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sábado, 29 de enero de 2022

Aguas patrias (73)

La partida empezó midiéndose los oponentes, a la vez que Eugenio y Teresa se entendían, ya que los compañeros debían saber cómo jugaba el otro, para compenetrarse bien y así ser capaces de repeler al adversario. Por eso las primeras manos fueron claramente para los dos amigos. Pero cuando Eugenio y Teresa fueron conociendo más los tics de sus oponentes y sus propias características, el juego comenzó a estar más reñido. Con cada mano que se terminaba, Eugenio se fue dando cuenta que Teresa no era como el resto de damas de la sociedad actual. No era comedida y mostraba abiertamente su deseo de ganar a sus oponentes. Cuando la conoció en la fiesta del gobernador, le había parecido tener una actitud más neutral, lo que quería decir que mostraba su verdadera apariencia cuando estaba entre personas que le eran cercanos. Pero ese pensamiento llenó de incertidumbres la cabeza de Eugenio. Quería demostrar la muchacha que le tenía como una persona cercana, a él, a alguien que acababa de conocer. Eso le daba orgullo, pero a la vez miedo. Y él que no temía ir contra un barco que les disparaba salvas letales o contra la espada de un enemigo, ahora se desinflaba ante la posibilidad que ella sintiese algo especial por él.

La sala en la que estaban empezaba a tener un ambiente cargado, en parte por la gran cantidad del humo de los cigarros puros que tanto don Rafael como don Bartolomé se estaban fumando, como que la partida estaba encarnizada. Cuando Eugenio y Teresa ganaron la mano decisiva. Don Bartolomé pidió un descanso, ya que su intelecto no podía seguir intentando montar nuevas estrategias. Que él no era un marino. 

-   No te creas que todos los marinos son buenos en la estrategia, amigo -aseguró don Rafael, riéndose-. Algunos se lanzan a la batalla sin pensar demasiado y luego ocurre lo que ocurre. Hemos perdido batallas que eran fáciles por la torpeza de un solo capitán. 

-   Y ganada otras tantas por hombres que no eran buenos en estrategia -intervino Eugenio. 

-   ¿Así que hasta el tonto puede ganar? -inquirió don Bartolomé. 

-   En casos contados ha ocurrido -asintió don Rafael-. Pero lo normal es que no haya necesidad de estrategia si el capitán y la tripulación están convencidos de la victoria. Los bragados siempre triunfan en el mar. Desgraciadamente en tierra la cosa cambia. No todos son tan hábiles como en su barco. La sociedad siempre es más complicada que un cascarón de madera con unos cuantos hombres. 

-   Ese es un tema que siempre me ha gustado debatir -señaló don Bartolomé-. La situación en los barcos y… 

-   Padre, no molestes a los invitados con tus preguntas filosóficas -le recriminó Teresa-. De esa forma haces que todas nuestras visitas quieran irse pronto. 

-   Bueno, yo -intentó defenderse don Bartolomé, que estaba muy interesado en hablar de esa cuestión con don Rafael, pero no podía con su hija ahí-. Cariño, hace una tarde estupenda. ¿Por qué no le pides al capitán Casas que te acompañe a dar un paseo hasta la catedral?

Tanto Eugenio como Teresa se quedaron mudos y mirando a don Bartolomé, con una mueca de sorpresa, que se fue tornando en vergüenza. Al final, fue Teresa la que tuvo que responder. 

-   Tienes razón, padre, hace una buena tarde, me gustaría pasear un poco -indicó Teresa-. ¿Me acompaña, capitán? 

-   Sí, cómo no -contestó con rapidez Eugenio. 

-   Pero que les acompañe Luz -intervino don Rafael. Parece que solo a él se le había venido a la cabeza la posibilidad de que si veían a los dos jóvenes por la calle, podría haber chismorreos en la sociedad de la ciudad, ya bastante alborotada por las acciones del ex-capitán Juan Manuel. 

-   Teresa, ve a prepararte y avisa a Luz -ordenó don Bartolomé haciendo suya la idea de don Rafael.

Mientras Teresa estaba ausente, Eugenio, se levantó y se acercó a una ventana. Don Bartolomé empezó a iniciar la tanda de preguntas que su mente ya tenía preparadas para don Rafael. Que no dudo ni un solo momento que la idea de su amigo del paseo, era únicamente una forma para poder llevar la conversación a la temática que le interesaba y que su hija le recriminaba. A veces don Bartolomé se comportaba como un niño demasiado mimado y que buscaba cualquier excusa para salirse con la suya.

El reverso de la verdad (63)

Andrei se despertó cuando aún era de noche. Junto a él dormitaba Helen, completamente desnuda. Recordaba perfectamente lo que había pasado entre ellos y estaba muy satisfecho, aunque no sabía que podía pensar de ello la chica. De todas formas, era hora de ponerse en marcha. Se deslizó sobre la sábana, con todo el cuidado, para evitar que Helene se despertase. Recogió del suelo sus calzoncillos y el resto de su ropa, que había acabado depositada en cualquier parte, donde ella las había lanzado. Antes de meterse en el baño, recolocó la manta para que Helene no pasase frío.

En el pequeño cuarto de baño se aseó, pero no se duchó ya que no quería que el ruido despertase a Helene. Había llegado a un acuerdo con Markus, para que este le ayudase. Helene se quedaría a modo de prenda con Marie. Markus se había vuelto precavido con los años, pues cuando eran equipo siempre era el más alocado. Cuando pensó que estaba lo más arreglado posible, se vistió, salió del baño, recuperó su pistolera y la chaqueta de dónde las había dejado la noche anterior y se marchó en silencio.

Recorrió los pasillos con cuidado y descendió al piso inferior. Una luz le indicó que Markus ya le esperaba. Se dirigió hacía la luz, que era la de la cocina. Markus estaba sentado en la mesa, bebiendo de una taza y tenía unas rebanadas untadas con mermelada sobre un plato frente a él. 

-   Buenos días, Rochambeau, espero que hayas tenido una buena noche -saludó Markus, guiñándole un ojo, lo que mosqueó a Andrei-. La cafetera está aún caliente y hay más rebanadas. Es pan casero, bueno del pueblo. Pero está rico, no es como las rebanadas de sándwiches. 

-   Tomaré un poco de café -indicó Andrei, acercándose a la cafetera. 

-   Tienes tazas en el armario sobre la placa -dijo Markus, que le daba la espalda, pero supuso lo que quería-. Pensaba que querrías desayunar algo más. Hay que recuperar las fuerzas y diría que anoche gastaste muchas… 

-   Estoy perfectamente, Guichen -le cortó Andrei, al tiempo que tomaba una taza y vertía parte del contenido de la cafetera en la taza-. El sueño ha sido reparador, me beberé el café y estaré listo. 

-   Vale, vale, no hay que ponerse así, Rochambeau -aseguró Markus, levantando las manos-. No me gustaría que te desmayaras de cansancio, en plena faena. ¿Cuando quieras nos vamos? 

-   Me bebo esto y nos podemos ir -afirmó Andrei.

Andrei echó un poco de azúcar en el café, lo revolvió y se lo bebió con rapidez. Markus resopló y terminó sus rebanadas. También dio cuenta de su café. Recogió las tazas y los platos, dejándolos en el fregadero. Ambos hombres se marcharon de la cocina, se dirigieron por unos pasillos hasta el garaje de la propiedad. Era un garaje amplio, tanto que cabrían varios vehículos, pero ahora solo estaba el coche alquilado de Andrei y un land rover de Markus, un todoterreno grande y negro. Markus activó la llave a distancia. Ambos se montaron en el coche negro y Markus arrancó el motor. Se pusieron en marcha. Sacó el coche en marcha atrás, una vez que el portón se elevó. Recorrió el camino de gravilla hasta la verja exterior y cuando esta se quitó, salieron a la carretera. Markus estuvo parado un tiempo delante de la verja, esperando a que esta se cerrase. 

-   Deberías haber cogido una chaqueta de mi padre, eso que llevas está destrozado -dijo Markus mientras esperaba a que se cerrase la verja. 

-   Ya me pillaré una nueva en la ciudad -espetó Andrei, como si no le gustasen los consejos de Markus. 

-   Como quieras -afirmó Markus antes de callarse de nuevo, su viejo camarada no parecía tener ganas de hablar demasiado. Tal vez durante el viaje se volvería más comunicador, pensó Markus.

La verja se cerró completamente y Markus puso en movimiento el land rover. Tenían un buen rato de camino. La noche aún no había dado paso al día y por ello, las farolas, distantes ya que era un camino rural, seguían encendidas. Hasta que no se acercaran más al pueblo, no habría más luz, por lo menos artificial. Una vez allí, tomarían el camino a la ciudad, el inverso al que habían hecho Andrei y Helene el día anterior.

martes, 25 de enero de 2022

El dilema (112, final)

Alvho subió a la cubierta y vio que se estaba levantando algo de niebla. Pero a lo lejos, se observaba una luz, en lo alto de una colina. 

-   Es el faro de Ghullan, mi tharn -señaló el navegante, que había viajado otras veces con mercaderes, que puso una mueca al ver algo que no le gustó en la proa de la nave-. Dígale al druida que es peligroso encaramarse en donde está. Si se cae, no le podremos encontrar con esta niebla. 

-   Le advertiré de ello, sigue con lo tuyo y llévanos a la ciudad -ordenó Alvho-. ¿Podrás llegar aun con esta niebla? 

-   Claro, mi señor.

Alvho empezó a andar desde la popa en dirección a la proa, cruzando entre las dos filas de guerreros que estaban a los remos. La vela había sido izada, ya que al no ver demasiado en la parte delantera, si les llevaba el viento, tal vez les lanzase contra bajíos escondidos. De esa forma habían perdido al otro barco y a parte de los hombres. Ahogados en las traicioneras aguas del mar. Muchos de los que sobrevivieron estaban seguros de que el problema había sido el druida, que atraía la mala suerte, como había ocurrido meses antes en la expedición terrestre.

Cuando llegó a la proa, Alvho mandó al vigía a que acompañase al navegante, que ya se encargaría él y Aibber de avisar si aparecían bajíos. Ulmay estaba agarrado a la quilla, buscando la ciudad, aunque la niebla se lo impedía. 

-   Alvho, mi viejo amigo, pronto daremos con lo que me pidió Ordhin hace ya tanto tiempo -murmuró Ulmay-. Por fin quedará claro mi poder. 

-   El navegante te advierte que si tiene que dar un golpe de timón podrías caerte -dijo Alvho, desprovisto de ese tono de amistad que parecía salir de la boca del druida-. Si acabas en el agua, con esta niebla no podremos dar contigo. 

-   Ordhin me protege, como siempre -aseguró Ulmay. 

-   ¿Te acuerdas de Ireanna, Ulmay? -preguntó Alvho, sin más-. ¿Sabías que era una asesina? Sabía demasiado sobre ti y por ello, la tenías encerrada en tu jaula de piedra. Antes de morir me contó tu verdad, tu poder sobre el pobre Dharkme. 

-   Mi poder, sí, claro que lo sabía y no le sirvió de nada, ni a él ni a su padre, Ordhin los eliminó, los quitó de en medio, antes de que se convirtieran en problema para ellos mismos -se burló Ulmay. 

-   Dudo que fuera Ordhin, porque los maté yo mismo -reconoció Alvho. 

-   Tú, Ordhin, qué más da quien fuese -dijo Ulmay-. La cosa es que debían desaparecer y lo hicieron. 

-   ¿Y los hombres que acudieron a tu llamada? ¿A la expedición en las llanuras? ¿Para qué murieron? 

-   Lo hicieron para que yo consiguiera llegar a este día -sentenció Ulmay-. No te confundas Alvho, iban a morir igualmente, pero sirviéndome a mí, su sangre no se desperdició en ningún callejón de Thymok.

Alvho miró a Ulmay a los ojos y supo que creía en lo que había dicho. No tenía remordimientos por los que habían muerto. Algunos que habían sido sus únicos amigos otros que le habían seguido como si fuera un mesías esperado. Pero a todos y cada uno los había traicionado con sus acciones. Por lo que se acercó a él, hasta estar totalmente pegado al druida, acercándose a su oído. 

-   Hace mucho tiempo que juré que pagarías por tus crímenes, Ulmay -dijo Alvho, de forma calmada junto a la oreja del druida-. Pagarías por los guerreros que murieron por tu locura de expedición, por tus alocadas correrías. Por aquellos que te ayudaron a ganar un lugar y cuando ya no te fueron necesarios los eliminaste como si fueran espadas herrumbrosas. Por aquellos que nunca llegaron a saber porque murieron en realidad. 

-   Dices cosas muy graciosas, Alvho, pero no puedes hacerme nada, yo soy la voluntad de Ordhin, él me protege y me guía -se rió Ulmay de las palabras de Alvho. 

-   Si Ordhin está contigo, yo tengo que ser un paladín de Bheler -Alvho agarró a Ulmay por la espalda, impidiéndole que se pudiera escapar. Con la mano contraría le clavó un puñal que había desenvainado en silencio, en el centro del pecho-. Hace mucho me cobré el alma de Dharkme y ahora terminó el trabajo encomendado. Y una cosa más, ha sido tu hermano Dhorkke quien ha ordenado que te reúnas ya con vuestro padre.

La cara de Ulmay se había crispado, llena de miedo y temor. Alvho quitó la mano de la espalda, y Ulmay dio unos pasos hacia atrás intentando huir de Alvho. Pero chocó contra la defensa y perdió el equilibrio, cayendo al agua delante del barco. Alvho le hizo un gesto a Aibber, para que regresase con el navegante. El vigía regresó al poco. Alvho estuvo seguro que Ulmay chapoteó junto a la banda de babor pero ni uno solo de los guerreros dijo nada, incluso alguno intentó golpearlo con el remo. Si el navegante se llegó a darse cuenta de que había caído el druida o había visto que Alvho lo había atacado, fue lo suficientemente astuto para cerrar la boca y seguir la navegación. Había que negociar con una nueva ciudad y regresar a casa. Lhianne y Alhanka les esperaban, así como un futuro plácido y sin muchas complicaciones.

Lágrimas de hollín (115, final)

Un niño, de unos seis años, de cabello rubio, algo oscurecido, más parecido a su madre, que a su padre, mantenía una espada de hierro, pero sin filo, en su mano derecha y la movía en el aire, según un hombre vestido con armadura de placas y cota de malla le iba dando las instrucciones. El niño era responsable y obedecía al hombre sin rechistar, aunque este le gritara cada vez que la espada descendía un poco o no estaba en la posición que el instructor requería. 

-   Gholma, haz caso de lo que dice Usbhalo, es un gran capitán y tienes una gran suerte de que haya decidido gastar de su tiempo en tu instrucción -dijo una voz sobre la cabeza del niño.

El hombre de armas y el niño pararon por un segundo su instrucción y miraron hacia arriba, a una pequeña balconada, donde un hombre y una mujer les observaban. Usbhalo sonrió e hizo una ligera inclinación de cabeza por las buenas palabras del hombre. 

-   Sí, padre -respondió el niño. 

-   Continuemos, jovencito -indicó Usbhalo-. Un rato más con las posiciones de la espada y pasaremos a tiro con arco.

Gholma asintió con la cabeza, pues el tiro con arco le gustaba más que la esgrima.

El hombre de la balconada le tendió la mano a la mujer y esta se la dio. La mujer estaba embarazada, y mucho, pronto se pondría en manos de Bhall para que la ayudara a tener el segundo vástago de su esposo. 

-   ¿No crees que Gholma es un poco joven para recibir instrucción militar, cariño? -preguntó Arhanna. 

-   Nunca es tarde, mi amor -respondió Fhin-. Si yo la hubiera recibido a su edad, no hubiera sido tan poco hábil. Pero nuestros hijos e hijas sabrán todo lo que deben conocer en esta vida. No les pasara lo mismo que a nosotros o a nuestros padres. 

-   Tendrán todo nuestro amor, querido -aseguró Arhanna.

Fhin y Arhanna regresaron al interior de la torre. Era una habitación que servía de despacho de Fhin. Un hombre esperaba de pie a que él regresara de la balconada. Fhin le observó y se volvió hacia su esposa. 

-   Arhanna, es mejor que regreses a la comodidad de nuestros aposentos, con las criadas, cuando termine con Bheldur, me reuniré contigo, ¿te parece bien? -indicó Fhin. 

-   Claro que sí, te estaré esperando -se despidió Arhanna, dándole un beso en los labios.

Fhin observó cómo su amada esposa se marchaba, seguida por su dama de compañía. Bheldur hizo una reverencia al paso de la dama Arhanna, tras lo que se volvió hacia la mesa llena de papeles y libros que había en el centro de la habitación. Fhin suspiró al ver que Bheldur le requería. Pero era el trabajo que había asumido, el del noble, Arhanna había sucedido a su padre y él su esposo, por petición de ella, había tomado los mandos de la familia. Cuando había llegado, Fhin siempre pensó que el padre de Arhanna le echaría, pero según nombró el nombre de su padre, el hombre le había recibido con todos los honores. Por lo visto los Fritzbaron apoyaron a Laester, pero no llegaron a tiempo para socorrerlo. Claramente, Fhin accedió a llevar el apellido familiar, convirtiéndose en Fhin de Fritzbaron, duque.

El padre de Arhanna le contó que el linaje de Laester descendía como su linaje del mismísimo rey Bharon, el anteúltimo rey de los Mars, que murió sin más descendencia que su hermano, aunque según los antiguos códices tuvo multitud de bastardos. Ahora, con la ayuda de Bheldur estaba creando la base del poder para sus descendientes. Llevaba ya años adquiriendo tierras, de nobles menores, todos venidos a menos. La mayoría eran tierras de labranza, bosques o colinas, pero él los transformaba para que dieran beneficios.

Incluso donde ahora residía, en la ciudad de Arkmar, el bastión del padre de su esposa, quien le había entregado el ducado como regalo de bodas, estaba siendo mejorado. Nuevas defensas, una nueva ciudadela, murallas de piedra para defender a la población, pero también escuelas, bibliotecas y mercados. Arkmar tendría un lugar en Tharkanda, un nudo de mercaderes y de gentes importantes. Él, Fhin de Fritzbaron, duque de Arkmar, se encargaría de crear el futuro de sus descendientes. Y para ello, usaría todo su potencial, su fuerza y por qué no, la inmensa fortuna de oro, imperial, que tenía en una sala en la zona más segura de su castillo.

sábado, 22 de enero de 2022

El reverso de la verdad (62)

Si Arnauld fuera más observador, se habría dado cuenta de la presencia de una sombra de más en el jardín, pero no lo era. Cuando Arnauld llevó a rastras a la joven a la cama y se lanzó sobre ella, la sombra salió de su escondrijo y se fue caminando hacía la verja de entrada. El individuo miró al cielo y aun por la contaminación de la presencia de la ciudad, podía ver las estrellas. De la chaqueta oscura que llevaba para protegerse del frío de la madrugada, sacó una caja de metal, estrecha, que lanzó un destello, incluso con la escasa luz que le rodeaba. La abrió. En su interior había diez cigarrillos liados. El individuo tomó uno y guardó el estuche de metal. Se colocó el cigarrillo en la boca y se palpó en busca de su mechero. Le costó encontrarlo, ya que llevaba muchas cosas en los bolsillos. Por un momento, temió haberlo dejado en el coche. Con cuidado, para no iluminar mucho, encendió el cigarrillo. Dio una profunda calada y esperó unos segundos para liberar el humo.

Siguió fumando hasta llegar a la verja. Abrió la portezuela y salió al exterior. La calle estaba desierta. Giró a la izquierda, donde la calle daba una suave curva a la derecha. Sus pasos le alejaban de la puerta de la hacienda, pero le acercaban a su coche, un BMW azul oscuro, tres puertas, deportivo. Arnauld tenía que haber pasado junto a él y no lo había reconocido. Eso es lo que mejor caracterizaba a Arnauld, que era un idiota. Un bobo que no se fijaba en las cosas. Había visto su coche en centenares de ocasiones y seguía sin percatarse de su presencia si no estaba en el lugar habitual. Antes de subirse en el coche, apuró el cigarrillo. Tiró la colilla al suelo y la pisó con ganas. No quería que el aire la levantase o le sacase una última chispa. Por allí había mucha vegetación reseca por la falta de agua, no quería en su conciencia haber quemado un bosque, con los pocos que había ya.

Abrió la puerta del BMW y se metió dentro, frente al volante. Entonces, buscó en su chaqueta su móvil. Estuvo trasteando en la pantalla hasta que se escucharon los tonos de qué estaba haciendo una llamada. 

-   ¿Sí? -se escuchó una voz al otro lado de la línea. 

-   Soy Gerard, pásame con él -ordenó el hombre. 

-   ¡Por dios! Pero has visto la hora que es -espetó la otra persona-. Llama mañana. Está durmiendo. 

-   Vete a la mierda. Sabes bien que él no duerme -aseguró Gerard-. Pásame con él, es importante. Está esperando esta llamada. Y si no me conectas, pues recibirás tu castigo. 

-   Está bien -indicó con dudas el hombre al otro lado del teléfono, como si estuviera calculando que podría ser peor la ira de su jefe por no haberle despertado o por haberlo hecho-. Espera. No cuelgues.

El silencio envolvió a Gerard, que debía esperar. No había ni un triste tono musical, como ocurría cuando llamabas para poner una queja o cualquier gestión bancaria o gubernamental. Ya había bromeado sobre ello en más de una ocasión, pero no con su jefe delante. Era un hombre demasiado frío como para llegar a aplaudir las chanzas de sus hombres. 

-   Gerard, Gerard, ¿sigues ahí? -esta vez la voz que escuchaba era la de su jefe, la reconocería a la perfección, tanto por teléfono como si lo tuviera a la espalda. 

-   Sí, jefe -asintió con rapidez Gerard. 

-   ¿Qué tienes para mí? ¿Qué le ha pasado a Arnauld? -inquirió la voz, con un ligero tono de vehemencia. 

-   El plan ha salido como habías indicado -afirmó Gerard-. No se ha contenido. Creo que ha matado al muchacho. Ahora se está divirtiendo. No me ha visto para nada. Era como un loco. Intentaré hacerme con el cuerpo mañana. 

-   ¿De dónde has sacado al muchacho? 

-   Era el hijo de Viktor -respondió Gerard. 

-   Perfecto. Encargate de todo. Lo has hecho bien.

Tras la última palabra, la llamada se cortó abruptamente. Gerard ya sabía cómo actuaba su jefe y no le importaba mucho. Pues ya le había felicitado por su trabajo, a su manera, claro. Gerard estaba seguro que su iniciativa le iba a valer más puntos ante el jefe. Había atado dos cabos sueltos a la misma persona. Viktor era otro jefe, ruso, despiadado, con hijo muy fiestero que estaba molestando a su jefe. Su negocio iba bien, pero no era interesante que un mujeriego molestase a las chicas. No había sido difícil poner a la chica de Arnauld en la mira del joven. Ni hacer coincidir a los tres a la vez. Si Arnauld esperaba librarse de ellos, le echarían encima a Viktor. Ellos siempre salían ganadores. Ahora solo necesitaban colocar el cuerpo para que lo encontrase la policía, bueno, los agentes que no eran como Arnauld, los no corruptos. Tendría que hacer noche allí, para esperar a que Arnauld se fuera.

Aguas patrias (72)

Los entremeses que habían puesto sobre la mesa eran muchos, hubieran alimentado a una fiesta completa. Había verdaderas delicias, como embutidos y pescados ahumados, aunque algunos de estos últimos eran piezas caribeñas, pero habían hecho un buen trabajo con el ahumado. También había hortalizas asadas, unas rellenas y otras sin más. Habían preparado también elaborados hojaldres con marisco local, tartaletas y otras delicias con harina y huevo. Cuando los comensales ya no parecían querer más de lo que quedaba, don Bartolomé avisó a Eusebio que desapareció por unos momentos, antes de regresar, ayudado por un muchacho, para traer una olla baja de barro. La colocaron con cuidado, en el hueco, que una sirviente, que Eugenio no había visto nunca, quitando los platos que allí había. Todos los invitados reconocieron el plato que ante ellos habían colocado. Cordero asado con verduras.

Eugenio solo por lo que vio ya se había sentido lleno. Los entremeses habían sido contundentes, pero ese asado ya se llevaba la palma. Pero don Bartolomé como buen anfitrión se levantó y empezó a llenar sus platos con los trozos del cordero. Como acompañantes habían garbanzos, guisantes, puerros, alcachofas, trozos de col y otras verduras que no pudo identificar Eugenio. Era un plato contundente, pero Eugenio no pudo evitar que don Bartolomé no le diera los mejores trozos del cordero y una buena cantidad de guarnición. 

-   Es una pena que los corderos de esta isla no sean como los de nuestras tierras -se quejaba don Bartolomé mientras servía el cordero-. He tenido que ir con Eusebio para hacernos con un buen espécimen. En la isla son todos pequeños y escuchimizados. Pero este, aunque un poco más caro, estaba algo rollizo. Por lo visto lo iban a comprar unos oficiales de la marina, pero se han gastado el oro en bebida y mujeres. Mejor para mí, el mercader quería deshacerse de la pieza. 

-   Sería algún joven oficial, los mayores, con familia, se guardan hasta la última moneda -indicó don Rafael, que parecía mirar su plato con un poco de pena. 

-   Si puede ser, pero es una pena como esos jóvenes oficiales beben hasta quedar a merced de las mujeres que les desvalijan como a ciegos -prosiguió su discurso don Bartolomé, que por los tonos rojizos de su rostro, indicaba que había bebido más de lo necesario. 

-   Es la juventud, amigo -intentó defender a sus oficiales don Rafael, por vida disipada que pudieran tener en tierra-. Tú también fuiste joven en algún momento, ¿no? 

-   Bueno, sí, claro, todos somos jóvenes alguna vez -asintió don Bartolomé-. Pero yo… Bueno, tenemos aquí al capitán Casas, seguro que él no era como esos jóvenes cuando tenía su edad. 

-   A ver, Bartolomé, ahora no estamos hablando de Eugenio, sino de ti -habló don Rafael antes de que Eugenio pudiera decir nada-. Yo recuerdo a un Bartolomé que se pasaba corriendo de… 

-   Bueno, basta, mejor que hablemos de otra cosa -cortó don Bartolomé, que claramente no quería que se supiesen cosas de su pasado. Por lo visto tan reprobables como el comportamiento de los jóvenes oficiales-. ¿Qué tal está el cordero?

Los otros comensales se sonrieron y dijeron lo que les parecía el plato. Sin duda todos estuvieron de acuerdo que la carne estaba muy suave y tierna. Don Bartolomé empezó a hablar lo mucho que le había costado conseguir que la cocinera que tenían contratada hiciese las recetas de su difunta esposa y la familia de esta. El cordero asado castellano no había sido una excepción. Pero estaba orgulloso de que hubiera tenido este buen resultado con la primera vez que usaban cordero. En las anteriores habían usado pollos, algo más barato que el cordero. Ahí se unió Teresa asegurando que ya no podría tomar más pollo en su vida, le había cogido asco, llevaban días con ese menú.

Cuando todos tomaron el cordero que consiguieron llevarse a la tripa, don Bartolomé dio la orden de que se retirara todo y se trajese el postre. Eugenio tuvo el mal presentimiento que ese último plato sería algo tan o más suntuoso que el resto de los platos, pero para su sorpresa, se tradujo en unas natillas ligeras, lo que tras tanta comida previa, fue mejor recibidas. Al terminar con el postre, Eusebio y sus ayudantes fueron retirando los platos que quedaban y trajeron una jarra con café, tazas y azúcar. También trajeron coñac y whisky. Tras lo cual se retiraron para comer ya ellos, de los restos que habían dejado los señores. Ahora, podían descansar. 

-   Bueno, Eusebio y los otros ya no regresaran, podríamos jugar un poco -indicó don Bartolomé-. ¿Qué les parece el tute? 

-   Hay que formar parejas -dijo Teresa. 

-   Yo juego con tu padre, que hemos sido buenos compañeros de partida durante años -aseguró don Rafael, con una ligera sonrisa. 

-   En ese caso, capitán Casas, parece que nos han emparejado -el tono de Teresa parecía atrevido, ligeramente pícaro. 

-   Es un placer, señorita.

Formadas las parejas, don Rafael se levantó, acercándose a un cajón, que abrió y sacó una baraja de naipes y un tapete. Sin duda, don Rafael conocía demasiado bien la casa, pues no le había preguntado nada al anfitrión.

martes, 18 de enero de 2022

El dilema (111)

Aibber despertó a Alvho de un empujón. 

-   Mi tharn, el navegante ha indicado que ya se puede ver la ciudad de Ghullan -dijo Aibber, que lucía una hermosa armadura de escamas, muy parecida a la que había usado Dhalnnar en la defensa de la puerta de la ciudadela. 

-   ¿Ya le han informado al druida? -inquirió Alvho, al tiempo que se levantaba del catre. 

-   Ha sido el primero en recibir la noticia -contestó Aibber. 

-   Bien, ahora subo a la cubierta, no le quites ojo al druida, por fin hemos llegado al fin de nuestra misión -aseguró Alvho.

Y menuda misión. Hacía ya meses de la batalla por la ciudadela. Allí habían vencido, pero ni con la llegada de Dhorkke, Ulmay había querido salir de su castillo, la torre que protegía ese lado del puente. Dhorkke por acabar con el problema que generaba el druida lunático le había propuesto para ser el líder de los druidas en varias ciudades, pues en Thymok no podía ser. Pero aun así se había negado. Por ello, Alvho y sus hombres, lo que quedaba del ejército de vanguardia se habían quedado estacionados en la ciudadela en obras. El pueblo al otro lado del río empezó a prosperar, creciendo y pareciendo una ciudad. Gracias a Dhalnnar, fue amurallado a conciencia, haciendo que los dos lados del puente fueran dos ciudadelas.

Las familias de los guerreros de Alvho, se trasladaron a la nueva ciudad, Lhianne entre ellos. El señor Dhorkke llamó al tharn Asbhul de vuelta a Thymok. Por ello, por mediación del canciller, Alvho fue ascendido a tharn, por sus hazañas durante la guerra contra los Fhanggar y la supervivencia de todo el ejército. De los Fhanggar ya no se tuvo más señal. Encontraron restos de los que habían huido hacia las llanuras, cazados por las bestias. Aibber y Alhanka se encargaron de mantener las zonas cercanas a la ciudadela en obras, siempre bajo su observación.

Lhianne, aunque al principio se negó un par de veces, accedió al final a casarse con Alvho. Mientras que con sus consejos, propició que Alhanka accediese a unirse con Aibber. Parte de los hombres de Alvho se fueron dando de baja, ya que la mayoría tenían otros oficios, queriendo volver a Thymok, para volver a ellos. Otros prefirieron la vida militar y se quedaron con Alvho y compañía. Dhalnnar decidió quedarse junto a Alvho, aunque viajaba de la ciudadela a Thymok, ya que el señor Dhorkke había empezado un proyecto, para construir una muralla de piedra y proteger los barrios extramuros, así como para modernizar su castillo. Era hora de que su señorío recuperase el poder de antaño.

No fue hasta que la ciudadela estuvo terminada o prácticamente, que el señor Dhorkke, el canciller Gherdhan y el tharn Asbhul, que en ese momento había sido ascendido a senescal del señor Dhorkke, le propusieron a Alvho su siguiente misión. 

-   Tharn Alvho, estamos muy contentos con todo lo que se ha construido aquí -había dicho Dhorkke-. Es una ciudadela imponente, no habrá enemigo que llegue por el oeste que pueda molestarnos. Se acabaron las incursiones de los miembros de las tribus sobre nuestros dominios. Y la ciudad se ha desarrollado mucho, parece una pequeña Thymok. 

-   Le agradezco sus palabras, mi señor -había contestado Alvho, contento de que Dhorkke hubiese quedado complacido por todo lo que había construido para ellos. 

-   Pero aún queda un lastre para todos, él -había intervenido Gherdhan. 

-   No sale de la torre de la puerta, no nos ha molestado en ningún momento y dudo que lo haga -había asegurado Alvho-. Los criados dicen que está loco. 

-   Loco o no loco, sigue vivo y eso no puede ser -había indicado Gherdhan-. Por otro lado hemos buscado el asentamiento del que habló hace mucho tiempo la mujer de vuestro therk. Unos mercaderes llegaron allí, se llama Ghullan y poseen una estatua que una vez el señor Dharkme quiso conseguir. Y él también. Creemos que si le comunicáis esta información, querrá ir a buscar su estatua.

Alvho estaba seguro de que el canciller tenía espías en la torre de Ulmay, porque si no nunca podría haber hecho esa afirmación. Y eso era así porque en la locura, Ulmay no hacía más que repetir que conseguiría la preciada estatua. Al final, la petición del señor Dhorkke era muy simple. Debía comunicarle a Ulmay lo de la ciudad al oeste, montar una expedición y hacer que Ulmay no regresase de allí. La verdad es que Alvho nunca se negó a llevar a cabo esa última misión. Lo que no se esperaba era cual sería su premio por llevar a cabo el último asesinato de su carrera. Le ofrecían ser el tharn al cargo de la ciudadela, para él y sus descendientes. De esta forma, su clan de adopción ganaba la supremacía sobre el paso del río y los impuestos sobre los mercaderes que quisieran cruzar el río, pues el puente había sido reconstruido.

Así que le informó a Ulmay del descubrimiento y en pocos meses, para que Ulmay no sospechará del juego sucio, montaron una expedición. Navegarían por la costa, en verano, para evitar las islas de hielo, hasta Ghullan y regresarían con la estatua. Claramente el señor Dhorkke había indicado que podían hacer una propuesta por la estatua a los residentes de Ghullan, pero prefería llegar a acuerdos comerciales que a problemas por la estatua de marras, que casi había provocado la destrucción de su señorío y la muerte de su padre. Así que hacía un mes que dos barcos habían partido río abajo, y ahora viajaban junto a la costa. Y tras días y días de inmensos acantilados, rocas peligrosas, bajíos y jinetes que les observaban desde las alturas de la costa, por fin llegaban a su destino.

Lágrimas de hollín (114)

Shonet observaba como el incendio consumía casi todos los tejados de La Cresta. Desde el ventanal de su biblioteca podía ver como lo que había empezado siendo un ligero tono rojizo, ahora se transformaba en un manto de luz anaranjada que se hacía un hueco en la oscuridad de la noche. Su jugada no había salido bien, pero su padre había muerto y ahora había conseguido lo que había intentado obtener por medio de los engaños. es verdad que aún tenía que acabar con los cabos sueltos. Su hermanastro no parecía serlo, pero su madrastra era harina de otro costal. Aún era pronto, porque requería que pasase el luto social, después, podría hacerla desaparecer para siempre.

Unos golpes en la puerta a su espalda le sacaron de sus pensamientos y se volvió, únicamente para ver una sombra que se movía entre las sombras de la oscura y casi sin iluminación, biblioteca. Pero la persona era demasiado ágil como para errar sus pasos y golpearse contra algo del mobiliario de la habitación. La persona se arrodilló ante Shonet. 

-   ¿Todo en orden? -preguntó Shonet al recién llegado. 

-   Los imperiales han sido aplastados por Jockhel, pero se han vengado en el baluarte -informó la persona-. El incendio de La Cresta se ha debido por una explosión en el baluarte. El gobernador y el gran magistrado aseguran que Jockhel ha muerto allí, junto a sus hombres. Pero hasta que las llamas no se sofoquen, no se podrá saber lo que ha ocurrido en el baluarte. El gobernador ha ordenado dejar que La Cresta se consuma por el fuego, para salvar el resto de la ciudad. Hay disturbios entre la población de La Cresta y la milicia. Los imperiales están demasiado heridos y cansados como para movilizarse. Y el gobernador no va a sacar a su guarnición, teme una revuelta de mayor grado. 

-   Peor para ellos -se burló Shonet por la mala suerte de los imperiales-. ¿Y el oro? 

-   Perdido, ya lo buscaran cuando el fuego se apague -prosiguió el hombre-. Aunque primero tendrán que poner orden con los que hayan perdido sus casas. No podrán buscar el oro hasta dentro de mucho. 

-   Es una pena por lo del oro, me hubiera servido para grandes cosas, pero qué le vamos a hacer, al fin y al cabo, lo peor se lo llevará el gobernador, pues ese era el oro de su emperador -se lamentó Shonet, codicioso, acariciándose el mentón-. ¿Y Arhanna?

El hombre arrodillado guardó silencio, como si no se atreviera a responder. 

-   Tu silencio es muy preocupante -se limitó a decir Shonet, dándose la vuelta para observar el cielo rojizo. 

-   Los hombres que he mandado han vuelto sin nada, mi señor -comunicó en voz baja el hombre. 

-   ¿Cómo es posible? 

-   La casa había sido abandonada, ni estaba Arhanna, ni los criados, ni sus pertenencias, solo habían dejado los muebles que no se podían llevar -prosiguió el hombre. 

-   ¡Teníais vigilada la casa! -la voz de Shonet era la de alguien que estaba a punto de perder los estribos, lo que no era nada bueno en alguien como él, tan predispuesto a los ataques de ira y violencia-. ¿Cómo se les ha podido escapar una muchacha, una docena de criados y todo su equipaje? 

-   He hablado con los hombres que hacían la vigilancia -indicó el hombre-. Me han comunicado que durante los últimos días la joven no había salido de su vivienda. Solo pasaban por allí los carros de suministro. Carboneros, madera, hortalizas, carne, nada más. No han pasado carruajes ni han cargado nada de equipajes. 

-    ¡Pero es que estaban ciegos! Los han sacado camuflados en los carros de reparto -gritó Shonet-. No sé porque mantienes hombres tan inútiles entre tus filas. Espero que les castigues como es debido. Y si no tienes agallas para ello, ya lo haré yo.

El hombre decidió permanecer en silencio, pues era mejor que su señor se mantuviera con sus locuras en el interior de su mente. Es verdad que sus hombres habían fallado y se encargaría de enseñarles lo que ocurría por cometer ese error, pero viendo la sonrisa, macabra, en el rostro de Shonet, ya suponía que castigo les tenía reservado el noble, uno muy violento y doloroso que acabaría lentamente en la muerte. Pero qué podía esperarse del último miembro de la familia de los Mendhezan, hombres que harían todo lo que pudieran si de esa forma su familia se volvía más poderosa y influyente. Él sabía que el padre de Shonet, Armhus, que primero se había unido a una revuelta contra el imperio, al detectar que esta iba hacia el fracaso, cambió de bando, vendiendo a todos sus amigos, la mayoría nobles. El gobierno imperial le recompensó con riquezas y propiedades de los nobles a los que traicionó. La familia de los Mendhezan estaba tocada por la ignominia, la mayoría de los nobles actuales no la trataban más que lo justo, siempre observados con temor y asco. 

-  Tienes que encontrar a la muchacha -las palabras de Shonet sacaron a la persona de sus pensamientos. 

-   No será fácil -indicó el hombre. 

-   Prepara a tus mejores hombres, coge de los míos si es preciso, pero busca a la muchacha, sin ella, todo mi plan se irá a la porra -ordenó Shonet, acariciándose la barbilla. 

-   Mi señor Shonet la muchacha y su gente lo más seguro es que ya hayan dejado atrás la ciudad -el hombre había pensado mucho sobre ello, mientras iba de camino a informar al noble, esa era la hipótesis que más segura le parecía que hubiera ocurrido. 

-   Bien, pues tomad todos los caballos que necesitéis de mis cuadras -dijo Shonet, señalando algo al otro lado del ventanal-. Si partís ahora, lo más seguro es que encontréis su rastro. Idos ya. 

-   Mi señor, jamás cruzaríamos de las puertas de la ciudad -señaló el hombre. 

-   ¿Qué? 

-   El gobierno imperial ha decretado el cierre de la ciudad, la milicia protege las puertas, no permiten ni la entrada, ni menos la salida de personas, menos digamos un grupo de jinetes armados -explicó el hombre-. Ni con una nota suya nos permitirán el paso. Hasta que no se solucione lo que pasa en La Cresta, no se permitirá a nadie abandonar la ciudad. Y esto puede durar días o semanas. La muchacha llegará antes a la casa de su padre que el gobierno abra las puertas. 

-   ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Déjame solo!

El hombre hizo una ligera reverencia y se marchó de allí, en silencio, escondido en las sombras, sabiendo que su señor lo había perdido todo. El granuja de Jockhel le había ganado en su estrategia. Podría estar muerto a esas horas, pero había conseguido que la muchacha se escapará entre los dedos al noble. La verdad, es que en lo más dentro de su ser, prefería que su jefe hubiera sido ganado por el ladrón, pues no le gustaba nada la persona que era Shonet.