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sábado, 31 de julio de 2021

El reverso de la verdad (37)

El lugar que según Andrei era el indicado para hablar con el recepcionista resultó ser un edificio abandonado. Una antigua nave industrial, llena de máquinas oxidadas y hace mucho desmanteladas para llevarse todo lo que fuese rentable. Solo quedaban aquellas piezas que ni los chatarreros querían. Andrei había colocado al joven sobre unos bloques de hormigón, con las manos atadas a la espalda con una correa de plástico. A Helene le había indicado que lo mejor que podía hacer era quedarse en el coche, pero la muchacha había decidido quedarse. Andrei le había advertido que tal vez no le iba a gustar lo que iba a ver.

Mientras el joven miraba al suelo, intentando parecer calmado, Andrei iba de un lado a otro de la zona en la que estaban. Hurgaba en los restos y cada poco lanzaba alguna frase, que para el gusto de Helene parecía hasta macabra. Le escuchó un par de veces afirmar que lo que había encontrado le iba a gustar a su prisionero, también que había encontrado algo inusual y que esto iba a ser nuevo para ambos. Cada poco volvía y dejaba caer sobre el suelo piezas de metal oxidado. Restos de las máquinas, parte de las pareces y algunos cilindros de los que Helene desconocían para que podrían haber servido.

Al final, parece que Andrei se cansó de buscar y regresó con lo que parecía una manivela antigua, pero sobre todo pesada, contundente. La dejó caer con el resto de cosas, haciendo un ruido infernal. 

-   Bueno es hora de que te sinceres conmigo, amigo -dijo Andrei-. Te estoy hablando, levanta la cabeza, o haré que no la puedas bajar jamás.

El muchacho levantó la cabeza con lentitud. Los dientes castañeteaban de miedo y su rostro se había vuelto del color de una vela. Helene estaba segura de que ese blanco no podía ser sano ni natural. 

-   Bien, ahora que parece que ya he captado tu atención, es hora de que respondas a unas preguntas, ¿no crees? -el joven se limitó a mover la cabeza en señal de asentimiento-. Solo te voy a advertir esto una vez. No me gusta que me mientan o que me tomen por tonto. Bien, si me mientes o te niegas a responder, me enfadaré y no me dejarás otra opción de ser malo. Yo no quiero ser malo, pero si no me dejas opción, ocurrirá. ¿Lo comprendes? 

-   Sí -respondió el muchacho en un susurro. 

-   ¿Qué? No te he oído nada. Habla más alto o lo lamentarás. ¿Lo has comprendido? 

-   ¡Sí! -gritó el joven de inmediato. 

-   Bien -afirmó Andrei-. Cuando pasamos por primera vez por el hotel que regentas, nos mentiste. Dijiste que Margot ya no residía en el hotel. Pero eso no era verdad. Así, que primera pregunta, ¿Por qué no nos dijiste la verdad? 

-   Yo… yo…, él… él… -el joven no conseguía decir nada coherente, mientras hipaba entre las sílabas. 

-   Tú… tú… -le imitó Andrei, como el que se ríe de un tonto, pero al momento su rostro se volvió, frió, se agachó y cogió uno de los cilindros del suelo-. Te he preguntado y me has dicho que entendías lo que iba a pasar, y aun así empiezas con los juegos. Vale.

Andrei golpeó con suficiente fuerza con el cilindro de metal sobre una de las rodillas del joven. Helene se quedó sorprendida por la rapidez y que no se esperaba ese movimiento de Andrei. Tampoco ayudó a que se calmase el crujido de la rótula del joven al quebrarse y el alarido de dolor de este. Andrei simuló que le iba a golpear otra vez, en el mismo punto, pero detuvo el golpe a escasos centímetros de la rodilla. El joven estaba llorando de dolor. Le corrían las lágrimas y Andrei pensó que la juventud actual ya no era como la suya. Él hubiera resistido más. 

-   Se ha quebrado, puede que haya saltado alguna esquirla, pero no está rota, aún -advirtió Andrei, acercando su rostro al del joven, que estaba crispado-. No te voy a repetir la pregunta, pero espero una contestación más fluida o me obligarás a volver a actuar. 

-   Un hombre… un hombre vino hace unos meses, un hombre que también buscaba a Margot. Tras hablar con ella, vino a hablar conmigo -contestó el joven, lo más rápido que pudo-. Me dio dinero y un número de teléfono. Le tenía que llamar si alguien venía preguntando por Margot, Louise o como diablos se llame. 

-   ¿Un hombre? Eso es muy poco descriptivo -indicó Andrei, como si no se creyese lo que le decía el joven-. Hombres hay muchos. Como era este hombre. 

-   Un hombre fuerte, parecía un militar o lo había sido -describió el joven-. Vestía casual, no parecía ni demasiado elegante, ni demasiado desastrado. Su rostro era inexpresivo, pero no tenía ningún rasgo característico, ya no me acuerdo de él apenas. El tuyo es parecido al de él.

Un rostro como el suyo, pensó Andrei. Eso no le gustó. Él se había creado ese rostro para no ser recordado en las operaciones encubiertas. Todos sus compañeros hacían lo mismo, ya que no debían ser recordados ni por los malos, ni por nadie. Se enfrentaba a alguien como él o a alguien que quería ser como él lo fue. Era un interrogante importante. Uno que debía responder enseguida.

Aguas patrias (47)

Todo hombre que se encontró en su camino, si podía andar y luchar lo mandó con el señor Torres. El resto, los heridos, los dejó reposando en el suelo. Él estaba buscando a don Rafael. 

-   Eugenio, ha sido una gran sorpresa -escuchó Eugenio una voz conocida cuando alcanzó la rueda del timón, no era otra que la de don Rafael-. Cuando los vigías han hablado de una escuadra, hemos pensado lo peor. Pero cuando han comunicado que nuestra bandera ondeaba en todas las naves, ha llenado de fuerza a los hombres. Luchaban como leones. 

-   Por favor, capitán, no se mueva tanto, se le van a saltar los vendajes -le pidió un marinero que estaba junto a don Rafael y que Eugenio reconoció como uno de los ayudantes del cirujano de abordo. 

-   Ya ve, capitán, no me libró de este moscardón -se quejó don Rafael, señalando al ayudante del cirujano. 

-   Señor, si está herido, yo le puedo sustituir en el alcázar -le indicó Eugenio, al percatarse de los aparatosos vendajes que se veían bajo la casaca del uniforme-. El enemigo ya se está rindiendo. Pronto no habrá combate. 

-   No, no hasta que las hostilidades terminen -negó con fuerza don Rafael, no dejando resquicio para debatir. 

-   ¡El enemigo se ha rendido! ¡El enemigo se ha rendido! -llegó gritando un guardiamarina del Vera Cruz, totalmente manchado de sangre-. ¡Capitán! ¡Capitanes! Los ingleses se han rendido.

La mano del guardiamarina señalaba la bandera de la fragata que había sido retirada y ahora ascendía la española. En la otra nave, muy hundida, también se distinguía que ya no estaba la enseña inglesa.

Don Rafael miró a ambos lados y luego asintió con la cabeza. Entonces se derrumbó. Habría llegado al suelo si los reflejos del ayudante del cirujano y de Eugenio no hubieran sido tan rápidos. Agarraron el cuerpo extenuado de don Rafael, evitando su caída. Eugenio llamó a dos marineros y con las indicaciones del ayudante, se llevaron abajo al capitán. A partir de ese momento Eugenio tomó el mando en el Vera Cruz, pues era el oficial de mayor grado. Lo primero que hizo fue llamar a los oficiales que aún estuvieran en condiciones de trabajar.

Los oficiales de la Sirena aparecieron todos, unos más heridos que otros, pero en condiciones para trabajar. En el caso de la oficialidad del Vera Cruz solo se presentó el teniente Heredía, el primer oficial, cojeando y con vendajes, así como unos cuantos guardiamarinas. 

-   Señores, hay que encargarse del Vera Cruz -dijo Eugenio como saludo-. Teniente Heredia, veo que está en condiciones. Encargarse de inspeccionar el navío. Necesitamos saber cuanto agua entra, los heridos, la situación de la arboladura, las velas, hay que ponerse en marcha lo antes posible. 

-   Sí, capitán. 

-   Señor Romonés, le quiero en la Sirena, encárguese de ella -indicó Eugenio-. Señor Salazar, suya es la fragata enemiga, lo mismo que el Vera Cruz, infórmeme lo antes posible. Señor Sánchez, la corbeta enemiga. Revísela y vea si es posible salvarla. Si no recupere todo lo que pueda ser útil. Luego sepárela del Vera Cruz, no queremos que nos arrastre con ella. Señor Romero, encárguese de los enemigos, los heridos y los que se han rendido son  prisioneros de guerra. Los muertos, por la borda, no podemos tener una infección a bordo. 

-   Sí señor -asintieron todos los oficiales, que se retiraron rápidamente.

Eugenio se quedó en el alcázar, recibiendo informes de todo tipo. Las primeras llegaron por parte de Heredia, que informó que el Vera Cruz tenía un par de agujeros en el casco, pero que los carpinteros ya estaban dando cuenta de ello y ahora con los marineros que no estaban luchando los había puesto a achicar el agua de más con las bombas. Había cañones que habían sido destruidos durante la batalla anterior al abordaje, pero pronto los reconstruirían. La arboladura estaba bien, por lo que no había que preocuparse por ese punto. Por lo demás habían sufrido muchas bajas, habían perdido al segundo y tercer teniente, tres guardiamarinas, y casi doscientos hombres. Había otros trescientos heridos, pero el teniente Heredia creía que muchos se recuperarían. Por lo que aún podían manejar el navío sin problemas con los supervivientes. Pero no creía que pudieran llevar muchos prisioneros. Pero eso no era un problema en sí para Eugenio, los podía repartir por una flota llena de soldados de infantería ociosos. Lo que verdaderamente le preocupaba a Eugenio era el paradero de la Santa Ana.

martes, 27 de julio de 2021

Lágrimas de hollín (89)

Cuando Dhevelian llegó a su casa, se dirigió directamente a su despacho, donde empezó a escribir una misiva a Shonet. Claramente no le iba a decir que había hablado con Malven, y que no había visto ninguna actividad sospechosa en sus negocios. Si algo había aprendido con los años sirviendo a la ciudad y al imperio era en no cerrar ninguna puerta que le pudiera ofrecer a la larga un beneficio. Escribió que había empezado a revisar los negocios de Malven y que pronto tendría las pruebas de lo que Shonet le había hablado.

Estaba seguro que los negocios de Malven eran muy oscuros, pero si tenía el oro suficiente para hacer que el virrey del sur pudiese mandar una carta con quejas al gobernador, lo mejor que podía hacer él era quitarse de en medio. Esa forma de proceder era la más astuta y Shonet debería cavilar más sus acciones. Ese joven noble siempre se lanzaba a lo loco en todo lo que emprendía. Por ahora la buena relación entre su padre y el gobernador le habían servido para no sufrir un castigo merecido. Pero parecía que el joven Malven podía ser una piedra en su camino al cielo.

Y la información de un robo a gran escala contra un mercader de la ciudad, si era buena, le podría hacer ganar puntos con el gobernador. El asunto de Inghalot y de Jockhel le había hecho perder mucha de la confianza que el gobernador tenía en él, como hombre capaz de hacerle la vida, en este puesto alejado de la capital, más sencilla de lo que era. Los funcionarios imperiales estaban para realizar el trabajo y desgraciadamente, cuando algo iba mal, eran los chivos expiatorios.

Dhevelian se esmeró en escribir una misiva que le hiciese parecer un devoto servidor de Shonet, pues sabía que el noble sucumbía a que le alabasen en exceso. Tras terminarla, la releyó un par de veces, hasta que la cerró y lacró. Un sirviente de su confianza se marchó con ella, para entregarla a Shonet.

Lo que Dhevelian no sabía era que ese criado en el que creía uno de los suyos, ya cobraba el oro de Bheldur y en el mismo momento, que cayó en manos del siervo, fue copiada. Aquellos que Fhin había decidido que serían sus enemigos, estaban a la merced de Bheldur y sus espías. Lo que escribió Dhevelian sería leído por igual por Shonet que por Bheldur.



Lejos de la residencia de Dhevelian, en un almacén oscuro, se reunían una serie de hombres mal encarados, todos a la espera de quien les contrataba. Muchos se quedaron sorprendidos al ver al hombre del que se hablaba en los tugurios, el señor de La Cresta. El gran Jockhel les iba a contratar, por lo que muchos estaban felices o por lo menos eso aparentaban. Pero no fue Jockhel quien les habló, sino otro individuo, más simple y más parecido a ellos. Al que todos tomaron por un lugarteniente de Jockhel.

El lugarteniente les habló de un trabajo, un robo, unos cuantos cofres que debían sacar de un almacén, para llevarlos a otro lugar. La paga era buena y parecía que nadie se les opondría. Porque como indicó el hombre, quien se opondría a Jockhel. Lo que quería decir que era un trabajo sencillo. El hombre les indicó cómo se iba a llevar a cabo el trabajo y que tenía que hacer cada uno de ellos. Cuando parecía que todos lo entendieron, les dejaron marchar, indicándoles donde se verían en dos días, para el robo. 

-   Llevar esta máscara de oro es una tortura -dijo Shonet, quitándose la pieza de oro-. ¿Esos hombres son lo que necesitamos? Parecían unos muertos de hambre. 

-   Mi señor, son lo que he podido encontrar con el poco tiempo que me has dejado para montar el golpe -se quejó el hombre que había explicado el golpe, el único superviviente de la intentona anterior-. La última vez, el plan se montó con meses de preparación y… 

-   Y fue un completo desastre -indicó Shonet, empezando a notar la ira subiendo por su cuello. Aún estaba muy disgustado con el fiasco anterior, donde había perdido una buena cantidad de oro y no había conseguido que su padre cayese en desgracia. 

-   No fue culpa nuestra, los miembros de la seguridad del almacén estaban avisados de lo que iba a ocurrir -intentó defenderse el hombre-. Escape por los pelos, pero mis hombres cayeron todos en las manos de vuestro padre. Fue una suerte que use una identidad falsa. Sino ahora no estaríamos hablando. 

-   Siempre empiezas con las mismas excusas, déjalo y toma -ordenó Shonet, al tiempo que le pasaba la máscara de oro-. Esta vez no seré tan magnánimo como falles, ¿entendido?

El hombre asintió con la cabeza, mientras observaba a Shonet marcharse. Después miró la máscara de oro y se rió. Estaba bastante harto de ese noble loco, pero había encontrado una forma de escapar de sus garras. Jockhel era una buena jugada para conseguir hombres desesperados, pero a la vez era una baza peligrosa.

El dilema (86)

Ireanna y Alvho se miraban mutuamente, intentando descubrir lo que cada uno escondía en su cabeza. La pregunta de Alvho aún resonaba en la cabeza de Ireanna, como si fueran unos golpes de mazas gigantes. 

-   Deberías tener cuidado con esas palabras, los oídos de Ulmay son muchos -advirtió Ireanna, observando a todos lados-. Sus druidas, unos fanáticos al servicio de Ulmay, deambulan por todo el campamento, escuchando cada una de las palabras de los tharn, therk y los guerreros. Quiere estar al tanto de todo lo que pasa en su reino. 

-   ¿Su reino? ¿Querrás decir el de Dharkme? 

-   Sé lo que quiero decir -negó Ireanna-. Dharkme no es más que una cáscara vacía. Más interesado en los rezos que en lo que hay delante de él. No gobierna, no lucha, le ha dejado todo en manos de Ulmay o más bien del líder del clan que le protege. Por lo que sé, planean destituir a Gherdhan pronto. 

-   Sin Gherdhan el ejército se alzará contra Dharkme y Ulmay -indicó Alvho. 

-   Puede que sí o puede que no -dijo Ireanna como si supiera más de lo que podía indicar. 

-   De todas formas, lo que he dicho se puede hacer -aseguró Alvho. 

-   No se puede, nadie puede entrar sin permiso a la fortaleza del puente. Nadie puede llegar hasta Ulmay, a excepción de sus druidas. 

-   Bueno, supongo que tú si que puedes recibir visitas en tu cárcel -señaló risueño Alvho.

Ireanna le miró meditabunda y por un ligero momento una ligera sonrisa apareció en las comisuras de sus labios. 

-   Sí, yo no puedo abandonar a Ulmay, pero nada pasa si alguien me visita o me trae algo -asintió Ireanna. 

-   En ese caso dime lo que quieras y por la tarde te iré a hacer una visita -aseguró Alvho-. Deberás hacerte con las ropas de uno de esos druidas. El resto corre de mi cuenta. Pronto serás libre. 

-   Así que el gran Alvho realizará una nueva cruzada, por una mujer, nada menos -se burló Ireanna, guiñándole un ojo. 

-   La verdad es que llevaré a buen puerto el deseo de los muertos, viejos camaradas caídos por las artimañas de ese loco -debatió Alvho.

Ireanna le explicó lo que tendría que decir y lo que podría traer, para que los druidas y los guardias no sospechasen de él. Lo principal es que diera un nombre falso y que pareciese un siervo o un guerrero raso. Cuando el cerebro de Alvho guardó cada uno de los conocimientos y explicaciones de la mujer, hizo una reverencia falsa y se marchó. Ireanna se volvió hacia el río, y rezó, esperando que lo que había asegurado Alvho se cumpliese. Tras ello, regresó a la fortaleza del puente. Alvho iría más tarde y tenía que preparar las cosas.

Alvho regresó a la fortaleza norte y se dedicó un par de horas a preparar a los hombres para pasar la siguiente noche. Hizo las asignaciones para las guardias y dejó a Aibber al cargo de sus hombres. Estuvo en una reunión con Asbhul, pero no le contó ni una sola de las palabras de Ireanna. Si lo que tenía en mente para esa noche salía bien, ni el tharn, ni el canciller debían estar enterados. Todo dependía de su pericia y que Ireanna cumpliese su papel en la trama. Todos se librarían del peso que les llevaba atenazando ya tanto tiempo.

Cuando por fin terminó con sus obligaciones como therk, regresó a la soledad de su cuarto, en ese momento vacío. Se cambió la armadura de therk, por sus ropas ligeras de trabajo. Nunca se sabía lo que podía necesitar, por lo que se hizo con casi todo su repertorio de elementos mortales. La mayoría los llevaba tan bien escondidos que ningún guardia sabría encontrarlos sin ayuda. Esperaba que con ellos fuera capaz de eliminar a su única presa.

En las sombras, se marchó de la fortaleza, sin que nadie le viese, sin que nadie le advirtiese o se diera cuenta de él. Pero Alvho estuvo seguro que unos ojos si le observaban. En alguna parte Aibber le estaba viendo con toda claridad, pero como buen seguidor, no abrió la boca, ni se despidió. Ahora eran dos los que podían saber lo que iba a ocurrir y los dos lo esperaban. Aunque, pensó Alvho, el resultado no iba a ser el mismo en las sos mentes.

Con la claridad menguante de la tarde, Alvho cruzó el mar de tiendas y llegó hasta la entrada de la fortaleza del puente. Allí un guerrero le dio el alto y él dijo las palabras que le había indicado Ireanna. Este se puso blanco y le pidió que esperase un momento. Al rato apareció con un druida que le pidió que repitiese el mensaje, a lo cual le indicó que le siguiese. No hubo nombres ni nada más.

sábado, 24 de julio de 2021

El reverso de la verdad (36)

Andrei sabía que debía ser rápido. Revisó todo lo que había en la habitación, buscando la forma de bloquear la visión de la ventana. Necesitaba algo como el colchón de la cama, pero ahora no le interesaba mover el cadáver de Louise. La cabeza destrozada, porque sabía que así estaba, no iba a ser una gran visión para Helene. La mayoría de los muebles eran demasiado pesados para moverlos o demasiado débiles para impedir la visión del francotirador.

Entonces se fijó que en el baño había un biombo de floripondios. Tal vez no era como un colchón, pero podría servir para lo que quería. Le hizo un gesto a Helene para que no se moviese. Se alzó apoyándose en la pared y cogió aire. Iba a tener que cruzar la estancia, pasando por delante de la ventana. Se convertiría en un blanco. Pero esperaba no ser uno fácil de abatir. Su misión no había terminado aún.

Casi corriendo cruzó la habitación rodeando la cama y se metió en el baño. Tras su paso se escucharon los golpes sordos de las balas contra la pared, allí donde Andrei había estado. Dentro del baño se hizo con el biombo. Pero vio claro que aunque pusiese el biombo ante la ventana, no iba a ser suficiente. La luz pasaba por la pantalla y se verían las sombras. Debía probar otra cosa. Entonces tomó un bote de gel. se acercó a la puerta y vio su primer objetivo. Lanzó el bote y tiró una de las lamparillas de noche de una mesilla, haciendo que se apagara, ya fuese porque se había soltado el cable del enchufe o porque había roto la bombilla.

La otra lamparita le costó tres intentos, que fueron una pastilla de jabón, un bote de suavizante del pelo y al final un bote que no sabía lo que contenía pero era lo suficientemente voluminoso. Ya solo le quedaba la lámpara del techo. Esta costó más intentos y solo consiguió lo que se proponía al destrozar una a una cada bombilla. Pero al final toda la luz provenía del exterior, ya que él había apagado la luz del baño. 

-   Voy a tapar la ventana con el biombo. Cuando lo haga, corre hacia la puerta, Helene -le avisó Andrei. 

-   ¿No disparará? 

-   Lo más seguro es que sí, pero a ciegas -afirmó Andrei-. No eras deportista, pues a ver si es verdad. No lo voy a lanzar hasta que te pongas de pie. Haz como yo. 

-   Está bien -musitó Helene, que se puso de pie poco a poco.

Tras dejar unos segundos para que Helene se preparase, Andrei le hizo un gesto para comprobar que estaba preparada, entonces salió del baño, cargando con el biombo y lo lanzó contra la ventana. A la vez, Helene, salió corriendo en dirección a la puerta. Cuando pasó cerca de Andrei, este le cogió del brazo y tiró de la mujer. El francotirador disparó contra el biombo. Se podían ver los agujeros en la pantalla floreada, pero no hizo blanco en ninguno de los dos. 

-   ¿Qué vamos a hacer ahora? -quiso saber Helene. 

-   No podemos quedarnos demasiado aquí, pero antes de marcharnos hay que recoger algo -indicó Andrei. 

-   ¿Qué tenemos que recoger? 

-   Ahora lo verás -dijo misterioso Andrei-. Además creo que no esta demasiado lejos.

Dicho esto, Andrei se alejó corriendo de Helene, por el pasillo, hasta llegar a la zona de los ascensores y desaparecer tras una pared. Se escuchó un grito de terror seguido de un golpe sordo y el ruido de algo chocando contra el suelo. Helene siguió a Andrei y descubrió que en el suelo estaba el recepcionista de la mañana, agarrándose la entrepierna. 

-   Este es a quien debemos recoger -dijo Andrei señalando al recepcionista-. Este sabía más de lo que nos contó esta mañana. Nos lo llevamos. 

-   ¿Nos lo llevamos? ¿A dónde? ¿A tu casa? -preguntó Helene, sorprendida. 

-   Claramente no -negó Andrei-. Conozco el lugar exacto. Es un lugar que le va a encantar. Ayúdame a levantarlo. Vamos. No tenemos mucho tiempo. El francotirador se puede presentar en cualquier momento.

Helene asintió y ayudó a Andrei a levantar al muchacho, al que se llevaron arrastrándolo. No puso mucha resistencia. Ya fuese porque tenía miedo a Andrei o porque estaba en shock. Bajaron por las escaleras y salieron por la entrada trasera. Se lo llevaron al coche y Andrei lo metió en el maletero, lo que no fue una sorpresa para Helene. Una vez dentro del habitáculo, Andrei arrancó el motor y se pusieron en marcha.

Aguas patrias (46)

Cuando Eugenio vio que los dos costados de las fragatas estuvieron unidas, desenvainó su sable. 

-   ¡El Vera Cruz nos necesita! -gritó Eugenio-. ¡Por España! ¡Por el rey! ¡Muerte al inglés!

Todos los marineros y oficiales que estaban preparados para el abordaje rugieron como un león salvaje y siguieron a su capitán, que saltó por encima del pasamanos de la Sirena y el de la fragata enemiga. Como una marea letal atravesaron la cubierta de la fragata. Algunos remataron a los heridos ingleses, pero la mayoría pasó de ellos, pues el tiempo y la infección ya se encargarían de ellos. Cuando llegaron al costado del Vera Cruz, se hicieron con las cuerdas que los ingleses habían usado para atacar la cubierta del navío Empezaron a trepar, pero se detuvieron antes de culminar. Eugenio fue el encargado de revisar lo que había al otro lado.

En ese costado del Vera Cruz había muertos y heridos, pero el combate y la acción de los infantes de las cofas de la Sirena habían hecho que los ingleses y los defensores se hubiesen alejado de allí, dejando una zona libre para que ellos entrasen a la lid sin problemas. Eugenio miró a sus dos costados y asintió con la cabeza, tras lo que volvió a gritar “Muerte” y escaló lo que le quedaba de costado, dejándose caer dentro del navío. Los oficiales y marineros le imitaron.

El rugido de la tripulación de la Sirena, unida al constante ruido de las detonaciones de los cañones de la escuadra del contramaestre, cambió de plano el curso de la batalla. Por lo que pudo ver Eugenio, los ingleses se habían hecho con muchas zonas de la cubierta, pero aun quedaban reductos importantes, sobre todo el alcázar del Vera Cruz. Los defensores al ver llegar a los refuerzos, recuperaron fuerzas y se volvieron más combativos.

Eugenio lideraba un grupo, destinado a liberar el sitio que hacían los ingleses sobre el alcázar. Lanzaba mandobles contra las espaldas y los costados desprotegidos de los marineros ingleses, que aún no se habían percatado de la presencia de los recién llegados. La sangre le empezó a salpicar en el uniforme y en la cara, por lo que los enemigos retrocedían al ver semejante estampa, unos ojos que emanaban fuego y una piel que pedía sangre ajena. Pero al retirarse se encontraban con más enemigos, españoles de bigotes poblados, pieles cetrinas, ojos de loco. Se podría decir muchas cosas de la armada, pero sus marineros eran capaces de provocar el miedo en los corazones del enemigo.

Pero no solo el miedo hizo claudicar los esfuerzos de los ingleses. Lo que más les hizo rendirse fue el cansancio. Llevaban horas luchando con la tripulación del Vera Cruz y ya no estaban listos para los refuerzos. Muchos iban dejando caer sus armas, mientras levantaban las manos. Los que conocían algo de español, decían un chapucero “me rindo”. Aun así, los oficiales ingleses fueron los últimos en dejar de luchar. Eugenio se dio de frente con uno de ellos. Le combinó a rendirse, pero este escupió como forma de rechazo y Eugenio le atacó. El inglés se defendió, incluso sacó a relucir una ligera esgrima, pero su ataques eran burdos, sus fintas pesadas y al final, una rápida serie de fintas y ataques de un Eugenio mucho más fresco, provocó que le ensartara con su sable. El inglés miró con ojos desorbitados el acero que lo había atravesado, cuando Eugenio lo retiraba y cayó de bruces agarrándose la sangrante herida. Los ingleses más cercanos fueron menos orgullosos que su oficial y se rindieron. 

-   ¡Son prisioneros! -gritó Eugenio, señalando a los ingleses cuando uno de sus hombres descargó un hachazo sobre la cabeza de uno de ellos-. ¡Se han rendido! ¡Señor Torres! ¡Señor Torres! 

-   Mi capitán -respondió el guardiamarina a su capitán, al acercarse a él. El joven muchacho había estado luchando tras los pasos del capitán, pero por las heridas de cortes, parecía que se había desecho del miedo. 

-    Haga que los hombres tomen prisioneros a los que se rindan -ordenó Eugenio-. Pero sin cuartel a los que sigan levantando el acero contra nosotros. 

-   Sí, señor. 

-   Y haga un cordón para proteger el alcázar -añadió Eugenio, al ver que estaban ante las escalas por las que se accedía al castillo-. Nos ha costado llegar aquí y el enemigo podría intentar algo. 

-   Sí, mi capitán -asintió Torres.

Eugenio les hizo señas a tres hombres que estaban cerca, todos miembros de la cuadrilla de remeros que movía su bote. Estos asintieron y le siguieron, mientras que el guardiamarina se encargaba de preparar la defensa e impedir que asesinaran a más enemigos que se habían rendido. Si los ingleses intentaban un contraataque, Torres y sus hombres se encargarían, pensó Eugenio. Aunque la verdad es que en ese momento los ingleses se estaban rindiendo y solo los más bragados aún intentaban sobrevivir luchando. Eugenio ascendió hacia el alcázar.

martes, 20 de julio de 2021

Lágrimas de hollín (88)

El alto magistrado Dhevelian había sido llevado a una sala con una decoración exagerada, con demasiado pan de oro y colores brillantes. Quien idease ese juego de estilos debía ser una mente enferma, pensó Dhevelian, por lo menos, a él no le gustaba demasiado. Le habían traído unos panecillos con miel y carne, junto con vino blanco y tinto. Dhevelian pidió el blanco. Un hombre bien vestido, que parecía que era un asesor, no un simple mayordomo, le pidió disculpas por parte de su señor, que ya no esperaba ninguna visita y se estaba preparando para recibirle. 

-   Alto magistrado, que honor tan insospechado tenerle en mi humilde morada -dijo Fhin al entrar sin hacer ruido en la estancia, lo que hizo que Dhevelian se atragantase, ya que estaba bebiendo vino. 

-   El placer es mío -logró decir Dhevelian tras una serie de toses y carraspeos. Pudo ver a quien le había hablado, que supuso que era Malven y junto a él, el hombre que le había recibido.

Fhin se sentó en un butacón junto al que estaba sentado Dhevelian y se quedó mirándolo, como si esperase a que el burócrata empezase la conversación, pero parecía que no iba a llegar eso. 

-   Bueno, alto magistrado, me tiene en un puño -dijo por fin Fhin-. ¿Qué puedo hacer yo por el alto magistrado de la ciudad? 

-   Bueno, la verdad es que quería conocerlo y así hacerme una idea de quién es usted, señor de Jhalvar -indicó Dhevelian, como si fuera algo normal en su vida, pero Fhin estaba seguro que se guardaba algo más. 

-   Si es eso lo que buscaba, podríamos haber coincidido en cualquier reunión de la sociedad a las que he asistido, alto magistrado -comentó Fhin-. No me temo que esta visita tiene algo que le preocupa más o a lo que le ha estado dando vueltas. 

-   ¡Ah, señor de Jhalvar! Me temo que sin duda es un mercader y le gusta ir directo a los negocios -habló Dhevelian. 

-   Y alto magistrado, puede llamarme Malven, el señor de Jhalvar es mi padre, aun -intentó Fhin quitar presión a la conversación como haría un hombre de su posición. 

-   Está bien, Malven -asintió Dhevelian-. Voy a ir a lo que me preocupa. He recibido unas acusaciones de una serie de hombres de bien, a los que debo atender, ya me comprende, nobles y mercaderes de la ciudad. Estos prohombres aseguran que no está llevando sus negocios de forma caballerosa, incluso hablan de que comercia con mercancías que las autoridades imperiales no verían con buenos ojos. 

-   ¿Prohombre? ¿Se está refiriendo a Shonet de Mendhezan, verdad? -interrogó Fhin a Dhevelian, que al escuchar el nombre de Shonet se removió nervioso en su asiento-. Me temo que mis negocios están avalados por las autoridades imperiales. Si cree que no es así, puedo mandar una misiva a mi padre y este al virrey del sur. Estoy seguro que el gobernador de la provincia se quedará más tranquilo si el virrey del sur le escribe. 

-   ¡Oh, no, por favor! No me gustaría que el virrey del sur tuviera que molestarse en escribir nada por tan tonta indiscreción de un noble atormentado, por favor, piense que soy un pobre burócrata que le llegan todo tipo de informaciones, algunas de ellas falsas -intentó disculparse Dhevelian.

Fhin ya sabía que solo la idea de que el virrey del sur enviase una carta al gobernador, por unas supuestas injurias, no le iba a dejar en buena posición con el gobernador. Más aún, dado que su situación ante la autoridad imperial ya no era precisamente buena, preferiría que no le molestase. En cambio, tenía algo mejor para Dhevelian, el último que debía recibir su justo castigo, ya que su carrera se había levantado gracias al ajusticiamiento de su padre. Estaba seguro que tenía que haber sido uno de los informadores traidores. Que regresase al fondo del escalafón sería el mejor de los castigos, pues la muerte del alto magistrado no era lo que buscaba. 

-   Visto su gran determinación por la paz de la ciudad, alto magistrado, yo como buen ciudadano, aunque lleve poco, he conseguido una información que le podría interesar -dijo Fhin, como si fuese un amigo de toda la vida. 

-   No me diga, Malven -Dhevelian respiró más tranquilo, aunque esperaba ahora no recibir una información contra Shonet de Mendhezan. Desde que el noble le había hablado estaba seguro que eran las quejas del perdedor, pues sabía que la dama Arhanna había posado sus ojos en el mercader y no en el noble. A fin de cuentas, Malven era más guapo y le respaldaba un colchón de oro, el título ya lo tenía ella, para que poseer dos. 

-   Mis capataces han escuchado que se prepara un robo importante en un almacén del barrio de mercaderes -informó Malven, que pudo ver una mueca de respiro y otra de interés. Le contó las pinceladas que precisaba, para que pareciera que en verdad los capataces de Malven habían oído algo interesante en una taberna.

Cuando el alto magistrado abandonó la vivienda, se llevó la promesa de Malven de que le pasaría la información del almacén y cuando sería el golpe. Fhin estaba seguro que se iba a encontrar con un problema diferente del que esperaba.

El dilema (85)

Por la tarde, Alvho decidió dar un paseo por la fortaleza y sus pies le llevaron hasta el muelle de las barcazas, todavía sin que ninguna hubiese podido cruzar el río por la corriente. Allí se encontró con una figura encapuchada, que estaba agachada mirando algo del suelo. Por la posición, a Alvho le pareció que era el punto donde había asesinado a Attay. Pero estaba seguro que ni una sola gota de sangre había quedado allí. Alvho dio un paso, y la madera crujió. La figura se puso de pie y se giró. No era otra que Ireanna. 

-   ¿Ahora las sacerdotisas rezáis en los muelles? -se burló Alvho, lo que se granjeó una mueca de enfado de la mujer. 

-   Veo que la guerra no te ha quitado el sentido del humor -espetó Ireanna, sacando pecho-. Solo estaba buscando un anillo, creo que lo he perdido en el muelle. 

-   Si era de oro o plata, olvídate de él, los guerreros o los druidas son como aves de rapiña -advirtió Alvho, acercándose, lo que hizo que Ireanna se pusiera de lado, como si estuviera a la defensiva-. ¿Qué tal Ulmay, sigue haciendo amigos en la corte? 

-   Ninguno -respondió con pena Ireanna. 

-   Y tampoco entre la tropa -aseguró Alvho, sin dejar de observar a la mujer, que pareció malinterpretar el gesto, ya que primero se ruborizó y luego cruzó los brazos. 

-   Pues sería mejor que tú o Tharka le indiquéis que si no quiere perder la cabeza, que cambie de actitud -le recomendó Alvho. 

-   A mi ya no me escucha, más aún, me ha expulsado de su grupo de fieles -dijo con mucho disgusto Ireanna-. Y bueno, sobre lo de Tharka ya no hay nada que hacer. 

-   ¿Lo de Tharka? 

-   ¿No lo sabes? No, como lo vas a saber, tú llegaste aquí el primero -reconoció Ireanna-. A la semana de unirse al grupo de la corte, abandonó una noche la protección de Tharka, ya había cerrado un trato con un clan menor. Tharka entró primero en pánico y luego, en un loco frenesí. No sé cómo logró que los otros clanes accediesen, pero atacaron la ciudad. Ese clan que ahora protegía a Ulmay se encargó con mercenarios de aplastar a los clanes. El barrio exterior fue limpiado de las manos sucias. Dharkme felicitó al noble y ejecutó a los cabecillas. Muchos de los miembros de los clanes accedieron a unirse a la expedición con tal de no morir, pero Tharka y otros perdieron la cabeza ante el palacio de Dharkme y la sonrisa plena de Ulmay. 

-   Ya conozco esa sonrisa -aseguró Alvho, pensando con pena en Tharka y los otros jefes de los clanes. 

-   Es la del traidor, el usurpador, eso es lo que es -indicó Ireanna, como si se sintiera a gusto insultando al druida. Alvho creía notar la congoja de la persona que había sido traicionada, tal vez un corazón roto. O tal vez algo más, sí podría ser-. Los viejos amigos están muertos para él. Creo que también está confabulando contra ti, pero por ahora parece que te has cuidado bien las espaldas. Te has aliado con un clan poderoso, más que el de él. Pero Ulmay es bueno esperando su momento para tirarse sobre ti a la yugular. 

-   En ese caso, lo mejor por tu parte sería dejar la puerta del puente -Alvho sabía demasiado bien donde moraba la mujer, con Ulmay y el resto de la corte. Por lo que había algo que no le estaba contando del todo-. Esta fortaleza es grande y siempre hay un catre caliente en el que protegerte. 

-   ¿Acaso el gran Alvho me está ofreciendo su cama? -preguntó con ironía Ireanna-. Creía que te gustaban otro tipo de mujeres. Por lo menos las taberneras. Aunque bien conozco el corazón y la mente del hombre. Matan por tener un cuerpo femenino entre el suyo, aunque este sea el más abominable de todos. Los hombres vendéis vuestra alma por una mujer con una facilidad pasmosa. 

-   A parte de tu falta de consideración, yo solo te indicaba que hay catres de sobra, pues hemos perdido buenos hombres -aclaró Alvho, poniendo una cara seria-. No hay necesidad de que me acompañes bajo las sábanas. Nunca se me ocurriría que te rebajaras a hacer lo que no deseas.

Por un momento Ireanna pareció no saber qué decir. No parecía tener nada para contrarrestar las palabras de Alvho. 

-   Lo siento, Alvho, que sin duda eres el último amigo que me queda aquí -se disculpó Ireanna, pareciendo más humana que nunca, incluso débil, lo que le chocó a Alvho-. No puedo abandonar la fortaleza del puente. Si sigo allí es porque así salvo mi pellejo. Si me fuera Ulmay mandaría a sus perros a cazarme. Mi muerte estaría firmada según no regresase una noche a dormir. Pensaría que le he traicionado. 

-   ¿Por qué? 

-   Porque al igual que Tharka sabemos más de lo que debemos de su plan para convertirse en el gran druida de Thymok -contestó Ireanna-. Sabemos sobre su origen y sobre la base de su poder. 

-   ¿Sobre su carisma y su lengua afilada? 

-   Sí, pero también de los primeros pasos que dio para controlar a Dharkme -afirmó Ireanna, un poco sorprendida porque Alvho hubiese calado tan bien al druida-. Si Dharkme se enterase, lo más seguro que le haría matar enseguida. Ahora él tiene el poder y maneja al señor Dharkme. Nadie puede hacer nada para evitarlo. 

-   ¿Y si Ulmay muere? -dejó caer Alvho.

Las palabras se las llevó el viento, pasaron ante Ireanna que se quedó rígida, sin moverse, como si una bruja le hubiera lanzado un hechizo y ahora fuera una estatua de piedra.

sábado, 17 de julio de 2021

El reverso de la verdad (35)

Las lágrimas que surcaban por los pómulos profundos de Margot no hacían que Andrei se apiadase de ella. Quería respuestas y las quería ya. Esperaba que la mujer le contase lo que quería sin tener que llegar a quebrar su cuerpo. Pero el ansia de encontrar una pista sólida le convertía en un hombre desesperado, un hombre despiadado. 

-   Vamos, Louise, cuéntame lo que quiero saber -le ordenó Andrei. 

-   Sarah se dio cuenta del negocio, de cómo alguien estaba usando la productora para enriquecerse -la voz de Margot había cambiado de tono, ya no era la de la asustadiza prostituta, sino la de alguien diferente, lo que sorprendió a Helene-. Habían transformado a su retoño en un ser corrupto, deforme. Sarah no podía detenerse en su investigación, quería venganza. 

-   Dejate de dar explicaciones que ya sé -advirtió Andrei-. Dime lo que le dijiste a Sarah, lo que sabías. Háblame de las actrices falsas. 

-   Falsas actrices, sí -asintió Louise, que había regresado de lo más profundo de su cuerpo-. Yo firmaba por ellas, porque así me lo ordenaban. Yo creía que era dura, pero el dinero corrompe y hace cambiar a las personas. Y a mi me manchó con la sangre de Sarah. Yo maté a Sarah. 

-   ¿De qué diablos hablas? Sarah murió en el accidente de coche -espetó Andrei. 

-   Yo avise de que Sarah estaba husmeando en mi trabajo, que sabía lo de las chicas, las apuestas, lo que nos llevábamos entre manos -reconoció Louise-. Si no lo hubiera hecho, ella seguiría viva. 

-   ¡Ella era tu amiga! -le cortó Andrei, enfadado-. ¡La traicionaste! 

-   Y cada día de mi vida deberé llevar conmigo esa lacra -afirmó Louise, compungida. 

-   Ella ya tiene su carga, no hace falta que la ataques con saña -intervino Helene, temiendo que Andrei perdiera los estribos y se volviera violento. Dudaba que Margot o Louise revelasen más de lo que sabían bajo golpes o amenazas. 

-   Está bien -Andrei parecía que estaba recuperando su compostura-. ¿Quién es el que manejaba todo? ¿A quién le contaste que Sarah sabía demasiado? 

-   La persona que me pasaba los nombres de las muchachas, de las actrices falsas -respondió Louise-. Se lo conté a Marie. 

-   ¿Marie Fayolle? -inquirió Andrei sorprendido-. ¿Ella es quien lo dirigía todo? Eso no puede ser. Marie falleció hace unos meses, un mes después que Sarah. La organización sigue funcionando. Ella no podía ser la jefa. 

-   Yo… yo no sé quién es el jefe o la jefa -negó Louise-. Yo solo te cuento lo que le dije a Sarah en su momento y a quien le advertí de que Sarah estaba husmeando. Ella me dio las gracias por la advertencia y me dijo que no volviese a hablar con Sarah, que ella lo arreglaría todo. Después murió Sarah y yo no pude seguir allí, me marché, sabiendo lo que le había hecho a una amiga. 

-   Las fechas concuerdan -indicó Helene-. Cuando murió Marie, Louise ya no trabajaba en la agencia.

Andrei miró a la antigua amiga de su esposa y en su cara no pudo ver el rastro de la mentira. Podría ser que Louise no fuera más que un peón más en una organización más grande de lo que había pensado. Entonces le vino a la mente una pregunta. Tal vez ella si supiera la respuesta de lo que se le había ocurrido. Justo se movió de improviso. En el momento justo. Se escucharon varios sonidos que había oído en muchas ocasiones. El ruido de un cristal al quebrarse, un zumbido ligero y una especie de gemido que producían los huesos al ser traspasados por las balas. 

-   ¡Al suelo! -gritó Andrei, mecánicamente, mientras él mismo ya estaba a punto de golpear contra el suelo- ¡Rodad hasta colocaros junto a la pared!

Al poco, Helene llegó reptando por el suelo asqueroso, con una mueca en la que se mezclaban el horror y el susto. Helene miró a los ojos de Andrei, intentando calmar sus nervios, ya que el hombre parecía estar muy calmado. Andrei estaba mirando las manchas de sangre en el cuello de Helene. Después buscó por el suelo de la habitación a Louise, pero solo pudo ver las piernas colgando de la cama. Ya sabía quién había sido la primera víctima. Y esperaba que la última. 

-   ¿Qué ha pasado? -preguntó Helene. 

-   Un francotirador -informó Andrei-. Si no me equivoco desde el tejado de enfrente. 

-   ¿Estamos a salvo? 

-   Por ahora no nos ve, si es a eso a lo que te refieres -contestó Andrei-. Pero estoy seguro que espera a que nos movamos. Según nos vea por la ventana, adiós. Y esa ventana cubre la puerta de la habitación. Aunque podría moverse para cambiar de ángulo. 

-   ¿Y qué hacemos? ¿Y Louise? 

-   En primer lugar, tú te pegas a esta pared y no te mueves ni un centímetro hasta que yo te diga lo contrario -le ordenó Andrei, tomando el mando de la situación-. Por Louise ya no podemos preocuparnos, está muerta sobre la cama. Me parece que la querían silenciar. Igual que a nosotros. Alguien estaba esperando pacientemente o ha recibido un chivatazo. 

-   ¿Los argelinos? 

-   Esos no saben quiénes éramos -negó Andrei-. Tengo una idea de lo que ha pasado. Cuando salgamos de aquí, me voy a poner a indagar sobre ese asunto. 

-   Si salimos -dijo Helene, compungida, mirando de reojo la ventana, en la que se veía un círculo perfecto, rodeado de quebraduras.

Andrei miró a los ojos de Helene, intentando que su firmeza le aliviase. Debía sacarla de allí o el miedo podría con ella.