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sábado, 22 de enero de 2022

Aguas patrias (72)

Los entremeses que habían puesto sobre la mesa eran muchos, hubieran alimentado a una fiesta completa. Había verdaderas delicias, como embutidos y pescados ahumados, aunque algunos de estos últimos eran piezas caribeñas, pero habían hecho un buen trabajo con el ahumado. También había hortalizas asadas, unas rellenas y otras sin más. Habían preparado también elaborados hojaldres con marisco local, tartaletas y otras delicias con harina y huevo. Cuando los comensales ya no parecían querer más de lo que quedaba, don Bartolomé avisó a Eusebio que desapareció por unos momentos, antes de regresar, ayudado por un muchacho, para traer una olla baja de barro. La colocaron con cuidado, en el hueco, que una sirviente, que Eugenio no había visto nunca, quitando los platos que allí había. Todos los invitados reconocieron el plato que ante ellos habían colocado. Cordero asado con verduras.

Eugenio solo por lo que vio ya se había sentido lleno. Los entremeses habían sido contundentes, pero ese asado ya se llevaba la palma. Pero don Bartolomé como buen anfitrión se levantó y empezó a llenar sus platos con los trozos del cordero. Como acompañantes habían garbanzos, guisantes, puerros, alcachofas, trozos de col y otras verduras que no pudo identificar Eugenio. Era un plato contundente, pero Eugenio no pudo evitar que don Bartolomé no le diera los mejores trozos del cordero y una buena cantidad de guarnición. 

-   Es una pena que los corderos de esta isla no sean como los de nuestras tierras -se quejaba don Bartolomé mientras servía el cordero-. He tenido que ir con Eusebio para hacernos con un buen espécimen. En la isla son todos pequeños y escuchimizados. Pero este, aunque un poco más caro, estaba algo rollizo. Por lo visto lo iban a comprar unos oficiales de la marina, pero se han gastado el oro en bebida y mujeres. Mejor para mí, el mercader quería deshacerse de la pieza. 

-   Sería algún joven oficial, los mayores, con familia, se guardan hasta la última moneda -indicó don Rafael, que parecía mirar su plato con un poco de pena. 

-   Si puede ser, pero es una pena como esos jóvenes oficiales beben hasta quedar a merced de las mujeres que les desvalijan como a ciegos -prosiguió su discurso don Bartolomé, que por los tonos rojizos de su rostro, indicaba que había bebido más de lo necesario. 

-   Es la juventud, amigo -intentó defender a sus oficiales don Rafael, por vida disipada que pudieran tener en tierra-. Tú también fuiste joven en algún momento, ¿no? 

-   Bueno, sí, claro, todos somos jóvenes alguna vez -asintió don Bartolomé-. Pero yo… Bueno, tenemos aquí al capitán Casas, seguro que él no era como esos jóvenes cuando tenía su edad. 

-   A ver, Bartolomé, ahora no estamos hablando de Eugenio, sino de ti -habló don Rafael antes de que Eugenio pudiera decir nada-. Yo recuerdo a un Bartolomé que se pasaba corriendo de… 

-   Bueno, basta, mejor que hablemos de otra cosa -cortó don Bartolomé, que claramente no quería que se supiesen cosas de su pasado. Por lo visto tan reprobables como el comportamiento de los jóvenes oficiales-. ¿Qué tal está el cordero?

Los otros comensales se sonrieron y dijeron lo que les parecía el plato. Sin duda todos estuvieron de acuerdo que la carne estaba muy suave y tierna. Don Bartolomé empezó a hablar lo mucho que le había costado conseguir que la cocinera que tenían contratada hiciese las recetas de su difunta esposa y la familia de esta. El cordero asado castellano no había sido una excepción. Pero estaba orgulloso de que hubiera tenido este buen resultado con la primera vez que usaban cordero. En las anteriores habían usado pollos, algo más barato que el cordero. Ahí se unió Teresa asegurando que ya no podría tomar más pollo en su vida, le había cogido asco, llevaban días con ese menú.

Cuando todos tomaron el cordero que consiguieron llevarse a la tripa, don Bartolomé dio la orden de que se retirara todo y se trajese el postre. Eugenio tuvo el mal presentimiento que ese último plato sería algo tan o más suntuoso que el resto de los platos, pero para su sorpresa, se tradujo en unas natillas ligeras, lo que tras tanta comida previa, fue mejor recibidas. Al terminar con el postre, Eusebio y sus ayudantes fueron retirando los platos que quedaban y trajeron una jarra con café, tazas y azúcar. También trajeron coñac y whisky. Tras lo cual se retiraron para comer ya ellos, de los restos que habían dejado los señores. Ahora, podían descansar. 

-   Bueno, Eusebio y los otros ya no regresaran, podríamos jugar un poco -indicó don Bartolomé-. ¿Qué les parece el tute? 

-   Hay que formar parejas -dijo Teresa. 

-   Yo juego con tu padre, que hemos sido buenos compañeros de partida durante años -aseguró don Rafael, con una ligera sonrisa. 

-   En ese caso, capitán Casas, parece que nos han emparejado -el tono de Teresa parecía atrevido, ligeramente pícaro. 

-   Es un placer, señorita.

Formadas las parejas, don Rafael se levantó, acercándose a un cajón, que abrió y sacó una baraja de naipes y un tapete. Sin duda, don Rafael conocía demasiado bien la casa, pues no le había preguntado nada al anfitrión.

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