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sábado, 24 de julio de 2021

Aguas patrias (46)

Cuando Eugenio vio que los dos costados de las fragatas estuvieron unidas, desenvainó su sable. 

-   ¡El Vera Cruz nos necesita! -gritó Eugenio-. ¡Por España! ¡Por el rey! ¡Muerte al inglés!

Todos los marineros y oficiales que estaban preparados para el abordaje rugieron como un león salvaje y siguieron a su capitán, que saltó por encima del pasamanos de la Sirena y el de la fragata enemiga. Como una marea letal atravesaron la cubierta de la fragata. Algunos remataron a los heridos ingleses, pero la mayoría pasó de ellos, pues el tiempo y la infección ya se encargarían de ellos. Cuando llegaron al costado del Vera Cruz, se hicieron con las cuerdas que los ingleses habían usado para atacar la cubierta del navío Empezaron a trepar, pero se detuvieron antes de culminar. Eugenio fue el encargado de revisar lo que había al otro lado.

En ese costado del Vera Cruz había muertos y heridos, pero el combate y la acción de los infantes de las cofas de la Sirena habían hecho que los ingleses y los defensores se hubiesen alejado de allí, dejando una zona libre para que ellos entrasen a la lid sin problemas. Eugenio miró a sus dos costados y asintió con la cabeza, tras lo que volvió a gritar “Muerte” y escaló lo que le quedaba de costado, dejándose caer dentro del navío. Los oficiales y marineros le imitaron.

El rugido de la tripulación de la Sirena, unida al constante ruido de las detonaciones de los cañones de la escuadra del contramaestre, cambió de plano el curso de la batalla. Por lo que pudo ver Eugenio, los ingleses se habían hecho con muchas zonas de la cubierta, pero aun quedaban reductos importantes, sobre todo el alcázar del Vera Cruz. Los defensores al ver llegar a los refuerzos, recuperaron fuerzas y se volvieron más combativos.

Eugenio lideraba un grupo, destinado a liberar el sitio que hacían los ingleses sobre el alcázar. Lanzaba mandobles contra las espaldas y los costados desprotegidos de los marineros ingleses, que aún no se habían percatado de la presencia de los recién llegados. La sangre le empezó a salpicar en el uniforme y en la cara, por lo que los enemigos retrocedían al ver semejante estampa, unos ojos que emanaban fuego y una piel que pedía sangre ajena. Pero al retirarse se encontraban con más enemigos, españoles de bigotes poblados, pieles cetrinas, ojos de loco. Se podría decir muchas cosas de la armada, pero sus marineros eran capaces de provocar el miedo en los corazones del enemigo.

Pero no solo el miedo hizo claudicar los esfuerzos de los ingleses. Lo que más les hizo rendirse fue el cansancio. Llevaban horas luchando con la tripulación del Vera Cruz y ya no estaban listos para los refuerzos. Muchos iban dejando caer sus armas, mientras levantaban las manos. Los que conocían algo de español, decían un chapucero “me rindo”. Aun así, los oficiales ingleses fueron los últimos en dejar de luchar. Eugenio se dio de frente con uno de ellos. Le combinó a rendirse, pero este escupió como forma de rechazo y Eugenio le atacó. El inglés se defendió, incluso sacó a relucir una ligera esgrima, pero su ataques eran burdos, sus fintas pesadas y al final, una rápida serie de fintas y ataques de un Eugenio mucho más fresco, provocó que le ensartara con su sable. El inglés miró con ojos desorbitados el acero que lo había atravesado, cuando Eugenio lo retiraba y cayó de bruces agarrándose la sangrante herida. Los ingleses más cercanos fueron menos orgullosos que su oficial y se rindieron. 

-   ¡Son prisioneros! -gritó Eugenio, señalando a los ingleses cuando uno de sus hombres descargó un hachazo sobre la cabeza de uno de ellos-. ¡Se han rendido! ¡Señor Torres! ¡Señor Torres! 

-   Mi capitán -respondió el guardiamarina a su capitán, al acercarse a él. El joven muchacho había estado luchando tras los pasos del capitán, pero por las heridas de cortes, parecía que se había desecho del miedo. 

-    Haga que los hombres tomen prisioneros a los que se rindan -ordenó Eugenio-. Pero sin cuartel a los que sigan levantando el acero contra nosotros. 

-   Sí, señor. 

-   Y haga un cordón para proteger el alcázar -añadió Eugenio, al ver que estaban ante las escalas por las que se accedía al castillo-. Nos ha costado llegar aquí y el enemigo podría intentar algo. 

-   Sí, mi capitán -asintió Torres.

Eugenio les hizo señas a tres hombres que estaban cerca, todos miembros de la cuadrilla de remeros que movía su bote. Estos asintieron y le siguieron, mientras que el guardiamarina se encargaba de preparar la defensa e impedir que asesinaran a más enemigos que se habían rendido. Si los ingleses intentaban un contraataque, Torres y sus hombres se encargarían, pensó Eugenio. Aunque la verdad es que en ese momento los ingleses se estaban rindiendo y solo los más bragados aún intentaban sobrevivir luchando. Eugenio ascendió hacia el alcázar.

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