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sábado, 3 de julio de 2021

Aguas patrias (43)

Eugenio había llevado la entrevista del joven ayudante del piloto y le había parecido un buen recambio para su guardiamarina perdido. Había llamado a su escribiente y le habían cambiado el rol de ayudante del piloto a guardiamarina, tras lo que le habían mandado recoger lo básico y trasladarse al Avenger, para ayudar al tercer teniente. Una vez que el muchacho se marchó de su camarote se quedó rumiando la información que había obtenido del piloto.

El joven López era un joven capaz, pero bastante angelical y eso era un problema, un gran problema en el barco. Los marineros le habían cogido un amor que rayaba en lo esotérico. Por lo visto creían que era un mismísimo ángel del cielo. Que le daba suerte al barco y eso explicaba que se hubiesen cegado como locos para vengar su muerte. Los marineros eran una pandilla de supersticiosos y la mayoría unos idiotas. Muchos podían hacer estas idioteces como si fuera algo natural. si no se equivocaba, que él casi no recordaba al guardiamarina es porque los marineros lo tenían lejos de lo que podía hacerle algún mal, como los azotes del condestable o sus ayudantes. No lo había tenido que castigarlo.

Con esa pena, Eugenio empezó a revisar uno a uno los documentos de las tres presas, del Avenger, del Sean’s Rose y de la Lady of the South. Había de todo, desde libros de contabilidad y de la tripulación hasta las cartas de los marineros. Pero hasta que no llegó a la bolsa con las cosas de la corbeta no encontró el porqué de que los ingleses hubiesen dejado los fuertes y los barcos con tan pocos hombres. Era un pasquín en el que se hablaba de la captura por parte de la flota del almirante Vernon de Cartagena de Indias. Cuando lo leyó con su escaso inglés, lo que había aprendido durante su último cautiverio en manos inglesas, suspiró de pena.

Según el pasquín el malvado y sucio almirante español, Blas de Rezo, ni eso lo habían escrito bien los muy miserables, pues era Blas de Lezo, se había arrodillado, casi tumbado en el barro, como el cerdo que era, pidiendo clemencia para él y solo él, ante el admirable almirante Vernon, al que ponían como un gran marino, y gran héroe de la patria. Una ola de ira encendió el rostro de Eugenio. Solo podía pensar en lo miserables que eran los ingleses menospreciando a un marinero como el almirante de Lezo, mucho mejor marino y hombre que ese Vernon. Al fin y al cabo, el cuerpo del almirante era prueba inequívoca de la gallardía y valentía de este.

De todas formas, guardó el pasquín para entregárselo a don Rafael según lo encontrase, ya que era parte de la misión principal de la escuadra. Sería el comodoro y el gobernador en última instancia quienes se encargarían de decidir si ese panfleto se le podía tener en cuenta o era alguna maquinación inglesa para minar la moral de los españoles.

Eugenio guardó los documentos y se marchó a la cubierta, para que el frescor de la tarde le quitasen el calor del enfado. Según estuvo en cubierta vio que por fin habían tomado el nuevo rumbo y que había algunos soldados heridos aún allí, aunque los estaban llevando a la enfermería. Como no tenía que dar ninguna orden, se puso a pasear por la cubierta. Los marineros le saludaban con respeto, alejándose de inmediato de su camino. Tras un par de paseos se quedó en la proa, sobre el nacimiento del bauprés mirando el horizonte, que se iba oscureciendo poco a poco.

Al final regresó a su camarote, para cenar y echar un sueño, ya que las guardias de la noche se las habían encargado a los ayudantes del piloto. A la mañana siguiente sería un nuevo día.

Y uno a uno, esos días se fueron sucediendo sin percances ni sorpresas. La escuadra, porque a lo lejos lo parecía, navegaba con la bandera británica. De esta forma, podían surcar las aguas que nominalmente eran inglesas, sin sufrir contratiempos. Aunque actualmente la flota inglesa seguiría en Cartagena, robando todo lo que pudieran. Ni las iglesias se librarían del pillaje inglés. Se las daban de hombres honorables, pero no eran más que un grupo de burdos ladrones, pensaba Eugenio con asco. No entendían de lo sagrado ni de lo humano, siempre ávidos de oro, como su monarca.

Todos las mañanas buscaba alguna vela en el horizonte, esperando encontrar al Vera Cruz, aunque tampoco vendría mal otro mercante como el Windsor, que se aproximase esperando la protección de la flota y recibiese su justo castigo. Pero no parecían quedar mercantes en esas aguas, lo que quería decir que tal vez el Vera Cruz y la Santa Ana se habían dejado ver provocando el miedo a ser capturados por los españoles en esas aguas. El resto del día se pasaba siguiendo la rutina de la navegación. Las guardias y un tiempo mucho mejor que las tormentas que habían roto la escuadra en la ida. Habría que ver lo que pasaba en la fecha señalada, que estaba a punto de cumplirse.

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