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sábado, 9 de octubre de 2021

Aguas patrias (57)

A los dos días de la llegada de la Santa Ana, los capitanes de la bahía fueron citados en el palacio del gobernador. Se iba a juzgar al capitán de Rivera y Ortiz por sus acciones durante la última misión. Tras su detención, Eugenio había trasladado al capitán al Vera Cruz y de allí, por orden del gobernador a su palacio. Tras él, habían desembarcado a la muchacha desaparecida, que fue conducida a tierra por el propio comodoro, que la acompañó hasta la casa de sus padres. Por lo que se supo, el comodoro había pedido disculpas y se había responsabilizado de todo. La mayoría de los marineros y oficiales de la escuadra, y sobre todo los de la Santa Ana, estaban muy molestos con su capitán, Los oficiales habían pedido un traslado, ya que no querían seguir bajo las órdenes del hombre. Por lo que se había conocido, les había escondido la presencia de la muchacha incluso a sus hombres, alegando que era un nuevo escribiente.

Cuando Eugenio entró en el palacio del gobernador, donde no había estado desde el baile, hace ya tanto, los rostros eran serios, no tenían la alegría de aquella tarde. La vista iba a ser a puerta cerrada, solo los oficiales y los testigos. Nadie más. Eugenio fue guiado por un trabajador del palacio hasta la habitación donde se iba a llevar el juicio. Se encontró con el capitán Trinquez, junto a los capitanes Salazar y Heredia. Había un cuarto capitán que no conocía, pero seguro que era el capitán de la Nuestra Señora de Begoña. 

-   ¡Ah! Capitán Casas, he escuchado que hizo un gran trabajo en Antigua -dijo como saludo Trinquez-. Me hubiera gustado estar con usted. 

-   A mi también -asintió Eugenio, aunque estaba seguro que Trinquez lo decía por la riqueza que había sacado Eugenio. Había sido una campaña bastante afortunada. Para todos, a excepción de los que no estuvieron presentes. Solo el comodoro se había llevado su parte aunque no estuvo en Antigua con Eugenio. 

-   Sí, sí, creo que no conoce al capitán de la Osa, de la Nuestra señora de Begoña -presentó Trinquez al cuarto capitán-. El capitán Casas de la Sirena.

Los dos hombres hicieron una ligera inclinación. El capitán de la Osa, parecía algo mayor que Eugenio. Pero su rostro se parecía crispar cada vez que Trinquez hablaba. Sin duda el capitán Trinquez hacía alarde de su nivel de antigüedad ante los recién ascendidos. Y desde esa supuesta posición, daba juicios de valor sobre todo y sobre el que iba a ser juzgado enseguida. Eugenio, al no querer escuchar las palabras de Trinquez se separó ligeramente de los otros. Se acercó a una ventana y observó una parte de los jardines del palacio. 

-   Me temo que el capitán Trinquez no puede evitar mezclar su pésima relación con el capitán de Rivera y Ortiz, con la justicia -dijo una voz a la espalda de Eugenio, que al volverse, descubrió al capitán de la Osa-. Debería medir más su palabras, pero me temo que no sea capaz. Deberían mandarle durante unos meses al mar. Cuando se queda demasiado tiempo en tierra pierde rápidamente los papeles. 

-   Parece que conoce bien al capitán -murmuró Eugenio. 

-   He navegado con él, cuando ambos éramos tenientes, claro -explicó de la Osa-. Supongo que la gente cambia cuando pasa la línea que separa al oficial del capitán. Me gustaría poder decir que yo no he cambiado nada, pero sería mentir, ¿no cree? 

-   Es posible -Eugenio prefería ser cauto en palabras, sobre todo ante los que no conocía y en parte ante los que ya le eran muy habituales. 

-   El gobernador ya me había indicado que erais un hombre de escasas palabras -señaló de la Osa-. Pero me ha contado vuestra proeza en Antigua y rescatando al Vera Cruz. 

-   Rescatar es decir mucho, don Rafael tenía todo controlado en su barco -aseguró Eugenio-. Solo nos encargamos de echarle una mano. 

-   Va a ser un honor navegar a su mando -afirmó de la Osa. 

-   ¿A mi mando? ¿De que habla? -inquirió Eugenio, pensativo. 

-   ¡Oh, perdón! Aún no le ha comunicado nada el gobernador -se disculpó de la Osa-. En ese caso ya lo siento. No le voy a quitar ese gusto al gobernador o al comodoro.

Sin más el capitán de la Osa, hizo una reverencia y se marchó hacía donde Trinquez seguía lanzando una perorata a Salazar y a Heredia. Eugenio se quedó sin saber qué decir y qué es lo que ese hombre sabía y él no. Pero una cosa era segura, ya no soltaría prenda, pues estaba seguro que no quería privar al comodoro o al gobernador de comunicar a Eugenio las noticias que de la Osa ya conocía.

Al poco llegaron el gobernador y don Rafael, los cuales constituyeron el grupo de jueces de la armada. Los capitanes se fueron sentando por orden de antigüedad, a cada lado del gobernador. Cuando todos estuvieron sentados, hicieron que los soldados que hacían de alguaciles trajesen al reo. Juan Manuel, vestido con su uniforme de gala, se sentó frente al tribunal. Los escribientes mojaron sus plumas en los tinteros, listos para tomar nota. El juicio había comenzado.

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