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martes, 12 de octubre de 2021

Lágrimas de hollín (100)

El mensaje que había enviado el gobernador a los generales les había dejado asombrados. El líder de los pobres del barrio de La Cresta había robado el oro imperial. No solo el de los impuestos para el emperador, sino también el de la paga de sus soldados, y sus propias ganancias. Pronto el estupor se convirtió en odio y movilizaron una a una las compañías. Por lo que habían estudiado mientras llegaban a la ciudad, el barrio tenía tres entradas, todas ellas cruzando unas antiguas murallas, que se construyeron para proteger la ciudad primigenia de lo que fuese que les podría atacar y que ahora se encargaba de mantener a los ciudadanos de la chusma de ese barrio. 

-   ¿Mi general, estáis seguro de que es buena idea separar a nuestro ejército? -había preguntado un capitán, al ver a los otros generales alejarse con otras compañías. 

-   Nos enfrentamos a chusma, ladrones, violadores, pero no soldados -espetó el general-. Quiero que se corra este mensaje. Los de ese barrio han robado el oro de la paga de los soldados, de estos soldados. Lo esconden en el barrio. El gobernador ha decidido dar un castigo ejemplar a la ciudad. El oro de nuestro ejército no se toca. ¿Entendido? 

-   Sí, general -asintió el capitán. 

-   Pues ve a informar a nuestros valerosos hombres -ordenó el general.

El capitán se alejó del grupo del general. Al poco, un murmullo corría por las compañías. Todos los soldados serían sanguinarios en el barrio.

Cuando la vanguardia llegó a la puerta asignada al general, éste ordenó a la primera compañía a adentrarse en el barrio. No habían pasado las primeras filas por el arco cuando recibieron una lluvia de saetas de ballesta. Los hombres de las primeras filas que no esperaban ese recibimiento cayeron por docenas. Las siguientes filas fueron entrando con más cuidado, con los escudos pesados por delante. Fueron formando bloques de escudos, para defender a los que llegaban por detrás. Los oficiales empezaron a señalar las casas de las que parecían venir los saetazos. Cada vez que un grupo de soldados entraba a una casa para acabar con los ballesteros, desde otra casa atacaban. Pronto la primera compañía se fue disgregando en grupos que entraban en unas y otras casas. Los oficiales no se estaban percatando pero no solían regresar. 

-   ¿Capitán Tyomol, donde está la primera compañía? -gritó el general desde su caballo, mirando el campo de batalla desde la protección del arco de entrada. 

-   Están más adelantados, matando a los ballesteros de las casas -informó el capitán Tyomol. 

-   ¿Están entrando en las casas? ¡Malditos! Llame a reunión -ordenó el general-. Que no avance la segunda compañía. Llame a la primera compañía. A reunión. 

-   Sí, general -asintió el capitán Tyomol, que pasó al orden a los soldados encargados de las trompetas.

Los músicos lanzaron varias notas que se repitieron durante un tiempo. Los supervivientes de la primera compañía aparecieron entre las casas. Eran mucho menos de los esperados. Se fueron juntando con la segunda compañía. El único oficial que quedaba, un sargento se acercó a Tyomol. 

-   ¿Dónde están el resto de sus hombres? -quiso saber Tyomol-. ¿El resto de oficiales? 

-   Dirigían sus secciones, estaban acabando con la resistencia en las casas -respondió el sargento, sorprendido por las pocas secciones que le quedaban y la falta de sus compañeros-. Atacábamos una casa y nos disparaban desde otra más allá. Cada vez más dentro y… 

-   Y ha permitido que maten a mis hombres en su loca internada -intervino el general, enfadado-. Formará la vanguardia de la segunda compañía. Preparé a sus hombres, sargento. 

-   ¿Y nuestros soldados? Podrían estar en apuros, señor -presionó el capitán Tyomol. 

-   ¿Nuestros hombres? Olvídalo, están muertos, han caído en la trampa que les han puesto, como corderos camino al matadero -le explicó el general, como si enseñase a un niño. El capitán Tyomol no había luchado en ninguna guerra propiamente y no tenía experiencia en combate. Tal vez hubiera tenido una escaramuza con algunos bandidos fronterizos, pero nada serio-. Que avance la columna sin prestar atención a las provocaciones. 

-   Sí, general -asintió Tyomol.

La columna comenzó a avanzar por la calle, con los restos de la primera compañía al frente. Según se adentraron por la calle, les empezaron a caer cosas desde las casas. Levantaron los escudos, para evitar piedras o cascotes. Pero la realidad es que lo que llegaba al suelo, para que lo vieran los soldados eran las cabezas de sus compañeros desaparecidos. Una vez que se adentraron más, volvieron a llegar los saetazos, pero ninguno de los soldados se adentró en ninguna casa.

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