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sábado, 30 de octubre de 2021

Aguas patrias (60)

Eugenio cenó solo en su camarote, una cena ligera que le había preparado su asistente. Mientras tomaba cada bocado, pensaba en lo que le habrían preparado los de Vergara en la comida del día siguiente. Fue entonces que recordó el sobre que le había entregado el criado de parte se Teresa. Lo había guardado en uno de los bolsillos de su uniforme y se había olvidado de él cuando había subido al puente. Según llegó, el primer oficial le había indicado que había dos marineros atados a grilletes. 

-   ¿Por qué hay dos marineros con grilletes? -recordaba haber preguntado Eugenio, con una mezcla de sorpresa e indignación-. ¿Quienes son? 

-   El señor Gutiérrez Ortiz y el señor López Ferrán, señor -había respondido Mariano Romonés.

Eugenio se había quedado pensativo durante unos segundos. Tenía que recordar las caras de los dos hombres. Eran marineros de primera, gavieros del mayor. Se habían ganado unas buenas cicatrices en el combate en el Vera Cruz. Por lo que sabía eran buenos amigos o por lo menos compañeros de rancho. 

-   ¿Qué ha pasado? -había querido saber Eugenio. 

-   Una pelea, señor -había informado Mariano, un poco compungido-. Por lo visto han debido beber más de la cuenta y estaban contándole a uno de los nuevos reclutas lo que había ocurrido en el combate del Vera Cruz. La cuestión es que ambos se han atribuido la misma acción y ahí ha empezado el lío. El señor Alvarado ha ido a poner orden y los dos le han golpeado. Creo que ha sido por error, el señor Alvarado se ha interpuesto cuando ambos habían lanzado un puñetazo. Los infantes se han encargado de ellos. Ahora están en el sollado. 

-   Comprendo, señor Romonés -había dicho Eugenio-. ¿Dónde está el señor Alvarado? 

-   En la enfermería, señor.

Cuando Eugenio había bajado a la enfermería se encontró al señor Alvarado hablando con el señor Grande. En el rostro del contramaestre se podía ver un ojo a la funerala y otro golpe en el costado de la cabeza. Habló con los dos y se hizo partícipe que el contramaestre no quería represalias extra al castigo ordinario por una pelea entre personas bajo el influjo del alcohol en horas de trabajo. Eso, en opinión de Eugenio, honraba al contramaestre. Al fin y al cabo era un oficial, y golpear a un oficial era casi visto como un acto de amotinamiento, que como todos merecían el castigo de muerte. Con el parecer del contramaestre y el dictamen del médico, dejó a los hombres en su charla.

Su siguiente destino fue el sollado, donde encontró a los dos marineros, ambos tristes y posiblemente más sobrios que nunca. Había un infante con ellos, que se puso firme cuando llegó el capitán. Los dos marineros agacharon sus cabezas cuando llegó Eugenio. Ambos sabían bien lo que habían hecho y que el capitán, tendría que ser severo con ellos. Bien sabían que su capitán les hubiera defendido en otra situación, que luchaba hombro con hombro con ellos en el combate y que era justo, pero ellos habían golpeado al contramaestre, un oficial. 

-   Borrachos en la guardia, se pelean y golpean al contramaestre ante toda la tripulación -había comenzado a hablar Eugenio, con un tono de enfado, que lo dos hombres vieron normal, por la situación en la que estaban-. Un acto que podría entenderse como un acto de amotinamiento. ¿Qué voy a hacer con ustedes?

Los dos marineros siguieron cabizbajos, en silencio, esperando los ataques de su capitán, pues ambos sabían que se lo merecían. 

-   Les he hecho una pregunta, señores -había vuelto a decir Eugenio. 

-   Lo sentimos mucho, capitán -habló uno de los dos, el que era algo más mayor, Gutiérrez Ortiz, si no se equivocaba Eugenio-. No queríamos golpear al señor Alvarado, señor. 

-   Pero han bebido en su turno y les han enseñado lo que no se debe hacer a los nuevos reclutas -había matizado Eugenio-. Así que me temo que tengo que ser duro con ustedes. Pensaré en su castigo. No van a poder librarse de él. 

-   Lo entendemos señor -dijeron los dos a la vez.

Eugenio se había marchado pensando en cuál debía ser el castigo más adecuado para este problema. Sin duda una serie de latigazos o dos sería lo más obvio. No quería ni pasarse ni quedarse cortó. Y de esa forma, regresó a su camarote donde le esperaban algunos informes y otros papeles que leer. Pero ahora se había acordado de la carta. Buscó en el uniforme y encontró el sobre, que al acercarlo a la cara, volvió a oler el perfume que había puesto Teresa sobre el papel y le vino a la mente el rostro de la muchacha, lo que le hizo sentirse mejor, pero a la vez más nostálgico. Decidió que terminaría de cenar y ya cuando su asistente se llevase todo, la leería en la más total soledad, sin tener que subir a la cubierta para ver si pasaba algo o el tiempo. Ahora estaban fondeados en la paz de la bahía, en un puerto tranquilo.

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