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martes, 4 de enero de 2022

Lágrimas de hollín (112)

En la puerta del camino del norte, una serie de carruajes y carros, se acercó al puesto de la guardia. Un sargento, que miraba como asustado el resplandor rojizo que se elevaba por encima de los tejados, se acercó a la ventanilla del primer carruaje. 

-   ¿Quién sois? -preguntó el sargento. 

-   Soy Malven de Jhalvar -respondió Fhin, sacando su cabeza y una mano por la ventanilla-. Este es el documento que indica que soy miembro del gremio de mercaderes y lo que me da permiso para salir. Debo llevar un cargamento hacia el norte. Mi padre me espera para proseguir hacia la capital imperial. 

-   Sí, sí, esperad un momento -el sargento se acercó para mirar el documento que le mostraba. En sí, no veía problema para dejarles salir, ya que no había recibido ninguna orden de impedir la salida. Ni de parte del gobernador ni de los militares que habían entrado por la mañana-. El documento es válido. ¡Permitid el paso a los carruajes!

Los soldados de la milicia comenzaron a abrir las puertas, a la vez que otros soltaban con cuidado las cadenas de dos cabestrantes, para que descendiera el puente levadizo. 

-   ¿Sabéis qué es ese resplandor? -preguntó el sargento, mientras esperaban a que se bajase el puente. 

-   Parece que el gobernador ha decidido acabar con ese criminal llamado Jockhel con la fuerza del ejército -indicó Fhin-. He escuchado que han pegado fuego a los edificios donde se atrincheraban los criminales. Sufrirán una muerte igual a lo que son, ratas. 

-   Sí, sí, eso está muy bien -murmuró el sargento-. ¡Que tenga un viaje seguro! 

-   Gracias -agradeció Fhin las buenas palabras del sargento, tras lo que golpeó la caja del carruaje-. ¡Adelante, cochero!

El sargento se quitó de en medio, en el mismo momento que el carruaje se puso en marcha. Caminó hasta donde estaban sus hombres, mientras observaba la caravana. Tras el carruaje del mercader, pasó otro, en el que parecían ir mujeres, después otro carruaje, con hombres y caballos enganchados atrás, sin jinete. Tras ellos cuatro carros grandes con mercancías tapadas por lonas. Uno de los últimos le pareció que estaba lleno de cofres. Más aún le pareció ver caer algo que brillaba. No se pudo acercar porque al final de la caravana iban veinte jinetes, armados con lanzas y escudos. 

-   ¡Cerrad las puertas! ¡Levantad el puente! -gritó el sargento una vez que el último jinete había cruzado el puente y caminó hasta donde había visto caer la cosa brillante.

En el suelo vio una pieza redonda, de oro, una moneda. Se agachó para cogerla. Pesaba. No se pudo creer lo que era cuando lo vio. Era una de esas monedas que equivalía a la paga anual de un soldado imperial. Con el relieve de uno de los emperadores y uno de esos grifos que tanto veneraban los imperiales. Miró a todos lados y sus hombres parecían ocupados, por lo que se guardó la moneda. Qué hacía en uno de los carros del mercader le importaba poco, porque ya se había ido y no tenía nada contra el mercader. Si había robado a los imperiales, era problema de ellos. Regresó hacia la sala de guardia. 

-   ¿Sabéis qué es ese resplandor? -preguntó uno de sus soldados, que se calentaba las manos ante el fuego de la chimenea. 

-   Parece que el ejército que ha entrado por la mañana está llevando una acción punitiva contra el tal Jockhel en La Cresta -informó el sargento. 

-   Vaya con los imperiales -se quejó el sargento, que era un recluta joven. 

-   Si crees que habríamos sido mejores nosotros, olvídalo -advirtió el sargento-. La Cresta es un lugar peligroso, demasiado para nosotros. Si los imperiales quieren dar una lección, que se encarguen ellos. Aquí estamos mejor. Me voy a dormir.

El sargento iba a ir hacia la zona de literas, cuando sonó la campana que había en el exterior. Lanzó una maldición, le hizo un gesto a sus hombres y salió del puesto de guardia. Fuera había un capitán con dos soldados de la milicia de escolta. 

-   ¡Mi capitán! -exclamó el sargento cuadrándose. 

-   Órdenes del gran magistrado Dhevelian -dijo el capitán, sin bajarse de su montura-. La puerta queda cerrada. No puede salir ni entrar nadie. 

-   ¿Es por lo de la acción punitiva del ejército imperial en La Cresta, capitán? -se interesó el sargento. 

-   ¿Cómo sabe de ello? 

-   Acabamos de dejar salir una caravana de mercaderes, bueno de un mercader del gremio, un tal Malven de Jhalvar, señor -informó el sargento-. Él me ha contado lo de los imperiales y el fuego en La Cresta, señor. 

-   ¡Hum! Bien -murmuró pensativo el capitán-. Bueno, pero a partir de este momento la puerta está cerrada, sargento. 

-   Sí, señor.

El capitán azuzó a su caballo y siguió su ronda por las puertas de la muralla exterior. El sargento pasó la orden a sus hombres y se marchó a dormir.

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