Seguidores

sábado, 2 de octubre de 2021

Aguas patrias (56)

Durante los días siguientes, Eugenio y el resto de los hombres de la escuadra solo pudieron trabajar en poner los barcos de la misma en orden. Los que habían accedido a su nuevo mando, estaban más ocupados que el resto, ya que tenían que hacer que un par de corbetas que o bien no se habían usado desde hacía mucho o que eran del enemigo pudieran servir en la armada. Los oficiales siguieron la petición del comodoro y no bajaron a tierra para nada. Los marineros en cambio sí que se quejaron, sobre todo después de que se repartiera el dinero de las presas. Más de uno de los presentes en la Sirena, recibió una buena cantidad. Y los del Vera Cruz, por el Diane y una gratificación por hundir la corbeta.

Pero al cuarto día de esa dinámica, el amanecer trajo una conmoción. Los marineros corrieron la voz de que tres naves entraban en la bahía. Antes de que se conociera la identidad de los barcos, las banderas de señales del Vera Cruz ordenaban a todas las naves de guerra de la bahía levar anclas y pitar a zafarrancho. 

-   ¿Esto es algún tipo de maniobra? -preguntó el teniente Romonés, que ahora era el primer oficial de la Sirena, tras la marcha de Salazar, a Eugenio, cuando este llegó a la carrera desde su camarote, aunque ya vestido. 

-   Lo dudo mucho, señor Romonés -aseguró Eugenio, que con su catalejo puso la vista en la entrada del canal-. Ya ha visto las señales, ordene zafarrancho de combate, leve anclas, que el viento nos mezca hacia el canal. Saque los cañones. Mande vigías a las cofas, quiero saber que pasa. 

-   Sí capitán -asintió Romonés, repitiendo las órdenes a los marineros, que emanaban del interior de la fragata como un volcán, aunque muchos somnolientos.

La Sirena fue la primera en hacer avante hacia el canal de entrada, seguida de la Cazadora. El Vera Cruz y la Centella fueron los siguientes. Para cuando se fueron aproximando al cayo Ratones, ya sabían lo que se acercaba, la Santa Ana con dos mercantes ingleses como equipaje. 

-   Capitán, señales del Vera Cruz -gritó el teniente Sánchez-. Detenga al capitán de Rivera y Ortiz. 

-   Menudo lío -musitó Romonés, cerca de Eugenio, que no respondió a ello, pero pensaba igual que él. 

-   Prepárense para interceptar a la fragata -ordenó Eugenio. 

-   Señor, nos saludan desde la Santa Cristina -gritó uno de los vigías de la cofa. 

-   Señalicen a la Santa Cristina, que se detenga, se ponga al pairo y que espere mi llegada -mandó Eugenio, al tiempo que volvía a su camarote.

Cuando Eugenio regresó, llevaba su sable colgando del costado, y una pistola en la mano. La fragata navegaba paralela a la Santa Ana, ayudada por un par de velachos. Las velas mayores habían sido recogidas. El bote de Eugenio ya esperaba en el costado. Eugenio descendió por el costado y llegó al bote en un santiamén. El bote, con el capitán y dos infantes de marina cruzó las aguas de la bahía que le separaban de la otra fragata. Eran dos naves que se parecían, pero ahora, la Santa Ana, con los costados con las portas cerradas, mientras que las bocas de la Sirena apuntaban a su compañera. Los mercantes navegaban por detrás. Los marineros del Santa Ana no sabían el porqué de la situación actual.

Los silbatos del contramaestre y sus ayudantes recibieron a Eugenio. Que se encontró una cubierta ordenada, con marineros que miraban expectantes, un primer oficial que no sabía que decir, sobre todo porque Eugenio seguía con la pistola en mano y los dos infantes que habían subido tras él, ahora tenían sus armas en las manos. 

-   ¿Dónde está el capitán de Rivera y Ortiz? -espetó Eugenio, con pocas ganas de respetar las reglas de actuación normales. 

-   Le espera en su camarote, capitán -respondió el teniente, sin saber lo que ocurría. 

-  Baje y dígale al capitán que se presente aquí, ahora mismo -le ordenó Eugenio, que añadió ante la pasividad del teniente-. Si tengo que bajar yo no le va a gustar.

El teniente asintió y se marchó. Al poco regresó, seguido del capitán que vestía con un batín de coloridas flores, sobre el uniforme. 

-   ¿Qué te crees que estás haciendo, Eugenio? -preguntó de malas formas Juan Manuel, que al verle armado con la pistola, se detuvo a medio camino-. Recuerda que yo tengo más antigüedad que tú, y no voy a permitir que… 

-   Capitán de Rivera y Ortiz, por las órdenes recibidas por el comodoro don Rafael de Ortiz y Guevara, quedáis detenido por los cargos de secuestro, negaros a acatar órdenes del comodoro y posiblemente traición -anunció Eugenio, con la voz más potente que pudo, al tiempo que apuntaba con su arma a Juan Manuel-. Debéis acompañarme a la Sirena. En caso de negarse seréis sacado a rastras. 

-   ¿Pero de qué habláis? ¿Secuestro, traición? -repitió Juan Manuel con los ojos como platos. 

-   ¿Me vas a acompañar por las buenas? 

-   ¿Y si me niego? -preguntó Juan Manuel, dando un paso atrás. 

-   Señores -dijo Eugenio, al tiempo que los dos infantes de marina se ponían firmes. 

-   Te puedo echar de este barco, es mío -advirtió Juan Manuel. 

-   No es tuyo, sino de la armada a la cual sirves -aseguró Eugenio-. Pero si me expulsas, el comodoro entenderá que eres culpable y me dará orden de abrir fuego. ¿Quieres llevar a la muerte a tus hombres?

Eugenio señaló al costado de su fragata, con los cañones listos para abrir fuego, allí a quemarropa. Además, el Vera Cruz y dos corbetas estaban listas para acudir a ayudar a la Sirena. Además vio en los ojos de los oficiales y marineros cercanos que no querían morir y antes de que echase al capitán Eugenio, ellos le agarrarían y le entregarían a Eugenio bien atado. Juan Manuel suspiró y asintió, indicando que iría con él. Mientras los infantes de marina le acompañaban al bote, Eugenio le dió órdenes al primer teniente para que siguiera las señales del buque insignia hasta su zona de echar el ancla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario