dejándole solo ante los ingleses y luego no se había percatado de las señales del Windsor que le hacía. Antes de que Juan Manuel pudiera responder, tendría que escuchar los testimonios de su tripulación. Por lo visto en los días anteriores, los oficiales y los marineros de mayor reputación habían sido interrogados por los hombres del gobernador. Y como casi todos habían dado la misma declaración, el gobernador solo había llamado al primer oficial.

Durante el interrogatorio del primer oficial, Eugenio y el resto de capitanes se quedaron de piedra ante lo que escuchaban. Por lo visto, según el primer oficial, la Santa Ana y su tripulación estaban deseosos de participar en la batalla, en acudir en ayuda del comodoro, pero el capitán, había empezado a realizar una serie de movimientos y cambios de rumbo que impedían que hicieran avante hacia donde se escuchaban los cañonazos y veían las arboladuras. Cuando se descubrió una escuadra que avanzaba hacia el Vera Cruz, el capitán había ordenado salir de allí, según él no podía caer también la fragata en manos del inglés. Incluso uno de los vigías aseguró que en la escuadra le había parecido ver los palos altos de la Sirena y que varias naves eran galeones. Pero ese hecho no pareció hacer cambiar de opinión al capitán. Con gran pena y resquemor por parte de los oficiales y la marinería, acataron las órdenes de su capitán.

En ese momento, Eugenio preguntó al teniente porque no se le indicó al capitán que la tripulación no estaba a favor de sus medidas. El teniente con un deje de temor, explicó que ni los oficiales se habían librado del látigo desde su salida de Santiago, cuando se indicaba algo contrario a las decisiones del capitán. Desde el gobernador hasta el capitán Salazar, se llenaron de estupor al escuchar esas palabras.

Cuando el teniente habló de las señales del Windsor, explicó algo parecido a lo sucedido con el Vera Cruz. El capitán Juan Manuel se comportaba como un loco y un cobarde. Los oficiales esperaban llegar a Santiago o encontrarse con una nave con un capitán de mayor antigüedad que el suyo para pasar un informe. Pero no se habían encontrado con nadie hasta retornar a Santiago. Solo con los dos mercantes que habían hecho prisioneros.

Tras las palabras del primer teniente, llegaron las de Juan Manuel, y ante el asombro de todos los presentes, no fue capaz de defenderse. Sí que habló, por los codos, pero en el fondo no era capaz de quitarse de encima la culpabilidad y la sombra de la cobardía se alargó mucho más. Cuando terminó y respondió a todas las preguntas que le hicieron, le ordenaron salir de la sala, los jueces tenían que deliberar. 

-   Nunca había presenciado algo parecido -murmuró el primero el gobernador-. Ese caballero no ha sido capaz de defenderse de ni una sola de las acusaciones. Y ya sin contar con el problema de la muchacha. 

-   Lo conocí como teniente -intervino Eugenio-. Y no era un cobarde y menos aún un tirano. Los ojos del primer teniente denotaban miedo. Y todos sabemos a lo que suele llevar el miedo. Todos conocemos el asunto de la Asunción.

Todos recordaban perfectamente la Asunción, una fragata, dirigida por un capitán despótico, amante de los castigos. Su tripulación se sublevó. Mataron al capitán y pusieron rumbo a las costas inglesas. Se les interceptó antes y muy a pesar del tribunal tuvieron que ejecutar a todos los amotinados. Más por su idea de la deserción. Estaban todos implicados, los oficiales, los marineros, hasta los grumetes. Los que presenciaron las ejecuciones aún recuerdan los cuerpecitos de los grumetes y los guardiamarinas más jóvenes retorciéndose desde las vergas. 

-   El capitán Casas tiene razón, es una suerte que nos hayamos enterado a tiempo -añadió don Rafael-. El capitán de Rivera y Ortiz ha cometido unos crímenes que no podemos pasar por alto, desde el punto de vista de la armada. Solo nos queda lo obvio, su expulsión de la armada. Ya el asunto de la muchacha no es jurisdicción de este tribunal, sino de las autoridades civiles. El gobernador podrá hacer lo que le plazca. Así que señores, votemos. Yo voto sí a su expulsión. 

-   Yo voto sí -dijo el capitán Trinquez. 

-   Sí -se sumaron los capitanes Salazar y Heredia de seguido. 

-   Es una grandísima pena, con un hombre tan joven, pero las acciones hablan por sí mismas, mi voto es sí -indicó el capitán de la Osa. 

-   Esperaba más de un viejo compañero de camareta, pero la verdad nos ha mostrado su verdadera cara -afirmó Eugenio-. Mi voto es sí. 

-   Entonces por unanimidad este juicio declara que el capitán de Rivera y Ortiz sea expulsado de la armada y destituido de su cargo -sentenció el gobernador solemne, aunque él como cargo civil no podía votar un asunto de la armada.

Lo siguiente fue hacer volver a Juan Manuel y don Rafael, como miembro más antiguo de la armada presente le comunicó la sentencia. Eugenio no observó sorpresa ni queja en el rostro de Juan Manuel, ya sabía que le iban a expulsar de la armada. Tras su salida, el tribunal se disolvió por ese día, ya que quedó citado para el siguiente, ya que había desertores que juzgar.

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